Por fin, nos acercamos al puerto de mi destino. Me recordaron su nombre: «Topo». A fuerza de toser, expectorar, temblar, durante tres veces el trascurso de cuatro comidas a base de conservas, sobre aquellas aguas aceitosas como de haber lavado los platos, el
Papaoutah
acabó atracando.
En la pilosa orilla se destacaban tres enormes chozas techadas con paja. De lejos, cobraba, al primer vistazo, un aspecto bastante atrayente. La desembocadura de un gran río arenoso, el mío, según me explicaron, por donde debía yo remontar, en barca, para llegar al centro mismo de mi selva. En Topo, puesto al borde del mar, debía quedarme sólo unos días, según lo previsto, el tiempo necesario para adoptar mis últimas resoluciones coloniales.
Pusimos rumbo a un embarcadero liviano y el
Papaoutah,
antes de llegar a él, se llevó por delante, con su grueso vientre, la barra. De bambú era el embarcadero, lo recuerdo bien. Tenía su historia, lo rehacían cada mes, me enteré, a causa de los moluscos, ágiles y vivos, que acudían a millares a jalárselo, a medida que lo arreglaban. Esa construcción infinita era incluso una de las ocupaciones desesperantes que había de sufrir el teniente Grappa, comandante del puesto de Topo y de las regiones vecinas. El
Papaoutah
sólo hacía la travesía una vez al mes, pero los moluscos no tardaban más de un mes en jalarse su desembarcadero.
A la llegada, el teniente Grappa cogió mis papeles, verificó su autenticidad, los copió en un registro virgen y me ofreció el aperitivo. Yo era el primer viajero, me confió, que acudía a Topo por espacio de más de dos años. Nadie iba a Topo. No había ninguna razón para ir a Topo. A las órdenes del teniente Grappa servía el sargento Alcide. En su aislamiento, no se estimaban nada. «Tengo que desconfiar siempre de mi subalterno —me comunicó también el teniente Grappa ya en nuestro primer contacto—. ¡Tiene cierta tendencia a la familiaridad!»
Como, en aquella desolación, si hubiera habido que imaginar acontecimientos, habrían resultado demasiado inverosímiles, pues el ambiente no se prestaba, el sargento Alcide preparaba por adelantado informes de «Sin novedad», que Grappa firmaba sin tardar y que el
Papaoutah
llevaba, puntual, al gobernador general.
Entre las lagunas de los alrededores y en lo más recóndito de la selva vegetaban algunas tribus enmohecidas, diezmadas, torturadas por el tripanosoma y la miseria crónica; aun así, aportaban un pequeño impuesto y a estacazos, por supuesto. Entre sus jóvenes reclutaban también a algunos milicianos para manejar por delegación esa misma estaca. Los efectivos de la milicia ascendían a doce hombres.
Puedo hablar de ellos, los conocí bien. El teniente Grappa los equipaba a su modo, a aquellos potrudos, y los alimentaba regularmente con arroz. Un fusil para doce y una banderita para todos. Sin zapatos. Pero, como todo es relativo en este mundo y comparativo, a los reclutas indígenas les parecía que Grappa hacía las cosas muy bien. Incluso tenía que rechazar voluntarios todos los días y entusiastas, hijos de la selva hastiados.
