Atravesé su polvo, pero en aquel preciso instante pasaba la máquina barredora municipal, zumbando, y un gran tifón saltó del arroyo y colmó toda la calle de más nubes aún, más densas, de color pimienta. Ya no nos veíamos. Bébert saltaba de derecha a izquierda, estornudando y gritando, contento. Su cara ojerosa, sus cabellos pringosos, sus piernas de mono tísico, todo eso bailaba, convulsivo, en la punta de la escoba.
La tía de Bébert volvía de la compra, ya había pimplado lo suyo, también hemos de decir que aspiraba un poco el éter, hábito contraído cuando servía en casa de un médico y había sufrido mucho con las muelas del juicio. Ya sólo le quedaban dos de los dientes delanteros, pero siempre se los lavaba sin falta. «Cuando, como yo, se ha servido en casa de un médico, se sabe lo que es la higiene.» Daba consultas médicas por el vecindario e incluso bastante lejos, hasta Bezons.
Me habría gustado saber si alguna vez pensaba en algo, la tía de Bébert. No, no pensaba en nada. Hablaba sin parar y sin pensar nunca. Cuando estábamos a solas, sin indiscretos alrededor, me hacía una consulta de balde. Era halagador, en cierto sentido.
«Mire, doctor, tengo que decírselo, ya que es usted médico, ¡Bébert es un cochino!… “Se toca.” Me di cuenta hace dos meses y me gustaría saber quién ha podido enseñarle esas guarrerías… ¡Y eso que lo he educado bien! Se lo prohibo… Pero vuelve a empezar…»
«Dígale que se volverá loco», le aconsejé, clásico.
Bébert, que nos estaba escuchando, no estaba de acuerdo.
«No me toco, no es verdad, fue ese chavea, el de los Gagat, quien me propuso…»
«¿Ve usted? Ya sospechaba yo —dijo la tía—. Los Gagat, ya sabe usted quiénes digo, los del quinto… Son todos unos viciosos. Al abuelo parece ser que le iba la marcha… ¿Eh? ¡Fíjese usted!… Oiga, doctor, ya que estamos, ¿no podría recetarle un jarabe para que no se toque?…»
La seguí hasta la portería para prescribir un jarabe antivicio para el chavalín Bébert. Yo era demasiado complaciente con todo el mundo y lo sabía de sobra. Nadie me pagaba. Visitaba de balde, sobre todo por curiosidad. Es un error. La gente se venga de los favores que le haces. La tía de Bébert aprovechó, como los demás, mi desinterés orgulloso. Abusó incluso más que la hostia. Yo me hacía el tonto, les dejaba mentirme. Les seguía la corriente. Me tenían en sus manos, lloriqueaban, los enfermos, cada día más, me tenían a su merced. Al mismo tiempo, me mostraban, bajeza tras bajeza, todo lo que disimulaban en la trastienda de su alma y que no enseñaban a nadie, salvo a mí. No hay dinero para pagar esos horrores. Se te cuelan entre los dedos como serpientes viscosas.
Un día lo contaré todo, si llego a vivir bastante.
«¡Mirad, asquerosos! Dejadme ser amable algunos años más aún. No me matéis todavía. Dejadme parecer servil y desgraciado, lo contaré todo. Os lo aseguro y entonces os doblaréis de golpe, como las orugas babosas que en África venían a cagarse en mi choza, y os volveré más sutilmente cobardes e inmundos aún, tanto, pero es que tanto, que tal vez la diñéis, por fin».
«¿Es dulce?», preguntaba Bébert a propósito del jarabe.
«Sobre todo, no se lo recete dulce —recomendó la tía— a este pillo… No merece que sea dulce y, además, ¡bastante azúcar me roba ya! Tiene todos los vicios, ¡una cara muy dura! ¡Acabará asesinando a su madre!»
«Pero, ¡si no tengo madre!», replicó, rotundo, Bébert, siempre tan campante.
