Algunas tiendas abren también el domingo por cabezonería: la vendedora de zapatillas sale y pasea, parloteando, de un escaparate vecino a otro, sus kilos de varices en las piernas.
En el quiosco, los periódicos de la mañana cuelgan deformados y un poco amarillos ya, formidable alcachofa de noticias ya casi rancia. Un perro se mea, rápido, encima; la vendedora dormita.
Un autobús vacío corre hacia su cochera. Las ideas también acaban teniendo su domingo, te sientes más afortunado aún que de costumbre. Estás ahí, vacío. Dan ganas de charlar. Estás contento. No tienes nada de que hablar, porque en el fondo no te sucede nada, eres demasiado pobre. ¿Habrás asqueado a la existencia? Sería normal.
«¿No se te ocurre algo, a ti, que pudiera yo hacer, para dejar mi oficio, que me está matando?»
Salía de su reflexión.
«Me gustaría dejarlo, ¿comprendes? Estoy harto de matarme a currelar como un mulo… Quiero ir a pasearme, yo también… ¿No conocerás a alguien que necesite a un chófer, por casualidad?… Conoces la tira de gente, tú.»
Eran ideas de domingo, ideas de caballero, las que se le ocurrían. Yo no me atrevía a disuadirlo, a insinuarle que con una cara de asesino boqueras como la suya nadie le confiaría nunca su automóvil, que siempre conservaría su pinta extraña, con o sin librea.
«La verdad es que no me das muchos ánimos. Entonces, según tú, ¿no voy a librarme nunca?… O sea, ¿que no vale la pena siquiera que lo intente?… En América no corría demasiado, me decías… En África, el calor me mataba… Aquí, no soy bastante inteligente… El caso es que en todas partes algo me sobra o me falta… Pero todo eso, ya lo veo, ¡son cuentos! ¡Ah, si tuviera pasta!… Todo el mundo me consideraría muy simpático aquí… allá… Y en todas partes… En América incluso… ¿Acaso no es verdad lo que digo? ¿Y tú?… Lo que nos haría falta es ser propietarios de una casita de pisos con seis inquilinos que pagaran puntuales…»
«Eso sí que es verdad», respondí.
No salía de su asombro por haber llegado a esa importante conclusión él solo. Conque me echó una mirada rara, como si de repente descubriera en mí un aspecto insólito de desgraciado.
«La verdad es que tú, cuando lo pienso, eres capitán general. Vendes tus trolas a los que están cascando y todo lo demás te la trae floja… Nadie te controla, nada… Llegas y te marchas cuando quieres; en una palabra, tienes libertad… Pareces amable, pero, ¡menudo cabrón estás hecho tú, en el fondo!…»
«¡Eres injusto, Robinson!»
«Oye, búscame algo, ¡anda!»
Estaba decidido a dejar para otros su trabajo con los ácidos…
Nos marchamos por las callejuelas laterales. Al atardecer, aún se podría pensar que es un pueblo Rancy. Las puertas de los huertos están entornadas. El gran patio está vacío. La casita del perro, también. Una tarde, como ésta, hace ya mucho, los campesinos se marcharon de su casa, expulsados por la ciudad, que salía de París. Ya sólo quedan uno o dos comercios de aquellos tiempos, invendibles y enmohecidos e invadidos ya por las glicinas fláccidas, que cuelgan por las paredes, carmesíes de tanto anuncio pegado. La rastra colgada entre dos canalones ya no puede herrumbrarse más. Es un pasado que ya nadie toca. Se va solito. Los inquilinos de ahora están demasiado cansados por la tarde como para ponerse a arreglar nada delante de sus casas, cuando regresan. Se limitan a ir con sus mujeres a apretujarse en las tascas que quedan y beber. El techo muestra las marcas del humo de los quinqués colgantes de entonces. Todo el barrio temblequea sin quejarse con el continuo runrún de la nueva fábrica. Las tejas musgosas caen rodando sobre los salientes adoquines, como sólo existen ya en Versalles y en las prisiones venerables.
