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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (39 page)

BOOK: Vigilar y Castigar
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El delincuente se distingue también del infractor en que no es únicamente el autor de su acto (autor responsable en función de ciertos criterios de la voluntad libre y consciente), sino que está ligado a su delito por todo un haz de hilos complejos (instintos, impulsos, tendencias, carácter). La técnica penitenciaria se dirige no a la relación de autor sino a la afinidad del criminal con su crimen. El delincuente, manifestación singular de un fenómeno global de criminalidad, se distribuye en clases, casi naturales, dotadas cada una de esos caracteres definidos y a las que corresponde un tratamiento específico como lo que Marquet-Wasselot llamaba en 1841 la "etnografía de las prisiones": "Los reclusos son... otro pueblo en un mismo pueblo que tiene sus hábitos, sus instintos, sus costumbres aparte."
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Estamos aquí muy próximos todavía a las descripciones "pintorescas" del mundo de los malhechores, antigua tradición lejana y que recobra vigor en la primera mitad del siglo XIX, en el momento en que la percepción de otra forma de vida viene a articularse sobre la de otra clase y otra especie humana . Se esbozan en forma paródica una zoología de las subespecies sociales, una etnología de las civilizaciones de malhechores, con sus ritos y su lengua. Pero se manifiesta allí, sin embargo, el trabajo de constitución de una objetividad nueva en la que el criminal corresponde a una tipología natural y desviada a la vez. La delincuencia, desviación patológica de la especie humana, puede analizarse como síndromes mórbidos o como grandes formas teratológicas. Con la clasificación de Ferrus, se tiene sin duda una de las primeras conversiones de la vieja "etnografía" del crimen en una tipología sistemática de los delincuentes. El análisis es escaso, indudablemente, pero se ve jugar en él de manera clara el principio de que la delincuencia debe especificarse menos en función de la ley que de la norma. Tres tipos de condenados: hay los que se hallan dotados "de recursos intelectuales superiores a la inteligencia media que hemos establecido", pero que se han vuelto perversos ya sea por las "tendencias de su organismo" y una "predisposición nativa"; ya por una "lógica perniciosa", una "moral inicua"; una "peligrosa apreciación de los deberes sociales". Para éstos sería preciso el aislamiento de día y de noche, el paseo solitario, y cuando se está obligado a ponerlos en contacto con los demás, "una careta ligera de tela metálica, como las que se usan para la talla de las piedras o para la esgrima". La segunda categoría es la de condenados "viciosos, limitados, embrutecidos o pasivos, arrastrados al mal por indiferencia tanto hacia la vergüenza como hacia el bien, por cobardía, por pereza por decirlo así, y por falta de resistencia a las malas incitaciones"; el régimen que les conviene es menos el de la represión que el de la educación, y de ser posible el de la educación mutua: aislamiento de noche, trabajo en común de día, conversaciones permitidas con tal de que sean en voz alta, lecturas en común, seguidas de interrogatorios recíprocos, sancionados éstos por recompensas. En fin, están los "ineptos o incapaces", a los que
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un "organismo incompleto hace impropios para toda ocupación que reclame esfuerzos reflexivos y voluntad sostenida, que se encuentran por ello en la imposibilidad de sostener la competencia del trabajo con los obreros inteligentes, y que no teniendo ni la suficiente instrucción para conocer los deberes sociales, ni la suficiente inteligencia para comprenderlo y para combatir sus instintos personales, son llevados al mal por su misma incapacidad. Para éstos, la soledad no haría sino fomentar su inercia; deben, pues, vivir en común, pero de modo que formen grupos poco numerosos, siempre estimulados por ocupaciones colectivas, y sometidos a una vigilancia rígida". Así se establece progresivamente un conocimiento "positivo" de los delincuentes y de sus especies, muy distinto de la calificación jurídica de los delitos y de sus circunstancias; pero distinto también del conocimiento médico que permite hacer valer la locura del individuo y anular por consiguiente el carácter delictuoso del acto. Ferrus enuncia claramente el principio: "Los criminales considerados en masa son nada menos que unos locos, y sería injusto con estos últimos confundirlos con hombres perversos a sabiendas." Se trata en este saber nuevo de calificar "científicamente" el acto como delito y sobre todo al individuo como delincuente. Se da la posibilidad de una criminología.

