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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

Viaje al fin de la noche (12 page)

BOOK: Viaje al fin de la noche
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Cuando llegamos, el único habitante de la parte militar era la portera. Llovía con fuerza. Tuvo miedo de nosotros, la portera, al oírnos, pero la hicimos reír al ponerle la mano al instante en el lugar correcto. «¡Creía que eran alemanes!», dijo. «¡Están lejos!», le respondimos. «¿De qué estáis enfermos?», nos preguntó, preocupada. «De todo, pero, ¡de la pilila, no!», respondió un artillero. O sea, que no faltaba buen humor, la verdad, y, además, la portera lo apreciaba. En aquel mismo bastión vivieron con nosotros más adelante vejetes de la Asistencia Pública. Habían construido para ellos, con urgencia, nuevos edificios provistos de kilómetros de vidrieras; allí dentro los guardaban hasta el fin de las hostilidades, como insectos. En las colinas de los alrededores, una erupción de parcelas diminutas se disputaban montones de barro, que se escurría, mal contenido entre hileras de cabañas precarias. Al abrigo de éstas crecían, de vez en cuando, una lechuga y tres rábanos, que, sin que se supiera nunca por qué, babosas asqueadas cedían al propietario.

Nuestro hospital estaba limpio, así, al principio, durante varias semanas, que es como hay que apresurarse a ver cosas así, pues en este país carecemos del menor gusto para la conservación de las cosas, somos incluso unos verdaderos guarros. Conque nos acostamos, ya digo, en la que se nos antojó de aquellas camas metálicas y a la luz de la luna; eran tan nuevos aquellos locales, que aún no llegaba la electricidad.

Por la mañana temprano, vino a presentarse nuestro nuevo médico jefe, muy contento de vernos, al parecer, todo cordialidad por fuera. Tenía sus razones para estar contento, acababan de ascenderlo a general. Aquel hombre tenía, además, los ojos más bellos del mundo, aterciopelados y sobrenaturales, y los utilizaba lo suyo para encandilar a cuatro enfermeras encantadoras y solícitas, que lo colmaban de atenciones y aspavientos y no se perdían ripio de su médico jefe. Desde el primer contacto se informó sobre nuestra moral. Cogiendo, campechano, del hombro a uno de nosotros y sacudiéndolo, paternal, nos expuso, con voz reconfortante, las reglas y el camino más corto para ir airosos y lo más pronto posible a que nos partiesen la cara de nuevo.

Fuera cual fuese su procedencia, la verdad es que la gente no pensaba en otra cosa. Era como para creer que disfrutaban con ello. El nuevo vicio. «Francia, amigos míos, ha puesto la confianza en vosotros; es una mujer, Francia, ¡la más bella de las mujeres! —entonó—. ¡Cuenta con vuestro heroísmo, Francia! Víctima de la más cobarde, la más abominable agresión. ¡Tiene derecho a exigir de sus hijos que la venguen profundamente! ¡A recuperar la integridad de su territorio, aun a costa del mayor sacrificio! Nosotros aquí, en lo que nos concierne, vamos a cumplir con nuestro deber. Amigos míos, ¡cumplid con el vuestro! ¡Nuestra ciencia os pertenece! ¡Es vuestra! ¡Todos sus recursos están al servicio de vuestra curación! ¡Ayudadnos, a vuestra vez, en la medida de vuestra buena voluntad! ¡Ya sé que podemos contar con ella! ¡Y que podáis pronto reintegraros a vuestros puestos, junto a vuestros queridos compañeros de las trincheras! ¡Vuestros sagrados puestos! Para la defensa de nuestro querido suelo. ¡Viva Francia! ¡Adelante!» Sabía hablar a los soldados.

