Ahora el público científico serio le daba crédito y confianza. Eso dispensaba al público serio de leerlo.
Si se pusiera a criticar, dicho público, no habría progreso posible. Se perdería un año con cada página.
Cuando llegué ante la puerta de su celda, Serge Parapine estaba escupiendo a los cuatro ángulos del laboratorio con una saliva incesante y una mueca tan asqueada, que daba que pensar. Se afeitaba de vez en cuando, Parapine, pero, aun así, conservaba en las mejillas bastantes pelos como para tener aspecto de evadido. Tiritaba sin cesar o, al menos, eso parecía, pese a no quitarse nunca el abrigo, bien surtido de manchas y sobre todo de caspa, que dispersaba después con toquecitos de las uñas en derredor, al tiempo que el mechón, siempre oscilante, le caía sobre la nariz, verde y rosa.
Durante mi período de prácticas en la Facultad, Parapine me había dado algunas lecciones de microscopio y pruebas en diversas ocasiones de auténtica benevolencia. Yo esperaba que, desde aquella época tan lejana, no me hubiera olvidado del todo y estuviera en condiciones de darme tal vez un consejo terapéutico de primerísimo orden para el caso de Bébert, que me obsesionaba de verdad.
Estaba claro, salvar a Bébert era mucho más importante para mí que impedir la muerte de un adulto. Nunca acaba de desagradarte del todo que un adulto se vaya, siempre es un cabrón menos sobre la tierra, te dices, mientras que en el caso de un niño no estás, ni mucho menos, tan seguro. Está el futuro por delante.
Enterado Parapine de mis dificultades, se mostró deseoso de ayudarme y orientar mi terapéutica peligrosa, sólo que él había aprendido, en veinte años, tantas y tan diversas cosas, y con demasiada frecuencia tan contradictorias, sobre la tifoidea, que había llegado a serle muy difícil ahora y, como quien dice, imposible formular, en relación con esa afección tan corriente y su tratamiento, la menor opinión concreta o categórica.
«Ante todo, ¿cree usted, querido colega, en los sueros? —empezó preguntándome—. ¿Eh? ¿Qué me dice usted?… Y las vacunas, ¿qué?… En una palabra, ¿cuál es su impresión?… Inteligencias preclaras ya no quieren ni oír hablar en la actualidad de las vacunas… Es audaz, colega, desde luego… También a mí me lo parece… Pero en fin… ¿Eh? ¿De todos modos? ¿No le parece que algo de cierto hay en ese negativismo?… ¿Qué opina usted?»
Las frases salían de su boca a saltos terribles entre avalanchas de erres enormes.
Mientras se debatía, como un león, entre otras hipótesis furiosas y desesperadas, Jaunisset, que aún vivía en aquella época, el grande e ilustre secretario, fue a pasar justo bajo nuestras ventanas, puntual y altanero.
Al verlo, Parapine palideció aún más, de ser posible, y cambió, nervioso, de conversación, impaciente por manifestarme al instante el asco que le provocaba la simple visión cotidiana de aquel Jaunisset, gloria universal, por cierto. Me lo calificó, al famoso Jaunisset, en un instante de falsario, maníaco de la especie más temible, y le atribuyó, además, más crímenes monstruosos, inéditos y secretos que los necesarios para poblar un presidio entero durante un siglo.
Y yo ya no podía impedir que me diera, Parapine, cien mil detalles odiosos sobre el grotesco oficio de investigador, al que se veía obligado a atenerse, para poder jalar, odio más preciso, más científico, la verdad, que los emanados por los otros hombres colocados en condiciones semejantes en oficinas o almacenes.
Emitía aquellas opiniones en voz muy alta y a mí me asombraba su franqueza. Su ayudante de laboratorio nos escuchaba. Había terminado, también él, su cocinilla y se ajetreaba, por cubrir el expediente, entre estufas y probetas, pero estaba tan acostumbrado, el ayudante, a oír a Parapine con sus maldiciones, por así decir, cotidianas, que ahora esas palabras, por exorbitantes que fueran, le parecían absolutamente académicas e insignificantes. Ciertos modestos experimentos personales que llevaba a cabo con mucha seriedad, el ayudante, en una de las estufas del laboratorio, le parecían, contrariamente a lo que contaba Parapine, prodigiosos y deliciosamente instructivos. Los furores de Parapine no conseguían distraerlo. Antes de irse, cerraba la puerta de la estufa sobre sus microbios personales, como sobre un tabernáculo, tierna, escrupulosamente.
