Sorprendentemente, compraron la idea, aunque, los dados estaban cargados. Si yo quería, podía redactar un primer guión francamente malo, utilizando su crujiente maquinaria como base. No lo hice. Escribí un guión tan bueno como me fue posible. Considerando que lo hice con la familia Westmore inclinada constantemente sobre mi hombro, era algo realmente bueno.
El segundo tratamiento de la historia, el mío propio, salió mucho más aprisa y mejor. Me lo pasé estupendamente redactándolo.
Entregué ambas historias y aguardé, seguro de que elegirían la equivocada y podría marcharme a casa, no mucho más sabio y bastante más pobre.
Decidieron muy rápidamente. A las cuarenta y ocho horas me llamaron y dijeron:
—Nos gusta su historia, su idea, su versión. Es mejor. Siga por ese camino. Nosotros no nos entrometeremos.
Francamente, me quedé atónito. Ya tenía hechas las maletas, preparado para irme. En vez de ello, inmensamente complacido, me senté e hice la más estúpida e inocente de las cosas: escribí no el tratamiento de treinta o cuarenta páginas que me habían pedido sino, encantado por la idea, todo el guión en su forma más acabada, casi noventa páginas.
Recibieron, en esencia, todo un guión completo por la enorme suma de tres mil dólares, que fue mi salario definitivo por las cuatro o cinco semanas que pasé en los estudios. Con el tratamiento en la mano, me despidieron y contrataron a Harry Essex para que hiciera el guión definitivo (que, me dijo él más tarde, consistió únicamente en ponerle el glaseado al pastel). ¿Por qué se lo dejé tan fácil?, me preguntó más tarde, en una ocasión en la que nos encontramos. Porque, respondí, era un estúpido, y estaba enamorado con una idea… una buena combinación para escribir pero una mala combinación cuando tienes detrás tuyo una familia a la que mantener.
El filme se hizo y, por supuesto, los estudios no pudieron resistir la tentación de incluir algunas de sus malas ideas. Les había advertido que no mostraran el «monstruo» a la luz… nunca. Ignoraron mi advertencia. Los peores momentos de la película surgen cuando el monstruo hace precisamente eso: deja de ser misterioso, da un paso al frente, se convierte en una sarta de carcajadas. Pese a todo, la película era buena, un modesto intento y un éxito financiero.
Años más tarde tuve mi gran revancha, sin embargo. Cuando conocí por primera vez a Steven Spielberg, al día siguiente del pase privado de Encuentros en la tercera fase, lo primero que me dijo Spielberg tras estrecharnos las manos fue:
—¿Le ha gustado su película?
—¿Cómo…?-dije.
—Encuentros no hubiera visto la luz —explicó— si yo no hubiera visto
Vino del espacio exterior
seis veces cuando era un niño. Gracias.
Suficiente. Ya es hora de que ustedes vuelvan las páginas y entren en esas historias, recordando lo buenas que eran y cuan a menudo los filmes que siguieron torpemente sus huellas desplegaron la misma ingeniosidad que la momia persiguiendo a la aterrorizada dama de turno con zapatos de tacón alto por los pantanos… no demasiado hábilmente, pero alcanzándola a fin de cuentas.
Y recuerden, yo fui el tipo que vio la remake de King Kong y la tituló El pavo que atacó Nueva York. Dino de Laurentis no me lo ha perdonado. Espero que no lo haga nunca.
R
AY
B
RADBURY
Henry Kuttner
Filmada como
DOCTOR CÍCLOPE
(Paramount, 1940).
El diabólico doctor Frankenstein, el maníaco doctor Moreau, y el esquizofrénico doctor Jekyll… todos ellos ocupan lugares prominentes y bien merecidos en el Panteón de la Fama de los Científicos Locos. ¡Pero esperen! Uno de los cerebros más astutos y retorcidos en los anales de la literatura fantástica aún no ha sido mencionado: el malévolo doctor Cíclope.
Traído a la vida por el malogrado y legendario autor de ciencia ficción Henry Kuttner, el doctor Alexander Thorkel (alias Cíclope) se convirtió en un personaje tremendamente popular para los lectores de la revista
Thrilling Wonder Stories
cuando apareció en la portada del número de junio de 1940. En el interior, además del excitante relato, media docena de fotografías de una próxima versión cinematográfica realzaban las frágiles páginas de papel de pulpa.
De pronto los entusiastas de la fantasía de todas partes estuvieron difundiendo la buena nueva… Hollywood había producido finalmente la primera extravagancia de ciencia ficción en Technicolor. Dirigida por Ernest B. Schoedsack, uno de los cerebros creativos detrás del clásico de aventuras
King Kong
, aquel espectáculo de alto presupuesto gozaba de una excelente interpretación de Albert Dekker y todo un abanico de sorprendentes efectos especiales.
