El corazón de Lola era tierno, débil y entusiasta. Su cuerpo era gracioso, muy amable, y hube de tomarla, en conjunto, como era. Al fin y al cabo, era buena chica, Lola; sólo, que entre nosotros se interponía la guerra, esa rabia de la hostia, tremenda, que impulsaba a la mitad de los humanos, amantes o no, a enviar a la otra mitad al matadero. Conque, por fuerza, entorpecía las relaciones, una manía así. Para mí, que prolongaba mi convalecencia lo más posible y no sentía el menor interés por volver a ocupar mi puesto en el ardiente cementerio de las batallas, el ridículo de nuestra matanza se me revelaba, chillón, a cada paso que daba por la ciudad. Una picardía inmensa se extendía por todos lados.
Sin embargo, tenía pocas posibilidades de eludirla, carecía de las relaciones indispensables para salir bien librado. Sólo conocía a pobres, es decir, gente cuya muerte no interesa a nadie. En cuanto a Lola, no había que contar con ella para enchufarme. Siendo como era enfermera, no se podía imaginar una persona, salvo el propio Ortolan, más combativo que aquella niña encantadora. Antes de haber pasado el fangoso fregado de los heroísmos, su aire de Juana de Arco me habría podido excitar, convertir, pero ahora, desde mi alistamiento de la Place Clichy, cualquier heroísmo verbal o real me inspiraba un rechazo fóbico. Estaba curado, bien curado.
Para comodidad de las damas del cuerpo expedicionario americano, el grupo de enfermeras al que pertenecía Lola se alojaba en el hotel Paritz y, para facilitarle, a ella en particular, aún más las cosas, le confiaron (estaba bien relacionada) en el propio hotel la dirección de un servicio especial, el de los buñuelos de manzana para los hospitales de París. Todas las mañanas se distribuían miles de docenas. Lola desempeñaba esa función benéfica con un celo que, por cierto, más adelante iba a tener efectos desastrosos.
Lola, conviene señalarlo, no había hecho buñuelos en su vida. Así, pues, contrató a algunas cocineras mercenarias y, tras algunos ensayos, los buñuelos estuvieron listos para ser entregados con puntualidad, jugosos, dorados y azucarados, que era un primor. En resumen, Lola sólo tenía que probarlos antes de que se enviaran a los diferentes servicios hospitalarios. Todas las mañanas Lola se levantaba a las diez y, tras haberse bañado, bajaba a las cocinas, situadas muy abajo, junto a los sótanos. Eso, cada mañana, ya digo, y vestida sólo con un quimono japonés negro y amarillo que un amigo de San Francisco le había regalado la víspera de su partida.
En resumen, todo marchaba perfectamente y estábamos ganando la guerra, cuando un buen día, a la hora de almorzar, la encontré descompuesta, incapaz de probar un solo plato de la comida. Me asaltó la aprensión de que hubiera ocurrido una desgracia, una enfermedad repentina. Le supliqué que se confiara a mi afecto vigilante.
Por haber probado, puntual, los buñuelos durante todo un mes, Lola había engordado más de un kilo. Por lo demás, su cinturoncito atestiguaba, con una muesca más, el desastre. Vinieron las lágrimas. Intentando consolarla, como mejor pude, recorrimos, en taxi y bajo el efecto de la emoción, varias farmacias, situadas en lugares muy diversos. Por azar, todas las básculas confirmaron, implacables, que había ganado sin duda más de un kilo, era innegable. Entonces le sugerí que dejara su servicio a una colega que, al contrario, necesitaba entrar en carnes un poquito. Lola no quiso ni oír hablar de ese compromiso, que consideraba una vergüenza y una auténtica deserción en su género. Fue en aquella ocasión incluso cuando me contó que su tío bisabuelo había formado parte también de la tripulación, por siempre gloriosa, del
Mayflower
, arribado a Boston en 1677,
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y que, en consideración de tal recuerdo, no podía ni pensar en eludir su deber en relación con los buñuelos, modesto, desde luego, pero, aun así, sagrado.
