«En una historia así, no hay nada que hacer, hay que ahuecar el ala», me decía, al fin y al cabo…
Por encima de nuestras cabezas, a dos milímetros, a un milímetro tal vez de las sienes, venían a vibrar, uno tras otro, esos largos hilos de acero tentadores trazados por las balas que te quieren matar, en el caliente aire del verano.
Nunca me había sentido tan inútil como entre todas aquellas balas y los rayos de aquel sol. Una burla inmensa, universal.
En aquella época tenía yo sólo veinte años de edad. Alquerías desiertas a lo lejos, iglesias vacías y abiertas, como si los campesinos hubieran salido todos de las aldeas para ir a una fiesta en el otro extremo de la provincia y nos hubiesen dejado, confiados, todo lo que poseían, su campo, las carretas con los varales al aire, sus tierras, sus cercados, la carretera, los árboles e incluso las vacas, un perro con su cadena, todo, vamos. Para que pudiésemos hacer con toda tranquilidad lo que quisiéramos durante su ausencia. Parecía muy amable por su parte. «De todos modos, si no hubieran estado ausentes —me decía yo—, si aún hubiese habido gente por aquí, ¡seguro que no nos habríamos comportado de modo tan innoble! ¡Tan mal!
¡No nos habríamos atrevido delante de ellos!» Pero, ¡ya no quedaba nadie para vigilarnos! Sólo nosotros, como recién casados que hacen guarrerías, cuando todo el mundo se ha ido.
También pensaba (detrás de un árbol) que me habría gustado verlo allí, al Dérouléde ese, de que tanto me habían hablado, explicarme cómo hacía él, cuando recibía una bala en plena panza.
Aquellos alemanes agachados en la carretera, tiradores tozudos, tenían mala puntería, pero parecían tener balas para dar y tomar, almacenes llenos sin duda. Estaba claro: ¡la guerra no había terminado! Nuestro coronel, las cosas como son, ¡demostraba una bravura asombrosa! Se paseaba por el centro mismo de la carretera y después en todas direcciones entre las trayectorias, tan tranquilo como si estuviese esperando a un amigo en el andén de la estación: sólo, que un poco impaciente.
Pero el campo, debo decirlo en seguida, yo nunca he podido apreciarlo, siempre me ha parecido triste, con sus lodazales interminables, sus casas donde la gente nunca está y sus caminos que no van a ninguna parte. Pero, si se le añade la guerra, además, ya es que no hay quien lo soporte. El viento se había levantado, brutal, a cada lado de los taludes, los álamos mezclaban las ráfagas de sus hojas con los ruidillos secos que venían de allá hacia nosotros. Aquellos soldados desconocidos nunca nos acertaban, pero nos rodeaban de miles de muertos, parecíamos acolchados con ellos. Yo ya no me atrevía a moverme.
Entonces, ¡el coronel era un monstruo! Ahora ya estaba yo seguro, peor que un perro, ¡no se imaginaba su fin! Al mismo tiempo, se me ocurrió que debía de haber muchos como él en nuestro ejército, tan valientes, y otros tantos sin duda en el ejército de enfrente. ¡A saber cuántos! ¿Uno, dos, varios millones, tal vez, en total? Entonces mi canguelo se volvió pánico. Con seres semejantes, aquella imbecilidad infernal podía continuar indefinidamente… ¿Por qué habrían de detenerse? Nunca me había parecido tan implacable la sentencia de los hombres y las cosas.
Pensé —¡presa del espanto!—: ¿seré, pues, el único cobarde de la tierra?… ¿Perdido entre dos millones de locos heroicos, furiosos y armados hasta los dientes? Con cascos, sin cascos, sin caballos, en motos, dando alaridos, en autos, pitando, tirando, conspirando, volando, de rodillas, cavando, escabulléndose, caracoleando por los senderos, lanzando detonaciones, ocultos en la tierra como en una celda de manicomio, para destruirlo todo, Alemania, Francia y los continentes, todo lo que respira, destruir, más rabiosos que los perros, adorando su rabia (cosa que no hacen los perros), cien, mil veces más rabiosos que mil perros, ¡y mucho más perversos! ¡Estábamos frescos! La verdad era, ahora me daba cuenta, que me había metido en una cruzada apocalíptica.
