Al cabo de cuatro semanas, desde que había empezado la guerra, habíamos llegado a estar tan cansados, tan desdichados, que, a fuerza de cansancio, yo había perdido un poco de mi miedo por el camino. La tortura de verte maltratado día y noche por aquella gente, los suboficiales, los de menor grado sobre todo, más brutos, mezquinos y odiosos aún que de costumbre, acaba quitando las ganas, hasta a los más obstinados, de seguir viviendo.
¡Ah! ¡Qué ganas de marcharse! ¡Para dormir! ¡Lo primero! Y, si de verdad ya no hay forma de marcharse para dormir, entonces las ganas de vivir se van solas. Mientras siguiéramos con vida, deberíamos aparentar que buscábamos el regimiento.
Para que el cerebro de un idiota se ponga en movimiento, tienen que ocurrirle muchas cosas y muy crueles. Quien me había hecho pensar por primera vez en mi vida, pensar de verdad, ideas prácticas y mías personales, había sido, por supuesto, el comandante Pinçon, jeta de tortura. Conque pensaba en él, a más no poder, mientras me bamboleaba, con todo el equipo, bajo el peso del armamento, comparsa que era, insignificante, en aquel increíble tinglado internacional, en el que me había metido por entusiasmo… Lo confieso.
Cada metro de sombra ante nosotros era una promesa nueva de acabar de una vez y palmarla, pero ¿de qué modo? Lo único imprevisto en aquella historia era el uniforme del ejecutante. ¿Sería uno de aquí? ¿O uno de enfrente?
¡Yo no le había hecho nada, a aquel Pinçon! ¡Como tampoco a los alemanes!… Con su cara de melocotón podrido, sus cuatro galones que le brillaban de la cabeza al ombligo, sus bigotes tiesos y sus rodillas puntiagudas, sus prismáticos que le colgaban del cuello como un cencerro y su mapa a escala 1:100, ¡venga, hombre! Yo me preguntaba de dónde le vendría la manía, a aquel tipo, de enviar a los otros a diñarla. A los otros, que no tenían mapa.
Nosotros, cuatro a caballo por la carretera, hacíamos tanto ruido como medio regimiento. Debían de oírnos llegar a cuatro horas de allí o, si no, es que no querían oírnos. Entraba dentro de lo posible… ¿Tendrían miedo de nosotros los alemanes? ¡A saber!
Un mes de sueño en cada párpado, ésa era la carga que llevábamos, y otro tanto en la nuca, además de unos cuantos kilos de chatarra.
Se expresaban mal mis compañeros jinetes. Apenas hablaban, con eso está dicho todo. Eran muchachos procedentes de pueblos perdidos de Bretaña y nada de lo que sabían lo habían aprendido en el colegio, sino en el regimiento. Aquella noche, yo había intentado hablar un poco sobre el pueblo de Barbagny con el que iba a mi lado y que se llamaba Kersuzon.
«Oye, Kersuzon —le dije—, mira, esto es las Ardenas… ¿Ves algo a lo lejos? Yo no veo lo que se dice nada…»
«Está negro como un culo», me respondió Kersuzon. Con eso bastaba…
«Oye, ¿no has oído hablar de Barbagny durante el día? ¿Por dónde era?», volví a preguntarle.
«No.»
Y se acabó.
Nunca encontramos el Barbagny. Dimos vueltas en redondo hasta el amanecer, hasta otra aldea, donde nos esperaba el hombre de los prismáticos. Su general tomaba el cafelito en el cenador, delante de la casa del alcalde, cuando llegamos.
«¡Ah, qué hermosa es la juventud, Pinçon!», comentó en voz muy alta a su jefe de Estado Mayor, al vernos pasar, el viejo. Dicho esto, se levantó y se fue hacer pipí y después a dar una vuelta, con las manos a la espalda, encorvada. Estaba muy cansado aquella mañana, me susurró el ordenanza; había dormido mal, el general, trastornos de la vejiga, según contaban.
