Los de servicio, agotados, se desplomaban en torno al carromato y entonces aparecía el furriel, enfocando el farol por encima de aquellas larvas. Aquel macaco con papada tenía que descubrir, en medio de cualquier caos, abrevaderos. ¡Agua para los caballos! Pero llegué a ver a cuatro de los hombres, con el culo metido y todo, sobando, desvanecidos de sueño, con el agua hasta el cuello.
Después del abrevadero, había que volver a encontrar la alquería y la callejuela por donde habíamos venido y en donde nos parecía haber dejado al escuadrón. Si no encontrábamos nada, teníamos libertad para desplomarnos una vez más junto a un muro, durante una hora sólo, si es que quedaba una, a sobar. En ese oficio de dejarse matar, no hay que ser exigente, hay que hacer como si la vida siguiera, eso es lo más duro, esa mentira.
Y regresaban hacia la retaguardia, los furgones. Huyendo del alba, el convoy reanudaba su marcha, con todas sus torcidas ruedas crujiendo, se iba acompañado por mi deseo de que lo sorprendieran, despedazasen, quemaran, por fin, ese mismo día, como se ve en los grabados militares, saqueado el convoy, para siempre, con toda la comitiva de sus gorilas gendarmes, herraduras y reenganchados con linternas y todo su cargamento de faenas, lentejas y otras harinas, que no había modo de hacer cocer nunca, y no volviéramos a verlo jamás. Ya que, puestos a diñarla de fatiga o de otra cosa, la forma más dolorosa es cargando sacos para llenar con ellos la noche.
El día que los hicieran trizas así, hasta los ejes, a aquellos cabrones, al menos nos dejarían en paz, pensaba yo, y, aunque sólo fuese durante toda una noche, podríamos dormir al menos una vez por entero, en cuerpo y alma.
Una pesadilla más, aquel avituallamiento, pequeño monstruo fastidioso y parásito del gran ogro de la guerra. Brutos delante, al lado y detrás. Los habían distribuido por todas partes. Condenados a una muerte aplazada, ya no podíamos vencer las ganas, enormes, de sobar y todo, además de eso, se volvía sufrimiento, el tiempo y el esfuerzo para comer. Un tramo de riachuelo, una cara de muro que creíamos reconocer… Nos guiábamos por los olores para encontrar otra vez la alquería del escuadrón, transformados en perros en la noche de guerra de las aldeas abandonadas. El que guía aún mejor es el olor a mierda.
El brigada de avituallamiento, guardián de los odios de la tropa, dueño del mundo de momento. Quien habla del porvenir es un tunante, lo que cuenta es el presente. Invocar la posteridad es hacer un discurso a los gusanos. En la noche de la aldea en guerra, el brigada guardaba a los animales humanos para las grandes matanzas que acababan de empezar. ¡Es el rey, el brigada! ¡El Rey de la Muerte! ¡Brigada Cretelle! ¡Exacto! No hay nadie más poderoso. Tan poderoso como él, sólo un brigada de los otros, los de enfrente.
No quedaban con vida en el pueblo sino gatos aterrados. El mobiliario, hecho astillas primero, pasaba a hacer fuego para el rancho, sillas, butacas, aparadores, del más ligero al más pesado. Y todo lo que se podía cargar a la espalda, se lo llevaban, mis compañeros. Peines, lamparitas, tazas, cositas fútiles y hasta coronas de novia, todo valía. Como si aún tuviéramos por delante muchos años de vida. Robaban para distraerse, para hacer ver que aún tenían para rato. Deseos de eternidad.
El cañón para ellos no era sino ruido. Por eso pueden durar las guerras. Ni siquiera quienes las hacen, quienes están haciéndolas, las imaginan. Con una bala en el vientre, habrían seguido recogiendo sandalias viejas por la carretera, que aún «podían servir». Así el cordero, rendido en el prado, agoniza y pace aún. La mayoría de la gente no muere hasta el último momento; otros empiezan veinte años antes y a veces más. Son los desgraciados de la tierra.