«¿Ha visto usted a mi ayudante, colega? ¿Ha visto usted a ese viejo y cretino ayudante? —dijo Parapine, sobre él, en cuanto hubo salido—. Bueno, pues, pronto hará treinta años que no oye hablar a su alrededor, mientras barre mis basuras, sino de ciencia y de lo lindo y sinceramente, la verdad… y, sin embargo, lejos de estar asqueado, ¡él es ahora el único que ha acabado creyendo en ella aquí mismo! A fuerza de manosear mis cultivos, ¡le parecen maravillosos! Se relame… ¡La más insignificante de mis chorradas lo embriaga! Por lo demás, ¿no ocurre así en todas las religiones? ¿Acaso no hace siglos que el sacerdote piensa en cualquier otra cosa menos en Dios, mientras que su varaplata aún cree en él?… ¿Y a pie juntillas? ¡Es como para vomitar, la verdad!… ¡Pues no llega este bruto hasta el ridículo extremo de copiar al gran Bioduret Joseph en el traje y la perilla! ¿Se ha fijado usted?… A propósito, le diré, en confianza, que el gran Bioduret no difería de mi ayudante sino por su reputación mundial y la intensidad de sus caprichos… Con su manía de aclarar perfectamente las botellas y vigilar desde una proximidad increíble el nacimiento de las polillas, siempre me pareció monstruosamente vulgar, a mí, ese inmenso genio experimental… Quítele al gran Bioduret su prodigiosa mezquindad doméstica y dígame, haga el favor, qué queda de admirable. ¿Qué? Una figura hostil de portero quisquilloso y malévolo. Y se acabó. Además, lo demostró de sobra en la Academia, lo cerdo que era, durante los veinte años que pasó en ella, detestado por casi todo el mundo; tuvo encontronazos con casi todos y la tira de veces… Era un megalómano ingenioso… Y se acabó.»
Parapine se disponía a su vez, con calma, a marcharse. Lo ayudé a pasarse una especie de bufanda en torno al cuello y encima de la caspa de siempre una especie de mantilla también. Entonces se acordó de que yo había ido a verlo a propósito de algo concreto y urgente. «Es verdad —dijo— que estaba aburriéndolo con mis asuntillos y me olvidaba de su enfermo. ¡Perdóneme y volvamos rápido a su tema! Pero, ¿qué decirle, a fin de cuentas, que no sepa usted ya? Entre tantas teorías vacilantes, experiencias indiscutibles, ¡lo racional sería, en el fondo, no elegir! Conque haga lo que pueda, ¡ande, colega! Ya que debe usted hacer algo, ¡haga lo que pueda! Por cierto que a mí, puedo asegurárselo confidencialmente, ¡esa afección tífica ha llegado a asquearme hasta grados indecibles! ¡Inimaginables incluso! Cuando yo la abordé en mi juventud, la tifoidea, tan sólo éramos unos pocos los que investigábamos ese terreno, es decir, que sabíamos exactamente cuántos éramos y podíamos realzarnos mutuamente… Mientras que ahora, ¿qué decirle? ¡Llegan de Laponia, amigo! ¡de Perú! ¡Cada día más! ¡Llegan de todas partes especialistas! ¡Los fabrican en serie en Japón! En el plazo de unos años he visto el mundo inundado con un auténtico diluvio de publicaciones universales y descabelladas sobre ese mismo tema tan machacado. Me resigno, para conservar mi plaza y defenderla, desde luego, bien que mal, a producir y reproducir mi articulito, siempre el mismo, de un congreso a otro, de una revista a otra, al que me limito a aportar, hacia el final de cada temporada, algunas modificaciones sutiles y anodinas, del todo accesorias… Pero, aun así, créame, colega, la tifoidea, en nuestros días, es algo tan trillado como la mandolina o el banjo. ¡Es como para morirse, ya digo! Cada cual quiere tocar una tonadilla a su manera. No, prefiero confesárselo, no me siento con fuerzas para preocuparme más; lo que busco para acabar mi existencia es un rinconcito de investigaciones muy tranquilas, con las que no me granjee ni enemigos ni discípulos, sino esa mediocre notoriedad sin envidias con