Estábamos, cada cual al pie de su cama, en posición de firmes, escuchándolo. Detrás de él, una morena del grupo de sus bonitas enfermeras dominaba mal la emoción que la embargaba y que algunas lágrimas volvieron visible. Sus compañeras se mostraron al instante solícitas con ella: «Pero, ¡querida! ¡Si va a volver, mujer!… Te lo aseguro…»

La que mejor la consolaba era una de sus primas, la rubia un poco regordeta. Al pasar junto a nosotros, sosteniéndola en sus brazos, me confió, la regordeta, que estaba tan desconsolada, su prima tan mona, por la marcha reciente de su novio, incorporado a la Marina. El fogoso jefe, desconcertado, se esforzaba por atenuar la hermosa y trágica emoción propagada por su breve y vibrante alocución. Se encontraba muy confuso y apenado ante ella. Despertar de una inquietud demasiado dolorosa en un corazón excepcional, evidentemente patético, todo sensibilidad y ternura. «Si lo hubiéramos sabido, doctor —seguía susurrando la rubia prima—, le habríamos avisado… ¡Si usted supiera lo tiernamente que se aman!…» El grupo de las enfermeras y el propio doctor desaparecieron sin dejar de chacharear y susurrar por el corredor. Ya no se ocupaban de nosotros.

Intenté recordar y comprender el sentido de aquella alocución que acababa de pronunciar el hombre de ojos espléndidos, pero, a mí, lejos de entristecerme, me parecieron, tras reflexionar, extraordinariamente atinadas, aquellas palabras, para quitarme las ganas de morir. De la misma opinión eran los demás compañeros, pero éstos no veían en ellas, además, como yo, una actitud de desafío e insulto. Ellos no intentaban comprender lo que ocurría a nuestro alrededor en la vida, sólo discernían, y aun apenas, que el delirio ordinario del mundo había aumentado desde hacía unos meses, en tales proporciones, que, desde luego, ya no podía uno apoyar la existencia en nada estable.

Allí, en el hospital, como en la noche de Flandes, la muerte nos atormentaba; sólo, que aquí nos amenazaba desde más lejos, la muerte, irrevocable como allá, cierto es, una vez lanzada sobre nuestra trémula osamenta por la solicitud de la Administración.

Allí no nos abroncaban, desde luego, nos hablaban con dulzura incluso, nos hablaban todo el tiempo de cualquier cosa menos de la muerte, pero nuestra condena figuraba, no obstante, con toda claridad en el ángulo de cada papel que nos pedían firmar, en cada precaución que tomaban para con nosotros: medallas… brazaletes… el menor permiso… cualquier consejo… Nos sentíamos contados, acechados, numerados en la gran reserva de los que partirían mañana. Conque, lógicamente, todo aquel mundo ambiente, civil y sanitario, parecía más despreocupado que nosotros, en comparación. Las enfermeras, aquellas putas, no compartían nuestro destino, sólo pensaban, por el contrario, en vivir mucho tiempo, mucho más aún, y en amar, estaba claro, en pasearse y en hacer y volver a hacer el amor mil y diez mil veces. Cada una de aquellas angélicas se aferraba a su planecito en el perineo, como los forzados, para más adelante, su planecito de amor, cuando la hubiéramos diñado, nosotros, en un barrizal cualquiera, ¡y sólo Dios sabe cómo!

Lanzarían entonces suspiros rememorativos especiales que las volverían más atrayentes aún; evocarían en silencios emocionados los trágicos tiempos de la guerra, los fantasmas… «¿Os acordáis del joven Bardamu —dirían en la hora crepuscular, pensando en mí—, aquel que tanto trabajo nos daba para impedir que protestara?… Tenía la moral muy baja, aquel pobre muchacho… ¿Qué habrá sido de él?»

Algunas nostalgias poéticas en el momento oportuno favorecen a una mujer tan bien como los cabellos vaporosos a la luz de la luna.