Como correlato de la justicia penal, tenemos, sin duda, al infractor; pero el correlato del aparato penitenciario es otro; es el delincuente, unidad biográfica, núcleo de "peligrosidad", representante de un tipo de anomalía. Y si es cierto que a la detención privativa de libertad que había definido el derecho, ha agregado la prisión el "suplemento" de la penitenciaría, ésta a su vez ha introducido a un personaje de sobra, que se ha deslizado entre el que la ley condena y el que ejecuta esta ley. Allí donde ha desaparecido el cuerpo marcado, cortado, quemado, aniquilado del supliciado, ha aparecido el cuerpo del preso, aumentado con la individualidad del "delincuente", la pequeña alma del criminal, que el aparato mismo del castigo ha fabricado como punto de aplicación del poder de castigar y como objeto de lo que todavía hoy se llama la ciencia penitenciaria. Se dice que la prisión fabrica delincuentes; es cierto que vuelve a llevar, casi fatalmente, ante los tribunales a aquellos que le fueron confiados. Pero los fabrica en el otro sentido de que ha introducido en el juego de la ley y de la infracción, del juicio y del infractor, del condenado y del verdugo, la realidad incorpórea de la delincuencia que une los unos a los otros y, a todos juntos, desde hace siglo y medio, los hace caer en la misma trampa.

La técnica penitenciaria y el hombre delincuente son, en cierto modo, hermanos gemelos. No creer que ha sido el descubrimiento del delincuente por una racionalidad científica el que ha llevado a las viejas prisiones el refinamiento de las técnicas penitenciarias. No creer tampoco que la elaboración interna de los métodos penitenciarios ha acabado por sacar a la luz la existencia "objetiva" de una delincuencia que la abstracción y la rigidez judicial no podían advertir. Aparecieron los dos juntos y uno en la prolongación del otro, como un conjunto tecnológico que forma y recorta el objeto al que aplica sus instrumentos. Y esta delincuencia formada en el subsuelo del aparato judicial, a ese nivel de "la tortura y la muerte", de las que la justicia aparta la mirada, por la vergüenza que experimenta al castigar a aquellos a quienes condena, esta delincuencia es la que ahora viene a asediar los tribunales serenos y la majestad de las leyes; ella es la que hay que conocer, apreciar, medir, diagnosticar, tratar cuando se dan sentencias; y ella es ahora, esta anomalía, esta desviación, este peligro sordo, esta forma de existencia que hay que tener en cuenta cuando se rescriben los Códigos. La delincuencia es la venganza de la prisión contra la justicia. Desquite bastante terrible para dejar al juez sin voz. También sube el tono de los criminólogos.

Pero hay que conservar en el ánimo que la prisión, figura concentrada y austera de todas las disciplinas, no es un elemento endógeno en el sistema penal definido en el viraje de los siglos XVIII y XIX. El tema de una sociedad punitiva y de una semiotécnica general del castigo, subyacente en los Códigos "ideológicos" —beccarianos o benthamianos—, no pedía el uso universal de la prisión. Esta prisión viene, por otra parte, de los mecanismos propios de un poder disciplinario. Ahora bien, a pesar de esta heterogeneidad, los mecanismos y los efectos de la prisión se han difundido a lo largo de toda la justicia criminal moderna; la delincuencia y los delincuentes la han parasitado por entero. Será preciso buscar la razón de esta terrible "eficacia" de la prisión. Pero ya se puede notar una cosa: la justicia penal definida en el siglo XVIII por los reformadores trazaba dos líneas de objetivación posibles del criminal, pero dos líneas divergentes: una era la serie de los "monstruos", morales o políticos, que caían fuera del pacto social; otra era la del sujeto jurídico readaptado por el castigo. Ahora bien, el "delincuente" permite precisamente unir las dos líneas y constituir bajo la garantía de la medicina, de la psicología o la criminología, un individuo en el cual el infractor de la ley y el objeto de una técnica docta se superponen casi. Que el injerto de la prisión sobre el sistema penal no haya ocasionado reacción violenta de rechazo se debe sin duda a muchas razones. Una de ellas es la de que al fabricar la delincuencia ha procurado a la justicia criminal un campo de objetos unitario, autentificado por unas "ciencias" y que le ha permitido así funcionar sobre un horizonte general de "verdad".

La prisión, esa región la más sombría en el aparato de justicia, es el lugar donde el poder de castigar, que ya no se atreve a actuar a rostro descubierto, organiza silenciosamente un campo de objetividad donde, el castigo podrá funcionar en pleno día como terapéutica, e inscribirse la sentencia entre los discursos del saber. Se comprende que la justicia haya adoptado tan fácilmente una prisión que, sin embargo, no había sido en absoluto la hija de sus pensamientos. Ella le debía este agradecimiento.

II. ILEGALISMOS Y DELINCUENCIA

A los ojos de la ley, la detención puede muy bien ser privación de libertad. La prisión que la garantiza ha implicado siempre un proyecto técnico. El paso de los suplicios, con sus rituales resonantes, su arte mezclado con la ceremonia del dolor, a unas penas de prisiones practicadas en arquitecturas masivas y guardadas por el secreto de las administraciones, no es el paso a una penalidad indiferenciada, abstracta y confusa, es el paso de un arte de castigar a otro, no menos sabio que él. Mutación técnica. De este paso, un síntoma y un resumen: la sustitución, en 1837, de la cadena de forzados por el coche celular.