La acción se inicia cuando el perturbado científico reduce a un grupo de gente a miniaturas de veinte centímetros de alto con un extraño rayo atómico de su invención. A partir de ahí se sucede el mortal juego del gato y el ratón, mientras los encogidos seres humanos intentan eludir a su captor y sobrevivir a los gigantescos horrores que pueblan el campamento secreto de Cíclope en la jungla.
E incluso con este típico argumento de filme de serie B, los efectos visuales pertenecen a la más estricta clase A. Muchos de los escenarios y decorados fueron construidos a escala gigante, y los técnicos de la película estuvieron constantemente ajetreados combinando los actores con estremecedores primeros planos de lagartos, insectos, y la propia gigantesca imagen del doctor.
La película se hizo tan popular que Kuttner recibió el encargo de ampliar su historia al tamaño de una novela, cosa que hizo bajo el seudónimo de Will Garth. Desgraciadamente, el libro no tuvo el impacto de su versión más corta, un relato que sentó las bases para triunfos posteriores tales
como El ataque de las marionetas
y
El increíble hombre menguante
.
Reimpresa una sola vez desde su primera publicación,
Doctor Cíclope
es tan fascinante como entretenida.
J
IM
W
YNORSKI
Bill Stockton se detuvo en la puerta del recinto, observando a Pedro que conducía las mulas hacia los pastos allá abajo en el río. El aceitunado rostro mestizo estaba hendido por una amplia sonrisa; se retorció su negro bigote y se puso a cantar a voz en cuello como si estuviera en una cantina de Buenos Aires, a miles de kilómetros al este.
—¿Cómo demonios se las arregla? —gruñó Stockton, limpiándose el sudor de sus ojos—. Apenas puedo arrastrarme de un lado para otro con este calor. Y ese tipo se pone cantar.
Pero Stockton sabía que no era sólo el calor. Allí había mucho más. Una sensación de oscura amenaza… colgando pesadamente sobre el campamento en la selva. Durante las semanas de viaje por la jungla desde los Andes, a través de los pantanos tropicales y la jungla infestada de plagas, la sensación se había ido haciendo más y más fuerte. Estaba en el húmedo y pegajoso aire. Estaba en el mareantemente dulce, asfixiante perfume de las grandes orquídeas que crecían fuera de la empalizada. Y por encima de todo, estaba en las acciones del doctor Thorkel.
—Se supone que es el gran científico mago de esta época —se dijo Stockton escépticamente—. Pero apostaría todo lo que tengo a que está loco. Envía un mensaje a la Real Academia solicitando los servicios de un biólogo y de un mineralogista, y luego nos pide que miremos por un microscopio. Eso es todo. ¡Ni siquiera nos deja entrar en esa casa de barro que se ha construido!
Había fundadas razones para la amargura de Stockton. Se había visto literalmente obligado a meterse en aquella aventura. Hardy, el mineralogista, se quedó en Lima por enfermedad, y el doctor Bulfinch, su colega, buscó en vano un sustituto. No había ninguno disponible. Es decir, ninguno excepto un cierto vagabundo que se estaba yendo rápidamente al infierno con la ayuda de una muchacha nativa, la mala ginebra y los cheques sin fondos.
La asistente de Bulfinch, la doctora Mary Phillips, había resuelto el problema. Había comprado los cheques sin fondos, y había amenazado a Stockton con meterlo en la cárcel si se negaba a acompañarles. En aquellas circunstancias, el que fuera mineralogista se alzó de hombros y aceptó. Ahora se estaba preguntando si había cometido un error.
Había una amenaza allí. Stockton la sentía, con la agudeza psíquica de un aventurero profesional. Había un aura de secreto a su alrededor. ¿Por qué la valla que cercaba la mina se mantenía generalmente cerrada, si la mina no tenía ningún valor, como Thorkel afirmaba? ¿Por qué Thorkel se había mostrado tan excitado cuando Stockton había mencionado los cristales de hierro, cristales que Thorkel había sido incapaz de ver debido su deficiente vista?
Luego estaba también el asunto de los dicotilinae… algunos huesos que Mary Phillips había encontrado. Eran los huesos de un cerdo salvaje indígena, pero las superficies molares habían demostrado que se trataba de una especie enana de marrano completamente desconocida para la ciencia… diez centímetros de largo en su madurez. Aquello era extraño.
Finalmente, hacía sólo una hora que Thorkel les había dicho imperturbablemente que podían irse, apenas veinticuatro horas después de la llegada de sus huéspedes. Bulfinch, reflexionó Stockton con una risita, había sufrido un ataque. Su rostro caprino se había vuelto gris; el desgreñado Vandyke había silbado.
—¿Está intentando decirme que me ha hecho venir hasta aquí, a mí, al doctor Rupert Bulfinch, tras recorrer quince mil kilómetros, sólo para mirar por un microscopio? —había rugido.
—Correcto —había respondido Thorkel, y se había retirado a su casa de barro.