«¡Me cago en la leche! —dijo entonces la tía—. Como me contestes, te voy a dar una tunda, ¡que vas a saber tú lo que es bueno!» Y fue y se dirigió hacia él, pero Bébert había salido ya corriendo hacia la calle. «¡Viciosa!», le gritó en pleno corredor. La tía se puso colorada como un tomate y volvió hacia mí. Cambiamos de conversación.
«Tal vez debiera usted, doctor, ir a ver a los del entresuelo del 4 de la Rue des Mineures… Es un antiguo empleado de notaría, le han hablado de usted… Yo le he dicho que era el médico más amable con los enfermos que conozco.»
Al instante supe que me estaba mintiendo, la tía. Su médico preferido era Frolichon. Era el que recomendaba siempre, cuando podía; a mí, al contrario, me ponía verde en todo momento. Mi humanitarismo provocaba en ella un odio animal. Era un bicho, no hay que olvidarlo. Sólo, que Frolichon, a quien ella admiraba, le hacía pagar al contado, conque iba y me consultaba de balde. Para que me hubiera recomendado, tenía que ser, pues, otra consulta gratuita o, si no, un asunto muy sucio. Al marcharme, pensé, de todos modos, en Bébert.
«Hay que sacarlo —le dije—, no sale bastante ese niño…»
«¿Adonde quiere que vayamos? Con la portería no puedo ir demasiado lejos…»
«Llévelo por lo menos al parque, los domingos…»
«Pero si hay más gente y polvo que aquí, en el parque… Parecemos sardinas en lata.»
Su observación era pertinente. Busqué otro lugar que aconsejarle.
Tímidamente, le propuse el cementerio.
El cementerio de La Garenne-Rancy es el único espacio un poco arbolado y de cierta extensión por esa zona.
«¡Hombre, es verdad! No se me había ocurrido. ¡Podríamos ir allí!»
Justo entonces volvía Bébert.
«¿Y a ti, Bébert? ¿Te gustaría ir de paseo al cementerio? Tengo que preguntárselo, doctor, porque para los paseos también es terco como una mula, ¡se lo aseguro!…»
Precisamente Bébert carecía de opinión. Pero la idea gustó a la tía y eso bastaba. Sentía debilidad por los cementerios, la tía, como todos los parisinos. Parecía como si, a propósito de eso, se fuera a poner por fin a pensar. Examinaba los pros y los contras. Las fortificaciones están llenas de golfos… En el parque hay demasiado polvo, eso desde luego… Mientras que en el cementerio, es verdad, no se está mal… Y, además, la que allí va los domingos es gente bastante decente y que sabe comportarse… Y, además, lo que es muy cómodo es que se puede hacer la compra de vuelta por el Boulevard de la Liberté, donde aún hay tiendas abiertas los domingos.
Y concluyó: «Bébert, lleva al doctor a casa de la señora Henrouille, Rue des Mineures… ¿Sabes dónde vive, eh, Bébert, la señora Henrouille?»
Bébert sabía dónde estaba todo, con tal de que fuera oportunidad para dar un garbeo.
Entre la Rue Ventru y la Place Lénine ya casi todas eran casas de alquiler. Los constructores habían cogido casi todo el campo que aún había allí, Les Garennes, como lo llamaban. Ya sólo quedaba un poquito, hacia el final, algunos solares, después del último farol de gas.
Encajonados entre los edificios, enmohecían así algunos hotelitos resistentes, cuatro habitaciones con una gran estufa en el pasillo de abajo; apenas encendían el fuego, cierto es, por economizar. Humea con la humedad. Eran hotelitos de rentistas, los que quedaban. En cuanto entrabas, tosías con el humo. No eran rentistas ricos los que habían quedado por allí, no, sobre todo los Henrouille, donde me habían enviado. Pero, aun así, eran gente que poseía alguna cosilla.
