Una de las otras distracciones del grupo de los modestos asalariados de la Compañía Porduriére consistía en organizar concursos de fiebre. No era difícil, pero nos pasábamos días desafiándonos, lo que servía para matar el tiempo. Al llegar el atardecer y con él la fiebre, casi siempre cotidiana, nos medíamos. «¡Toma ya! ¡Treinta y nueve!…» «Pero, bueno, ¿y qué? ¡Si yo llego a cuarenta como si nada!»
Por lo demás, aquellos resultados eran del todo exactos y regulares. A la luz de los fotóforos, nos comparábamos los termómetros. El vencedor triunfaba temblando. «¡Transpiro tanto, que ya no puedo mear!», observaba fielmente el más demacrado de nosotros, un colega flaco, de Ariège, campeón de la febrilidad, que había ido allí, según me confió, para escapar del seminario, donde «no tenía bastante libertad». Pero el tiempo pasaba y ni unos ni otros de aquellos compañeros podían decirme a qué clase de original pertenecía exactamente el individuo al que yo iba a substituir en Bikomimbo.
«¡Es un tipo curioso!», me advertían y se acabó.
«Al llegar a la colonia —me aconsejaba el chaval de Ariége, el de la fiebre alta— ¡tienes que hacerte valer! ¡O todo o nada! ¡Serás para el director un tío cojonudo o una mierda de tío! Y, fíjate bien en lo que te digo: ¡te juzgan en seguida!»
En lo que a mí respectaba, tenía mucho miedo de que me clasificaran entre los «mierda de tío» o peor aún.
Aquellos jóvenes negreros, mis amigos, me llevaron a visitar a otro colega de la Compañía Porduriére, que vale la pena recordar de modo especial en este relato. Regentaba un establecimiento en el centro del barrio de los europeos y, enmohecido de fatiga, puro carcamal, churretoso, temía a cualquier clase de luz por sus ojos, que dos años de cocción ininterrumpida bajo las chapas onduladas habían dejado atrozmente secos. Necesitaba, según decía, una buena media hora por la mañana para abrirlos y otra media hora hasta poder ver un poquito con ellos. Todo rayo luminoso lo hería. Un topo enorme era y muy sarnoso.
Asfixiarse y sufrir habían llegado a ser para él como una segunda naturaleza y robar también. Habría quedado bien desamparado, si hubiera recuperado de repente la salud y la honradez. Su odio hacia el delegado general me parece aún hoy, a tanta distancia, una de las pasiones más vivas que he tenido oportunidad de observar nunca en un hombre. Al acordarse de él, era presa de una rabia asombrosa, pese a sus dolores, y a la menor ocasión se ponía de lo más furioso, sin dejar de rascarse, por cierto, de arriba abajo.
No cesaba de rascarse por todo el cuerpo, giratoriamente, por así decir, desde la extremidad de la columna vertebral al nacimiento del cuello. Se surcaba la epidermis e incluso la dermis con rayas de uñas sangrantes, sin por ello dejar de despachar a los clientes, numerosos, negros casi siempre, más o menos desnudos.
Con la mano libre, hurgaba entonces, solícito, en diferentes escondrijos y a derecha e izquierda en la tenebrosa tienda. Sacaba sin equivocarse nunca, con habilidad y presteza asombrosas, la cantidad exacta que necesitaba el parroquiano de tabaco en hojas hediondas, cerillas húmedas, latas de sardinas y grandes cucharadas de melaza, de cerveza superalcohólica en botellas trucadas, que dejaba caer bruscamente, si volvía a ser presa del frenesí de rascarse, por ejemplo, en las profundidades del pantalón. Entonces hundía el brazo entero, que no tardaba en salir por la bragueta, siempre entreabierta por precaución.
