Viaje al fin de la noche (16 page)

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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

BOOK: Viaje al fin de la noche
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Mis vecinos de mesa eran cuatro agentes de correos de Gabón, hepáticos, desdentados. Familiares y cordiales al principio de la travesía, después no me dirigieron ni una triste palabra. Es decir, que, por acuerdo tácito, me colocaron en régimen de vigilancia común. Llegó un momento en que no salía de mi camarote sino con infinitas precauciones. La atmósfera de horno nos pesaba sobre la piel como un cuerpo sólido. En cueros y con el cerrojo echado, ya no me movía e intentaba imaginar qué plan podían haber concebido los diabólicos pasajeros para perderme. No conocía a nadie a bordo y, sin embargo, todo el mundo parecía reconocerme. Mis señas particulares debían de haber quedado grabadas instantáneamente en sus mentes, como las del criminal célebre que se publican en los periódicos.

Desempeñaba, sin quererlo, el papel del indispensable «infame y repugnante canalla», vergüenza del género humano, señalado por todos lados a lo largo de los siglos, del que todo el mundo ha oído hablar, igual que del Diablo y de Dios, pero que siempre es tan distinto, tan huidizo, en la tierra y en la vida, inaprensible, en resumidas cuentas. Habían sido necesarias, para aislarlo, «al canalla», para identificarlo, sujetarlo, las circunstancias excepcionales que sólo se daban en aquel estrecho barco.

Un auténtico regocijo general y moral se anunciaba a bordo del
Amiral-Bragueton.
«El inmundo» no iba a escapar a su suerte. Era yo.

Por sí solo, aquel acontecimiento bien valía el viaje. Recluido entre aquellos enemigos espontáneos, intentaba yo, a duras penas, identificarlos sin que lo advirtieran. Para lograrlo, los espiaba impunemente, sobre todo de mañana, por la ventanilla de mi camarote. Antes del desayuno, tomando el fresco, peludos del pubis a las cejas y del recto a la planta de los pies, en pijama, transparentes al sol; tendidos a lo largo de la borda, con el vaso en la mano, venían a eructar allí, mis enemigos, y amenazaban ya con vomitar alrededor, sobre todo el capitán de ojos saltones e inyectados, a quien el hígado atormentaba de lo lindo, desde la aurora. Al despertar, preguntaba sin falta por mí a los otros guasones, si aún no me habían «tirado por la borda», según decía, «¡como un gargajo!». Para ilustrar lo que quería decir, escupía al mismo tiempo en el mar espumoso. ¡Qué cachondeo!

El
Amiral
apenas avanzaba, se arrastraba más que nada, ronroneando, entre uno y otro balanceo. Ya es que no era un viaje, era una enfermedad. Los miembros de aquel concilio matinal, al examinarlos desde mi rincón, me parecían todos profundamente enfermos, palúdicos, alcohólicos, sifilíticos seguramente; su decadencia, visible a diez metros, me consolaba un poco de mis preocupaciones personales. Al fin y al cabo, ¡eran unos vencidos, tanto como yo, aquellos matones!… ¡Aún fanfarroneaban, simplemente! ¡La única diferencia! Los mosquitos se habían encargado ya de chuparlos y destilarles en plenas venas esos venenos que no desaparecen nunca… El treponema les estaba ya limando las arterias… El alcohol les roía el hígado… El sol les resquebrajaba los riñones… Las ladillas se les pegaban a los pelos y el eczema a la piel del vientre… ¡La luz cegadora acabaría achicharrándoles la retina!… Dentro de poco, ¿qué les iba a quedar? Un trozo de cerebro… ¿Para qué? ¿Me lo queréis decir?… ¿Allí donde iban? ¿Para suicidarse? Sólo podía servirles para eso, un cerebro, allí donde iban… Digan lo que digan, no es divertido envejecer en los países en que no hay distracciones… Te ves obligado a mirarte al espejo, cuyo azogue enmohece, y verte cada vez más decaído, cada vez más feo… No tardas en pudrirte, entre el verdor, sobre todo cuando hace un calor atroz.