Robinson me acompañó hasta el parquecillo municipal, totalmente rodeado de almacenes, adonde van a olvidarse sobre los céspedes tiñosos todos los abandonados de los alrededores, entre la bolera para los viejos chochos, la Venus raquítica y el montículo de arena para jugar a hacer pis. Y nos pusimos a hablar otra vez de esto y lo otro.
«Mira, lo que siento es no poder soportar la bebida. —Su obsesión—. Cuando bebo, me da un dolor de estómago, que es que me muero. ¡Peor aún! —Y me demostraba al instante, con una serie de eructos, que ni siquiera había soportado bien la bebida de aquella misma tarde—. ¿Ves? Así.»
Delante de su portal, se despidió de mí. «El Castillo de las Corrientes de Aire», como él decía. Desapareció. Yo creía que no iba a volver a verlo por un tiempo.
Mis negocios parecieron recuperarse un poco y justo aquella misma noche.
Simplemente, de la casa donde estaba la comisaría me llegaron dos llamadas urgentes. El domingo por la noche todos los suspiros, las emociones, las impaciencias se desmadran. El amor propio está de vacaciones y además achispado. Tras una jornada entera de libertad alcohólica, los esclavos, mira por dónde, se estremecen un poco, cuesta trabajo hacerlos comportarse, resoplan, bufan y hacen sonar sus cadenas.
Tan sólo en la casa en la que estaba la comisaría, se desarrollaban dos dramas a la vez. En el primero agonizaba un canceroso, mientras que en el tercero había un aborto y la comadrona no conseguía ventilarlo. Daba, aquella matrona, consejos absurdos a todo el mundo, al tiempo que enjuagaba toallas y más toallas. Y después, entre dos inyecciones, se escapaba para ir a pinchar al canceroso de abajo, a diez francos la ampolla de aceite de alcanfor; baratito, ¿no? Para ella la jornada no tenía desperdicio.
Todas las familias de aquella casa habían pasado el domingo en camisón y en mangas de camisa haciendo frente a los acontecimientos y bien reforzadas, las familias, por alimentos salpimentados. Apestaba a ajo y a olores aún más sabrosos por los pasillos y la escalera. Los perros se divertían haciendo cabriolas hasta el sexto. La portera quería enterarse de todo. Te la encontrabas por todos lados. Sólo bebía blanco, ésa, porque el tinto prolonga la regla.
La comadrona, enorme y con bata, ponía en escena los dos dramas, en el primero, en el tercero, saltarina, transpirante, arrebatada y vindicativa. Mi llegada la irritó. Ella que tenía a su público bien cogido, la diva.
En vano me las ingenié para tratarla con tino, para hacerme notar lo menos posible, considerar todo bien (cuando, en realidad, no había hecho, en su misión, sino abominables torpezas); mi llegada, mis palabras, la horrorizaban. No había nada que hacer. Una comadrona vigilada es tan amable como un panadizo. Ya no sabes dónde ponerla para que te perjudique lo menos posible. Las familias desbordaban por el piso, desde la cocina hasta los primeros peldaños, mezclándose con los otros parientes de la casa. ¡Y menudo si había parientes! Gordos y flacos aglomerados en racimos somnolientos bajo las luces de los quinqués colgantes. Pasaba el tiempo y llegaban más, de provincias, donde la gente se acuesta antes que en París. Ésos ya estaban hartos. Todo lo que yo les contaba, a aquellos parientes del drama de abajo como a los del de arriba, se lo tomaban a mal.
La agonía del primer piso duró poco. Tanto mejor y tanto peor. En el preciso momento en que le subía el último suspiro, su médico de cabecera, el doctor Omanon, subió, mira por dónde, como si tal cosa, para ver si había muerto, su cliente, y me echó una bronca él también, o casi, porque me encontró a su cabecera. Entonces le expliqué, a Omanon, que estaba de servicio municipal del domingo y que mi presencia era muy natural y volví a subir al tercero con mucha dignidad.
La mujer de arriba seguía sangrando por el chichi. Poco le faltaba para ponerse a morir también sin tardanza. Un minuto para ponerle una inyección y ahí me teníais otra vez, abajo, junto al tipo de Omanon. Todo había terminado. Omanon acababa de marcharse. Pero, de todos modos, se había quedado con mis veinte francos, el muy cabrón. Un fracaso. Conque no quise perderme el sitio que había conseguido en la casa del aborto. Así es que subí a escape.
