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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

Viaje al fin de la noche (40 page)

BOOK: Viaje al fin de la noche
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Pero, en lo relativo a Bébert, había sido un día como para cortársela. No tenía potra yo con Bébert, vivo o muerto. Me parecía que no había nada para él en la Tierra, ni siquiera en Montaigne. Tal vez sea igual para todo el mundo, por lo demás; en cuanto insistes un poco, el vacío. El caso es que yo había salido de Rancy por la mañana y tenía que volver y regresaba con las manos vacías. Nada absolutamente traía para ofrecerle, ni a la tía tampoco.

Una vueltecita por la Place Blanche antes de regresar.

Vi gente por toda la Rue Lepic, aún más que de costumbre. Conque subí yo también, a ver. Delante de una carnicería, había una multitud. Había que apretujarse para ver lo que pasaba, en círculo. Un cerdo era, uno gordo, enorme. Gemía también él, en medio del círculo, como un hombre molestado, pero es que con ganas. Y, además, es que no paraban de hacerle de rabiar. La gente le retorcía las orejas, para oírlo gritar. Culebreaba y se ponía patas arriba, el cerdo, a fuerza de intentar escapar tirando de la cuerda, otros lo chinchaban y lanzaba alaridos aún más fuertes de dolor. Y se reían aún más.

No sabía cómo esconderse, el grueso cerdo, en la poca paja que le habían dejado y que se volaba, cuando gruñía y resoplaba. No sabía cómo escapar de los hombres. Lo comprendía. Orinaba, al mismo tiempo, todo lo que podía, pero eso no servía de nada tampoco. Gruñir, aullar tampoco. No había nada que hacer. Se reían. El chacinero, dentro de su tienda, intercambiaba señas y bromas con los clientes y hacía gestos con un gran cuchillo.

Estaba contento él también. Había comprado el cerdo y lo había atado para hacer propaganda. En la boda de su hija no se divertiría tanto.

Seguía llegando y llegando gente ante la tienda para ver desplomarse el cerdo, con sus gruesos pliegues rosados, tras cada esfuerzo por escapar. Sin embargo, no era bastante aún. Hicieron que se le subiese encima un perrito arisco, al que azuzaban para que saltara y lo mordiese hasta en la carne, dilatada por la gordura. Entonces se divertían tanto, que ya no se podía avanzar. Vino la policía para dispersar los grupos.

Cuando llegas a esas horas a lo alto del puente de Caulaincourt, distingues, más allá del gran lago de noche que hay sobre el cementerio, las primeras luces de Rancy. Está en la otra orilla, Rancy. Hay que dar toda la vuelta para llegar. ¡Está tan lejos! Tanto tiempo hay que andar y tantos pasos que dar en torno al cementerio para llegar a las fortificaciones, que parece como si dieras la vuelta a la noche misma.

Y después, tras llegar a la puerta, en la oficina de arbitrios, pasas aún ante la oficina enmohecida en que vegeta el chupatintas verde. Entonces ya falta muy poco. Los perros de la zona están en su puesto, ladrando. Bajo un farol de gas, hay flores, a pesar de todo, las de la vendedora que espera siempre ahí, a los muertos que pasan día tras día, hora tras hora. El cementerio, otro, al lado, y después el Boulevard de la Révolte. Sube con todos sus faroles derecho y ancho hasta el centro de la noche. Basta con seguir, a la izquierda. Ésa era mi calle. No había nadie, la verdad, con quien encontrarse. Aun así, me habría gustado estar en otra parte y lejos. También me habría gustado ir en zapatillas para que no me oyeran volver a casa.

Y, sin embargo, nada tenía que ver, yo, con que Bébert empeorara. Había hecho todo lo posible. No tenía nada que reprocharme. No era culpa mía que no se pudiese hacer nada en casos así. Llegué hasta delante de su puerta y, me pareció, sin que me vieran. Y después, tras haber subido, miré, sin abrir las persianas, por las rendijas para ver si aún había gente hablando ante la casa de Bébert. Salían aún algunos visitantes de la casa, pero no tenían el mismo aspecto que el día anterior, los visitantes. Una asistenta del barrio, a la que yo conocía bien, lloriqueaba al salir. «Está visto que está aún peor —me decía yo—. En cualquier caso, seguro que no va mejor… ¿Se habrá muerto ya? —me decía yo—. ¡Puesto que hay una que llora ya!…» El día había acabado.