Al menos el Norte conserva las carnes; la gente del Norte es pálida de una vez para siempre. Entre un sueco muerto y un joven que ha dormido mal, poca diferencia hay. Pero el colonial está ya cubierto de gusanos un día después de desembarcar. Los esperaban impacientes, esas vermes infinitamente laboriosas, y no los soltarían hasta mucho después de haber cruzado el límite de la vida. Sacos de larvas.

Nos faltaban aún ocho días de mar antes de hacer escala en Bragamance, primera tierra prometida. Yo tenía la sensación de encontrarme dentro de una caja de explosivos. Ya apenas comía para no acudir a su mesa ni atravesar los entrepuentes en pleno día. Ya no decía ni palabra. Nunca me veían de paseo. Era difícil estar tan poco como yo en el barco, aun viviendo en él.

Mi camarero, padre de familia él, tuvo a bien confiarme que los brillantes oficiales de la colonial habían jurado, con el vaso en la mano, abofetearme a la primera ocasión y después tirarme por la borda. Cuando le preguntaba por qué, no sabía y me preguntaba, a su vez, qué había hecho yo para llegar a ese extremo. Nos quedábamos con la duda. Aquello podía durar mucho tiempo. No gustaba mi jeta y se acabó.

Nunca más se me ocurriría viajar con gente tan difícil de contentar. Estaban tan desocupados, además, encerrados durante treinta días consigo mismos, que les bastaba muy poco para apasionarse. Por lo demás, no hay que olvidar que en la vida corriente cien individuos por lo menos a lo largo de una sola jornada muy ordinaria desean quitarte tu pobre vida: por ejemplo, todos aquellos a quienes molestas, apretujados en la cola del metro detrás de ti, todos aquellos también que pasan delante de tu piso y que no tienen dónde vivir, todos los que esperan a que acabes de hacer pipí para hacerlo ellos, tus hijos, por último, y tantos otros. Es incesante. Te acabas acostumbrando. En el barco el apiñamiento se nota más, conque es más molesto.

En esa olla que cuece a fuego lento, el churre de esos seres escaldados se concentra, los presentimientos de la soledad colonial que los va a sepultar pronto, a ellos y su destino, los hace gemir, ya como agonizantes. Se chocan, muerden, laceran, babean. Mi importancia a bordo aumentaba prodigiosamente de un día para otro. Mis raras llegadas a la mesa, por furtivas y silenciosas que procurara hacerlas, cobraban carácter de auténticos acontecimientos. En cuanto entraba en el comedor, los ciento veinte pasajeros se sobresaltaban, cuchicheaban…

Los oficiales de la colonial, bien cargados de aperitivo tras aperitivo en torno a la mesa del comandante, los recaudadores de impuestos, las institutrices congoleñas sobre todo, de las que el
Amiral-Bragueton
llevaba un buen surtido, habían acabado, entre suposiciones malévolas y deducciones difamatorias, atribuyéndome una importancia infernal.

Al embarcar en Marsella, yo no era sino un soñador insignificante, pero ahora, a consecuencia de aquella concentración irritada de alcohólicos y vaginas impacientes, me encontraba irreconocible, dotado de un prestigio inquietante.

El comandante del navío, gran bribón astuto y verrugoso, que con gusto me estrechaba la mano al comienzo de la travesía cada vez que nos encontrábamos, ahora no parecía ya reconocerme siquiera, igual que se evita a un hombre buscado por un feo asunto, culpable ya… ¿De qué? Cuando el odio de los hombres no entraña riesgo alguno, su estupidez se deja convencer rápido, los motivos vienen solos.