La cadena, tradición que se remontaba a la época de las galeras, subsistía aún bajo la monarquía de Julio. La importancia que parece haber adquirido como espectáculo a principios del siglo XIX va ligada quizá al hecho de que unía en una sola manifestación los dos modos de castigo: el camino hacia la detención se desarrollaba como un ceremonial de suplicio.
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Los relatos de la "última cadena" —de hecho, las que cruzaron el suelo de Francia, el verano de 1836— y de sus escándalos, permiten reconstruir su funcionamiento, bien ajeno a las reglas de la "ciencia penitenciaria". En el comienzo, un ritual de patíbulo: el remachado de las argollas o collares de hierro y de las cadenas, en el patio de Bicétre. El presidiario apoya la nuca sobre un yunque, como contra un tajo; pero esta vez el arte del verdugo, al descargar los martillazos, está en no aplastar la cabeza, habilidad inversa que sabe no dar la muerte. "El gran patio de Bicêtre exhibe los instrumentos del suplicio: varias hileras de cadenas con sus collares. Los
artoupans
(jefes de los guardas), herreros ocasionales, disponen el yunque y el martillo. Pegadas a la verja del camino de ronda, se ven todas las cabezas, con una expresión sombría u osada, que el operador va a remachar. Más arriba, en todos los pisos de la prisión, se distinguen piernas y brazos que cuelgan a través de los barrotes de las celdas, semejando un bazar de carne humana. Son los detenidos que acuden a presenciar el arreglo personal de sus camaradas de la víspera... Helos aquí en actitud de sacrificio. Están sentados en el suelo, emparejados al azar y según la estatura; los hierros, de los que cada uno de ellos debe llevar por su parte el peso de ocho libras, descansan sobre sus rodillas. El operador pasa revista, tomando medidas de las cabezas y adaptando los enormes collares, del grueso de una pulgada. Para remachar uno de ellos, se necesita el concurso de tres verdugos; uno sostiene el yunque, el otro mantiene unidas las dos ramas del collar de hierro y preserva con sus dos brazos extendidos la cabeza del paciente; el tercero descarga golpes redoblados y aplasta el extremo del perno bajo su martillo macizo. A cada golpe se estremece la cabeza y el cuerpo... Por lo demás, nadie piensa en el peligro que podría correr la víctima si se desviara el martillo; esta impresión es nula o más bien desaparece ante la impresión profunda de horror que se experimenta al contemplar a la criatura de Dios en tal envilecimiento."
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Después, la dimensión del espectáculo público; según la
Gazette des tribunaux,
más de 100 000 personas contemplan la partida de París de la cadena, el 19 de julio: "La bajada de la Courtille un Martes de Carnaval... "
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El orden y la riqueza acuden para ver pasar de lejos la gran tribu nómada que han encadenado, esa otra especie, la "raza distinta que tiene el privilegio de poblar los presidios y las cárceles". En cuanto a los espectadores populares, como en los tiempos de los suplicios públicos, prosiguen con los condenados su intercambio ambiguo de injurias, de amenazas, de frases de aliento, de golpes, de señas de odio o de complicidad. Algo violento se levanta y no cesa de correr a lo largo de toda la procesión: cólera contra una justicia demasiado severa o demasiado indulgente; gritos contra unos criminales detestados; movimientos en favor de los presos que se conocen y a los que se saluda; enfrentamientos con la policía: "Durante todo el trayecto recorrido desde la barrera de Fontainebleau, unos grupos de enloquecidos han proferido gritos de indignación contra Delacollonge: Abajo el cura, decían; abajo ese hombre execrable; se hubiera debido hacer justicia con él. Sin la energía y la firmeza de la guardia municipal, hubieran podido cometerse graves desórdenes. En Vaugirard, eran las mujeres las más furiosas. Gritaban: ¡Abajo el mal sacerdote! ¡Abajo el monstruo Delacollonge! Los comisarios de policía de Montrouge, de Vaugirard y varios alcaldes y tenientes de alcalde acudieron, con el fajín desplegado, para hacer respetar la sentencia de la justicia. A poca distancia de Issy, como François distinguiera a M. Allard y a los agentes de la brigada, les arrojó su escudilla de madera. Entonces recordó alguien que la familia de algunos de los antiguos compañeros de dicho condenado vivían en Ivry. A partir de ese momento, los inspectores del servicio se escalonaron en el camino y siguieron de cerca la carreta de los forzados. Los del cordón de París, sin excepción, lanzaron cada uno su escudilla de madera a la cabeza de los agentes, alcanzando a algunos. En aquel momento, hubo un movimiento de gran alarma entre la multitud. Arrojáronse los unos sobre los otros."
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Entre Bicêtre y Sèvres parece que fueron saqueadas gran número de casas al paso de la cadena.
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