Cuanto más lejos, mejor. Pero el problema estaba ahí delante. Ni Bulfinch ni Mary pensaban irse, aunque eso significara desafiar abiertamente a Thorkel. Y Thorkel, tenía la impresión Stockton, era un individuo peligroso, de sangre fría y sin escrúpulos. Su redondo rostro, con su erizado bigote y su calvo cráneo, podía fruncirse con desagradables y mortíferas arrugas.
Además, ya desde un principio se había producido un silencioso y contenido conflicto entre Thorkel y Baker, el guía que había acompañado al grupo desde los Andes. Stockton se alzó de hombros y dejó de pensar en ello.
El doctor Bulfinch apareció detrás de Stockton y le dio un golpecito en el brazo. Había una reprimida excitación en el caprino rostro del biólogo.
—Venga conmigo —dijo en voz baja—. He descubierto algo.
Stockton siguió a Bulfinch hasta una tienda cercana. Mary Phillips estaba allí, ensamblando los huesos del cerdo enano. Era, pensó Stockton, demasiado hermosa para ser una bióloga. Un mechón de cabello dorado rojizo caía en cascada sobre sus hombros, su rostro pertenecía más a la pantalla de un cine que a un laboratorio. También tenía un temperamento infernal.
—Hola, belleza —dijo Stockton.
—Oh, cállese —murmuró la muchacha—. ¿Qué ocurre, doctor Bulfinch?
El biólogo tendió una muestra de roca a Stockton.
—Compruebe esto.
Los ojos del joven se abrieron mucho.
—Esto no puede… ¡Infiernos, es imposible!
—Usted ha visto pechblenda antes —dijo Bulfinch con duro sarcasmo.
—¿Dónde la ha conseguido? —preguntó Stockton, excitado.
—Baker la encontró cerca del pozo de la mina. Es mineral de uranio —dijo tranquilamente—, y es un centenar de veces más rico que cualquier otro depósito jamás descubierto. ¡No es sorprendente que Thorkel quiera deshacerse de nosotros!
Mentalmente, Stockton añadió: «¡Y apostaría a que no le detendrá ni siquiera el asesinato para conseguir que mantengamos la boca cerrada!».
—¡Buen Dios! —murmuró Bulfinch—. ¡Radio! Piense en los beneficios médicos de tal descubrimiento…; ¡la ayuda que puede proporcionar a la ciencia!
Hubo una interrupción. Un animal a rayas negras entró disparado en la tienda, seguido por un flaco y desgarbado perro, ladrando alocadamente. Los dos dieron una vuelta a la mesa y salieron de nuevo a toda velocidad. Hubo sonidos de refriega.
Rápidamente, Stockton alzó el ala de la tienda. Pedro, el hombre para todo de Thorkel, estaba sujetando al perro mientras un gato se retiraba apresuradamente hasta una distancia prudencial.
El mestizo alzó la vista, con un llamear de blancos dientes.
—Lo siento. Este estúpido de
Paco
… —Tiró de la cola al perro—. No sabe que nunca podrá atrapar a
Satanás
. Pero él lo único que quiere es jugar. Desde que se fue
Pinto
, se siente muy solo.
—¿Oh, sí? —dijo Stockton, mirando al hombre—. ¿Quién era
Pinto
?
—Mi pequeña mula. Oh,
Pinto
era muy lista. Pero no lo bastante lista, supongo —Pedro se alzó expresivamente de hombros—. Pobre mula.
Un hombre apareció en la creciente oscuridad… una alta y delgada figura con un rostro duro y anguloso, un puritano dispuesto a sembrar su semilla.
—Hola, Baker —gruñó Stockton.
—¿Le ha hablado Bulfinch del radio? —dijo Baker sin preámbulos—. Es valioso, ¿eh?
—Sí. Tremendamente valioso —los ojos de Stockton se entrecerraron—. Me he estado preguntando al respecto. Preguntándome por qué se mostró usted tan ansioso por acompañarnos cuando hubiera pedido enviar a un nativo. Quizás había oído algo acerca de esta mina de radio, ¿eh?
El duro rostro de Baker no cambió en absoluto, pero lanzó una mirada de inconfundible odio hacia la casa.
—No le culpo por pensar eso —dijo casi en un susurro—. Parece algo descabellado. Pero… escuche, Bill, tenía una buena razón para desear venir aquí. Si hubiera venido solo, Thorkel hubiera sospechado… quizá me hubiera disparado apenas verme. No hubiera tenido ninguna posibilidad de investigar…
—¿Investigar qué? —preguntó impacientemente Stockton.
—Conocía a una pequeña muchacha nativa. Una chica encantadora. Se llamaba Mira. Yo… Bien, pienso mucho en ella. Un día fue a trabajar como ama de llaves para Thorkel.
Y eso fue lo último que he sabido de la chica.
—No está aquí ahora —dijo Stockton—. A menos que esté en la casa. Baker agitó negativamente la cabeza.
—He estado hablando con Pedro. Él dice que Mina estuvo aquí y desapareció. Como
Pinto
, su mula albina.
La rápida noche tropical había llegado. Una brillante luna iluminó con su luz plateada el campamento.