Por lo que me parecía discernir en la malevolencia compacta en que me debatía, una de las señoritas institutrices animaba al elemento femenino de la conjuración. Volvía al Congo, a diñarla, al menos así lo esperaba yo, la muy puta. Apenas se separaba de los oficiales coloniales de torso torneado en la tela resplandeciente y adornados, además, con el juramento que habían pronunciado de machacarme como una infecta babosa, ni más ni menos, mucho antes de la próxima escala. Se preguntaban por turno si yo sería tan repugnante aplastado como entero. En resumen, se divertían. Aquella señorita atizaba su inspiración, reclamaba la borrasca contra mí en el puente del
Amiral-Bragueton,
no quería conocer descanso hasta que por fin me hubieran recogido jadeante, enmendado para siempre de mi impertinencia imaginaria, castigado por haber osado existir, golpeado con rabia, en una palabra, sangrando, magullado, implorando piedad bajo la bota y el puño de uno de aquellos cachas, cuya acción muscular y furia espléndida ardía en deseos de admirar. Escena de alta carnicería en la que sus fiados ovarios presentían un despertar. Valía tanto como ser violada por un gorila. El tiempo pasaba y es peligroso retrasar demasiado las corridas. Yo era el toro. El barco entero lo exigía, estremeciéndose hasta las bodegas.

El mar nos encerraba en aquel ruedo empernado. Hasta los maquinistas estaban al corriente. Y como ya sólo quedaban tres días para la escala, jornadas decisivas, varios toreros se ofrecieron. Y cuanto más huía yo del escándalo, más agresivos e inminentes se volvían conmigo. Ya se entrenaban los sacrificadores. Me acorralaron entre dos camarotes, contra un lienzo de pared. Escapé por los pelos, pero llegó a serme francamente peligroso el simple hecho de ir al retrete. Así, pues, cuando ya sólo teníamos por delante esos tres días de mar, aproveché para renunciar definitivamente a todas mis necesidades naturales. Me bastaban las ventanillas. A mi alrededor todo era agobiante de odio y aburrimiento. Debo decir también que es increíble, ese aburrimiento de a bordo, cósmico, por hablar con franqueza. Cubre el mar, el barco y los cielos. Sería capaz de volver excéntrica a gente sólida, con mayor razón a aquellos brutos quiméricos.

¡Un sacrificio! Me iban a someter a él. Los acontecimientos se precipitaron una noche, después de la cena, a la que, sin embargo, no había podido dejar de acudir, acuciado por el hambre. No había levantado la nariz del plato y ni siquiera me había atrevido a sacar el pañuelo del bolsillo para limpiarme. Nadie ha jalado jamás más discreto que yo en aquella ocasión. De las máquinas te subía, estando sentado, hacia el trasero, una vibración incesante y tenue. Mis vecinos de mesa debían de estar al corriente de lo que habían decidido en relación conmigo, pues para mi sorpresa, se pusieron a hablarme por extenso y con gusto de duelos y estocadas, a hacerme preguntas… En aquel momento también, la institutriz del Congo, la que tenía tan mal aliento, se dirigió hacia el salón. Tuve tiempo de notar que llevaba un vestido de encaje, muy pomposo, y se acercaba al piano con una como prisa crispada, para tocar, si se puede decir así, tonadas que dejaba sin concluir. El ambiente se volvió intensamente nervioso y furtivo.

Di un salto para ir a refugiarme en mi camarote. Estaba a punto de alcanzarlo, cuando uno de los capitanes de la colonial, el más echado para adelante, el más musculoso de todos, me cortó el paso, sin violencia, pero con firmeza. «Subamos al puente», me ordenó. Al instante estábamos arriba. Para aquella ocasión, llevaba su quepis más dorado, se había abotonado enteramente del cuello a la bragueta, cosa que no había hecho desde nuestra partida. Estábamos, pues, en plena ceremonia dramática. No me llegaba la camisa al cuerpo y el corazón me latía a la altura del ombligo.

Aquel preámbulo, aquella impecabilidad anormal, me hicieron presagiar una ejecución lenta y dolorosa. Aquel hombre me daba la sensación de un fragmento de la guerra colocado de repente en mi camino, testarudo, tarado, asesino.