la que me contento y que tanto necesito. Entre otras paparruchas, se me ha ocurrido el estudio de la influencia comparativa de la calefacción central en las hemorroides de los países septentrionales y meridionales. ¿Qué le parece? ¿Higiene? ¿Régimen? Están de moda, esos cuentos, ¿verdad? Semejante estudio, convenientemente encarrilado y prolongado lo suyo, me valdrá el favor de la Academia, no me cabe duda, que cuenta con una mayoría de vejestorios, a quienes esos problemas de calefacción y hemorroides no pueden dejar indiferentes. ¡Fíjese lo que han hecho por el cáncer, que tan de cerca los afecta!… ¿Que después la Academia me honra con uno de sus premios sobre higiene? ¿Qué sé yo? ¿Diez mil francos? ¿Eh? Pues tendré para pagarme un viaje a Venecia… En mi juventud fui con frecuencia a Venecia, mi joven amigo… ¡Pues sí! Se muere de hambre allí igual que en otros sitios… Pero se respira allí un olor a muerte suntuoso, que no es fácil de olvidar después…»
En la calle, tuvimos que volver, veloces, sobre nuestros pasos para buscar sus chanclos, que había olvidado. Con eso nos retrasamos. Y después nos apresuramos hacia un sitio, no me dijo cuál.
Por la larga Rue de Vaugirard, salpicada de legumbres y estorbos, llegamos a la entrada de una plaza rodeada de castaños y agentes de policía. Nos colamos hasta la sala trasera de un pequeño café, donde Parapine se apostó detrás de un cristal, protegido por un visillo.
«¡Demasiado tarde! —dijo, despechado—. ¡Ya han salido!»
«¿Quiénes?»
«Las alumnitas del instituto… Mire, hay algunas encantadoras… Me conozco sus piernas de memoria. No puedo imaginar nada mejor para acabar el día… ¡Vámonos! Otro día será…»
Y nos separamos muy amigos.
Habría preferido no tener que volver nunca a Rancy. Desde aquella misma mañana que me había marchado de allí, casi había olvidado mis preocupaciones habituales; estaban aún tan incrustadas en Rancy, que no me seguían. Se habrían muerto allí, tal vez, mis preocupaciones, de abandono, como Bébert, si yo no hubiese regresado. Eran preocupaciones de suburbio. Sin embargo, por la Rue Bonaparte, me volvió la reflexión, la triste. Y, sin embargo, es una calle como para dar placer, más bien, al transeúnte. Pocas hay tan acogedoras y agradables. Pero, al acercarme al río, me iba entrando miedo, de todos modos. Empecé a dar vueltas. No conseguía decidirme a cruzar el Sena. ¡Todo el mundo no es César! Al otro lado, en la otra orilla, comenzaban mis penas. Decidí esperar así, a la orilla izquierda, hasta la noche. En último caso, unas horas de sol ganadas, me decía.
El agua venía a chapotear junto a los pescadores y me senté a ver lo que hacían. La verdad es que no tenía ninguna prisa yo tampoco, tan poca como ellos. Me parecía haber llegado al momento, a la edad tal vez, en que sabes perfectamente lo que pierdes cada hora que pasa. Pero aún no has adquirido la sabiduría necesaria para pararte en seco en el camino del tiempo, pero es que, si te detuvieras, no sabrías qué hacer tampoco, sin esa locura por avanzar que te embarga y que admiras durante toda la juventud. Ya te sientes menos orgulloso, de tu juventud, aún no te atreves a reconocerlo en público, que acaso no sea sino eso, tu juventud, el entusiasmo por envejecer.
Descubres en tu ridículo pasado tanta ridiculez, engaño y credulidad, que desearías acaso dejar de ser joven al instante, esperar a que se aparte, la juventud, esperar a que te adelante, verla irse, alejarse, contemplar toda tu vanidad, llevarte la mano a tu vacío, verla pasar de nuevo ante ti, y después marcharte tú, estar seguro de que se ha ido de una vez, tu juventud, y, tranquilo entonces, por tu parte, volver a pasar muy despacio al otro lado del Tiempo para ver, de verdad, cómo son la gente y las cosas.