La caza era escasa en los alrededores de la ciudad y, a falta de gacelas, se comían al menos una abuela por semana. Todas las mañanas, a partir de las siete, los milicianos de Alcide se ponían a hacer la instrucción. Como yo me alojaba en un rincón de su choza, que me había cedido, me encontraba en primera fila para asistir a aquella algarada. En ningún otro ejército del mundo figuraron nunca soldados con mejor voluntad. A la llamada de Alcide, y recorriendo la arena en fila de cuatro, de ocho y luego de doce, aquellos primitivos se desvivían con creces imaginando sacos, zapatos, bayonetas incluso, y, lo que es más, haciendo como que los utilizaban. Recién salidos de la naturaleza tan vigorosa y tan próxima, iban vestidos sólo con una apariencia de calzoncillo caqui. Todo lo demás debían imaginarlo y así lo hacían. A la orden de Alcide, perentoria, aquellos ingeniosos guerreros, dejando en el suelo sus ficticios sacos, corrían en el vacío al ataque de enemigos imaginarios con estocadas imaginarias. Tras haber hecho como que se desabrochaban, formaban montones de ropa invisible y, ante otra señal, se apasionaban en abstracciones de mosquetería. Verlos diseminarse, gesticular minuciosamente y perderse en encajes de movimientos bruscos y prodigiosamente inútiles era deprimente hasta el marasmo. Sobre todo porque en Topo el calor brutal y la asfixia, perfectamente concentrados por la arena entre los espejos del mar y del río, pulidos y conjugados, eran como para jurar por tu trasero que te encontrabas sentado por la fuerza sobre un pedazo de sol recién caído.
Pero aquellas condiciones implacables no impedían a Alcide gritar: al contrario. Sus alaridos tronaban por encima de aquel ejercicio fantástico y llegaban muy lejos, hasta la cresta de los augustos cedros del lindero tropical. Más lejos aún retumbaban incluso sus «¡firmes!».
Mientras tanto, el teniente Grappa preparaba su justicia. Ya volveremos a hablar de
eso.
También vigilaba sin cesar desde lejos, desde la sombra de su choza, la fugaz construcción del embarcadero maldito. A cada llegada del
Papaoutah
iba a esperar, optimista y escéptico, equipos completos para sus efectivos. En vano los reclamaba desde hacía dos años, sus equipos completos. Como era corso, Grappa se sentía tal vez más humillado que nadie al observar que sus milicianos seguían desnudos.
En nuestra choza, la de Alcide, se practicaba un pequeño comercio, apenas clandestino, de cosillas y restos diversos. Por lo demás, todo el tráfico de Topo pasaba por Alcide, ya que tenía una pequeña provisión, la única, de tabaco en hoja y en paquetes, algunos litros de alcohol y algunos metros de algodón.
Los doce milicianos de Topo, sentían, era evidente, hacia Alcide auténtica simpatía y ello pese a que los abroncaba sin límites y les daba patadas en el trasero injustamente. Pero habían advertido en él, aquellos militares nudistas, elementos innegables del gran parentesco, el de la miseria incurable, innata. El tabaco los hacía sentirse unidos, por muy negros que fueran, por la fuerza de las cosas. Yo había llevado conmigo algunos periódicos de Europa. Alcide los hojeó con el deseo de interesarse por las noticias, pero, pese a intentar por tres veces centrar su atención en las columnas inconexas, no consiguió acabarlas. «Ahora —me confesó tras ese vano intento—, en el fondo, ¡me importan un bledo las noticias! ¡Hace tres años que estoy aquí!» Eso no quería decir que Alcide pretendiera sorprenderme dándoselas de ermitaño, no, sino que la brutalidad, la indiferencia demostrada del mundo entero hacia él lo obligaba, a su vez, a considerar, en su calidad de sargento reenganchado, el mundo entero, fuera de Topo, como una Luna.
Por cierto, que era buen muchacho, Alcide, servicial y generoso y todo. Lo comprendí más adelante, demasiado tarde. Su formidable resignación lo aplastaba, esa cualidad básica que vuelve a la pobre gente, del ejército o de fuera de él, tan dispuesta a matar como a dar vida. Nunca, o casi, preguntan el porqué, los humildes, de lo que soportan. Se odian unos a otros, eso basta.
En torno a nuestra choza crecían, diseminadas, en plena laguna de arena tórrida, despiadada, esas curiosas florecillas frescas y breves, color verde, rosa o púrpura, que en Europa sólo se ven pintadas y en ciertas porcelanas, especie de campanillas primitivas y sin cursilería. Soportaban la larga jornada abominable, cerradas en su tallo, y, al abrirse por la noche, se ponían a temblar, graciosas, con las primeras brisas tibias.