Somos vírgenes del horror, igual que del placer. ¿Cómo iba a figurarme aquel horror al abandonar la Place Clichy? ¿Quién iba a poder prever, antes de entrar de verdad en la guerra, todo lo que contenía la cochina alma heroica y holgazana de los hombres? Ahora me veía cogido en aquella huida en masa, hacia el asesinato en común, hacia el fuego… Venía de las profundidades y había llegado.
El coronel seguía sin inmutarse, yo lo veía recibir, en el talud, cortas misivas del general, que después rompía en pedacitos, tras haberlas leído sin prisa, entre las balas. Entonces, ¿en ninguna de ellas iba la orden de detener al instante aquella abominación? Entonces, ¿no le decían los de arriba que había un error? ¿Un error abominable? ¿Una confusión? ¿Que se habían equivocado? ¡Que habían querido hacer maniobras en broma y no asesinatos! Pues, ¡claro que no! «¡Continúe, coronel, va por buen camino!» Eso le escribía sin duda el general Des Entrayes, de la división, el jefe de todos nosotros, del que recibía una misiva cada cinco minutos, por mediación de un enlace, a quien el miedo volvía cada vez un poco más verde y cagueta. ¡Aquel muchacho habría podido ser mi hermano en el miedo! Pero tampoco teníamos tiempo para confraternizar.
Conque, ¿no había error? Eso de dispararnos, así, sin vernos siquiera, ¡no estaba prohibido! Era una de las cosas que se podían hacer sin merecer un broncazo. Estaba reconocido incluso, alentado seguramente por la gente seria, ¡como la lotería, los esponsales, la caza de montería!… Sin objeción. Yo acababa de descubrir de un golpe y por entero la guerra. Había quedado desvirgado. Hay que estar casi solo ante ella, como yo en aquel momento, para verla bien, a esa puta, de frente y de perfil. Acababan de encender la guerra entre nosotros y los de enfrente, ¡y ahora ardía! Como la corriente entre los dos carbones de un arco voltaico. ¡Y no estaba a punto de apagarse, el carbón! íbamos a ir todos para adelante, el coronel igual que los demás, con todas sus faroladas, y su piltrafa no iba a hacer un asado mejor que la mía, cuando la corriente de enfrente le pasara entre ambos hombros.
Hay muchas formas de estar condenado a muerte. ¡Ah, qué no habría dado, cretino de mí, en aquel momento por estar en la cárcel en lugar de allí! Por haber robado, previsor, algo, por ejemplo, cuando era tan fácil, en algún sitio, cuando aún estaba a tiempo. ¡No piensa uno en nada! De la cárcel sales vivo; de la guerra, no. Todo lo demás son palabras.
Si al menos hubiera tenido tiempo aún, pero, ¡ya no! ¡Ya no había nada que robar! ¡Qué bien se estaría en una cárcel curiosita, me decía, donde no pasan las balas! ¡Nunca pasan! Conocía una a punto, al sol, ¡calentita! En un sueño, la de Saint-Germain precisamente, tan cerca del bosque, la conocía bien, en tiempos pasaba a menudo por allí. ¡Cómo cambia uno! Era un niño entonces y aquella cárcel me daba miedo. Es que aún no conocía a los hombres. No volveré a creer nunca lo que dicen, lo que piensan. De los hombres, y de ellos sólo, es de quien hay que tener miedo, siempre.
¿Cuánto tiempo tendría que durar su delirio, para que se detuvieran agotados, por fin, aquellos monstruos? ¿Cuánto tiempo puede durar un acceso así? ¿Meses? ¿Años? ¿Cuánto? ¿Tal vez hasta la muerte de todo el mundo, de todos los locos? ¿Hasta el último? Y como los acontecimientos presentaban aquel cariz desesperado, me decidí a jugarme el todo por el todo, a intentar la última gestión, la suprema: ¡tratar, yo solo, de detener la guerra! Al menos en el punto en que me encontraba.