A la orilla del río, los pescadores no se estrenaban. Ni siquiera parecía importarles demasiado pescar o no. Los peces debían de conocerlos. Se quedaban allí, todos, haciendo como que pescaban. Los últimos rayos de sol, deliciosos, mantenían aún un poco de calorcito a nuestro alrededor y hacían saltar sobre el agua pequeños reflejos entreverados de azul y oro. Viento llegaba muy fresco de enfrente por entre los altos árboles, muy sonriente, el viento, asomándose por entre mil hojas, en ráfagas suaves. Se estaba bien. Dos buenas horas permanecimos así, sin pescar nada, sin hacer nada. Y después el Sena se obscureció y la esquina del puente se puso roja con el crepúsculo. El mundo, al pasar por el muelle, nos había olvidado allí, entre la orilla y el agua.
La noche salió de debajo de los arcos, subió a lo largo del castillo,
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tomó la fachada, las ventanas, una tras otra, que flameaban ante la sombra. Y después se apagaron también, las ventanas.
Ya sólo quedaba marcharse una vez más.
Los libreros de lance de las orillas del río estaban cerrando sus cajas. «¿Vienes?», fue y gritó la mujer, por encima del pretil a su marido, a mi lado, quien, por su parte, cerraba sus instrumentos y la silla de tijera y los gusanos. Refunfuñó y todos los demás pescadores refunfuñaron tras él y volvimos a subir, yo también, arriba, refunfuñando hacia donde pasaba la gente. Hablé a su mujer, sólo para decirle algo amable, antes de que cayese la noche por todas partes. Al instante, quiso venderme un libro. Era uno que había olvidado meter en la caja, según decía. «Conque se lo daría más barato, regalado…», añadió. Un «Montaigne» viejo, uno de verdad, sólo por un franco. No tuve inconveniente en dar gusto a aquella mujer por tan poco dinero. Me lo quedé, su «Montaigne».
Bajo el puente, el agua se había vuelto muy espesa. Yo ya no tenía el menor deseo de avanzar. En los bulevares, me tomé un café con leche y abrí aquel libro que me había vendido. Al abrirlo, me encontré con una carta que escribía a su mujer, el Montaigne, precisamente con motivo de la muerte de uno de sus hijos. Me interesó de inmediato, aquel pasaje, probablemente porque lo relacioné al instante con Bébert.
«¡Ahí
—iba y le decía el Montaigne, más o menos así, a su esposa—:
No te preocupes, ¡anda, querida esposa! ¡Tienes que consolarte!… ¡Todo se arreglará!… Todo se arregla en la vida… Por cierto, que
—le decía también—
precisamente ayer encontré entre los papeles viejos de un amigo mío una carta que Plutarco envió, también él, a su mujer en circunstancias idénticas a las nuestras… Y, como me ha parecido pero que muy bien escrita, su carta, querida esposa, ¡cojo y te la envío!… ¡Es una carta hermosa! Además, no quiero privarte de ella por más tiempo, ¡ya verás tú como te cura la pena!… ¡Mi querida esposa! ¡Te la envío, esa hermosa carta! Es una carta, pero, ¡lo que se dice una carta, esa de Plutarco!… ¡Eso desde luego! ¡Vas a ver tú como te va a interesar!… ¡Ya lo creo! ¡No dejes de consultarla enterita, querida esposa! ¡Léela bien! Enséñasela a los amigos. ¡Y vuelve a leerla! ¡Ahora me siento del todo tranquilo! ¡Estoy seguro de que te va a devolver el aplomo!… Tu amante esposo. Michel.»
Eso es, me dije, lo que se llama un trabajo de primera. Su mujer debía de estar orgullosa de tener un marido como su Michel, que no se preocupaba. En fin, era asunto de aquella gente. Tal vez nos equivoquemos siempre, a la hora de juzgar el corazón de los demás. ¿Acaso no sentían pena de verdad? ¿Pena de la época?