El caso es que a partir de aquel día ya sólo probaba los buñuelos con la punta de los dientes, todos muy bonitos, por cierto, y bien alineados. Aquella angustia por engordar había llegado a impedirle disfrutar de nada. Desmejoró. Al cabo de poco, tenía tanto miedo a los buñuelos como yo a los obuses. Entonces la mayoría de las veces nos íbamos a pasear por higiene, para rehuir los buñuelos, a las orillas del río, por los bulevares, pero ya no entrábamos en el Napolitain, para no tomar helados, que también hacen engordar a las damas.
Yo nunca había soñado con algo tan confortable para vivir como su habitación, toda ella azul pálido, con un baño contiguo. Fotos de sus amigos por todos lados, dedicatorias, pocas mujeres, muchos hombres, chicos guapos, morenos y de pelo rizado, su tipo; me hablaba del color de sus ojos y de sus dedicatorias tiernas, solemnes y definitivas, todas. Al principio, por educación, me sentía cohibido, en medio de todas aquellas efigies, y después te acostumbras.
En cuanto dejaba de besarla, ella volvía a la carga sobre los asuntos de la guerra o los buñuelos y yo no la interrumpía. Francia entraba en nuestras conversaciones. Para Lola, Francia seguía siendo una especie de entidad caballeresca, de contornos poco definidos en el espacio y el tiempo, pero en aquel momento herida grave y, por eso mismo, muy excitante. Yo, cuando me hablaban de Francia, pensaba, sin poderlo resistir, en mis tripas, conque, por fuerza, era mucho más reservado en lo relativo al entusiasmo. Cada cual con su terror. No obstante, como era complaciente con el sexo, la escuchaba sin contradecirla nunca. Pero, tocante al alma, no la contentaba en absoluto. Muy vibrante, muy radiante le habría gustado que fuera y, por mi parte, yo no veía por qué había de encontrarme en ese estado, sublime; al contrario, veía mil razones, todas irrefutables, para conservar el humor exactamente contrario.
Al fin y al cabo, Lola no hacía otra cosa que divagar sobre la felicidad y el optimismo, como todas las personas pertenecientes a la raza de los escogidos, la de los privilegios, la salud, la seguridad, y que tienen toda la vida por delante.
Me fastidiaba, machacona, a propósito de las cosas del alma, siempre las tenía en los labios. El alma es la vanidad y el placer del cuerpo, mientras goza de buena salud, pero es también el deseo de salir de él, en cuanto se pone enfermo o las cosas salen mal. De las dos posturas, adoptas la que te resulta más agradable en el momento, ¡y se acabó! Mientras puedes elegir, perfecto. Pero yo ya no podía elegir, ¡mi suerte estaba echada! Estaba de parte de la verdad hasta la médula, hasta el punto de que mi propia muerte me seguía, por así decir, paso a paso. Me costaba mucho trabajo no pensar sino en mi destino de asesinado con sentencia en suspenso, que, por cierto, a todo el mundo le parecía del todo normal para mí.
Hay que haber sobrellevado esa especie de agonía diferida, lúcida, con buena salud, durante la cual es imposible comprender otra cosa que verdades absolutas, para saber para siempre lo que se dice.
Mi conclusión era que los alemanes podían llegar aquí, degollar, saquear, incendiar todo, el hotel, los buñuelos, a Lola, las Tullerías, a los ministros, a sus amiguetes, la Coupole, el Louvre, los grandes almacenes, caer sobre la ciudad, como la ira divina, el fuego del infierno, sobre aquella feria asquerosa, a la que ya no se podía añadir, la verdad, nada más sórdido, y, aun así, yo no tenía nada que perder, la verdad, nada, y todo que ganar.