Kersuzon me respondía siempre igual, cuando le preguntaba por la noche, acabó haciéndome gracia como un tic. Me repitió lo mismo dos o tres veces, a propósito de la obscuridad y el culo, y después murió, lo mataron, algún tiempo después, al salir de una aldea, lo recuerdo muy bien, una aldea que habíamos confundido con otra, franceses que nos habían confundido con los otros.
Justo unos días después de la muerte de Kersuzon fue cuando pensamos y descubrimos un medio, lo que nos puso muy contentos, para no volver a perdernos en la noche.
Conque nos echaban del acantonamiento. Muy bien. Entonces ya no decíamos nada. No refunfuñábamos. «¡Largaos!», decía, como de costumbre, el cadavérico.
«¡Sí, mi comandante!»
Y salíamos al instante hacia donde estaba el cañón, y sin hacernos de rogar, los cinco. Parecía que fuéramos a buscar cerezas. Por allí el terreno era muy ondulado. Era el valle del Mosa, con sus colinas, cubiertas de viñas con uvas aún no maduras, y el otoño y aldeas de madera bien seca después de tres meses de verano, o sea, que ardían con facilidad.
Lo habíamos notado, una noche en que ya no sabíamos adónde ir. Siempre ardía una aldea por donde estaba el cañón. No nos acercábamos demasiado, nos limitábamos a mirarla desde bastante lejos, la aldea, como espectadores, podríamos decir, a diez, doce kilómetros, por ejemplo. Y después todas las noches, por aquella época, muchas aldeas empezaron a arder hacia el horizonte, era algo que se repetía, nos encontrábamos rodeados, como por un círculo muy grande en una fiesta curiosa, de todos aquellos parajes que ardían, delante de nosotros y a ambos lados, con llamas que subían y lamían las nubes.
Todo se consumía en llamas, las iglesias, los graneros, unos tras otros, los almiares, que daban las llamas más vivas, más altas que lo demás, y después las vigas, que se alzaban rectas en la noche, con barbas de pavesas, antes de caer en la hoguera.
Se distingue bien cómo arde una aldea, incluso a veinte kilómetros. Era alegre. Una aldehuela de nada, que ni siquiera se veía de día, al fondo de un campito sin gracia, bueno, pues, ¡no os podéis imaginar, cuando arde, el efecto que puede llegar a hacer! ¡Recuerda a Notre-Dame! Se tira toda una noche ardiendo, una aldea, aun pequeña, al final parece una flor enorme, después sólo un capullo y luego nada.
Empieza a humear y ya es la mañana.
Los caballos, que dejábamos ensillados, por el campo, cerca, no se movían. Nosotros nos íbamos a sobar en la hierba, salvo uno, que se quedaba de guardia, por turno, claro está. Pero, cuando hay fuegos que contemplar, la noche pasa mucho mejor, no es algo que soportar, ya no es soledad.
Lástima que no duraran demasiado las aldeas… Al cabo de un mes, en aquella región, ya no quedaba ni una. Los bosques también recibieron lo suyo, del cañón. No duraron más de ocho días. También hacen fuegos hermosos, los bosques, pero apenas duran.
Después de aquello, las columnas de artillería tomaron todas las carreteras en un sentido y los civiles que escapaban en el otro.
En resumen, ya no podíamos ni ir ni volver; teníamos que quedarnos donde estábamos.
Hacíamos cola para ir a diñarla. Ni siquiera el general encontraba ya campamentos sin soldados. Acabamos durmiendo todos en pleno campo, el general y quien no era general. Los que aún conservaban algo de valor lo perdieron. A partir de aquellos meses empezaron a fusilar a soldados para levantarles la moral, por escuadras, y a citar al gendarme en el orden del día por la forma como hacía su guerrita, la profunda, la auténtica de verdad.