Al entrar, olía de lo lindo, en casa de los Henrouille, además del humo, el retrete y el guiso. Acababan de pagar su hotelito. Eso representaba sus cincuenta buenos años de economías. En cuanto entrabas en su casa y los veías, te preguntabas qué les pasaba, a los dos. Bueno, pues, lo que les pasaba, a los Henrouille, lo que en ellos parecía natural, era que nunca habían gastado, durante cincuenta años, un solo céntimo, ninguno de los dos, sin haberlo lamentado. Con su carne y su espíritu habían adquirido su casa, como el caracol. Pero el caracol lo hace sin darse cuenta.
Los Henrouille, en cambio, no salían de su asombro por haber pasado por la vida nada más que para tener una casa e, igual que las personas a las que acaban de sacar de un encierro entre cuatro paredes, les resultaba extraño. Debe de poner una cara muy rara la gente, cuando la sacan de una mazmorra.
Desde antes de casarse, ya pensaban, los Henrouille, en comprarse una casa. Por separado, primero, y, después, juntos. Se habían negado a pensar en otra cosa durante medio siglo y, cuando la vida los había obligado a pensar en otra cosa, en la guerra, por ejemplo, y sobre todo en su hijo, se habían puesto enfermos a morir.
Cuando se habían instalado en su hotelito, recién casados, con sus diez años ya de ahorros cada uno, no estaba acabado del todo. Estaba situado aún en medio del campo, el hotelito. Para llegar hasta él, en invierno, había que coger los zuecos; los dejaban en la frutería de la esquina de la Révolte,
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al ir, por la mañana, al currelo, a las seis, en la parada del tranvía tirado por caballos, para París, a tres kilómetros de allí, por veinte céntimos.
Hace falta buena salud para perseverar toda una vida en régimen semejante. Su retrato estaba encima de la cama, en el primer piso, sacado el día de la boda. También estaban pagados la alcoba y los muebles y desde hacía mucho incluso. Por cierto, que todas las facturas pagadas desde hace diez, veinte, cuarenta años estaban guardadas juntas y grapadas en el cajón de arriba de la cómoda y el libro de cuentas, totalmente al día, estaba abajo, en el comedor, donde nunca se comía. Henrouille te lo podía enseñar todo aquello, si lo deseabas. El sábado era él quien se encargaba de hacer el balance de cuentas en el comedor. Ellos siempre habían comido en la cocina.
Fui enterándome de todo aquello, poco a poco, por ellos y por otros y también por la tía de Bébert. Cuando los conocí mejor, me contaron ellos mismos su terror, el de toda su vida, el de que su hijo único, lanzado al comercio, hiciera malos negocios. Durante treinta años los había hecho despertarse casi cada noche, poco o mucho, ese siniestro pensamiento. ¡Una tienda de plumas, tenía el chico! ¡Imaginaos si ha habido crisis en el ramo de las plumas desde hace treinta años! Tal vez no haya habido un negocio peor que el de la pluma, más inseguro.
Hay negocios tan malos, que ni siquiera se le ocurre a uno pedir dinero prestado para sacarlos a flote, pero hay otros que siempre andan con préstamos a vueltas. Cuando pensaban en un préstamo así, aun ahora con la casa pagada y todo, se levantaban de sus sillas, los Henrouille, y se miraban rojos como tomates. ¿Qué habrían hecho ellos en un caso así? Se habrían negado.
Habían decidido desde siempre negarse a cualquier préstamo… Por los principios, para guardarle un peculio, una herencia y una casa, a su hijo, el Patrimonio. Así razonaban. Hijo serio, desde luego, el suyo, pero en los negocios puedes verte arrastrado…
A todas las preguntas respondía yo igual que ellos.