No se pierde gran cosa, cuando arde la casa del propietario. Siempre vendrá otro, si no es el mismo, alemán o francés o inglés o chino, para presentar, verdad, su recibo en el momento oportuno… ¿En marcos o francos? Puesto que hay que pagar…
En resumen, estaba más baja que la leche, la moral. Si le hubiera dicho lo que pensaba de la guerra, a Lola, me habría considerado un monstruo, sencillamente, y me habría negado las últimas dulzuras de su intimidad. Así, pues, me guardaba muy mucho de confesárselo. Por otra parte, aún sufría algunas dificultades y rivalidades. Algunos oficiales intentaban soplármela, a Lola. Su competencia era temible, armados como estaban, ellos, con las seducciones de su Legión de Honor. Además, se empezó a hablar mucho de esa dichosa Legión de Honor en los periódicos americanos. Creo incluso que, en dos o tres ocasiones en que me puso los cuernos, se habrían visto muy amenazadas, nuestras relaciones, si al mismo tiempo no me hubiera descubierto de repente aquella frívola una utilidad superior, la que consistía en probar por ella los buñuelos todas las mañanas.
Esa especialización de última hora me salvó. Aceptó que yo la substituyese. ¿Acaso no era yo también un valeroso combatiente, digno, por tanto, de esa misión de confianza? A partir de entonces ya no fuimos sólo amantes, sino también socios. Así se iniciaron los tiempos modernos.
Su cuerpo era para mí un gozo que no tenía fin. Nunca me cansaba de recorrer aquel cuerpo americano. Era, a decir verdad, un cachondón redomado. Y seguí siéndolo.
Llegué incluso al convencimiento, muy agradable y reconfortante, de que un país capaz de producir cuerpos tan audaces en su gracia y de una elevación espiritual tan tentadora debía de ofrecer muchas otras revelaciones capitales: en el sentido biológico, se entiende.
A fuerza de sobar a Lola, decidí emprender tarde o temprano el viaje a Estados Unidos, como un auténtico peregrinaje y en cuanto fuera posible. En efecto, no paré ni descansé (a lo largo de una vida implacablemente adversa y aperreada) hasta haber llevado a cabo esa profunda aventura, místicamente anatómica.
Recibí así, muy juntito al trasero de Lola, el mensaje de un nuevo mundo. No es que tuviera sólo un cuerpo, Lola, entendámonos, estaba adornada también con una cabecita preciosa y un poco cruel por los ojos de color azul grisáceo, que le subían un poquito hacia los ángulos, como los de los gatos salvajes.
Sólo con mirarla a la cara se me hacía la boca agua, como por un regusto de vino seco, de sílex. Ojos duros, en resumen, y nada animados por esa graciosa vivacidad comercial, que recuerda a Oriente y a Fragonard, de casi todos los ojos de por aquí.
Nos encontrábamos la mayoría de las veces en un café cercano. Los heridos, cada vez más numerosos, iban renqueando por las calles, con frecuencia desaliñados. En su favor se organizaban colectas, «Jornadas» para éstos, para los otros, y sobre todo para los organizadores de las «Jornadas». Mentir, follar, morir. Acababa de prohibirse emprender cualquier otra cosa. Se mentía con ganas, más allá de lo imaginable, mucho más allá del ridículo y del absurdo, en los periódicos, en los carteles, a pie, a caballo, en coche. Todo el mundo se había puesto manos a la obra. A ver quién decía mentiras más inauditas. Pronto ya no quedó verdad alguna en la ciudad.
La poca que existía en 1914 ahora daba vergüenza. Todo lo que tocabas estaba falsificado, el azúcar, los aviones, las sandalias, las mermeladas, las fotos; todo lo que se leía, tragaba, chupaba, admiraba, proclamaba, refutaba, defendía, no eran sino fantasmas odiosos, falsificaciones y mascaradas. Hasta los traidores eran falsos. El delirio de mentir y creer se contagia como la sarna. La pequeña Lola sólo sabía algunas frases de francés, pero eran patrióticas:
«On les aura!…» «Madelon, viens!…»
Era como para echarse a llorar.
