Viaje al fin de la noche (15 page)

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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

BOOK: Viaje al fin de la noche
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«¡Ah! ¡Míralos, a los dos, Roger! ¡Qué graciosos están!… ¡Han perdido la costumbre! ¡Parece que hubieran pisado una mierda!», exclamó la Sra. Puta.

«¡Ya se les pasará!», dijo el Sr. Puta, cordial y bonachón y muy contento de librarse tan pronto de nosotros y por tan poco.

Una vez en la calle, pensamos que no llegaríamos demasiado lejos con veinte francos cada uno, pero Voireuse tenía otra idea.

«Vente —me dijo— a casa de la madre de un amigo que murió cuando estábamos en el Mosa; yo voy todas las semanas, a casa de sus padres, para contarles cómo murió su chaval… Son gente rica… Me da unos cien francos todas las veces, su madre… Dicen que les gusta escucharme… Conque como comprenderás…»

«¿Qué cojones voy a ir yo a hacer en su casa? ¿Qué le voy a decir a la madre?»

«Pues le dices que lo viste, tú también… Te dará cien francos también a ti… ¡Son gente rica de verdad! ¡Te lo digo yo! No se parecen a ese patán de Puta… Ésos no miran el dinero…»

«De acuerdo, pero, ¿estás seguro de que no me va a preguntar detalles?… Porque yo no lo conocí a su hijo, eh… Voy a estar pez, si me pregunta…»

«No, no, no importa, di lo mismo que yo… Di: sí, sí… ¡No te preocupes! Está apenada, compréndelo, esa mujer, y como le hablamos de su hijo, se pone contenta… Sólo pide eso… Cualquier cosa… Está chupado…»

Yo no conseguía decidirme, pero deseaba con ganas los cien francos, que me parecían excepcionalmente fáciles de obtener y como providenciales.

«Vale —me decidí al final—. Pero siempre que no tenga que inventar nada, ¡eh! ¡Te aviso! ¿Me lo prometes? Diré lo mismo que tú, nada más… Vamos a ver, ¿cómo murió el chaval?»

«Recibió un obús en plena jeta, chico, y, además, de los grandes, en Garance, así se llamaba el sitio… en el Mosa, al borde de un río… No se encontró “ni esto” del muchacho, ¡fíjate! O sea, que sólo quedó el recuerdo… Y eso que era alto, verdad, y buen mozo, el chaval, y fuerte y deportista, pero contra un obús, ¿no? ¡No hay resistencia!»

«¡Es verdad!»

«Visto y no visto, vamos… ¡A su madre aún le cuesta creerlo hoy! De nada sirve que yo le cuente y vuelva a contar… Cree que sólo ha desaparecido… Es una idea absurda… ¡Desaparecido!… No es culpa suya, nunca ha visto un obús, no puede comprender que alguien se desintegre así, como un pedo, y se acabó, sobre todo porque era su hijo…»

«¡Claro, claro!»

«En fin, hace quince días que no he ido a verlos… Pero vas a ver, cuando llegue, me recibe en seguida, la madre, en el salón, y, además, es que es una casa muy bonita, parece un teatro, de tantas cortinas como hay, alfombras, espejos por todos lados… Cien francos, como comprenderás, no deben de significar nada para ellos… Como para mí un franco, poco más o menos… Hoy hasta puede que me dé doscientos… Hace quince días que no la he visto… Vas a ver a los criados con los botones dorados, chico…»

En la Avenue Henri-Martin, se giraba a la izquierda y después se avanzaba un poco y, por fin, se llegaba ante una verja en medio de los árboles de una pequeña alameda privada.

«¿Ves? —observó Voireuse, cuando estuvimos justo delante—. Es como un castillo… Ya te lo había dicho… El padre es un mandamás en los ferrocarriles, según me han contado… Un baranda…»

«¿No será jefe de estación?», dije en broma.

«Vete a paseo… Míralo, por ahí baja… Viene hacia aquí…»

Pero el hombre de edad al que señalaba no llegó en seguida, caminaba encorvado en torno al césped e iba hablando con un soldado. Nos acercamos. Reconocí al soldado, era el mismo reservista que había encontrado la noche de Noirceur-sur-la-Lys, estando de reconocimiento. Incluso recordé al instante el nombre que me había dicho: Robinson.