Me preguntaba, de todos modos, si no tenía yo nada que ver con aquello. Mi casa estaba fría y silenciosa. Como una pequeña noche en un rincón de la grande, a propósito para mí solito.

De vez en cuando llegaban ruidos de pasos y el eco entraba cada vez más fuerte en mi habitación, zumbaba, se extinguía… Silencio. Volví a mirar si pasaba algo fuera, enfrente. Sólo en mí pasaba, siempre haciéndome la misma pregunta.

Acabé quedándome dormido con la pregunta, en mi noche propia, aquel ataúd, de tan cansado que estaba de andar y no encontrar nada.

Más vale no hacerse ilusiones, la gente nada tiene que decirse, sólo se hablan de sus propias penas, está claro. Cada cual a lo suyo, la tierra para todos. Intentan deshacerse de su pena y pasársela al otro, en el momento del amor, pero no da resultado y, por mucho que hagan, la conservan entera, su pena, y vuelven a empezar, intentan otra vez endosársela a alguien. «Es usted muy guapa, señorita», van y dicen. Y reanudan la vida, hasta la próxima vez, en que volverán a probar el mismo miquillo. «¡Es usted guapísima, señorita!…»

Y después venga jactarte, entretanto, de haberte librado de tu pena, pero todo el mundo sabe, verdad, que no es cierto y que te la has guardado pura y simplemente para ti solito. Como te vuelves cada vez más feo y repugnante con ese juego, al envejecer, ya ni siquiera puedes disimularla, tu pena, tu fracaso, acabas con la cara cubierta de esa fea mueca que tarda veinte, treinta años y más en subir, por fin, del vientre al rostro. Para eso sirve, y para eso sólo, un hombre, una mueca, que tarda toda una vida en fabricarse y ni siquiera llega siempre a terminarla, de tan pesada y complicada que es, la mueca que habría de poner para expresar toda su alma de verdad sin perderse nada.

La mía estaba precisamente perfilándomela bien, con facturas que no lograba pagar, poco elevadas, sin embargo, el alquiler imposible, el abrigo demasiado fino para la temporada y el frutero que se reía por la comisura de los labios al verme contar el dinero, vacilar ante el queso, enrojecer en el momento en que las uvas empezaban a costar caras. Y también por los enfermos, que nunca estaban contentos. Tampoco el golpe de la muerte de Bébert me había beneficiado, en el barrio. Sin embargo, la tía no estaba resentida conmigo. No se podía decir que se hubiera portado mal, la tía, en aquella circunstancia, no. Más bien por el lado de los Henrouille, en su hotelito, empecé a cosechar de repente la tira de problemas y a concebir temores.

Un día, la vieja Henrouille, sin más ni más, salió de su cuarto, dejó a su hijo, a su nuera, y se decidió a venir ella sola a visitarme. No era mala idea. Y después volvió a menudo para preguntarme si de verdad creía yo que estaba loca. Era como una distracción para aquella vieja, venir a propósito a preguntarme eso. Me esperaba en el cuarto que me servía de sala de espera. Tres sillas y un velador.

Y cuando volví a casa aquella noche, me la encontré en la sala de espera consolando a la tía de Bébert, contándole todo lo que había perdido ella, la vieja Henrouille, en punto a parientes por el camino, antes de llegar a su edad, sobrinas por docenas, tíos por aquí, por allá, un padre muy lejos, allí, a mitad del siglo pasado, y más tías y, además, sus propias hijas, desaparecidas, ésas, casi por todas partes, que ya no sabía muy bien ni dónde ni cómo, tan desdibujadas, tan vagarosas, sus propias hijas, que casi se veía obligada a imaginarlas ahora y con mucho esfuerzo aún, cuando quería hablar de ellas a los demás. Ya no eran del todo recuerdos siquiera, sus propios hijos. Arrastraba toda una tribu de defunciones antiguas y humildes en torno a sus viejos flancos, sombras mudas desde hacía mucho, penas imperceptibles que, de todos modos, intentaba aún remover un poco, con mucha dificultad, para consuelo, cuando yo llegué, de la tía de Bebert.