El coronel deambulaba a dos pasos. Yo iba a ir a hablarle. Nunca lo había hecho. Era el momento de atreverse. Al punto a que habíamos llegado, ya casi no había nada que perder. «¿Qué quiere?», me preguntaría, me imaginaba, muy sorprendido, seguro, por mi audaz interrupción. Entonces le explicaría las cosas, tal como las veía. A ver qué pensaba él. En la vida lo principal es explicarse. Cuatro ojos ven mejor que dos.
Iba a hacer esa gestión decisiva, cuando, en ese preciso instante, llegó hacia nosotros, a paso ligero, extenuado, derrengado, un «caballero de a pie» (como se decía entonces) con el casco boca arriba en la mano, como Belisario,
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y, además, tembloroso y cubierto de barro, con el rostro aún más verdusco que el del otro enlace. Tartamudeaba y parecía sufrir un dolor espantoso, aquel caballero, como si saliera de una tumba y sintiese náuseas. Entonces, ¿tampoco le gustaban las balas a aquel fantasma? ¿Las presentía como yo?
«¿Qué hay?», le cortó, brutal y molesto, el coronel, al tiempo que lanzaba una mirada como de acero a aquel aparecido.
Enfurecía a nuestro coronel verlo así, a aquel innoble caballero, con porte tan poco reglamentario y cagadito de la emoción. No le gustaba nada el miedo. Era evidente. Y, para colmo, el casco en la mano, como un bombín, desentonaba de lo lindo en nuestro regimiento de ataque, un regimiento que se lanzaba a la guerra. Parecía saludarla, aquel caballero de a pie, a la guerra, al entrar.
Ante su mirada de oprobio, el mensajero, vacilante, volvió a ponerse «firmes», con los meñiques en la costura del pantalón, como se debe hacer en esos casos. Oscilaba así, tieso, en el talud, con sudor cayéndole a lo largo de la yugular, y las mandíbulas le temblaban tanto, que se le escapaban grititos abortados, como un perrito soñando. Era difícil saber si quería hablarnos o si lloraba.
Nuestros alemanes agachados al final de la carretera acababan de cambiar de instrumento en aquel preciso instante. Ahora proseguían con sus disparates a base de ametralladora; crepitaban como grandes paquetes de cerillas y a nuestro alrededor llegaban volando enjambres de balas rabiosas, insistentes como avispas.
Aun así, el hombre consiguió pronunciar una frase articulada:
«Acaban de matar al sargento Barousse, mi coronel», dijo de un tirón.
«¿Y qué más?»
«Lo han matado, cuando iba a buscar el furgón del pan, en la carretera de Etrapes, mi coronel.»
«¿Y qué más?»
«¡Lo ha reventado un obús!»
«¿Y qué más, hostias?»
«Nada más, mi coronel…»
«¿Eso es todo?»
«Sí, eso es todo, mi coronel.»
«¿Y el pan?», preguntó el coronel.
Ahí acabó el diálogo, porque recuerdo muy bien que tuvo el tiempo justo de decir: «¿Y el pan?». Y después se acabó. Después, sólo fuego y estruendo. Pero es que un estruendo, que nunca hubiera uno pensado que pudiese existir. Nos llenó hasta tal punto los ojos, los oídos, la nariz, la boca, al instante, el estruendo, que me pareció que era el fin, que yo mismo me había convertido en fuego y estruendo.
Pero, no; cesó el fuego y siguió largo rato en mi cabeza y luego los brazos y las piernas temblando como si alguien los sacudiera por detrás. Parecía que los miembros me iban a abandonar, pero siguieron conmigo. En el humo que continuó picando en los ojos largo rato, el penetrante olor a pólvora y azufre permanecía, como para matar las chinches y las pulgas de la tierra entera.