Aquella enfermedad que le roía la piel la designaba con un nombre local, «corocoro». «¡Esta cabronada de “corocoro”!… Cuando pienso que ese cerdo del director no ha pescado aún el “corocoro” —decía enfurecido—. ¡Me duele aún más el vientre!… ¡Está inmunizado contra el “corocoro”!… Está demasiado podrido. No es un hombre, ese chulo, ¡es una infección!… ¡Una puta mierda!…»
Al instante toda la asamblea estallaba en carcajadas y los negros clientes también, por emulación. Nos espantaba un poco, aquel compañero. Aun así, tenía un amigo; era un pobre tipo asmático y canoso que conducía un camión para la Compañía Porduriére. Siempre nos traía hielo, robado, evidentemente, por aquí, por allá, en los barcos del muelle.
Bebimos a su salud en la barra en medio de los clientes negros, que babeaban de envidia. Los clientes eran indígenas bastante despiertos como para acercarse a nosotros, los blancos; en una palabra, una selección. Los otros negros, menos avispados, preferían permanecer a distancia. El instinto. Pero los más espabilados, los más contaminados, se convertían en dependientes de tiendas. En éstas se los reconocía porque ponían de vuelta y media a los otros negros. El colega del «corocoro» compraba caucho en bruto, que le traían de la selva, en sacos, en bolas húmedas.
Estando allí, sin cansarnos nunca de escucharlo, una familia de recogedores de caucho, tímida, se quedó parada en el umbral. El padre delante de los demás, arrugado, con un pequeño taparrabos naranja y el largo machete en la mano.
No se atrevía a entrar, el salvaje. Sin embargo, uno de los dependientes indígenas lo invitaba: «¡Ven, moreno! ¡Ven a ver aquí! ¡Nosotros no comer salvajes!» Aquellas palabras acabaron decidiéndolos. Penetraron en aquel horno, en cuyo fondo echaba pestes nuestro hombre del «corocoro».
Al parecer, aquel negro nunca había visto una tienda, ni blancos tal vez. Una de sus mujeres lo seguía, con los ojos bajos, llevando a la cabeza, en equilibrio, el enorme cesto lleno de caucho en bruto.
Los dependientes se apoderaron, imperiosos, del cesto para pesar su contenido en la báscula. El salvaje comprendía tan poco lo de la báscula como lo demás. La mujer seguía sin atreverse a alzar la vista. Los otros negros de la familia los esperaban fuera, con ojos como platos. Los hicieron entrar también, a todos, incluidos los niños, para que no se perdiesen nada del espectáculo.
Era la primera vez que acudían todos así, juntos, desde el bosque hasta la ciudad de los blancos. Debían de haber pasado mucho tiempo, unos y otros, para recoger todo aquel caucho. Conque, por fuerza, el resultado a todos interesaba. Tarda en rezumar, el caucho, en los cubiletes colgados del tronco de los árboles. Muchas veces un vasito no acaba de llenarse en dos meses.
Pesado el cesto, nuestro rascador se llevó al padre, atónito, tras su mostrador y con un lápiz le hizo su cuenta y después le puso en la palma de la mano unas monedas y se la cerró. Y luego: «¡Vete! —le dijo, como si nada—. ¡Ahí tienes tu cuenta!…»
Todos los amigos blancos se tronchaban de risa, ante lo bien que había dirigido su
business.
El negro seguía plantado y corrido ante el mostrador con su calzón naranja en torno al sexo.
«¿Tú no saber dinero? ¿Salvaje, entonces? —le gritó para despertarlo uno de nuestros dependientes, listillo habituado y bien adiestrado seguramente para aquellas transacciones perentorias—. Tú no hablar “fransé”, ¿eh? Tú gorila aún, ¿eh?… Tú, ¿hablar qué? ¿Eh? ¿Kous-Kous? ¿Mabillia? ¿Tú tonto el culo? ¡Bushman! ¡Tonto lo’ cojone’!»
Pero seguía delante de nosotros, el salvaje, con las monedas dentro de la mano cerrada. Se habría largado corriendo, si se hubiera atrevido, pero no se atrevía.
«Tú, ¿comprar qué ahora con la pasta? —intervino oportuno, el “rascador”—. La verdad es que hacía mucho que no veía a uno tan gilipollas —tuvo a bien observar—. ¡Debe de venir de lejos éste! ¿Qué quieres? ¡Dame esa pasta!»