Y después vino a verme Robinson, a su vez. Le presenté a todos. Amigos.

Fue incluso aquel día, lo recordé más adelante, cuando adquirió la costumbre Robinson de encontrarse en mi sala de espera con la vieja Henrouille. Se hablaban. El día siguiente era el entierro de Bébert. «¿Irá usted? —preguntaba la tía a todos los que encontraba—. Me alegraría mucho que fuera usted…»

«Ya lo creo que iré —respondió la vieja—. Da gusto en esos momentos tener gente, alrededor.» Ya no se la podía retener en su cuchitril. Se había vuelto una pindonga.

«¡Ah, entonces muy bien, si viene usted! —le daba las gracias la tía—. Y usted, señor, ¿vendrá también?», preguntó a Robinson.

«A mí los entierros me dan miedo, señora, no me lo tome en cuenta», respondió él para escabullirse.

Y después cada uno de ellos habló aún lo suyo, sólo de sus asuntos, casi con violencia, incluso la muy vieja Henrouille, que se metió en la conversación. Demasiado alto hablaban todos, como en el manicomio.

Entonces fui a buscar a la vieja para llevarla al cuarto contiguo, donde pasaba consulta.

No tenía gran cosa que decirle. Era ella más bien la que me preguntaba cosas. Le prometí que no insistiría con lo del certificado. Volvimos a la otra habitación a sentarnos con Robinson y la tía y discutimos todos durante una buena hora el infortunado caso de Bébert. Todo el mundo era de la misma opinión, no había duda, en el barrio: que si yo me había esforzado por salvar al pequeño Bébert, que si sólo era una fatalidad, que si me había portado bien, en una palabra, lo que era casi una sorpresa para todo el mundo. La vieja Henrouille, cuando le dijeron la edad del niño, siete años, pareció sentirse mejor y como tranquilizada. La muerte de un niño tan pequeño le parecía sólo un auténtico accidente, no una muerte normal y que pudiera hacerla reflexionar, a ella.

Robinson se puso a contarnos una vez más que los ácidos le quemaban el estómago y los pulmones, lo asfixiaban y le hacían escupir muy negro. Pero la vieja Henrouille, por su parte, no escupía, no trabajaba en los ácidos, conque lo que Robinson contaba sobre ese tema no podía interesarle. Había venido sólo para saber bien a qué atenerse respecto a mí. Me miraba por el rabillo del ojo, mientras yo hablaba, con sus pequeñas pupilas ágiles y azuladas y Robinson no perdía ripio de toda aquella inquietud latente entre nosotros. Estaba obscura mi sala de espera, la alta casa de la otra acera palidecía enteramente antes de ceder ante la noche. Después, sólo se oyeron nuestras voces y todo lo que siempre parecen ir a decir, las voces, y nunca dicen.

Cuando me quedé solo con él, intenté hacerle comprender que no quería volver a verlo en absoluto, a Robinson, pero, aun así, volvió hacia fines de mes y después casi todas las tardes. Es cierto que no se encontraba nada bien del pecho.

«El Sr. Robinson ha vuelto a preguntar por usted… —me recordaba mi portera, que se interesaba por él—. No saldrá de ésta, ¿verdad?… —añadía—. Seguía tosiendo, cuando ha venido…» Sabía muy bien que me irritaba que me hablara de eso.

Es cierto que tosía. «No hay manera —predecía él mismo—, no voy a levantar cabeza nunca…»

«¡Espera al verano próximo! ¡Un poco de paciencia! Ya verás… Se irá solo…»

En fin, lo que se dice en esos casos. Yo no podía curarlo, mientras trabajara con los ácidos… Aun así, intentaba reanimarlo.

