Viaje al fin de la noche (9 page)

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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

BOOK: Viaje al fin de la noche
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Aun así, me mostraba, a través de aquel delirio común, cierta simpatía, aquel Princhard, aun desconfiando de mí, por supuesto.

Allí donde nos encontrábamos, la galera en que remábamos todos, no podía existir ni amistad ni confianza. Cada cual daba a entender sólo lo que le parecía favorable para su pellejo, puesto que todo o casi iba a ser repetido por los chivatos al acecho.

De vez en cuando, uno de nosotros desaparecía: quería decir que su caso había quedado zanjado, que terminaría o en consejo de guerra, en Biribi o en el frente y, para los que salían mejor librados, en el manicomio de Clamart.

No dejaban de llegar guerreros equívocos, de todas las armas, unos muy jóvenes y otros casi viejos, con canguelo o fanfarrones; sus mujeres y sus padres iban a visitarlos, sus chavales también, con ojos como platos, los jueves.

Todo el mundo lloraba con ganas, en el locutorio, hacia el atardecer sobre todo. La impotencia del mundo en la guerra venía a llorar allí, cuando las mujeres y los niños se iban, por el pasillo iluminado con macilenta luz de gas, acabadas las visitas, arrastrando los pies. Un gran rebaño de llorones formaban, y nada más, repugnantes.

Para Lola, venir a verme a aquella especie de prisión era otra aventura. Nosotros dos no llorábamos. No teníamos de dónde sacar lágrimas, nosotros.

«¿Es verdad que te has vuelto loco, Ferdinand?», me preguntó.

«¡Sí!», confesé.

«Entonces, ¿te van a curar aquí?»

«No se puede curar el miedo, Lola.»

«¿Tanto miedo tienes, entonces?»

«Tanto y más, Lola, tanto miedo, verdad, que, si muero de muerte natural, más adelante, ¡sobre todo no quiero que me incineren! Me gustaría que me dejaran en la tierra, pudriéndome en el cementerio, tranquilo, ahí, listo para revivir tal vez… ¡Nunca se sabe! Mientras que, si me incineraran, Lola, compréndelo, todo habría terminado, para siempre… Un esqueleto, pese a todo, se parece un poco a un hombre… Está siempre más listo para revivir que unas cenizas… Con las cenizas, ¡se acabó!… ¿Qué te parece?… Conque, la guerra, verdad…»

«¡Oh! Pero entonces ¡eres un cobarde de aupa, Ferdinand! Eres repugnante como una rata…»

«Sí, de lo más cobarde, Lola, rechazo la guerra por entero y todo lo que entraña… Yo no la deploro… Ni me resigno… Ni lloriqueo por ella… La rechazo de plano, con todos los hombres que encierra, no quiero tener nada que ver con ellos, con ella. Aunque sean noventa y cinco millones y yo sólo uno, ellos son los que se equivocan, Lola, y yo quien tiene razón, porque yo soy el único que sabe lo que quiere: no quiero morir nunca.»

«Pero, ¡no se puede rechazar la guerra, Ferdinand! Los únicos que rechazan la guerra son los locos y los cobardes, cuando su patria está en peligro…»

«Entonces, ¡que vivan los locos y los cobardes! O, mejor, ¡que sobrevivan! ¿Recuerdas, por ejemplo, un solo nombre, Lola, de uno de los soldados muertos durante la guerra de los Cien Años?… ¿Has intentado alguna vez conocer uno solo de esos nombres?… No, ¿verdad?… ¿Nunca lo has intentado? Te resultan tan anónimos, indiferentes y más desconocidos que el último átomo de este pisapapeles que tienes delante, que tu caca matinal… ¡Ya ves, pues, que murieron para nada, Lola! ¡Absolutamente para nada, aquellos cretinos! ¡Te lo aseguro! ¡Está demostrado! Lo único que cuenta es la vida. Te apuesto lo que quieras a que dentro de diez mil años esta guerra, por importante que nos parezca ahora, estará por completo olvidada… Una docena apenas de eruditos se pelearán aún, por aquí y por allá, en relación con ella y con las fechas de las principales hecatombes que la ilustraron… Es lo único memorable que los hombres han conseguido encontrar unos en relación con los otros a siglos, años e incluso horas de distancia… No creo en el porvenir, Lola…»

Cuando descubrió hasta qué punto fanfarroneaba de mi vergonzoso estado, dejé de parecerle digno de la menor lástima… Despreciable me consideró, definitivamente.