Ante la vulva sangrante, expliqué más cosas aún a la familia. La comadrona, evidentemente, no opinaba como yo. Parecía casi que se ganara su parné contradiciéndome. Pero yo estaba allí, mala suerte, ¡allá películas si le gustaba o no! ¡Se acabaron las fantasías! ¡Me iba a ganar por lo menos cien pavos, si sabía montármelo y persistir! Calma de nuevo y ciencia, ¡qué leche! Resistir los asaltos en forma de comentarios y preguntas llenas de vino blanco que se cruzan implacables por encima de tu cabeza inocente es un currelo que para qué, nada cómodo. La familia decía lo que pensaba entre suspiros y eructos. La comadrona esperaba, por su parte, que yo metiera la pata bien, que me largase y le dejase los cien francos. Pero, ¡ya podía esperar sentada, la comadrona! Y mi alquiler, ¿qué? ¿Quién lo pagaría? Aquel parto iba de culo desde por la mañana, ya lo creo. Sangraba de lo lindo, ya lo creo también, pero no salía, ¡y había que saber aguantar!
Ahora que el otro canceroso había muerto abajo, su público de agonía subía, furtivo, aquí. Puestos a pasar la noche en blanco, hecho ya el sacrificio, había que aprovechar para no perderse ninguna de las distracciones de los alrededores. La familia de abajo vino a ver si la cosa iba a terminar allí tan mal como en su casa. Dos muertos en la misma noche, en la misma casa, ¡iba a ser una emoción para toda la vida! ¡Ni más ni menos! Se oía, por los cascabeles, a los perros de todo el mundo saltando y haciendo cabriolas por las escaleras. Subían también, ésos. Gente venida de lejos entraba, con lo que ya no se cabía, susurrando. Las jovencitas aprendían de repente «las cosas de la vida», como dicen las madres; ponían, tiernas, cara de enteradas ante la desgracia. El instinto femenino de consolar. Un primo, que las espiaba desde por la mañana, estaba muy sorprendido. Ya no las dejaba ni a sol ni a sombra. Era una revelación en su fatiga. Todo el mundo estaba descamisado. Se casaría con una de ellas, el primo, pero le habría gustado verles las piernas también, ya que estaba, para poder elegir mejor.
Aquella expulsión de feto no avanzaba, el conducto debía de estar seco, no se deslizaba, sólo seguía sangrando. Iba a ser su sexto hijo. ¿Dónde estaba el marido? Lo mandé llamar.
Había que encontrar al marido para poder enviar a su mujer al hospital. Una parienta me lo había propuesto, que la enviara al hospital. Una madre de familia que quería irse a acostar, qué caramba, por los niños. Pero, cuando se habló del hospital, ya no se ponían de acuerdo. A unos les parecía bien lo del hospital, otros se mostraban absolutamente contrarios, por las conveniencias. No querían ni siquiera oír hablar de eso. Incluso se dijeron al respecto palabras duras, entre parientes, que no olvidarían nunca. Pasaron a la familia. La comadrona despreciaba a todo el mundo. Pero era al marido a quien yo, por mi parte, quería encontrar para poder consultarlo, para que nos decidiéramos, por fin, en un sentido o en otro. Entonces va y sale de entre un grupo, más indeciso aún que todos los demás, el marido. Y, sin embargo, era él quien tenía que decidir. ¿El hospital? ¿O no? ¿Qué quería? No sabía. Quería mirar. Conque fue y miró. Le destapé el agujero de su mujer, de donde chorreaban coágulos y después gluglús y luego toda su mujer entera, que mirara. Su mujer, que gemía como un perro enorme al que hubiera pillado un auto. No sabía, en una palabra, lo que quería. Le pasaron un vaso de blanco para darle fuerzas. Se sentó.