Al amparo de cada una de sus palabras y de su solicitud, había que entender en adelante: «La vas a palmar, gentil soldado… La vas a palmar… Es la guerra… Cada cual con su vida… Con su papel… Con su muerte… Parece que compartimos tu angustia… Pero no se comparte la muerte de nadie… Todo debe ser, para las almas y los cuerpos sanos, motivo de distracción y nada más y nada menos y nosotras somos chicas fuertes, hermosas, consideradas, sanas y bien educadas… Para nosotras todo se vuelve, por automatismo biológico, espectáculo gozoso, ¡y se convierte en alegría! ¡Así lo exige nuestra salud! Y las feas licencias del pesar nos resultan imposibles… Necesitamos excitantes, sólo excitantes… Pronto quedaréis olvidados, soldaditos… Sed buenos y diñadla rápido… Y que acabe la guerra y podamos casarnos con uno de vuestros amables oficiales… ¡Sobre todo uno moreno!… ¡Viva la patria de la que siempre habla papá!… ¡Qué bueno debe de ser el amor, cuando vuelve de la guerra!… ¡Nuestro maridito será condecorado!… Será distinguido… Podrás sacar brillo a sus bonitas botas el hermoso día de nuestra boda, si aún existes, soldadito… ¿No te alegrarás entonces de nuestra felicidad, soldadito?…»

Todas las mañanas vimos y volvimos a ver a nuestro médico jefe, seguido de sus enfermeras. Era un sabio, según supimos. En torno a nuestras salas pasaban correteando los vejetes del asilo contiguo a saltos inútiles y descompasados. Iban a escupir sus chismes con sus caries de una sala a otra, llevando consigo maledicencias y cotilleos trasnochados. Encerrados allí, en su miseria oficial, como en un cercado baboso, los viejos trabajadores pastaban todo el excremento que se acumula en torno a las almas en los largos años de servidumbre. Odios impotentes, enmohecidos en la apestosa ociosidad de las salas comunes. Sólo utilizaban sus últimas y trémulas energías para hacerse un poco más de daño y destruir lo que les quedaba de placer y aliento.

¡Supremo placer! En su acartonada osamenta ya no subsistía un solo átomo que no fuera estrictamente malintencionado.

Desde que quedó claro que nosotros, los soldados, compartiríamos las relativas comodidades del bastión con aquellos vejetes, empezaron a detestarnos al unísono, sin por ello dejar de venir al tiempo a mendigar y sin descanso, haciendo cola por las ventanas, nuestras colillas y los mendrugos de pan duro caídos bajo los bancos. Sus apergaminados rostros se estrellaban a la hora de las comidas contra los vidrios de nuestro refectorio. Por entre los pliegues legañosos de sus narices lanzaban miradas de ratas viejas y codiciosas. Uno de aquellos lisiados parecía más astuto y pillo que los demás, venía a cantarnos cancioncillas de su época para distraernos, el tío Birouette lo llamábamos. Estaba dispuesto a hacer todo lo que quisiéramos, con tal de que le diésemos tabaco, cualquier cosa menos pasar ante el depósito de cadáveres del hospital, que, por cierto, nunca estaba vacío. Una de las bromas consistía en llevarlo hacia allá, como de paseo. «¿No quieres entrar?», le preguntábamos, cuando estábamos justo delante de la puerta. Entonces salía pitando y gruñendo, pero tan rápido y tan lejos, que no volvíamos a verlo durante dos días por lo menos, al tío Birouette. Había vislumbrado la muerte.

Nuestro médico jefe, el de los ojos bellos, profesor Bestombes, para hacernos recobrar ánimos, había hecho instalar todo un equipo muy complicado de artefactos eléctricos centelleantes, cuyas descargas periódicas sufríamos, efluvios que, según decía, eran tonificantes y habíamos de aceptar so pena de expulsión. Era muy rico, al parecer, Bestombes. Había que serlo para comprar todos aquellos chismes costosos y electrocutores. Su suegro, político importante, que había hecho grandes trapicheos con compras gubernamentales de terrenos, le permitía esas larguezas.

Había que aprovechar. Todo se arregla. Crímenes y castigos. Tal como era, no lo detestábamos. Examinaba nuestro sistema nervioso con un cuidado extraordinario y nos interrogaba con tono de familiaridad cortés. Esa campechanía calculada divertía deliciosamente a las enfermeras, todas distinguidas, de su servicio. Todas las mañanas esperaban, aquellas monadas, el momento de regocijarse con las manifestaciones de su gran gentileza; se relamían. En resumen, actuábamos todos en una obra en que él, Bestombes, había elegido el papel de sabio benefactor y profunda, amablemente humano; el caso era entenderse.