Un día en que Alcide me vio ocupado en coger un ramillete, me avisó: «Cógelas, si quieres, pero no las riegues, a esas jodias, que se mueren… Son de lo más frágil, ¡no se parecen a los girasoles de cuyo cuidado encargábamos a los quintos en Rambouillet! ¡Se les podía mear encima!… ¡Se lo bebían todo!… Además, las flores son como los hombres… ¡Cuanto más grandes, más inútiles son!» Eso iba dirigido al teniente Grappa, evidentemente, cuyo cuerpo era grande y calamitoso, de manos breves, purpúreas, terribles. Manos de quien nunca entendería nada. Por lo demás, Grappa no intentaba entender.
Pasé dos semanas en Topo, durante las cuales compartí no sólo la existencia y el papeo con Alcide, sus chinches (las de cama y las de arena), sino también su quinina y el agua del pozo cercano, inexorablemente tibia y diarreica.
Un día el teniente Grappa, sintiéndose amable, me invitó, por excepción, a ir a tomar café a su casa. Era celoso, Grappa, y nunca enseñaba su concubina indígena a nadie. Así, pues, había elegido, para invitarme, un día en que su negra iba a visitar a sus padres a la aldea. También era el día de audiencia en su tribunal. Quería impresionarme.
En torno a su cabaña, esperando desde la mañana temprano, se apiñaban los querellantes, masa heterogénea y abigarrada de taparrabos y testigos chillones. Pleiteantes y público de pie, mezclados en el mismo círculo, todos con fuerte olor a ajo, sándalo, mantequilla rancia, sudor azafranado. Como los milicianos de Alcide, todos aquellos seres parecían interesados ante todo en agitarse frenéticos en la ficción; alborotaban a su alrededor en un idioma de castañuelas, al tiempo que blandían por encima de sus cabezas manos crispadas en un vendaval de argumentos.
El teniente Grappa, hundido en su sillón de mimbre, crujiente y quejumbroso, sonreía ante todas aquellas incoherencias reunidas. Se fiaba, para guiarse, del intérprete del puesto, que le respondía, a voz en grito, con demandas increíbles.
Se trataba tal vez de un cordero tuerto que unos padres se negaban a restituir, pese a que su hija, vendida legalmente, no había sido entregada al marido, por culpa de un crimen que su hermano había encontrado medio de cometer, entretanto, en la persona de la hermana de éste, que guardaba el cordero. Y muchas otras y más complicadas quejas.
A nuestra altura, cien rostros apasionados por aquellos problemas de intereses y costumbres enseñaban los dientes al emitir jijeitos secos o gluglús sonoros, palabras de negros.
El calor era máximo. Atisbabas el cielo por el ángulo del techo para ver si no se avecinaría una catástrofe. Ni siquiera una tormenta.
«¡Voy a ponerlos de acuerdo a todos en seguida! —decidió finalmente Grappa, a quien la temperatura y la palabrería inducían a las resoluciones—. ¿Dónde está el padre de la novia?… ¡Que me lo traigan!»
«¡Aquí está!», respondieron veinte compinches, al tiempo que empujaban a primera fila a un viejo negro bastante marchito, envuelto en un taparrabos amarillo que lo cubría con mucha dignidad, a la romana. Acompasaba, el viejales, todo lo que contaban a su alrededor, con el puño cerrado. No parecía en absoluto haber acudido allí para quejarse, sino para distraerse un poco con ocasión de un proceso del que ya no esperaba, desde hacía mucho, resultados positivos.
«¡Venga! —mandó Grappa—. ¡Veinte latigazos! ¡Acabemos de una vez! ¡Veinte latigazos a ese viejo macarra!… ¡Así aprenderá a venir a fastidiarme todos los jueves desde hace dos meses con su historia de corderos de chicha y nabo!»