Aun así, no se le ocurría nada. Era un hombre, aquel, que trabajaba con ganas durante el día. Todo el mundo lo conocía bien en el mercado y en la estación sobre todo, donde cargaba sacos de los hortelanos, y no pequeños, grandes y pesados, desde hacía quince años. Era famoso. Llevaba pantalones anchos, vagarosos, y la chaqueta también. No los perdía, pero no parecían importarle demasiado, la chaqueta y los pantalones. Sólo la tierra y seguir derecho en pie sobre ella parecía importarle, con los dos pies separados, como si se fuera a poner a temblar, la tierra, de un momento a otro, debajo. Pierre se llamaba.
Esperamos. «¿Qué te parece, Pierre?», le preguntaron por turnos todos. Se rascó y después fue a sentarse, aquel Pierre, a la cabecera de su mujer, como si le costara reconocerla, ella que no paraba de traer al mundo dolores, y después lloró, algo así como una lágrima, Pierre, y después se volvió a levantar. Entonces volvieron a hacerle la misma pregunta. Fui preparando un volante para ingreso en el hospital. «¡Vamos, piensa, Pierre!», le pedía todo el mundo. Lo intentaba, desde luego, pero hacía señas de que no le venía. Se levantó y fue a vacilar hacia la cocina llevándose el vaso. ¿Para qué esperarlo? Habría podido durar el resto de la noche, su vacilación de marido, todo el mundo lo comprendía perfectamente. Mejor irse a otra parte.
Cien francos perdidos para mí, ¡y se acabó! Pero, de todos modos, con aquella comadrona habría tenido problemas… Estaba visto. Y, además, ¡que no me iba a meter en maniobras operatorias delante de todo el mundo, con lo cansado que estaba! «¡Mala suerte! —me dije—. ¡Vámonos! Otra vez será… ¡Resignación! ¡Dejemos a la puta de la naturaleza en paz!»
Apenas había llegado al descansillo, cuando ya me buscaban todos y el marido perdiendo el culo tras mí.
«¡Eh, doctor! —fue y me gritó—. ¡No se vaya!»
«¿Qué quiere usted que haga?», le respondí.
«¡Espere! ¡Lo acompaño, doctor!… ¡Por favor, señor doctor!…»
«De acuerdo», le dije y entonces le dejé acompañarme hasta abajo. Y fuimos y bajamos. Al pasar por el primero, entré, de todos modos, a decir adiós a la familia del muerto canceroso. El marido entró conmigo en la habitación, volvimos a salir. En la calle, caminaba a mi paso. Fuera hacía un frío que pelaba. Encontramos un perrito que se entrenaba a responder a los otros de la zona con largos aullidos. Y menudo si era cabezón y lastimero. Ya sabía ladrar con ganas. Pronto sería un perro de verdad.
«Hombre, pero si es “Yema de huevo” —observó el marido; muy contento de reconocerlo y cambiar de conversación—. Lo criaron con biberón las hijas del lavandero de la Rue des Gonesses, este jodio, siempre salido… ¿Las conoce usted, a las hijas del lavandero?»
«Sí», respondí.
Sin dejar de caminar, se puso a contarme, entonces, las formas que había de criar a los perros con leche sin que saliera demasiado caro. De todos modos, seguía, detrás de aquellas palabras, buscando una idea en relación con lo de su mujer.
Había una tasca abierta cerca del portal.
«¿Entra usted, doctor? Le invito a un café…»
No iba yo a despreciárselo. «¡Entremos! —dije—. Dos con leche.» Y aproveché para hablarle otra vez de su mujer. Eso le ponía muy serio, que le hablara de ella, pero yo seguía sin conseguir que se decidiera. Sobre la barra sobresalía un ramo de flores. Por el santo del dueño de la tasca, Martrodin. «¡Un regalo de los chavales!», nos anunció en persona. Conque tomamos un vermut con él, para no despreciárselo. Por encima de la barra se veía aún el texto de la ley sobre la embriaguez y un certificado de estudios enmarcado. De repente, al ver aquello, el marido se empeñó en que Martrodin le recitara los nombres de todas las subprefecturas de Loiret-Cher, porque él se los había aprendido y aún se los sabía. Después, se empeñó en que el nombre que figuraba en el certificado no era el del dueño de la tasca y entonces se enfadaron y volvió a sentarse a mi lado, el marido. La duda se apoderó de él por entero. Tanto le preocupaba, que ni siquiera me vio marchar…