«¿Que me voy a curar solo? —respondía—. ¡Me tienes contento!… Como si fuera fácil respirar como yo respiro… A ti me gustaría verte con algo así en el pecho… Te desinflas con una cosa como la que yo tengo en el pecho… Conque ya lo sabes…»

«Estás deprimido, estás pasando por un mal momento, pero cuando te encuentres mejor… Aunque sólo sea un poco, verás…»

«¿Un poco mejor? ¡Al hoyo voy a ir un poco mejor! ¡Mejor me habría ido, sobre todo, quedándome en la guerra! ¡Eso desde luego! A ti sí que te va bien, desde que has vuelto… ¡No puedes quejarte!»

Los hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a todas sus desgracias, y no hay quien los saque de ahí. Con eso ocupan el alma. Se vengan de la injusticia de su presente trabajándose en lo más hondo de su interior con mierda. Justos y cobardes son, en lo más hondo. Es su naturaleza.

Yo ya no le respondía nada. Conque se cabreaba conmigo.

«¡Ya ves que tú también eres de la misma opinión!»

Para estar tranquilo, iba a buscarle un jarabe contra la tos. Es que sus vecinos se quejaban de que no paraba de toser y no podían dormir. Mientras le llenaba la botella, se preguntaba aún dónde había podido pescarla, aquella tos invencible. Me pedía también que le pusiera inyecciones: con sales de oro.

«Si la palmo con las inyecciones, pues mira, ¡no habré perdido nada!»

Pero yo me negaba, por supuesto, a emprender una terapéutica heroica cualquiera. Quería, ante todo, que se fuese.

Yo había perdido los ánimos sólo de verlo andar por la casa. Esfuerzos indecibles me costaba ya no abandonarme a mi propia miseria, no ceder al deseo de cerrar la puerta una vez por todas y veinte veces al día me repetía:

«¿Para qué?» Conque escuchar encima sus jeremiadas era demasiado, la verdad.

«¡No tienes valor, Robinson! —acababa diciéndole—. Deberías casarte, tal vez recuperarías el gusto por la vida…»

Si hubiera tomado esposa, me habría dejado en paz un poco. Al oír eso, se iba muy ofendido. No le gustaban mis consejos, sobre todo ésos. Ni siquiera me respondía sobre esa cuestión del matrimonio. Era, también es verdad, un consejo muy tonto, el que yo le daba.

Un domingo, en que yo no estaba de servicio, salimos juntos. En la esquina del Boulevard Magnanime, fuimos a la terraza a tomar un casis y un refresco. No hablábamos demasiado, ya no teníamos gran cosa que decirnos. En primer lugar, ¿de qué sirven las palabras, cuando ya sabes a qué atenerte? Para reñir y se acabó. No pasan muchos autobuses los domingos. Desde la terraza es casi un placer ver el bulevar tan limpio, tan descansado también, delante. Oíamos el gramófono de la tasca detrás.

«¿Oyes? —va y me dice Robinson—. Toca canciones de América, ese gramófono; las reconozco, esas canciones, son las mismas que oíamos en Detroit, en casa de Molly…»

Durante los dos años que había pasado allí, no se había enterado apenas de la vida de los americanos; ahora, que le había gustado, de todos modos, su música, con la que intentan evadirse, también ellos, de su terrible rutina y del pesar aplastante de hacer todos los días la misma cosa y gracias a la cual se contonean con la vida, que no tiene sentido, un poco, mientras suena. Osos, aquí, allá.

No se acababa su bebida, de tanto pensar en todo aquello. Un poco de polvo se elevaba por todos lados. En torno a los plátanos, corretean los niños, embadurnados y ventrudos, atraídos, también ellos, por el disco. Nadie se resiste, en el fondo, a la música. No tiene uno nada que hacer con su corazón, lo entrega con gusto. Hay que oír en el fondo de todas las músicas la tonada sin notas, compuesta para nosotros, la melodía de la Muerte.

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