Decidió dejarme en el acto. Aquello pasaba de castaño obscuro. Cuando la acompañé hasta la puerta de nuestro hospicio aquella noche, no me besó.

Estaba claro, le resultaba imposible reconocer que un condenado a muerte no hubiera recibido al mismo tiempo vocación para ello. Cuando le pregunté por nuestros buñuelos, tampoco me respondió.

Al volver a la habitación, encontré a Princhard ante la ventana probándose gafas contra la luz del gas en medio de un círculo de soldados. Era una idea que se le había ocurrido, según nos explicó, a la orilla del mar, en vacaciones, y, como entonces era verano, tenía intención de llevarlas por el día, en el parque. Era inmenso, aquel parque, y estaba muy vigilado, por cierto, por escuadrones de enfermeros alerta. Conque el día siguiente Princhard insistió para que lo acompañara hasta la terraza a probar las bonitas gafas. La tarde rutilaba espléndida sobre Princhard, defendido por sus cristales opacos; observé que tenía casi transparentes las ventanas de la nariz y que respiraba con precipitación.

«Amigo mío —me confió—, el tiempo pasa y no trabaja a mi favor… Mi conciencia es inaccesible a los remordimientos, estoy libre, ¡gracias a Dios!, de esas timideces… No son los crímenes los que cuentan en este mundo… Hace tiempo que se ha renunciado a eso… Son las meteduras de pata… Y yo creo haber cometido una… Del todo irremediable…»

«¿Al robar las conservas?»

