Morrison recapacitó:
Albert Jonás Morrison, doctor, profesor ayudante de Neurología, creador de una teoría del pensamiento que seguía sin ser aceptada y casi ignorada; marido fracasado, padre fracasado, científico fracasado y ahora peón fracasado. No se habría perdido gran cosa.
En lo más hondo de la noche, en una habitación de hotel, en una ciudad que ni siquiera sabía dónde estaba; en una nación que por más de un siglo había sido tenida por el enemigo natural de la suya, por más espíritu de colaboración, suspicaz y reacio, que asomara en las últimas décadas, Morrison se encontró llorando de autocompasión y de puro desamparo infantil ante una sensación de completa humillación al imaginar que nadie pensaría que fuera digno luchar por él o de malgastar siquiera, un vago remordimiento.
No obstante, y ahí asomó una pequeña chispa de orgullo, los soviéticos lo necesitaban. Habían llegado a considerables molestias para apoderarse de él. Cuando falló la persuasión, no habían vacilado en emplear la fuerza. No podían tener la
seguridad
de que los Estados Unidos volverían solícitamente la cabeza hacia otro lado. Se habían arriesgado a un incidente internacional, por pequeño que fuese, para llevárselo.
Y se tomaban todo tipo de molestias para mantenerlo a salvo ahora que lo tenían. Estaba solo, pero se fijó en que las ventanas tenían rejas. La puerta no estaba cerrada con llave pero, cuando un momento antes, la había abierto, dos hombres armados y uniformados lo miraron desde donde estaban, apoyados en la pared opuesta y le preguntaron si necesitaba algo. No le gustaba sentirse encarcelado, pero era en cierto modo una medida de su valía..., por lo menos ahí.
¿Cuánto iba a durar esto? Aunque creyeran que su teoría del pensamiento era correcta, el propio Morrison tenía que confesarse que toda la evidencia recogida era circunstancial y terriblemente indirecta, y que nadie había podido confirmar sus descubrimientos más útiles. ¿Qué ocurriría si los soviéticos tampoco podían confirmarlos, o estudiándolo con más detenimiento, lo encontraran todo excesivamente vago, vaporoso, demasiado etéreo para aceptarlo como bueno?
Boranova le había dicho que Shapirov tenía en gran estima sus sugerencias, pero Shapirov era un loco notorio que cambiaba diariamente de opinión.
Y si Shapirov se encogía de hombros y se desinteresaba, ¿qué harían los soviéticos? Si su trofeo americano no les servía para nada lo devolverían despectivamente a Estados Unidos (una humillación más) o disimularían su locura al apoderarse de él, encarcelándolo indefinidamente..., o algo peor.
En realidad, había sido un funcionario soviético, alguna persona específica quien había decidido raptarlo arriesgándose a un incidente, y si todo se venía abajo, ¿qué haría ese funcionario para salvar su propia cabeza a expensas, indudablemente, de la de Morrison?
A primeras horas de la mañana del martes, cuando Morrison llevaba ya un día completo en la Unión Soviética, había llegado a convencerse de que cada paso hacia el futuro, cada camino alternativo que pudiera seguir, terminaría en desastre para él. Contempló el nacimiento del día, pero su espíritu siguió sumido en la más oscura noche.
Hubo una brusca llamada a la puerta, a eso de las ocho. La entreabrió y el soldado, del otro lado, empujó un poco, como para indicar que era él quien la controlaba.
El soldado dijo, en voz más alta de lo preciso:
–La señora Boranova llegará dentro de media hora para llevarle a desayunar. Esté preparado.
Mientras se vestía apresuradamente y utilizaba una maquinilla de afeitar eléctrica, algo anticuada desde el punto de vista americano, se preguntó por qué diablos se había sorprendido al oír al soldado hablar de la señora Boranova. El arcaico «camarada» había dejado de usarse.
Se sintió estúpido e irritado también, porque ¿de qué le servía asombrarse por tonterías ante la inmensa desolación en que se encontraba? Excepto que, claro, esto era lo que solía hacer la gente.
Boranova llegó con diez minutos de retraso. Llamó a la puerta con más suavidad que el soldado y lo primero que dijo al entrar, fue:
–¿Cómo se encuentra, doctor Morrison?
–Me encuentro secuestrado –respondió envarado.
–Aparte de esto. ¿Ha dormido lo suficiente?
–Puede que sí. No lo sé. Francamente, señora, no estoy de humor para decidirlo. ¿Qué quiere de mí?
–De momento nada, excepto llevarle a desayunar. Y, por favor, doctor Morrison, piense que estoy tan coaccionada como lo está usted. Le aseguro que en este momento preferiría estar con mi pequeño Aleksandr. En estos últimos meses lo he tenido algo abandonado y a Nikolai no le gusta mi ausencia tampoco. Pero cuando se casó conmigo sabía que yo tenía una carrera, como no he dejado de repetirle.
–En lo que a mí se refiere, está libre de devolverme a mi país y pasar toda su vida con Aleksandr y Nikolai.