Le volvió a coger el dinero, imperioso, y en lugar de las monedas le arrebujó en la mano un gran pañuelo muy grande que había ido a sacar, raudo, de un escondrijo del mostrador.
El viejo negro no se decidía a marcharse con su pañuelo. Entonces el «rascador» hizo algo mejor. Evidentemente, conocía todos los trucos del comercio invasor. Agitando ante los ojos de uno de los negritos el gran pedazo verde de estameña: «¿No te parece bonito? ¿Eh, mocoso? ¿Nunca has visto pañuelos así? ¿Eh, monín? ¡Di, granujilla!» Y se lo anudó en torno al cuello, imperioso, para vestirlo.
La familia salvaje contemplaba ahora al pequeño adornado con aquella gran pieza de algodón verde… Ya no había nada que hacer, puesto que el pañuelo acababa de entrar en la familia. Sólo cabía aceptarlo, tomarlo y marcharse.
Conque todos se pusieron a retroceder despacio, cruzaron la puerta y, en el momento en que el padre se volvía, el último, para decir algo, el dependiente más espabilado, que llevaba zapatos, lo estimuló, al padre, con un patadón en pleno trasero.
Toda la pequeña tribu, reagrupada, silenciosa, al otro lado de la Avenue Faidherbe, bajo la magnolia, nos miró acabar nuestro aperitivo. Parecía que estuvieran intentando comprender lo que acababa de ocurrirles.
Era el hombre del «corocoro» quien nos invitaba. Incluso nos puso su fonógrafo. Había de todo en su tienda. Me recordaba los convoyes de la guerra.
Conque al servicio de la Compañía Porduriére del Pequeño Togo trabajaban, al mismo tiempo que yo, ya lo he dicho, en sus cobertizos y plantaciones, gran número de negros y pobres blancos de mi estilo. Los indígenas, por su parte, no funcionan sino a estacazos, conservan esa dignidad, mientras que los blancos, perfeccionados por la instrucción pública, andan solos.
La estaca acaba cansando a quien la maneja, mientras que la esperanza de llegar a ser poderoso y rico con que están atiborrados los blancos no cuesta nada, absolutamente nada. ¡Que no vengan a alabarnos el mérito de Egipto y de los tiranos tártaros! Estos aficionados antiguos no eran sino unos maletas petulantes en el supremo arte de hacer rendir al animal vertical su mayor esfuerzo en el currelo. No sabían, aquellos primitivos, llamar «Señor» al esclavo, ni hacerle votar de vez en cuando, ni pagarle el jornal, ni, sobre todo, llevarlo a la guerra, para liberarlo de sus pasiones. Un cristiano de veinte siglos, algo sabía yo al respecto, no puede contenerse cuando por delante de él acierta a pasar un regimiento. Le inspira demasiadas ideas.
Por eso, en lo que a mí respectaba, decidí andarme con mucho ojito y, además, aprender a callarme escrupulosamente, a ocultar mi deseo de largarme, a prosperar, por último, de ser posible y pese a todo, gracias a la Compañía Porduriére. No había ni un minuto que perder.
A lo largo de los cobertizos, al ras de las orillas cenagosas, pululaban, solapadas y permanentes, bandas de cocodrilos al acecho. Por ser del género metálico, gozaban con aquel calor hasta el delirio; los negros, también, al parecer.
En pleno mediodía, era como para preguntarse si era posible, toda la agitación de aquellas masas menesterosas a lo largo de los muelles, aquel alboroto de negros superexcitados y gaznápiros.
Para ejercitarme en la numeración de los sacos, antes de partir para la selva, tuve que entrenarme con la asfixia progresiva en el cobertizo central de la Compañía con los demás empleados, entre dos grandes básculas, encajonadas en medio de la multitud alcalina de negros harapientos, pustulosos y cantarines. Cada cual arrastraba tras sí su nubécula de polvo, que sacudía cadenciosamente. Los golpes sordos de los encargados del transporte se abatían sobre aquellas espaldas magníficas, sin provocar protestas ni quejas. Una pasividad de lelos. El dolor soportado con tanta sencillez como el tórrido aire de aquel horno polvoriento.