Tras un descanso, volvimos a montar a caballo, unas semanas después, y salimos de nuevo para el Norte. También el frío vino con nosotros. El cañón ya no nos abandonaba. Sin embargo, apenas si nos encontrábamos con los alemanes por casualidad, tan pronto un húsar o un grupo de tiradores, por aquí, por allá, de amarillo y verde, colores bonitos. Parecía que los buscásemos, pero, al divisarlos, nos alejábamos. En cada encuentro, caían dos o tres jinetes, unas veces de los suyos y otras de los nuestros. Y sus caballos sueltos, con sus relucientes estribos saltando, venían galopando hacia nosotros de muy lejos, con sus sillas de borrenes curiosos y sus cueros frescos como las carteras del día de Año Nuevo. A reunirse con nuestros caballos venían, amigos al instante. ¡Qué suerte! ¡Nosotros no habríamos podido hacer lo mismo!
Una mañana, al volver del reconocimiento, el teniente Sainte-Engence estaba invitando a los otros oficiales a comprobar que no les mentía. «¡He ensartado a dos!», aseguraba al corro, al tiempo que mostraba su sable, cuya ranura, hecha a propósito para eso, estaba llena, cierto, de sangre coagulada.
«¡Ha sido bárbaro! ¡Bravo, Sainte-Engence!… ¡Si hubieran visto, señores! ¡Qué asalto!», lo apoyaba el capitán Ortolan.
Acababa de ocurrir en el escuadrón de Ortolan.
«¡Yo no me he perdido nada! ¡No andaba lejos! ¡Un sablazo en el cuello hacia delante y a la derecha!… ¡Zas! ¡Cae el primero!… ¡Otro sablazo en pleno pecho!… ¡A la izquierda! ¡Ensarten! ¡Una auténtica exhibición de concurso, señores!… ¡Bravo otra vez, Sainte-Engence! ¡Dos lanceros! ¡A un kilómetro de aquí! ¡Allí están aún los dos mozos! ¡En pleno sembrado! La guerra se acabó para ellos, ¿eh, Sainte-Engence?… ¡Qué estocada doble! ¡Han debido de vaciarse como conejos!»
El teniente Sainte-Engence, cuyo caballo había galopado largo rato, acogía los homenajes y elogios de sus compañeros con modestia. Ahora que Ortolan había presentado testimonio en su favor, estaba tranquilo y se largaba, llevaba a comer a su yegua, haciéndola girar despacio y en círculo en torno al escuadrón, reunido como tras una carrera de vallas.
«¡Deberíamos enviar allí en seguida otro reconocimiento y por el mismo sitio! ¡En seguida! —decía el capitán Ortolan, presa de la mayor agitación—. Esos dos tipos han debido de venir a perderse por aquí, pero ha de haber otros detrás… ¡Hombre, usted, cabo Bardamu! ¡Vaya con sus cuatro hombres!»
A mí se dirigía el capitán.
«Y cuando les disparen, pues… ¡intenten localizarlos y vengan a decirme en seguida dónde están! ¡Deben de ser brandeburgueses!…»
Los de la activa contaban que en el acuartelamiento, en tiempo de paz, no aparecía casi nunca el capitán Ortolan. En cambio, ahora, en la guerra, se desquitaba de lo lindo. En verdad, era infatigable. Su ardor, incluso entre tantos otros chiflados, se volvía cada día más señalado. Tomaba cocaína, según contaban también. Pálido y ojeroso, siempre agitado sobre sus frágiles miembros, en cuanto ponía pie a tierra, primero se tambaleaba y después recuperaba el dominio de sí mismo y recorría, rabioso, los surcos en busca de una empresa de bravura. Habría sido capaz de enviarnos a coger fuego en la boca de los cañones de enfrente. Colaboraba con la muerte. Era como para jurar que ésta había firmado un contrato con el capitán Ortolan.
La primera parte de su vida (según me informé) la había pasado en concursos hípicos, rompiéndose las costillas varias veces al año. Las piernas, a fuerza de rompérselas también y de no utilizarlas para andar, habían perdido las pantorrillas. Ya sólo sabía avanzar a pasos nerviosos y de puntillas, como sobre zancos. En tierra, con su desmesurada hopalanda, encorvado bajo la lluvia, era como para confundirlo con la popa fantasmal de un caballo de carreras.