Yo, por mi parte, no era demasiado prudente, pero me había vuelto lo bastante práctico como para ser cobarde, en definitiva. Seguramente daba, a causa de esa resolución, impresión de gran serenidad. El caso es que inspiraba, tal como era, una paradójica confianza a nuestro capitán, el propio Ortolan, quien decidió confiarme aquella noche una misión delicada. Se trataba, me explicó, confidencial, de dirigirme al trote antes del amanecer a Noirceur-sur-la-Lys, ciudad de tejedores, situada a catorce kilómetros de la aldea donde estábamos acampados. Debía cerciorarme, en la plaza misma, de la presencia del enemigo. Desde por la mañana los enviados no cesaban de contradecirse al respecto. El general Des Entrayes estaba impaciente. Para ese reconocimiento, se me permitió escoger un caballo de entre los menos purulentos del pelotón. Hacía mucho que no había estado solo. De pronto me pareció que me marchaba de viaje. Pero la liberación era ficticia.
En cuanto me puse en camino, por la fatiga, me costó trabajo, pese a mis esfuerzos, imaginar mi propia muerte, con suficiente precisión y detalle. Avanzaba de árbol en árbol, haciendo ruido con mi chatarra. Ya sólo mi bello sable valía, por el plomo, un piano. Tal vez fuera yo digno de lástima, pero en todo caso, eso seguro, estaba grotesco.
¿En qué estaba pensando el general Des Entrayes para enviarme así, con aquel silencio, completamente cubierto de cimbales? En mí, no, desde luego.
Los aztecas destripaban por lo común, según cuentan, en sus templos del sol, a ochenta mil creyentes por semana, como sacrificio al Dios de las nubes para que les enviara lluvia. Son cosas que cuesta creer antes de ir a la guerra. Pero, una vez en ella, todo se explica, tanto los aztecas como su desprecio por los cuerpos ajenos; el mismo debía de sentir por mis humildes tripas nuestro general Céladon des Entrayes, ya citado, que había llegado a ser, por los ascensos, como un dios concreto, él también, como un pequeño sol atrozmente exigente.
Sólo me quedaba una esperanza muy pequeña, la de que me hiciesen prisionero. Era mínima esa esperanza, un hilo. Un hilo en la noche, pues las circunstancias no se prestaban en absoluto a las cortesías preliminares. En esos momentos recibes antes un tiro de fusil que un saludo con el sombrero. Por lo demás, ¿qué le iba a poder decir yo, a aquel militar hostil por principio y venido a propósito para asesinarme del otro extremo de Europa?… Si él vacilaba un segundo (que me bastaría), ¿qué le diría yo?… Pero, ante todo, ¿qué sería, en realidad? ¿Un dependiente de almacén? ¿Un reenganchado profesional? ¿Un enterrador tal vez? ¿En la vida civil? ¿Un cocinero?… Los caballos tienen mucha suerte, pues, aunque sufren también la guerra, como nosotros, nadie les pide que la subscriban, que aparenten creer en ella. ¡Desdichados, pero libres, caballos! Por desgracia, el entusiasmo, tan zalamero, ¡es sólo para nosotros!
En ese momento distinguía muy bien la carretera y, además, situados a los lados, sobre el légamo del suelo, los grandes cuadrados y volúmenes de las casas, con paredes blanqueadas por la luna, como grandes trozos de hielo desiguales, todo silencio, en bloques pálidos. ¿Sería allí el fin de todo? ¿Cuánto tiempo pasaría, en aquella soledad, después de que me hubieran apañado? ¿Antes de acabar? ¿Y en qué zanja? ¿Junto a cuál de aquellos muros? ¿Me rematarían tal vez? ¿De una cuchillada? A veces arrancaban las manos, los ojos y lo demás… ¡Se contaban muchas cosas al respecto y nada divertidas! ¿Quién sabe?… Un paso del caballo… Otro más… ¿bastarían? Esos animales trotan como dos hombres con zapatos de hierro y pegados uno al otro, con un paso de gimnasia muy extraño y desigual.