Detrás de él, cerrándome la puerta del entrepuente, se alzaban al tiempo cuatro oficiales subalternos, atentos en extremo, escolta de la fatalidad.

No había, pues, medio de escapar. Aquella interpelación debía de estar minuciosamente preparada. «¡Señor, ante usted el capitán Frémizon de las tropas coloniales! En nombre de mis compañeros y del pasaje de este barco, con razón indignados por su incalificable conducta, ¡tengo el honor de pedirle una explicación!… ¡Ciertas declaraciones que ha hecho usted respecto a nosotros desde la salida de Marsella son inaceptables!… ¡Ha llegado el momento, señor mío, de expresar bien alto sus quejas!… ¡De proclamar lo que vergonzosamente cuenta por lo bajo desde hace veintiún días! De decirnos al fin lo que piensa…»

Al oír aquellas palabras, sentí un inmenso alivio. Había temido una ejecución irremediable, pero, ya que el capitán hablaba, me ofrecían una escapatoria. Me precipité a aprovechar la oportunidad. Toda posibilidad de cobardía se convierte en una esperanza magnífica a quien sabe lo que se trae entre manos. Ésa es mi opinión. No hay que mostrarse nunca delicado respecto al medio de escapar del destripamiento ni perder el tiempo tampoco buscando las razones de la persecución de que sea uno víctima. Al sabio le basta con escapar.

«¡Capitán! —le respondí con todo el convencimiento de voz de que era capaz en aquel momento—. ¡Qué extraordinario error iba usted a cometer! ¡Yo! ¿Cómo puede atribuirme, a mí, semejantes sentimientos pérfidos? ¡Es demasiada injusticia, la verdad! ¡Sólo de pensarlo me pongo enfermo! ¡Cómo! ¡Yo, que hace nada era aún defensor de nuestra querida patria! ¡Yo, que he mezclado mi sangre con la de usted durante años en innumerables batallas! ¡Qué injusticia iba a cometer conmigo, capitán!»

Después, dirigiéndome al grupo entero:

«¿Cómo han podido ustedes, señores, creer semejante maledicencia? ¡Llegar hasta el extremo de pensar que yo, hermano de ustedes, en resumidas cuentas, me empeñaba en propalar inmundas calumnias sobre oficiales heroicos! ¡Es el colmo! ¡El colmo, la verdad! ¡Y eso en el momento en que se aprestan, esos valientes, esos valientes incomparables, a reanudar la custodia sagrada de nuestro inmortal imperio colonial! —proseguí—. Allí donde los más magníficos soldados de nuestra raza se han cubierto de gloria eterna. ¡Los Mangin! ¡Los Faidherbe, los Gallieni!… ¡Ah, capitán! ¿Yo? ¿Una cosa así?»

Hice una pausa. Esperaba mostrarme conmovedor. Por fortuna, así fue por un instante. Entonces, sin perder tiempo, aprovechando el armisticio de la cháchara, fui derecho hacia él y le estreché las dos manos con emoción.

Con sus manos encerradas en las mías me sentía un poco más tranquilo. Sin soltarlas, seguí explicándome con locuacidad y, al tiempo que le daba mil veces la razón, le aseguraba que nuestras relaciones debían empezar de nuevo y esa vez sin equívocos. ¡Que mi natural y estupida timidez era la única causa de aquella fantástica confusión! Que, desde luego, mi conducta se podía haber interpretado como un inconcebible desdén hacia aquel grupo de pasajeros y pasajeras, «héroes y encantadores mezclados… Reunión providencial de grandes caracteres y talentos… Sin olvidar a las damas, intérpretes musicales incomparables, ¡ornato del barco!…». Al tiempo que pedía perdón profusamente, solicité, para acabar, que me admitieran, sin dilación ni restricción alguna, en su alegre grupo patriótico y fraterno… en el que, desde aquel momento y para siempre, deseaba ser amable compañía… Sin soltarle las manos, por supuesto, intensifiqué la elocuencia.

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