El director pasaba de vez en cuando, siempre agresivo, para asegurarse de que yo hacía progresos reales en la técnica de la numeración y del peso trucado.
Se abría paso hasta las básculas, por entre la marejada indígena, a estacazos. «Bardamu —me dijo, una mañana que estaba locuaz—, ve usted esos negros que nos rodean, ¿no?… Bueno, pues, cuando yo llegué al Pequeño Togo, pronto hará treinta años, ¡aún vivían sólo de la caza, la pesca y las matanzas entre tribus, los muy cochinos!… En mis comienzos de pequeño comerciante, los vi, como le digo, volver tras la victoria a su aldea, cargados con más de cien cestos de carne humana, chorreando sangre, ¡para darse una zampada!… ¿Me oye, Bardamu?… ¡Chorreando sangre! ¡La de sus enemigos! ¡Imagínese el banquete!… ¡Hoy ya no hay más victorias! ¡Estamos aquí nosotros! ¡Ni tribus! ¡Ni alboroto! ¡Ni faroladas! ¡Tan sólo mano de obra y cacahuetes! ¡A currelar! ¡Se acabó la caza! ¡Y los fusiles! ¡Cacahuetes y caucho!… ¡Para pagar el impuesto! ¡El impuesto para que nos traigan más caucho y cacahuetes! ¡Así es la vida, Bardamu! ¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes y caucho!… Y, además… ¡Hombre! Precisamente ahí viene el general Tombat.»
Venía, en efecto, a nuestro encuentro, el general, un viejo a punto de desplomarse bajo el enorme peso del sol.
Ya no era del todo militar, el general; sin embargo, tampoco civil aún. Era confidente de la Porduriére y servía de enlace entre la Administración y el Comercio. Enlace indispensable, aunque esos dos elementos estuvieran siempre en estado de competencia y hostilidad permanente. Pero el general Tombat maniobraba admirablemente. Acababa de salir, entre otros, de un reciente negocio sucio de venta de bienes enemigos, que en las alturas consideraban sin solución.
Al comienzo de la guerra, le habían rajado un poco la oreja, al general Tombat, lo justo para quedar disponible con honor, después de Charleroi. En seguida la había puesto al servicio de «la más grande Francia», su disponibilidad. Sin embargo, Verdún, que pertenecía a un pasado muy lejano, seguía preocupándole. Enseñaba, en la mano, radiotelegramas. «¡Van a resistir, nuestros soldaditos valientes! ¡Están resistiendo!…» Hacía tanto calor en el cobertizo y estábamos tan lejos de Francia, que dispensábamos al general Tombat de hacer otros pronósticos. De todos modos, repetimos en coro, por cortesía, y el director con nosotros: «¡Son admirables!», y, tras esas palabras, Tombat nos dejó.
Unos instantes después, el director se abrió otro camino violento entre los apretujados torsos y desapareció, a su vez, en el polvo de pimienta.
Aquel hombre, de ojos ardientes como carbones y consumido por la pasión de poseer la Compañía, me espantaba un poco. Me costaba acostumbrarme a su simple presencia. No habría imaginado que existiera en el mundo una osamenta humana capaz de aquella tensión máxima de codicia. Casi nunca nos hablaba en voz alta, sólo con medias palabras; daba la impresión de que no vivía, no pensaba sino para conspirar, espiar, traicionar con pasión. Contaban que robaba, falseaba, escamoteaba, él solo, más que todos los demás empleados juntos, nada holgazanes, por cierto, puedo asegurarlo. Pero no me cuesta creerlo.
Mientras duró mi período de prácticas en Fort-Gono, aún tenía ratos libres para pasearme por aquella ciudad, por llamarla de algún modo, donde, estaba visto, sólo encontraba un lugar de verdad deseable: el hospital.