«Ferdinand —me preguntó—, ¿crees que volverá a haber carreras en este hipódromo?»
«Cuando acabe la guerra, seguramente, Lola…»
«No es seguro, ¿verdad?»
«No, seguro, no…»
Esa posibilidad de que no volviese a haber nunca carreras en Longchamp la desconcertaba. La tristeza del mundo se apodera de los seres como puede, pero parece lograrlo casi siempre.
«Suponte que aún dure mucho la guerra, Ferdinand, años, por ejemplo… Entonces será muy tarde para mí… Para volver aquí… ¿Me comprendes, Ferdinand?… Me gustan tanto, verdad, los lugares bonitos como éste… Muy mundanos… Muy elegantes… Será demasiado tarde… Para siempre demasiado tarde… Tal vez… Seré vieja entonces, Ferdinand. Cuando se reanuden las reuniones… Seré ya vieja… Ya verás, Ferdinand, será demasiado tarde… Siento que será demasiado tarde…»
Y ya estaba otra vez desconsolada, como por el kilo y medio de más. Yo le daba, para tranquilizarla, todas las esperanzas que se me ocurrían… Que si, al fin y al cabo, sólo tenía veintitrés años… Que si la guerra iba a pasar muy deprisa… Que si volverían los buenos tiempos… Como antes, mejores que antes. Al menos para ella… Con lo preciosa que era… ¡El tiempo perdido! ¡Lo recuperaría sin perjuicio!… Los homenajes… Las admiraciones no iban a faltarle tan pronto… Fingió no sentir más pena para complacerme.
«¿Tenemos que andar aún?», me preguntaba.
«¿Para adelgazar?»
«¡Ah! Es verdad, se me olvidaba…»
Abandonamos Longchamp, los niños se habían marchado de los alrededores. Ya sólo había polvo. Los de permiso seguían persiguiendo la felicidad, pero ahora fuera de los oquedales; acosada debía de estar, la felicidad, entre las terrazas de la Porte Maillot.
Íbamos costeando las orillas hacia Saint-Cloud, veladas por el halo danzante de las brumas que suben del otoño. Cerca del puente, algunas gabarras tocaban con la nariz los árboles, muy hundidas en el agua por la carga de carbón que les llegaba hasta la borda.
El inmenso abanico verde del parque se despliega por encima de las verjas. Esos árboles tienen la agradable amplitud y la fuerza de los grandes sueños. Sólo, que también de los árboles desconfiaba yo, desde que había pasado por sus emboscadas. Un muerto detrás de cada árbol. La gran alameda subía entre dos hileras rosas hacia las fuentes. Junto al quiosco, la anciana señora de los refrescos parecía reunir despacio todas las sombras de la tarde en torno a su falda. Más allá, en los caminos contiguos, flotaban los grandes cubos y rectángulos tendidos con lonas obscuras, las barracas de una feria a la que la guerra había sorprendido allí y había inundado de silencio de repente.
«¡Ya hace un año que se marcharon! —nos recordaba la vieja de los refrescos—. Ahora no pasan dos personas al día por aquí… Yo vengo aún por la costumbre… ¡Se veía tanta gente por aquí!…»
No había comprendido nada, la vieja, de lo que había ocurrido, salvo eso. Lola quiso que pasáramos junto a aquellas barracas vacías, un extraño deseo triste tenía.
Contamos unas veinte, unas largas y adornadas con espejos, otras pequeñas, mucho más numerosas, confiterías ambulantes, loterías, un teatrito incluso, atravesado por corrientes de aire; por todos lados, entre los árboles, había barracas; una de ellas, cerca de la gran alameda, ya ni siquiera conservaba las cortinas, descubierta como un antiguo misterio.
Ya se inclinaban hacia las hojas y el barro, las barracas. Nos detuvimos junto a la última, la que se inclinaba más que las otras y se bamboleaba sobre sus postes, al viento, como un barco, con las velas hinchadas, a punto de romper su última cuerda. Vacilaba, su lona del medio, se agitaba con el viento levantado, se agitaba hacia el cielo, por encima del techo. Encima de la entrada de la barraca se leía su antiguo nombre en verde y rojo; era una barraca de tiro:
Le Stand des Nations,
se llamaba.
Ya no había nadie para cuidarla. Ahora tal vez estuviera disparando con los demás propietarios, el dueño, y con los clientes.
¡Qué de balas habían recibido las dianas de la barraca! ¡Todas acribilladas por puntitos blancos! Una boda, en broma, representaba: en la primera fila, de zinc, la novia con sus flores, el primo, el militar, el novio, con carota colorada, y después, en la segunda fila, más invitados, a los que debían de haber matado muchas veces, cuando aún duraba la fiesta.
«Estoy segura de que tú tiras bien, ¿eh, Ferdinand? Si aún hubiera fiesta, ¡te echaría una partida!… ¿Verdad que tiras bien, Ferdinand?»