En aquel nuevo hospital, yo compartía habitación con el sargento Branledore, reenganchado; era un antiguo huésped de los hospitales, Branledore. Hacía meses que arrastraba su intestino perforado por cuatro servicios diferentes.

Durante esas estancias había aprendido a atraer y después conservar la simpatía activa de las enfermeras. Vomitaba, orinaba y evacuaba sangre bastante a menudo, Branledore; también tenía mucha dificultad para respirar, pero eso no habría bastado del todo para granjearle la buena disposición del personal, que veía cosas peores. Conque, entre dos ahogos, si pasaba por allí un médico o una enfermera: «¡Victoria! ¡Victoria! ¡Conseguiremos la Victoria!», gritaba Branledore a pleno pulmón o lo murmuraba por lo bajinis, según los casos. Adaptado así a la ardiente literatura agresiva mediante un oportuno efecto teatral, gozaba de la consideración moral más elevada. Se sabía el truco, el tío.

Como todo era teatro, había que actuar y tenía toda la razón Branledore; nada parece más idiota ni irrita tanto, la verdad, como un espectador inerte que haya subido por azar a las tablas. Cuando se está ahí arriba, verdad, hay que adoptar el tono, animarse, actuar, decidirse o desaparecer. Sobre todo las mujeres pedían espectáculo y eran despiadadas, las muy putas, para con los aficionados desconcertados. La guerra, no cabe duda, afecta a los ovarios; exigían héroes y quienes no lo eran del todo debían presentarse como tales o bien prepararse para sufrir el más ignominioso de los destinos.

Tras haber pasado ocho días en aquel nuevo servicio, habíamos comprendido la necesidad urgente de cambiar de actitud y, gracias a Branledore (representante de encajes en la vida civil), aquellos mismos hombres atemorizados y que buscaban la sombra, presa de vergonzosos recuerdos de mataderos, que éramos al llegar, se convirtieron en una pandilla de pájaros de aúpa, todos resueltos a la victoria y, os lo garantizo, armados de arranque y declaraciones imponentes. En efecto, nuestro lenguaje se había vuelto recio y tan subido de tono, que hacía enrojecer a veces a aquellas damas, si bien nunca se quejaban, porque es sabido que un soldado es tan bravo como despreocupado y más grosero de lo debido y que cuanto más bravo más grosero es.

Al principio, al tiempo que imitábamos a Branledore lo mejor que podíamos, nuestras actitudes patrióticas no quedaban del todo bien, no eran muy convincentes. Necesitamos una buena semana e incluso dos de ensayos intensivos para adoptar del todo el tono, el bueno.

En cuanto nuestro médico, el profesor agregado Bestombes notó, sabio él, la brillante mejora de nuestras cualidades morales, decidió, para estimularnos, autorizarnos algunas visitas, empezando por las de nuestros padres.

Algunos soldados capaces, por lo que yo había oído contar, experimentaban, al mezclarse en los combates, como embriaguez e incluso viva voluptuosidad. Por mi parte, en cuanto intentaba imaginar una voluptuosidad de ese orden tan especial, me ponía enfermo durante ocho días al menos. Me sentía tan incapaz de matar a alguien, que, desde luego, más valía renunciar y acabar de una vez. No es que hubiera carecido de experiencia, habían hecho todo lo posible incluso para hacerme cogerle gusto, pero no tenía ese don. Tal vez habría necesitado una iniciación más lenta.

Un día decidí comunicar al profesor Bestombes las dificultades que encontraba en cuerpo y alma para ser tan bravo como me habría gustado y como las circunstancias, sublimes, desde luego, lo exigían. Temía que me considerara un descarado, un charlatán impertinente… Pero, ¡qué va! ¡Al contrario! El profesor se declaró muy contento de que, en aquel arranque de franqueza, acudiera a confiarle la confusión espiritual que sentía.

BOOK: Viaje al fin de la noche
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