Mi corazón al calorcito, tras su verjita de costillas, conejo agitado, acurrucado, estúpido.
Al tirarte de un salto desde lo alto de la Torre Eiffel, debes de sentir cosas así. Querrías agarrarte al espacio.
Conservó secreta para mí su amenaza, aquella aldea, pero no del todo. En el centro de una plaza, un minúsculo surtidor gorgoteaba para mí solo.
Tenía todo, para mí solo, aquella noche. Era propietario por fin de la luna, de la aldea, de un miedo tremendo. Iba a salir al trote de nuevo (Noirceur-sur-la-Lys debía de estar aún a una hora de camino al menos), cuando advertí un resplandor muy tenue por encima de una puerta. Me dirigí derecho hacia él y así me descubrí una especie de audacia, desertora, cierto, pero insospechada. El resplandor desapareció en seguida, pero yo lo había visto bien. Llamé. Insistí, volví a llamar, interpelé a voces, primero en alemán y luego en francés, por si acaso, a aquellos desconocidos, encerrados tras la sombra.
Por fin se abrió la puerta, un batiente.
«¿Quién es usted?», dijo una voz. Estaba salvado.
«Soy un dragón…»
«¿Francés?» Podía distinguir a la mujer que hablaba.
«Sí, francés…»
«Es que han pasado por aquí tantos dragones alemanes… También hablaban francés, ésos…»
«Sí, pero yo soy francés de verdad…»
«¡Ah!.»
Parecía dudarlo.
«¿Dónde están ahora?», pregunté.
«Se han marchado hacia Noirceur sobre las ocho…» Y me indicaba el Norte con el dedo.
Una muchacha, con delantal blanco y mantón, salía también de la sombra ahora, hasta el umbral de la puerta…
«¿Qué les han hecho —pregunté— los alemanes?»
«Han quemado una casa cerca de la alcaldía y, además, han matado a mi hermanito de una lanzada en el vientre… cuando jugaba en el Puente Rojo y los miraba pasar… ¡Mire! —Y me mostró—. Ahí está…»
No lloraba. Volvió a encender la vela, cuyo resplandor había yo sorprendido. Y distinguí —era cierto— al fondo el pequeño cadáver tendido sobre un colchón y vestido de marinero, y el cuello y la cabeza, tan lívidos como el resplandor de la vela, sobresalían de un gran cuello azul cuadrado. Estaba encogido, el niño, con brazos, piernas y espalda encorvados. La lanza le había pasado, como un eje de la muerte, por el centro del vientre. Su madre lloraba con fuerza, a su lado, de rodillas, y el padre también. Y después se pusieron a gemir todos juntos. Pero yo tenía mucha sed.
«¿Tendrían una botella de vino para venderme?», pregunté.
«Pregúntele a mi madre… Tal vez sepa si queda… Los alemanes nos han cogido mucho hace un rato…»
Y entonces se pusieron a discutir sobre eso en voz muy baja.
«¡No queda! —vino a anunciarme la muchacha—. Los alemanes se lo han llevado todo… Y eso que les habíamos dado sin que lo pidieran y mucho…»
«¡Ah, sí! ¡Lo que han bebido! —comentó la madre, que había dejado de llorar, de repente—. Les gusta mucho…»
«Más de cien botellas, seguro», añadió el padre, que seguía de rodillas…
«Entonces, ¿no queda ni una sola? —insistí, con esperanza aún, pues tenía una sed tremenda, y sobre todo de vino blanco, bien amargo, el que despabila un poco—. Estoy dispuesto a pagar…»
«Ya sólo queda del bueno. Cuesta cinco francos la botella…», concedió entonces la madre.
«¡Muy bien!» Y saqué mis cinco francos del bolsillo, una moneda grande.