«No, no tiro demasiado bien…»
En la última fila, detrás de la boda, otra hilera pintarrajeada, la alcaldía con su bandera. Debían de disparar también a la alcaldía, cuando funcionaba la barraca, a las ventanas, que entonces se abrían con un campanillazo seco, a la banderita de zinc disparaban incluso. Y, además, al regimiento que desfilaba, cuesta abajo, al lado, como el mío, el de la Place Clichy, éste entre pipas y globos, a todo aquello habían disparado de lo lindo y ahora me disparaban a mí, ayer, mañana.
«Contra mí también disparan, Lola», no pude por menos de gritarle.
«¡Ven! —dijo ella entonces—. Estás diciendo tonterías, Ferdinand, y vamos a coger frío.»
Bajamos hacia Saint-Cloud por la gran alameda, la Royale, evitando el barro, ella me llevaba de la mano, la suya era muy pequeña, pero yo ya no podía pensar sino en la boda de zinc del
Stand
de más arriba, que habíamos dejado en la sombra de la alameda. Incluso me olvidé de besar a Lola, era superior a mis fuerzas. Me sentía muy raro. Fue incluso a partir de aquel instante, me parece, cuando mi cabeza se volvió tan difícil de tranquilizar, con sus ideas dentro.
Cuando llegamos al puente de Saint-Cloud, ya estaba del todo obscuro.
«Ferdinand, ¿quieres cenar en Duval? Te gusta mucho Duval… Esto te distraerá un poco… Siempre se encuentra a mucha gente allí… ¿A menos que prefieras cenar en mi habitación?» En resumen, que se mostraba muy atenta, aquella noche.
Al final, decidimos ir a Duval. Pero apenas nos habíamos sentado a la mesa, cuando el lugar me pareció disparatado. Toda aquella gente sentada en filas a nuestro alrededor me daba la impresión de esperar, también ellos, a que las balas los asaltaran de todos lados, mientras jalaban.
«¡Marchaos todos! —les avisé—. ¡Largaos! ¡Van a disparar! ¡A mataros! ¡A matarnos a todos!»
Me llevaron al hotel de Lola, aprisa. Yo veía por todos lados la misma cosa. Toda la gente que desfilaba por los pasillos del Paritz parecía ir a que le dispararan y los empleados tras la gran Caja, ellos también, puestos allí para ello, y el tipo de abajo incluso, del Paritz, con su uniforme azul como el cielo y dorado como el sol, el portero, como lo llamaban, y, además, militares, oficiales que pasaban, generales, menos apuestos que él, desde luego, pero de uniforme, de todos modos, por todos lados un disparo inmenso, del que no saldríamos, ni unos ni otros. Ya no era broma.
«¡Van a disparar! —fui y les grité, con todas mis fuerzas, en medio del gran salón—. ¡Van a disparar! ¡Largaos todos!…» Y después por la ventana, fui y lo grité también. No podía contenerme. Un auténtico escándalo. «¡Pobre soldado!», decían. El portero me llevó al bar con buenos modales, con amabilidad. Me hizo beber y bebí de lo lindo y, por fin, vinieron los gendarmes a buscarme, más brutales ésos. En el
Stand des Nations
había también gendarmes. Yo los había visto. Lola me besó y los ayudó a llevarme esposado.
Entonces caí enfermo, febril, enloquecido, según explicaron en el hospital, por el miedo. Era posible. Lo mejor que puedes hacer, verdad, cuando estás en este mundo, es salir de él. Loco o no, con miedo o sin él.
Se habló mucho del caso. Unos dijeron: «Ese muchacho es un anarquista, conque vamos a fusilarlo, es el momento, y rápido, sin vacilar ni dar largas al asunto, ¡que estamos en guerra!…» Pero según otros, más pacientes, era un simple sifilítico y loco sincero y, en consecuencia, querían que me encerraran hasta que llegase la paz o al menos por unos meses, porque ellos, los cuerdos, que no habían perdido la razón, según decían, querían cuidarme y, mientras, ellos harían la guerra solos. Eso demuestra que, para que te consideren razonable, nada mejor que tener una cara muy dura. Cuando tienes la cara bien dura, es bastante, entonces casi todo te está permitido, absolutamente todo, tienes a la mayoría de tu parte y la mayoría es quien decreta lo que es locura y lo que no lo es.
Sin embargo, mi diagnóstico seguía siendo dudoso. Así, pues, las autoridades decidieron ponerme en observación por un tiempo. Mi amiga Lola tuvo permiso para hacerme algunas visitas y mi madre también. Y listo.
Nos alojábamos, los heridos trastornados, en un instituto escolar de Issy-les-Moulineaux, organizado a propósito para recibir y obligar de grado o por fuerza, según los casos, a confesar a los soldados de mi clase, cuyo ideal patriótico estaba en entredicho simplemente o del todo enfermo. No nos trataban mal del todo, pero nos sentíamos, de todas formas, acechados por un personal de enfermeros silenciosos y dotados de orejas enormes.
Tras un tiempo de sometimiento a aquella vigilancia, salías discretamente o para el manicomio o para el frente o, con bastante frecuencia, para el paredón.
Yo no dejaba de preguntarme cuál de los compañeros reunidos en aquellos locales sospechosos, y que hablaban solos y en voz baja en el refectorio, estaba convirtiéndose en un fantasma.