Mi madre, también, se dedicaba al comercio; nunca nos había aportado otra cosa que miserias, su comercio, un poco de pan y muchos quebraderos de cabeza. Conque a mí no me gustaban tampoco, los negocios. El riesgo de ese hijo, el peligro de esa idea de préstamo, que habría podido, en último caso, acariciar, en caso de dificultades con un vencimiento, lo comprendía a la primera. No hacía falta explicarme. Él, Henrouille padre, había sido pasante de un notario en el Boulevard Sebastopol durante cincuenta años. Conque, ¡menudo si conocía historias de dilapidación de fortunas! Incluso me contó algunas tremendas. La de su propio padre, en primer lugar; e incluso por la quiebra de su propio padre precisamente no había podido hacer la carrera de profesor, Henrouille, después del bachillerato, y había tenido que colocarse en seguida de escribiente. Son cosas que no se olvidan.
Por fin, con la casa pagada, suya y bien suya, sin un céntimo de deudas, ¡ya no tenían que preocuparse, los dos, por la seguridad! Habían cumplido los sesenta y seis años.
Y, mira por dónde, fue él, entonces, y empezó a sentirse indispuesto o, mejor dicho, hacía mucho que la sentía, esa indisposición, pero antes no hacía caso, con lo de la casa por pagar. Una vez que ésta fue asunto liquidado y concluido, firmado y bien firmado, se puso a pensar en su dichosa indisposición. Como mareos y después pitidos de vapor en cada oído le daban.
Fue también por aquella época cuando empezó a comprar el periódico, ¡ya que en adelante podían muy bien permitirse ese lujo! Precisamente en el periódico aparecía escrito y descrito todo lo que él sentía, Henrouille, en los oídos. Conque compró el medicamento que recomendaba el anuncio, pero no había experimentado el menor cambio; al contrario: parecían habérsele intensificado los pitidos. ¿Tal vez sólo de pensarlo? De todos modos, fueron juntos a consultar al médico del dispensario. «Es la presión arterial», les dijo éste.
La frase le había impresionado. Pero, en el fondo, aquella obsesión le aparecía en momento muy oportuno. Se había quemado la sangre tanto y durante tantos años, por la casa y los vencimientos de su hijo, que había algo así como un espacio libre de repente en la trama de angustias que lo tenían acogotado desde hacía cuarenta años con los vencimientos y alimentaban su constante fervor temeroso. Ahora que el médico le había hablado de su presión arterial, la escuchaba, su tensión, latir contra la almohada, en el fondo de su oído. Se levantaba incluso para tomarse el pulso y después se quedaba muy inmóvil, junto a la cama, de noche, mucho rato, para sentir su cuerpo estremecerse con leves sacudidas, cada vez que latía su corazón. Era su muerte, se decía, todo aquello, siempre había tenido miedo a la vida, ahora vinculaba su miedo a algo, a la muerte, a su tensión, igual que lo había vinculado durante cuarenta años al peligro de no poder acabar de pagar la casa.
Seguía siendo desgraciado, igual, pero ahora tenía que apresurarse a buscar una nueva razón válida para serlo. No es tan fácil como parece. No basta con decirse: «Soy desgraciado.» Además, hay que demostrárselo, convencerse sin remedio. No pedía otra cosa él: poder encontrar para el miedo que sentía un motivo bien sólido y válido de verdad. Tenía 22 de tensión, según el médico. No es moco de pavo 22. El médico le había enseñado a encontrar el camino de su muerte.
El dichoso hijo, comerciante en plumas, casi nunca aparecía. Una o dos veces por Año Nuevo. Y se acabó. Pero ahora, ¡ya podía venir, ya, el comerciante en plumas! Ya no había nada que pedir prestado a papá y mamá. Conque ya apenas iba a verlos, el hijo.
A la señora Henrouille, en cambio, tardé algún tiempo más en llegar a conocerla; ella, en cambio, no sufría de ninguna angustia, ni siquiera la de su muerte, que no era capaz de imaginar. Se quejaba sólo de su edad, pero sin pensarlo de verdad, por hacer como todo el mundo, y también de que la vida «subía». Su difícil misión estaba cumplida. La casa pagada. Para liquidar las letras más rápido, las últimas, se había puesto incluso a coser botones en chalecos para unos grandes almacenes. «Lo que hay que coser por cinco francos, ¡es que parece increíble!»