«¿Conoces a ese de infantería?», me preguntó Voireuse.

«Sí, lo conozco.»

«Tal vez sea amigo de ellos… Deben de hablar de la madre; ojalá que no nos impidan ir a verla… Porque es ella más bien quien suelta la pasta…»

El anciano se acercó a nosotros. Le temblaba la voz.

«Querido amigo —dijo a Voireuse—, tengo el dolor de comunicarle que después de su última visita mi pobre mujer sucumbió a nuestra inmensa pena… El jueves la habíamos dejado sola un momento, nos lo había pedido… Lloraba…»

No pudo acabar la frase. Se volvió bruscamente y se alejó.

«Te reconozco», dije entonces a Robinson, en cuanto el anciano se hubo alejado lo suficiente de nosotros.

«Yo también te reconozco…»

«Oye, ¿qué le ha ocurrido a la vieja?», le pregunté entonces.

«Pues que se ahorcó ayer, ¡ya ves! —respondió—. ¡Qué mala pata, chico! —añadió incluso al respecto—. ¡La tenía de madrina!… Mira que tengo suerte, ¡eh! ¡Eso es lo que se dice giba! ¡La primera vez que venía de permiso!… Y hacía seis meses que esperaba este día…»

No pudimos reprimir la risa, Voireuse y yo, ante la desgracia de Robinson. Desde luego, era una sorpresa desagradable; sólo, que eso no nos devolvía nuestros doscientos pavos, que hubiera muerto, a nosotros que íbamos a inventarnos una nueva bola para el caso. De repente, no estábamos contentos, ni unos ni otros.

«Conque te las prometías muy felices, ¿eh, cabroncete? —lo chinchábamos, a Robinson, para tomarle el pelo—. Creías que te ibas a dar una comilona de aúpa, ¿eh?, con los viejos. Quizá creyeras que te la ibas a cepillar también, a la madrina… Pues, ¡vas listo, macho!…»

Como, de todos modos, no podíamos quedarnos allí mirando el césped y desternillándonos de risa, nos fuimos los tres juntos hacia Grenelle. Contamos el dinero que teníamos entre los tres, no era mucho. Como teníamos que volver esa misma noche a nuestros hospitales y depósitos respectivos, teníamos lo justo para cenar en una taberna los tres y después tal vez quedara un poquito, pero no bastante, para ir de putas. Sin embargo, fuimos al picadero, pero sólo para tomar una copa abajo.

«A ti me alegro de verte —me anunció Robinson—, pero anda, que la tía ésa, ¡la madre del chaval!… De todos modos, cuando lo pienso, ¡mira que ir a ahorcarse el día mismo que yo llego!… No me lo puedo quitar de la cabeza… ¿Acaso me ahorco yo?… ¿De pena?… Entonces, ¡yo tendría que pasar la vida ahorcándome!… ¿Y tú?»

«La gente rica —dijo Voireuse— es más sensible que los demás.»

Tenía buen corazón, Voireuse. Añadió: «Si tuviera seis francos, subiría con esa morenita de ahí, junto a la máquina tragaperras…»

«Ve —le dijimos nosotros entonces—, y después nos cuentas si chupa bien…»

Sólo, que, por mucho que buscamos, no teníamos bastante, incluida la propina, para que pudiera tirársela. Teníamos lo justo para tomar otro café cada uno y dos copas. Una vez que nos las soplamos, ¡volvimos a salir de paseo!

En la Place Vendôme acabamos separándonos. Cada uno se iba por su lado. Al despedirnos, casi no nos veíamos y hablábamos muy bajo, por los ecos. No había luz, estaba prohibido.

A Jean Voireuse no lo volví a ver nunca. A Robinson volví a encontrármelo muchas veces en adelante. Fueron los gases los que acabaron con Jean Voireuse, en Somme. Fue a acabar al borde del mar, en Bretaña, dos años después, en un sanatorio marino. Al principio me escribió dos veces, luego nada. Nunca había estado junto al mar. «No te puedes imaginar lo bonito que es —me escribía—, tomo algunos baños, es bueno para los pies, pero creo que tengo la voz completamente jodida.» Eso le fastidiaba porque su ambición, en el fondo, era la de poder volver un día a los coros del teatro.