–Ah, ¡ojalá pudiera ser así...! Pero no puede ser. Así que venga, vamos a desayunar. Podríamos hacerlo aquí, pero se sentiría encarcelado. Vamos al comedor y se sentirá mejor.
–¿Usted cree? Esos dos soldados que estaban ahí fuera nos seguirán, ¿verdad?
–Es el reglamento, doctor Morrison. Ésta es una zona de alta seguridad. Deben vigilarlo hasta que alguien responsable se convenza de que ya es seguro dejar de hacerlo..., y sería difícil convencerlo de ello. Su tarea consiste en no dejar convencerse.
–Ya –rezongó Morrison, metiéndose en la chaqueta que le habían dado y que le resultaba algo ajustada bajo las axilas.
–Sin embargo, no se meterán con nosotros.
–Pero, si de pronto echo a correr o si me muevo en dirección no autorizada, supongo que tirarán a matar.
–No, sería fatal para ellos. Es usted muy valioso vivo, pero no muerto. Lo perseguirían y, eventualmente, se apoderarían de usted. Pero, bueno, tengo la seguridad de que lo comprende y de que no va a intentar nada inútilmente fastidioso.
Morrison frunció el ceño, sin hacer el menor esfuerzo por
disimular su indignación:
–¿Y cuándo voy a recuperar mi equipaje, mi propia ropa?
–A su tiempo. Lo primero ahora es comer.
El comedor, al que llegaron después de un ascensor y una larga caminata por un corredor desierto, no era muy grande. Contenía una docena de mesas, para seis comensales cada una, y no estaba lleno.
Boranova y Morrison estaban solos en su mesa y nadie se ofreció a acompañarlos. Los dos soldados se sentaron en una mesa junto a la puerta y, aunque ambos comieron como para dos, estaban frente a Morrison y jamás apartaron los ojos de él por más de un segundo o dos.
No había menú. Les trajeron simplemente la comida y Morrison encontró que no había nada que objetar a la cantidad. Había huevos duros, patatas cocidas, sopa de col y caviar, junto con grandes rebanadas de pan moreno. No les sirvieron raciones individuales, sino que la comida se dejó en el centro de la mesa para que cada uno pudiera servirse.
«Quizá –pensó Morrison– traen comida para alimentar a seis personas y como somos los únicos en la mesa, deberíamos consumir un tercio» Pasado un momento tuvo que admitir que con el estómago lleno se tranquilizaba. Dijo:
–Señora Boranova...
–¿Por qué no me llama Natalya, doctor Morrison? Aquí somos muy llanos y vamos a ser colegas quizá por mucho tiempo. Los repetidos «señora» me producen dolor de cabeza. Mis amigos incluso me llaman Natasha. Podría hacerlo también.
Sonrió, pero Morrison se sintió obcecadamente en contra de la cordialidad. Insistió:
–Señora, cuando me sienta amistoso, actuaré amistosamente, pero como víctima, cuya presencia aquí es involuntaria, prefiero cierta formalidad.
Boranova suspiró. Dio un buen mordisco al pan y masticó pensativa. Por fin, tragando, dijo:
–Bien, como usted quiera, pero por favor, evíteme los «señora» Llámeme por mi título profesional..., y no me refiero al «académico» Demasiadas sílabas..., pero lo he interrumpido.
–Doctora Boranova –empezó Morrison más secamente que antes–. No me ha dicho aún lo que quiere de mí. Mencionó la miniaturización, pero usted sabe, y yo sé, que es imposible. Creo que la mencionó sólo para despistarme..., a mí y a cualquiera que estuviera escuchando. Dejémoslo, pues. Seguro que aquí ya no tenemos por qué jugar a nada. Dígame de verdad por qué estoy aquí. Después de todo, tendrá que hacerlo eventualmente, puesto que confía en que puedo serle útil, y no podré serlo si ignoro por completo qué es lo que desea.
Boranova sacudió la cabeza:
–Es usted un hombre difícil de convencer, doctor Morrison. Le he dicho la verdad desde el primer momento. El proyecto lo es de miniaturización.
–No puedo creerlo.
–¿Por qué está usted, entonces, en la ciudad de Malenkigrad?
–¿Pequeña ciudad? ¿Pequeña villa? ¿Pequeño burgo? –dijo Morrison, disfrutando al oír su propia voz recitando en inglés–. ¿Será porque se trata de una ciudad pequeña?
–Como periódicamente he tenido ocasión de repetirle, doctor Morrison, no es usted un hombre serio. No obstante, no tardará en dejar de dudar. Hay ciertas personas que debería conocer. En realidad, una de ellas debería estar aquí ahora. –Miró a su alrededor con cierto disgusto–. ¿Dónde estará?
–Observo que nadie se acerca a nosotros. De vez en cuando la gente de las otras mesas me mira, pero desvían la mirada cuando nuestros ojos se encuentran.
–Han sido advertidos –comentó Boranova distraídamente–. No vamos a malgastar su tiempo con despropósitos y todos los que están aquí son, en relación con usted, un despropósito. Pero algunos no. Pero, ¿dónde estará? –Se levantó–. Le ruego que me excuse, doctor Morrison, pero debo encontrarlo. No tardaré.