El viejo vio a los cuatro milicianos musculosos acercársele. Al principio, no entendía lo que querían de él y después puso ojos como platos, inyectados en sangre como los de un viejo animal horrorizado, al que nunca hubieran pegado. No intentaba resistirse en realidad, pero tampoco sabía cómo colocarse para recibir con el menor dolor posible aquella zurra de la justicia.
Los milicianos le tiraban de la tela. Dos de ellos querían a toda costa que se arrodillara, los otros le ordenaban, al contrario, que se tumbara boca abajo. Por fin, se pusieron de acuerdo para dejarlo como estaba, simplemente, en el suelo, con el taparrabos alzado y recibió de entrada en espalda y marchitas nalgas una somanta de vergajazos como para hacer bramar a una burra robusta durante ocho días. Se retorcía y la fina arena mezclada con sangre salpicaba en torno a su vientre; escupía arena al gritar, parecía una perra pachona encinta, enorme, a la que torturaran con ganas.
Los asistentes permanecieron en silencio mientras duró la escena. Sólo se oían los ruidos del castigo. Ejecutado éste, el viejo, bien vapuleado, intentaba levantarse y rodearse con el taparrabos, a la romana. Sangraba en abundancia por la boca, por la nariz y sobre todo a lo largo de la espalda. La multitud se lo llevó con un murmullo de mil chismes y comentarios en tono de entierro.
El teniente Grappa volvió a encender su puro. Delante de mí, quería mantenerse distante de aquellas cosas. No es, creo, que fuera más neroniano que otro, sólo que no le gustaba tampoco que lo obligaran a pensar. Eso le fastidiaba. Lo que lo volvía irritable en sus funciones judiciales eran las preguntas que le hacían.
Ese mismo día asistimos también a otras dos correcciones memorables, consecutivas a otras historias desconcertantes, de dotes arrebatadas, promesas de envenenamiento… compromisos equívocos… hijos dudosos…
«¡Ah! Si supieran, todos, lo poco que me importan sus litigios, ¡no abandonarían su selva para venir a fastidiarme así con sus gilipolleces!… ¿Acaso los tengo yo al corriente de mis asuntos? —concluía Grappa—. Sin embargo —prosiguió—, ¡voy a acabar creyendo que le han cogido gusto a mi justicia, esos marranos!… Hace dos años que intento asquearlos y, sin embargo, cada jueves vuelven…
Créame, si quiere, joven, ¡casi siempre vuelven los mismos!… ¡Unos viciosos, vamos!…»
Después la conversación versó sobre Toulouse, donde pasaba sin falta sus vacaciones y donde pensaba retirarse Grappa, al cabo de seis años, con su pensión. ¡Así lo tenía previsto! Estábamos tomando, tan a gusto, el «calvados», cuando nos vimos de nuevo molestados por un negro condenado a no sé qué pena y que llegaba con retraso para purgarla. Acudía espontáneamente, dos horas después que los otros, a ofrecerse para recibir la somanta. Como había realizado un recorrido de dos días y dos noches desde su aldea y por el bosque con ese fin, no estaba dispuesto a regresar con las manos vacías. Pero llegaba tarde y Grappa era intransigente en relación con la puntualidad penal. «¡Peor para él! ¡Que no se hubiera marchado la última vez!… ¡El jueves pasado fue cuando lo condené a cincuenta vergajazos, a ese cochino!»
El cliente protestaba, de todos modos, porque tenía una buena excusa: había tenido que volver a su aldea a toda prisa para enterrar a su madre. Tenía tres o cuatro madres para él solo. Discusiones…
«¡Habrá que dejarlo para la próxima audiencia!»
Pero apenas tenía tiempo, aquel cliente, para ir a su aldea y volver, de entonces hasta el jueves próximo. Protestaba. Se emperraba. Hubo que echarlo, a aquel masoquista, del campo a patadas en el culo. Eso le dio placer, de todos modos, pero no suficiente… En fin, acabó donde Alcide, quien aprovechó para venderle todo un surtido de tabaco en hoja, al masoquista, en paquete y en polvo para aspirar.