Se inclinaba así sobre nuestra muerte con obstinación, impudor, como todas las mujeres, por lo demás, en cuanto llega la moda de ser valientes para los demás.
¡Y yo que precisamente me descubría tanto gusto por todas las cosas que me alejaban de la guerra! En varias ocasiones le pedí informaciones sobre su América a Lola, pero entonces sólo me respondía con comentarios de lo más vagos, pretenciosos y manifiestamente inciertos, destinados a causar en mí una impresión brillante.
Pero ahora yo desconfiaba de las impresiones. Me habían atrapado una vez con la impresión, ya no me iban a coger más con camelos. Nadie.
Yo creía en su cuerpo, pero no en su espíritu. La consideraba una enchufada encantadora, la Lola, a contracorriente de la guerra, de la vida.
Ella atravesaba mi angustia con la mentalidad del
Petit Journal
: pompón, charanga, mi Lorena y guantes blancos…
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Entretanto, yo le echaba cada vez más caliches, porque le había asegurado que eso la haría adelgazar. Pero ella confiaba más en nuestros largos paseos para conseguirlo. En cambio, yo los detestaba, los largos paseos. Pero ella insistía.
Así, que íbamos con frecuencia, muy deportivos, al Bois de Boulogne, durante algunas horas, todas las tardes, el «circuito de los lagos».
La naturaleza es algo espantoso e incluso cuando está domesticada con firmeza, como en el Bois, aún produce como angustia a los auténticos ciudadanos. Entonces se entregan con facilidad a las confidencias. Nada como el Bois de Boulogne, aun húmedo, enrejado, grasiento y pelado como está, para hacer afluir los recuerdos, incontenibles, en los ciudadanos de paseo entre los árboles. Lola no estaba libre de esa inquietud melancólica y confidente. Me contó mil cosas más o menos sinceras, mientras nos paseábamos así, sobre su vida de Nueva York, sobre sus amiguitas de allá.
Yo no conseguía discernir del todo lo verosímil, en aquella trama complicada de dólares, noviazgos, divorcios, compras de vestidos y joyas, que me parecía colmar su existencia.
Aquel día fuimos hacia el hipódromo. Por aquellos parajes te encontrabas aún muchos simones, a niños sobre borricos y a otros niños levantando polvo y autos atestados de quintos de permiso que no cesaban de buscar a toda velocidad mujeres vacantes por los senderos, entre dos trenes, levantando aún más polvo, con prisa por ir a cenar y hacer el amor, agitados y viscosos, al acecho, atormentados por la hora implacable y el deseo de vida. Sudaban de pasión y de calor también.
El Bois estaba menos cuidado que de costumbre, abandonado, en suspenso administrativo.
«Este lugar debía de ser muy bonito antes de la guerra… —observaba Lola—. ¿Era elegante?… ¡Cuéntame, Ferdinand!… ¿Y las carreras de aquí?… ¿Eran como las de Nueva York?…»
La verdad es que yo no había ido nunca a las carreras antes de la guerra, pero inventaba al instante, para distraerla, cien detalles vistosos al respecto, con ayuda de lo que me habían contado, unos y otros. Los vestidos… Las señoras elegantes… Las calesas resplandecientes… La salida… Las cornetas alegres y espontáneas… El salto del río… El Presidente de la República… La fiebre ondulante de las apuestas, etc.
Le gustó tanto, mi descripción ideal, que aquel relato nos unió. A partir de aquel momento, creyó haber descubierto, Lola, que por lo menos teníamos un gusto en común, en mí bien disimulado, el de las solemnidades mundanas. Incluso me besó, espontánea, de emoción, cosa que muy raras veces hacía, debo decirlo. Y también la melancolía de las cosas de moda en el pasado la emocionaba. Cada cual llora a su modo el tiempo que pasa. Por las modas muertas advertía Lola el paso de los años.