«Sí, me creí astuto al hacerlo, ¡imagínese! Para substraerme a la contienda y de ese modo, cubierto de vergüenza, pero vivo aún, volver a la paz como se vuelve, extenuado, a la superficie del mar, tras una larga zambullida… Estuve a punto de lograrlo… Pero la guerra dura demasiado, la verdad… A medida que se alarga, ningún individuo parece lo bastante repulsivo para repugnar a la Patria… Se ha puesto a aceptar todos los sacrificios, la Patria, vengan de donde vengan, todas las carnes… ¡Se ha vuelto infinitamente indulgente a la hora de elegir a sus mártires, la Patria! En la actualidad ya no hay soldados indignos de llevar las armas y sobre todo de morir bajo las armas y por las armas… ¡Van a hacerme un héroe! Ésa es la última noticia… La locura de las matanzas ha de ser extraordinariamente imperiosa, ¡para que se pongan a perdonar el robo de una lata de conservas! ¿Qué digo, perdonar? ¡Olvidar! Desde luego, tenemos la costumbre de admirar todos los días a bandidos colosales, cuya opulencia venera con nosotros el mundo entero, pese a que su existencia resulta ser, si se la examina con un poco más de detalle, un largo crimen renovado todos los días, pero esa gente goza de gloria, honores y poder, sus crímenes están consagrados por las leyes, mientras que, por lejos que nos remontemos en la Historia —y ya sabe que a mí me pagan para conocerla—, todo nos demuestra que un hurto venial, y sobre todo de alimentos mezquinos, tales como mendrugos, jamón o queso, granjea sin falta a su autor el oprobio explícito, los rechazos categóricos de la comunidad, los castigos mayores, el deshonor automático y la vergüenza inexpiable, y eso por dos razones: en primer lugar porque el autor de esos delitos es, por lo general, un pobre y ese estado entraña en sí una indignidad capital y, en segundo lugar, porque el acto significa una especie de rechazo tácito hacia la comunidad. El robo del pobre se convierte en un malicioso desquite individual, ¿me comprende?… ¿Adonde iríamos a parar? Por eso, la represión de los hurtos de poca importancia se ejerce, fíjese bien, en todos los climas, con un rigor extremo, no sólo como medio de defensa social, sino también, y sobre todo, como recomendación severa a todos los desgraciados para que se mantengan en su sitio y en su casta, tranquilos, contentos y resignados a diñarla por los siglos de los siglos de miseria y de hambre… Sin embargo, hasta ahora los rateros conservaban una ventaja en la República, la de verse privados del honor de llevar las armas patrióticas. Pero, a partir de mañana, esta situación va a cambiar, a partir de mañana yo, un ladrón, voy a ir a ocupar de nuevo mi lugar en el ejército… Ésas son las órdenes… En las altas esferas han decidido hacer borrón y cuenta nueva a propósito de lo que ellos llaman mi “momento de extravío” y eso, fíjese bien, por consideración a lo que también llaman “el honor de mi familia”. ¡Qué mansedumbre! Dígame, compañero: ¿va a ser, entonces, mi familia la que sirva de colador y criba para las balas francesas y alemanas mezcladas?… Voy a ser yo y sólo yo, ¿no? Y cuando haya muerto, ¿será el honor de mi familia el que me haga resucitar?… Hombre, mire, me la imagino desde aquí, mi familia, pasada la guerra… Como todo pasa… Me imagino a mi familia brincando, gozosa, sobre el césped del nuevo verano, los domingos radiantes… Mientras debajo, a tres pies, el papá, yo, comido por los gusanos y mucho más infecto que un kilo de zurullos del 14 de julio, se pudrirá de lo lindo con toda su carne decepcionada… ¡Abonar los surcos del labrador anónimo es el porvenir verdadero del soldado auténtico! ¡Ah, compañero! ¡Este mundo, se lo aseguro, no es sino una inmensa empresa para cachondearse del mundo! Usted es joven. ¡Que estos minutos de sagacidad le valgan por años! Escúcheme bien, compañero, y no deje pasar nunca más, sin calar en su importancia, ese signo capital con que resplandecen todas las hipocresías criminales de nuestra sociedad: “el enternecimiento ante la suerte, ante la condición del miserable…” Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, gilipollas, infelices, baqueteados por la vida, desollados, siempre empapados en sudor, os aviso, cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne de cañón… Es la señal… Infalible. Por el afecto empiezan. Luis XIV, conviene recordarlo, al menos se cachondeaba a rabiar del buen pueblo. Luis XV, igual. Se la chupaba por tiempos, el pueblo. No se vivía bien en aquella época, desde luego, los pobres nunca han vivido bien, pero no los destripaban con la terquedad y el ensañamiento que vemos en nuestros tiranos de hoy. No hay otro descanso, se lo aseguro, para los humildes que el desprecio de los grandes