–¿Es seguro dejarme? –rezongó Morrison en tono sarcástico.
–Los soldados se quedarán, doctor Morrison. Por favor, no les dé motivos para reaccionar. El intelecto no es su fuerte y están entrenados para obedecer órdenes sin la penosa necesidad de pensar, así que podrían fácilmente lastimarlo.
–No se preocupe. Tendré cuidado.
Lo dejó, saliendo apresuradamente después de cambiar unas palabras con los soldados, al pasar.
Morrison la miró, luego echó una mirada aburrida al comedor. Al no encontrar nada interesante, bajó los ojos sobre sus manos cruzadas sobre la mesa y contempló las porciones de comida que quedaban sin consumir, delante de él.
–¿Ha terminado, camarada?
Morrison levantó los ojos. Había decidido que «camarada» era un arcaísmo, ¿verdad?
Una mujer, de pie, lo contemplaba, con un puño cerrado, apoyado en la cadera indolentemente. Era una mujer razonablemente regordeta, con uniforme blanco, ligeramente manchado. Su cabello era rojizo, lo mismo que sus cejas, despectivamente arqueadas.
–¿Quién es usted? –preguntó Morrison hoscamente.
–¿Mi nombre? Valeri Paleron. ¿Mi función? Una sirvienta muy trabajadora, pero ciudadana
soviética y miembro del partido.
Le he servido la comida, ¿no se fijó en mí? ¿Estoy por debajo de su interés, quizá?
Morrison se aclaró la garganta.
–Lo siento, señorita. Tengo otras cosas en qué pensar... Pero es mejor que no se lleve la comida. Se supone que alguien
más va a venir, o eso creo.
–¡Ah! ¿Y la zarina? También volverá, supongo.
–¿La zarina?
–¿No creerá que todavía tenemos Zarinas en la Unión Soviética? Vuelva a pensar, camarada. Esta Boranova, nieta de aldeanos, de una larga fila de aldeanos, se considera toda una dama, seguro... –Hizo un ruido con los labios que olía a desprecio y un poco a arenque.
–No la conozco bien.
–Usted es americano, ¿verdad?
–¿Por qué lo dice? –preguntó vivamente Morrison.
–Por el modo de hablar ruso. Con su acento, ¿qué podía usted ser? ¿El hijo del zar Nicolás,
el Tirano?
–¿Qué hay de malo en mi forma de hablar ruso?
–Choca. Es como si lo hubiese aprendido en la escuela. Se conoce a un americano a un kilómetro de distancia cuando dice: «Un vaso de vodka, por favor» No es tan malo como un inglés, por supuesto. A él se lo descubre a dos kilómetros de distancia.
–Está bien, pues, soy americano.
–¿Y volverá a casa algún día?
–Así lo espero.
La sirvienta asintió, con calma, sacó un trapo y secó la mesa, pensativa.
–Me gustaría visitar los Estados Unidos algún día.
–¿Y por qué no?
–Necesito un pasaporte.
–Evidentemente.
–¿Y cómo va a conseguirlo una simple y leal sirvienta?
–Me figuro que solicitándolo.
–¿Solicitarlo? Si me acerco a un funcionario y le digo: «Yo, Valeri Paleron, deseo visitar los Estados Unidos», me dirá: «¿Por qué!»
–¿Y por qué quiere ir?
–Para ver el país. La gente. La riqueza. Siento curiosidad por saber cómo viven... Pero esto no sería suficiente razón.
–Diga algo más –sugirió Morrison–. Diga que quiere escribir un libro sobre los Estados Unidos como lección para la juventud soviética.
–Sabe cuántos libros...
Se quedó rígida y empezó a limpiar la mesa por segunda vez, absorta de pronto en su trabajo.
Morrison levantó la vista. Boranova estaba allí, enfadada, con una expresión de dureza en los ojos. Emitió un monosílabo tajante que Morrison no comprendió pero que hubiera jurado que se trataba de un epíteto, poco cortés, además.
La sirvienta enrojeció. Boranova hizo un gesto con la mano y la mujer dio la vuelta y se alejó.
Morrison se fijó en que había un hombre detrás de Boranova. Bajo, de cuello fuerte, ojos entrecerrados, grandes orejas y un cuerpo musculoso, de anchas espaldas. Su cabello era negro, más largo de lo que solía llevarse en Rusia y despeinado como si se lo mesara continuamente.
Boranova no se lo presentó sino que le preguntó:
–¿Le estaba hablando esa mujer?
–Sí.
–¿Reconoció que era usted americano?
–Dijo que era obvio, dado mi acento.
–¿Y le dijo que quiere visitar los Estados Unidos?
–Lo hizo.
–¿Y qué le contestó usted? ¿Se ofreció a ayudarla para que fuera?
–Le aconsejé que solicitara un pasaporte, si deseaba ir.
–¿Nada más?
–Nada más.
Boranova comentó, disgustada:
–No le haga el menor caso. Es una mujer ignorante, inculta. Permítame que le presente a mi amigo Arkady Vissarionovich Dezhnev. El doctor Albert Jonás Morrison, Arkady.