Los coros están mucho mejor pagados y son más artísticos que las simples comparsas.

Los barandas acabaron soltándome y pude salvar el pellejo, pero quedé marcado en la cabeza y para siempre. ¡Qué le íbamos a hacer! «¡Vete!… —me dijeron—. ¡Ya no sirves para nada!…»

«¡A África! —me dije—. Cuanto más lejos, ¡mejor!» Era un barco como los demás de la Compañía de los Corsarios Reunidos el que me llevó. Iba hacia los trópicos, con su carga de cotonadas, oficiales y funcionarios.

Era tan viejo, aquel barco, que le habían quitado hasta la placa de cobre de la cubierta superior, donde en tiempos aparecía escrito el año de nacimiento; databa de tan antiguo su nacimiento, que habría inspirado miedo a los pasajeros y también cachondeo.

Conque me embarcaron en él para que intentara restablecerme en las colonias. Quienes bien me querían deseaban que hiciera fortuna. Por mi parte, yo sólo tenía ganas de irme, pero, como, cuando no eres rico, siempre tienes que parecer útil y como, por otro lado, nunca acababa mis estudios, la cosa no podía continuar así. Tampoco tenía dinero suficiente para ir a América. «Pues, ¡a África!», dije entonces y me dejé llevar hacia los trópicos, donde, según me aseguraban, bastaba con un poco de templanza y buena conducta para labrarse pronto una situación.

Aquellos pronósticos me dejaban perplejo. No tenía muchas cosas a mi favor, pero, desde luego, tenía buenos modales, de eso no había duda, actitud modesta, deferencia fácil y miedo siempre de no llegar a tiempo y, además, el deseo de no pasar por encima de nadie en la vida, en fin, delicadeza…

Cuando has podido escapar de un matadero internacional enloquecido, no deja de ser una referencia en cuanto a tacto y discreción. Pero volvamos a aquel viaje. Mientras permanecimos en aguas europeas, la cosa no se anunciaba mal. Los pasajeros enmohecían repartidos en la sombra de los entrepuentes, en los WC, en el fumadero, en grupitos suspicaces y gangosos. Todos ellos bien embebidos de
amer piçons
y chismes, de la mañana a la noche. Eructaban, dormitaban y vociferaban, sucesivamente, y, al parecer, sin añorar nunca nada de Europa.

Nuestro navío se llamaba el
Amiral-Bragueton.
Debía de mantenerse sobre aquellas aguas tibias sólo gracias a su pintura. Tantas capas acumuladas, como pieles de cebolla, habían acabado constituyendo una especie de segundo casco en el
Amiral-Bragueton.
Bogábamos hacia África, la verdadera, la grande, la de selvas insondables, miasmas deletéreas, soledades invioladas, hacia los grandes tiranos negros repantigados en las confluencias de ríos sin fin. Por un paquete de hojas de afeitar Pilett iba yo a sacarles marfiles así de largos, aves resplandecientes, esclavas menores de edad. Me lo habían prometido. ¡Vida de obispo, vamos! Nada en común con esa África descortezada de las agencias y monumentos, los ferrocarriles y el guirlache. ¡Ah, no! Nosotros íbamos a verla en su jugo, ¡el África auténtica! ¡Nosotros, los pasajeros del
Amiral-Bragueton,
que no dejábamos de darle a la priva!

Pero, tras pasar ante las costas de Portugal, las cosas empezaron a estropearse. Irresistiblemente, cierta mañana, al despertar, nos vimos como dominados por un ambiente de estufa infinitamente tibio, inquietante. El agua en los vasos, el mar, el aire, las sábanas, nuestro sudor, todo, tibio, caliente. En adelante imposible, de noche, de día, tener ya nada fresco en la mano, bajo el trasero, en la garganta, salvo el hielo del bar con el whisky. Entonces una vil desesperación se abatió sobre los pasajeros del
Amiral-Bragueton,
condenados a no alejarse más del bar, embrujados, pegados a los ventiladores, soldados a los cubitos de hielo, intercambiando amenazas después de las cartas y disculpas en cadencias incoherentes.