Cerca de la verja, en la entrada, vivía, en su casita, la portera, la que nos vendía pirulíes y naranjas y lo necesario para cosernos los botones. Nos vendía algo más: placer. Para los suboficiales costaba diez francos el placer. Todo el mundo podía disfrutarlos. Sólo que andándose con ojo con las confidencias, que se le hacían con demasiada facilidad en esos momentos. Podían costar caras, esas expansiones. Lo que se le confiaba lo repetía al médico jefe, escrupulosamente, e iba derechito al expediente para el consejo de guerra. Estaba demostrado, al parecer, que había mandado fusilar así, a fuerza de confidencias, a un cabo de espahíes que no había cumplido los veinte años, más un reservista de ingenieros que se había tragado clavos para dañarse el estómago y también a otro histérico, el que le había contado cómo preparaba sus ataques de parálisis en el frente… A mí, para tantearme, me ofreció una noche la cartilla de un padre de familia con seis hijos, muerto, según decía, y que me podía servir para un destino en la retaguardia. En resumen, era una perversa. En la cama, por ejemplo, era cosa fina y volvíamos y nos daba gusto de lo lindo. Era una puta de tres pares de cojones. Por lo demás, es lo que hace falta para gozar bien. En esa cocina, la del asunto, la picardía es, al fin y al cabo, como la pimienta en una buena salsa, es indispensable y le da consistencia.
Los edificios del instituto daban a una amplia terraza, dorada en verano, entre los árboles, desde la que había una vista magnífica de París, como una perspectiva gloriosa. Allí nos esperaban, los jueves, nuestros visitantes y Lola entre ellos, que venía a traerme, puntual, pasteles, consejos y cigarrillos.
A nuestros médicos los veíamos todas las mañanas. Nos interrogaban con amabilidad, pero nunca sabíamos qué pensaban exactamente. Paseaban a nuestro alrededor, con semblantes siempre afables, nuestra condena a muerte.
Muchos de los enfermos que estaban allí en observación llegaban, más emotivos que los demás, en aquel ambiente dulzón, a un estado de exasperación tal, que se levantaban por la noche en lugar de dormir, recorrían el dormitorio a zancadas y de arriba abajo, protestaban a gritos contra su propia angustia, crispados entre la esperanza y la desesperación, como sobre una pared de montaña traidora. Pasaban días y días padeciendo así y después una noche se abandonaban al vacío e iban a confesar su caso con pelos y señales al médico jefe. A ésos no los volvíamos a ver, nunca. Yo tampoco estaba tranquilo. Pero, cuando eres débil, lo que da fuerza es despojar a los hombres que más temes del menor prestigio que aún estés dispuesto a atribuirles. Hay que aprender a considerarlos tales como son, peores de lo que son, es decir, desde cualquier punto de vista. Eso te despeja, te libera y te defiende más allá de lo imaginable. Eso te da otro yo. Vales por dos.
Sus acciones, en adelante, dejan de inspirarte ese asqueroso atractivo místico que te debilita y te hace perder tiempo y entonces su comedia ya no te resulta más agradable ni más útil en absoluto para tu progreso íntimo que la del cochino más vil.
Junto a mí, vecino de cama, dormía un cabo, también alistado voluntario. Profesor antes del mes de agosto en un instituto de Turena, donde, según me contó, enseñaba geografía e historia. Al cabo de algunos meses de guerra, había resultado ladrón, aquel profesor, como nadie. Resultaba imposible impedirle que robara al convoy de su regimiento conservas, en los furgones de la intendencia, en las reservas de la compañía y por todos los sitios donde encontrara.
Conque había ido a parar allí con nosotros, en espera del consejo de guerra. Sin embargo, como su familia hacía todo lo posible para probar que los obuses lo habían aturdido, desmoralizado, la instrucción difería el juicio de un mes para otro. No me hablaba demasiado. Pasaba horas peinándose la barba, pero, cuando me hablaba, era casi siempre de lo mismo: el medio que había descubierto para no hacer más hijos a su mujer. ¿Estaba loco de verdad? Cuando llega el momento del mundo al revés y preguntar por qué te asesinan es estar loco, resulta evidente que no hace falta gran cosa para que te tomen por loco. Hace falta que cuele, claro está, pero, cuando de lo que se trata es de evitar el gran descuartizamiento, algunos cerebros hacen esfuerzos de imaginación magníficos.
Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres.
Princhard se llamaba, aquel profesor. ¿Qué podía haber decidido para salvar sus carótidas, sus pulmones y sus nervios ópticos? Ésa era la cuestión esencial, la que tendríamos que habernos planteado nosotros, los hombres, para seguir siendo estrictamente humanos y prácticos. Pero estábamos lejos de ese punto, titubeando en un ideal de absurdos, guardados por víctimas de las trivialidades marciales e insensatas; ratas ya ahumadas, intentábamos, enloquecidos, salir del barco en llamas, pero no teníamos ningún plan de conjunto, ninguna confianza mutua. Atontados por la guerra, nos habíamos vuelto locos de otra clase: el miedo. El derecho y el revés de la guerra.