encumbrados, que sólo pueden pensar en el pueblo por interés o por sadismo… Los filósofos, ésos fueron, fíjese bien, ya que estamos, quienes comenzaron a contar historias al buen pueblo… ¡Él, que sólo conocía el catecismo! Se pusieron, según proclamaron, a educarlo… ¡Ah, tenían muchas verdades que revelarle! ¡Y hermosas! ¡Y no trilladas! ¡Luminosas! ¡Deslumbrantes! “¡Eso es!”, empezó a decir, el buen pueblo, “¡sí, señor! ¡Exacto! ¡Muramos todos por eso!” ¡Lo único que pide siempre, el pueblo, es morir! Así es. “¡Viva Diderot!”, gritaron y después “¡Bravo, Voltaire!” ¡Eso sí que son filósofos! ¡Y viva también Carnot, que organizaba tan bien las victorias! ¡Y viva todo el mundo! ¡Al menos, ésos son tíos que no le dejan palmar en la ignorancia y el fetichismo, al buen pueblo! ¡Le muestran los caminos de la libertad! ¡Lo emancipan! ¡Sin pérdida de tiempo! En primer lugar, ¡que todo el mundo sepa leer los periódicos! ¡Es la salvación! ¡Qué hostia! ¡Y rápido! ¡No más analfabetos! ¡Hace falta algo más! ¡Simples soldados-ciudadanos! ¡Que voten! ¡Que lean! ¡Y que peleen! ¡Y que desfilen! ¡Y que envíen besos! Con tal régimen, no tardó en estar bien maduro, el pueblo. Entonces, ¡el entusiasmo por verse liberado tiene que servir, verdad, para algo! Danton no era elocuente porque sí. Con unos pocos berridos, tan altos, que aún los oímos, ¡inmovilizó en un periquete al buen pueblo! ¡Y ésa fue la primera salida de los primeros batallones emancipados y frenéticos! ¡Los primeros gilipollas votantes y banderólicos que el Dumoriez llevó a acabar acribillados en Flandes! Él, a su vez, Dumoriez, que había llegado demasiado tarde a ese juego idealista, por entero inédito, como, en resumidas cuentas, prefería la pasta, desertó. Fue nuestro último mercenario… El soldado gratuito, eso era algo nuevo… Tan nuevo, que Goethe, con todo lo Goethe que era, al llegar a Valmy, se quedó deslumbrado. Ante aquellas cohortes andrajosas y apasionadas que acudían a hacerse destripar espontáneamente por el rey de Prusia para la defensa de la inédita ficción patriótica, Goethe tuvo la sensación de que aún le quedaban muchas cosas por aprender. “¡Desde hoy —clamó, magnífico, según las costumbres de su genio—, comienza una época nueva!”
[7]
¡Menudo! A continuación, como el sistema era excelente, se pusieron a fabricar héroes en serie y que cada vez costaban menos caros, gracias al perfeccionamiento del sistema. Todo el mundo lo aprovechó. Bismarck, los dos Napoleones, Barres, lo mismo que la amazona Elsa.
[8]
La religión banderólica no tardó en substituir la celeste, nube vieja y ya desinflada por la Reforma y condensada desde hacía mucho tiempo en alcancías episcopales. Antiguamente, la moda fanática era: “¡Viva Jesús! ¡A la hoguera con los herejes!”, pero, al fin y al cabo, los herejes eran escasos y voluntarios… Mientras que, en lo sucesivo, al punto en que hemos llegado, los gritos: “¡Al paredón los salsifíes sin hebra! ¡Los limones sin jugo! ¡Los lectores inocentes! Por millones, ¡vista a la derecha!” provocan las vocaciones de hordas inmensas. A los hombres que no quieren ni destripar ni asesinar a nadie, a los asquerosos pacíficos, ¡que los cojan y los descuarticen! ¡Y los liquiden de trece modos distintos y perfectos! ¡Que les arranquen, para que aprendan a vivir, las tripas del cuerpo, primero, los ojos de las órbitas y los años de su cochina vida babosa! Que los hagan reventar, por legiones y más legiones, figurar en cantares de ciego, sangrar, corroerse entre ácidos, ¡y todo para que la Patria sea más amada, más feliz y más dulce! Y si hay tipos inmundos que se niegan a comprender esas cosas sublimes, que vayan a enterrarse en seguida con los demás, pero no del todo, sino en el extremo más alejado del cementerio, bajo el epitafio infamante de los cobardes sin ideal, pues esos innobles habrán perdido el magnífico derecho a un poquito de sombra del monumento adjudicatorio y comunal elevado a los muertos convenientes en la alameda del centro y también habrán perdido el derecho a recoger un poco del eco del ministro, que vendrá también este domingo a orinar en casa del prefecto y lloriquear ante las tumbas después de comer…»

Pero desde el fondo del jardín llamaron a Princhard. El médico jefe lo llamaba con urgencia por mediación de su enfermero de servicio.

«Voy», respondió Princhard y tuvo el tiempo justo para pasarme el borrador del discurso que acababa de ensayar conmigo. Un truco de comediante.

No volví a verlo, a Princhard. Tenía el vicio de los intelectuales, era fútil. Sabía demasiadas cosas, aquel muchacho, y esas cosas lo trastornaban. Necesitaba la tira de trucos para excitarse, para decidirse.

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