No hubo que esperar mucho. En aquella estabilidad desesperante de calor, todo el contenido humano del navío se coaguló en una borrachera masiva. Nos movíamos remolones entre los puentes, como pulpos en el fondo de una bañera de agua estancada. Desde aquel momento vimos desplegarse a flor de piel la angustiosa naturaleza de los blancos, provocada, liberada, bien a la vista por fin, su auténtica naturaleza de verdad, igualito que en la guerra. Estufa tropical para instintos, semejantes a los sapos y víboras que salen por fin a la luz, en el mes de agosto, por los flancos agrietados de las cárceles. En el frío de Europa, bajo las púdicas nieblas del Norte, aparte de las matanzas, tan sólo se sospecha la hormigueante crueldad de nuestros hermanos, pero, en cuanto los excita la fiebre innoble de los trópicos, su corrupción invade la superficie. Entonces nos destapamos como locos y la porquería triunfa y nos recubre por entero. Es la confesión biológica. Desde el momento en que el trabajo y el frío dejan de coartarnos, aflojan un poco sus tenazas, descubrimos en los blancos lo mismo que en la alegre ribera, una vez que el mar se retira: la verdad, charcas pestilentes, cangrejos, carroña y zurullos.

Así, pasado Portugal, todo el mundo, en el navío, se puso a liberar los instintos con rabia, ayudado por el alcohol y también por esa sensación de satisfacción íntima que procura una gratuidad de viaje absoluta, sobre todo a los militares y funcionarios en activo. Sentirse alimentado, alojado y abrevado gratis durante cuatro semanas seguidas, es bastante, por sí solo, ¿no?, al pensarlo, para delirar de economía. Por consiguiente, yo, el único que pagaba el viaje, parecí, en cuanto se supo esa particularidad, singularmente descarado, del todo insoportable.

Si hubiera tenido alguna experiencia de los medios coloniales, al salir de Marsella, habría ido, compañero indigno, a pedir de rodillas perdón, indulgencia a aquel oficial de infantería colonial que me encontraba por todas partes, el de graduación más alta, y a humillarme, además, tal vez, para mayor seguridad, a los pies del funcionario más antiguo. ¿Quizás entonces me habrían tolerado entre ellos sin inconveniente aquellos pasajeros fantásticos? Pero mi inconsciente pretensión de respirar, ignorante de mí, en torno a ellos estuvo a punto de costarme la vida.

Nunca se es bastante temeroso. Gracias a cierta habilidad, sólo perdí el amor propio que me quedaba. Veamos cómo ocurrió. Algo después de pasar las islas Canarias, supe por un camarero que todos estaban de acuerdo en considerarme presumido, insolente incluso… Que me suponían chulo de putas y al mismo tiempo pederasta… Un poco cocainómano incluso… Pero eso por añadidura… Después se abrió paso la idea de que debía de huir de Francia ante las consecuencias de fechorías de lo más graves. Sin embargo, eso sólo era el comienzo de mis adversidades. Entonces me enteré de la costumbre impuesta en aquella línea: la de no aceptar sino con extrema circunspección, acompañada, por cierto, de novatadas, a los pasajeros que pagaban, es decir, los que no gozaban ni de la gratuidad militar ni de los convenios burocráticos, pues las colonias francesas, como es sabido, eran propiedad exclusiva de la nobleza de los
Anuarios.
[12]

Al fin y al cabo, existen muy pocas razones válidas para que un civil desconocido se aventure en esa dirección… Espía, sospechoso, encontraron mil razones para mirarme con mala cara, los oficiales a los ojos, las mujeres con sonrisa convenida. Pronto, hasta los propios criados, alentados, intercambiaban a mi espalda comentarios de lo más cáusticos. Al final, nadie dudaba que yo era el mayor y más insoportable granuja a bordo y, por así decir, el único. La cosa prometía.

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