Conviene señalar que, al comienzo de la monstruosa empresa, es decir, en el mes de agosto, hasta septiembre incluso, ciertas horas, días enteros a veces, algunos tramos de carreteras, algunos rincones de bosques, resultaban favorables para los condenados… Podía uno acariciar la ilusión de estar más o menos tranquilo y jalarse, por ejemplo, una lata de conservas con su pan, hasta el final, sin dejarse vencer por el presentimiento de que sería la última. Pero a partir de octubre se acabaron para siempre, esas treguas momentáneas, la granizada se volvió más copiosa, más densa, más trufada, más rellena de obuses y balas. Pronto íbamos a estar en plena tormenta y lo que procurábamos no ver estaría entonces justo delante de nosotros y ya no se podría ver otra cosa: nuestra muerte.
La noche, que tanto habíamos temido en los primeros momentos, se volvía en comparación bastante suave. Acabamos esperándola, deseándola. De noche nos disparaban con menos facilidad que de día. Y ya sólo contaba esa diferencia.
Resultaba difícil llegar a lo esencial, aun en relación con la guerra, la fantasía resiste mucho tiempo.
Los gatos demasiado amenazados por el fuego acaban por fuerza yendo a arrojarse al agua.
De noche, vivíamos aquí y allá cuartos de hora que se parecían bastante a la adorable época de paz, a esa época ya increíble, en que todo era benigno, en que nada tenía importancia en el fondo, en que se sucedían tantas otras cosas, que se habían vuelto, todas, extraordinaria, maravillosamente agradables. Un terciopelo vivo, aquella época de paz…
Pero pronto las noches también sufrieron, a su vez, el acoso sin piedad. Hubo casi siempre que forzar aún más la fatiga de noche, sufrir un pequeño suplemento, aunque sólo fuera para comer, o para echar unas cabezadas en la obscuridad. Llegaba a las líneas de vanguardia, la comida, arrastrándose vergonzosa y pesada, en largos cortejos cojeantes de carromatos inestables, atestados de carne, prisioneros, heridos, avena, arroz y gendarmes, y priva también, en garrafas, que tan bien recuerdan a la juerga, panzudas y dando tumbos.
A pie, los rezagados tras la fragua y el pan y prisioneros de los nuestros, y de ellos también, maniatados, condenados a esto, a lo otro, mezclados, atados por las muñecas al estribo de los gendarmes, algunos para ser fusilados al día siguiente, no más tristes que los otros. También comían ésos, su ración de aquel atún tan difícil de digerir (no les iba a dar tiempo), en espera de que la columna se pusiese en marcha de nuevo, al borde de la carretera… y el mismo y último pan con un civil encadenado a ellos, que, según decían, era un espía y que no comprendía nada. Nosotros tampoco.
La tortura del regimiento continuaba entonces en la forma nocturna, a tientas por las callejuelas accidentadas de la aldea sin luz ni rostro, doblados bajo sacos más pesados que hombres, de un granero desconocido a otro, insultados, amenazados, de uno a otro, azorados, sin la menor esperanza de acabar sino entre las amenazas, el estiércol y el asco por habernos visto torturados, engañados hasta los tuétanos por una horda de locos furiosos, incapaces ya de otra cosa, si acaso, que matar y ser destripados sin saber por qué.
Tendidos en el suelo, entre dos montones de estiércol, pronto nos veíamos obligados, a fuerza de insultos, a fuerza de patadas, por los cerdos de los suboficiales a ponernos de nuevo en pie para cargar más carromatos, aún, de la columna.
La aldea rebosaba comida y escuadrones en la noche abotargada de grasa, manzanas, avena, azúcar, que se habían de cargar a cuestas y repartir por el camino, al paso de los escuadrones. Traía de todo, el convoy, excepto la fuga.