—¡Inma! —grita Rosario aterrada entendiendo que su visión se vuelve real.
Un silencio sepulcral sobrecoge la casa. Clara se queda paralizada, temblando de ira, furiosa por haberse dejado llevar hasta el punto de la pelea física. Sobre todo, horrorizada con lo que ve. Inmaculada ha rodado hasta el final de la escalera y no se mueve.
—Tú la mataste —afirmó Madelaine convencida—. Sabías que Rosario y ella eran amantes y pretendían huir, y no pudiste consentirlo. Por eso Rosario dejó de hablarte. Se convirtió en tu cómplice y las dos habéis vivido en esta casa trocada en cárcel y tumba. Es así, ¿verdad? Y luego tuviste la sangre fría de llamar a Manuel y hacer desaparecer el cuerpo.
Clara la miró aterrada. Hubiera querido explicarle tantas cosas. Pero era demasiado tarde, ya no podía. Iba a pagar con la frustración eterna su mala estrategia. Todos sus esfuerzos por mantener a la familia unida habían sido inútiles, sus sacrificios, la vida que había llevado..., nada tuvo sentido. No, no puede acabar así, sufría en impotente silencio la anciana. No era justo y ella no estaba interesada en la justicia del más allá. La quería allí, en su mundo y con la persona a la que ella amaba por encima de todo: su sobrina. Debía recuperar el habla. Explicárselo.
—La emparedasteis en la biblioteca. ¿Te preguntas que cómo lo sé? Manuel se lo contó a su hijo en su lecho de muerte. No debía de querer llevarse ese secreto a la tumba.
La tía Clara tomó aliento y cerró los ojos. Y, sin querer, vio: sus propios dedos finos y blancos sobre el vello suave y algo canoso del pecho de Manuel. Siente de nuevo el impulso irremediable e inexplicable que la lanza contra él. La vida se vuelve de colores, y sabores, y aromas desconocidos. Pero la dicha dura apenas un suspiro. Pronto es arrasada por la tormenta de hielo que levanta su madre. El pavor inexplicable en los ojos de Olivia. La angustia. La obsesión. Deseo para siempre interruptus, peor, castrado; pero deseo al fin y al cabo. El corazón de Clara nunca se cura. El rencor crece. El tiempo no borra, acentúa. Cada gesto de su madre, sus modales finos, perfectos, su aire etéreo, sus misterios y su frialdad perenne le resultan insoportables. Hasta que, una mañana, la encuentra llorando en su cuarto, quemando cartas. De amor imposible. De amor de verdad. Creyendo que su madre pretende silenciar la memoria de su padre, del santo Néstor, se pelean... solo para descubrir Clara la letra de Manuel. Muerta de celos, apaga el fuego con sus manos. Tiene que saberlo todo. Todavía las fechas no se han hecho cenizas. El horror se apodera de ella. Olivia, destrozada, confiesa su pecado y por fin Clara entiende por qué su madre arrancó de cuajo el corazón de su pecho y la convirtió en vieja mojama cuando todavía era una niña. Es solo un sueño, una pesadilla. No: es real. Llora con ella. Su padre hasta ese momento, Néstor, lo supo todo y calló. Tampoco a él puede pedirle explicaciones porque lleva seis años muerto. Lo odia. Odia a todos. Y entiende pero es demasiado tarde para que la relación entre ellas sea otra. Las náuseas vuelven a revolotear en su estómago, y los vestigios oxidados de un amor imposible rechinan y se retuercen provocando un estruendo ensordecedor. El horror es demasiado insoportable. Clara, ahora con veintisiete años, tiene que huir, salir del pueblo, dejar todo atrás, y solo puede hacerlo hacia arriba. Abajo está el barro, el lodazal pestilente en el que se hundió sin saberlo. Postrada en la cama, Clara recordó su ascensión al campanario, y sintió de nuevo la frescura de la brisa de madrugada sobre su rostro helado por las horas pasadas ante la negrura de la noche sin luna. A sus pies, el pueblo que duerme. El nido vacío de la cigüeña. Soledad cósmica. Ella se levanta, entumecida, con los huesos tan fríos como la fría piedra, pero no siente, está dispuesta a volar sobre los tejados del pueblo, volar eternamente, olvidar, arrancar de sus entrañas la infamia que la ha marcado para siempre. Ella no es una de las hijas de Lot: no puede aceptar.
Madelaine, al ver a la anciana con los ojos cerrados, suspiró profundamente, soltando un mundo de rencores y desencuentros que habían estado sumándose en su interior, creciendo junto a ella, carne con carne, sangre con sangre, desde que fue concebida. Se dio cuenta de que, a pesar de todo, no odiaba a su tía. No entendía bien por qué. Sentía lástima. Quizá fuera su aspecto frágil, desvalido. Su rostro blanco, casi transparente y surcado por millones de finísimas arrugas, despertó en ella un sentimiento incomprensible de inmensa ternura. Lo atribuyó a los años que su tía la había cuidado. Su tía había sido una víctima, de sus genes, de una pasión que no le pertenecía, que había heredado como un mal rasgo de temperamento que hay que aprender a domesticar para poder vivir feliz.