Justo después, pensé en el sargento Barousse, que acababa de reventar, como nos había dicho el otro. Era una buena noticia. «¡Mejor! —pensé al instante—. ¡Un granuja de cuidado menos en el regimiento!» Me había querido someter a consejo de guerra por una lata de conservas. «¡A cada cual su guerra!», me dije. En ese sentido, hay que reconocerlo, de vez en cuando, ¡parecía servir para algo, la guerra! Conocía tres o cuatro más en el regimiento, cerdos asquerosos, a los que yo habría ayudado con gusto a encontrar un obús como Barousse.
En cuanto al coronel, no le deseaba yo ningún mal. Sin embargo, también él estaba muerto. Al principio, no lo vi. Es que la explosión lo había lanzado sobre el talud, de costado, y lo había proyectado hasta los brazos del caballero de a pie, el mensajero, también él cadáver. Se abrazaban los dos de momento y para siempre, pero el caballero había quedado sin cabeza, sólo tenía un boquete por encima del cuello, con sangre dentro hirviendo con burbujas, como mermelada en la olla. El coronel tenía el vientre abierto y una fea mueca en el rostro. Debía de haberle hecho daño, aquel golpe, en el momento en que se había producido. ¡Peor para él! Si se hubiera marchado al empezar el tiroteo, no le habría pasado nada.
Toda aquella carne junta sangraba de lo lindo.
Aún estallaban obuses a derecha e izquierda de la escena.
Abandoné el lugar sin más demora, encantado de tener un pretexto tan bueno para pirarme. Iba canturreando incluso, titubeante, como cuando, al acabar una regata, sientes flojedad en las piernas. «¡Un solo obús! La verdad es que se despacha rápido un asunto con un solo obús —me decía—. ¡Madre mía! —no dejaba de repetirme—. ¡Madre mía!…»
En el otro extremo de la carretera no quedaba nadie. Los alemanes se habían marchado. Sin embargo, en aquella ocasión yo había aprendido muy rápido a caminar, en adelante, protegido por el perfil de los árboles. Estaba impaciente por llegar al campamento para saber si habían muerto otros del regimiento en exploración. ¡También debe de haber trucos, me decía, además, para dejarse coger prisionero!… Aquí y allá nubes de humo acre se aferraban a los montículos. «¿No estarán todos muertos ahora? —me preguntaba—. Ya que no quieren entender nada de nada, lo más ventajoso y práctico sería eso, que los mataran a todos rápido… Así acabaríamos en seguida… Regresaríamos a casa… Volveríamos a pasar tal vez por la Place Clichy triunfales… Uno o dos sólo, supervivientes… Según mi deseo… Muchachos apuestos y bien plantados, tras el general, todos los demás habrían muerto como el coronel… como Barousse… como Vanaille (otro cabrón)… etc. Nos cubrirían de condecoraciones, de flores, pasaríamos bajo el Arco de Triunfo. Entraríamos al restaurante, nos servirían sin pagar, ya no pagaríamos nada, ¡nunca más en la vida! ¡Somos los héroes!, diríamos en el momento de la cuenta… ¡Defensores de la Patria! ¡Y bastaría!… ¡Pagaríamos con banderitas francesas!… La cajera rechazaría, incluso, el dinero de los héroes y hasta nos daría del suyo, junto con besos, cuando pasáramos ante su caja. Valdría la pena vivir.»
Al huir, advertí que me sangraba un brazo, pero un poco sólo, no era una herida de verdad, ni mucho menos, un desollón. Vuelta a empezar.
Se puso a llover de nuevo, los campos de Flandes chorreaban de agua sucia. Seguí largo rato sin encontrar a nadie, sólo el viento y poco después el sol. De vez en cuando, no sabía de dónde, una bala, así, por entre el sol y el aire, me buscaba, juguetona, empeñada en matarme, en aquella soledad, a mí. ¿Por qué? Nunca más, aun cuando viviera cien años, me pasearía por el campo. Lo juré.