«¡Ve a buscar una!», ordenó en voz baja a la hermana.
La hermana cogió la vela y al cabo de un instante subió con una botella de litro.
Estaba servido, ya sólo me quedaba marcharme.
«¿Volverán?», pregunté, de nuevo inquieto.
«Quizá —contestaron a coro—. Pero entonces lo quemarán todo… Lo han prometido al marcharse…»
«Voy a ir a ver.»
«Es usted muy valiente… ¡Es por ahí!», me indicaba el padre, en dirección a Noirceur-sur-la-Lys… Salió incluso a la calzada para verme marchar. La hija y la madre se quedaron, atemorizadas, junto al cadáver del pequeño, en vela.
«¡Vuelve! —le decían desde dentro—. Entra, Joseph, que a ti no se te ha perdido nada en la carretera…»
«Es usted muy valiente», volvió a decirme el padre y me estrechó la mano.
Me puse en camino hacia el Norte, al trote.
«¡Al menos, no les diga que aún estamos aquí!» La muchacha había vuelto a salir para gritarme eso.
«Eso ya lo verán ellos, mañana, si están aquí», respondí. No estaba contento de haber dado mis cinco francos.
Cinco francos se interponían entre nosotros. Son suficientes para odiar, cinco francos, y desear que revienten todos. No hay amor que valga en este mundo, mientras haya cinco francos de por medio.
«¡Mañana!», repetían, incrédulos…
Mañana, para ellos también, estaba lejos, no tenía demasiado sentido, un mañana así. En el fondo, el caso, para todos nosotros, era vivir una hora más, y una sola hora en un mundo en que todo se ha reducido al crimen es ya algo extraordinario.
No duró mucho. Yo trotaba de árbol en árbol y no me habría extrañado verme interpelado o fusilado de un momento a otro. Y se acabó.
No debían de ser más de las dos de la mañana, cuando llegué a la cima de una pequeña colina, al paso. Desde allí distinguí de repente filas y más filas de faroles de gas encendidos abajo y después, en primer plano, una estación iluminada con sus vagones, su cantina, de la que, sin embargo, no llegaba ningún ruido… Nada. Calles, avenidas, farolas y más filas paralelas de luces, barrios enteros, y después el resto alrededor, sólo obscuridad, vacío, ávido en torno a la ciudad, extendida, desplegada ante mí, como si la hubieran perdido, la ciudad, iluminada y esparcida en medio de la noche. Descabalgué y me senté en un cerrito a contemplarla un buen rato.
Seguía sin saber si los alemanes habían entrado en Noirceur, pero, como en esos casos acostumbraban a incendiarlo todo, si habían entrado y no incendiaban la ciudad al instante, quería decir seguramente que tenían ideas y proyectos inhabituales.
Tampoco disparaba el cañón, era extraño.
También mi caballo quería acostarse. Tiraba de la brida y eso me hizo volverme. Cuando volví a mirar hacia la ciudad, algo había cambiado el aspecto del cerro ante mí, no gran cosa, desde luego, pero lo suficiente, aun así, como para que gritara: «¡Eh! ¿Quién vive?…» Ese cambio en la disposición de la sombra se había producido a unos pocos pasos… Debía de ser alguien…
«¡No grites tanto!», respondió una voz de hombre, pastosa y ronca, una voz que parecía muy francesa.
«¿Tú también estás rezagado?», me preguntó. Ahora podía verlo. Era un soldado de infantería, con la visera bien bajada, como los «padres». Después de tantos años, aún recuerdo bien aquel momento, su silueta saliendo de entre la maleza, como hacían los blancos, los soldados, en los tiros de las ferias.
Nos acercamos el uno al otro. Yo llevaba el revólver en la mano. Un poco más y habría disparado sin saber por qué.
«Oye —me preguntó—, ¿los has visto, tú?»
«No, pero vengo por aquí para verlos.»
«¿Eres del 145° de dragones?»
«Sí. ¿Y tú?»