Pasaron varios días. Madelaine decidió dejar la biblioteca como estaba e intentó localizar a José Luis. Llamó a la pensión pero no tenían noticias. El único contacto era su tía. Ella había hecho la reserva y pagado la factura. Empezó a pensar que quizá José Luis no había sido sino otro fantasma. A pesar de las corrientes subterráneas que habían conducido su comportamiento y sentimientos, el fiscalista había dejado una huella profunda, y algo en su interior se resistía a renunciar a él. Deseaba verle, compartir, contarle, hablar de todo lo que le había sucedido. Saber qué sentía él, y qué deseaba..., pero solo la mesa del despacho, cubierta de documentos, atestiguaba que había sido real.
Madelaine pretendía dejar a la tía Clara en manos de Yolanda y actuar ella de médica que visita a su paciente por las mañanas. Pero resultó que siempre tenía una excusa para pasar varias horas junto a ella y enviar a Yolanda a dar un paseo o a comprar el pan o el periódico. Madelaine se absorbió en los cuidados de aquella anciana que a ratos la observaba con los ojos muy abiertos, inquietos, expectantes.
—Tía, descansa tranquila. No voy a vengarme por lo que le hiciste a mi madre. Porque tú no quieres morir todavía, ¿verdad?
La tía parpadeó una vez, lo cual significaba que no, y Madelaine asintió. Tampoco ella deseaba que muriese, a pesar de su estado. Ambas sentían que todavía no podía hacerlo. Una tarde en la que Madelaine leía el periódico junto a ella, el anuncio de un coche ecológico por unos bosques verdes le inspiró una idea.
—Tía, ¿tú sabías que Álvaro ha tenido problemas con varios incendios?
La tía Clara asintió.
—¿Y sabes por qué? —preguntó Madelaine con precaución, temiendo lo peor.
La anciana volvió a asentir.
—¿Has tenido tú algo que ver en ello?
La anciana volvió la mirada, pero Madelaine no iba a cejar tan fácilmente.
—Responde, tía. ¿Has tenido tú algo que ver?
La tía Clara parpadeó dos veces. Su sobrina la miró atónita.
—¿Y en el nuestro también? ¿Sí? Pero ¿por qué? Eres una asesina, una pirómana, ¡estás loca!
La tía Clara miró hacia otro lado, haciendo un gesto ofendido, pero sin perder el orgullo.
—Explícamelo —ordenó Madelaine, intentando no perder la calma. Sabía que era una orden con pocas posibilidades de ser cumplida pero necesitaba entender, si es que había alguna lógica. La tía Clara hizo un intento. Miró su anillo con intensidad, el anillo de zafiros que perteneció a Olivia, el que simbolizaba compromiso. Madelaine comenzó a enlazar ideas.
—Ese anillo era de mi abuela. Y ahora lo tienes tú. ¿Se lo regaló el abuelo? No, claro que no. Fue Manuel. Cuando murió, tú lo heredaste. Sí. Ordenaste los incendios. Sí. Porque... ¿porque así me casaría? No puede ser.
Se hizo un silencio. Madelaine solo podía pensar en una razón.
—¿Pensaste que así nos necesitaríamos más?
Y comprobó estupefacta que su tía parpadeaba dos veces.
—Realmente querías asegurarte de que nos casábamos. Costara lo que costara.
La tía le lanzó una mirada de decepción profunda. Madelaine sabía lo que tenía en la cabeza: que era una tonta por perder al hombre de su vida. La tía Clara nunca entendería lo que le pertenecía y lo que no.
Madelaine se levantó y salió del cuarto. Aquello había sido demasiado. ¿Debería hablar con Álvaro? Decidió que era mejor dejar las cosas como estaban. Fue a la cocina y se abrió una botella de fino que había comprado para la cena con Álvaro y José Luis y no se consumió. Eran más de las doce y llevaba más de una semana sin probar el vino. Le sentaría bien. Con el vino muy frío, se dirigió al comedor y sacó una elegante copa de cristal de Bohemia del chinero. Pensaba disfrutar el vino con toda la parafernalia. Ella estaba viva, su tía, casi muerta. Quería asegurarse de que no se le olvidara. Entonces escuchó que había alguien en la puerta y al instante sonó el timbre. Tuvo que dejar vino y copa sobre la mesa del comedor y bajar a abrir. Yolanda debía de haber olvidado las llaves.
Esta vez no bajó pensando en José Luis sino en subir cuanto antes y tomarse la copa de fino. Sentía el vino en su paladar, fresco, con toques a manzana verde, en boca sabroso. No era Yolanda, sino el cartero, un hombre muy bronceado, delgado y de pocas palabras, afortunadamente. Traía carta certificada. Madelaine firmó rápidamente y cerró la puerta tras de sí. La carta venía de Hacienda. La abrió nerviosa. Como esperaba, se trataba de un recordatorio. A partir de la recepción de la misma, tenía un plazo de quince días para presentar la documentación que se le había pedido o... Madelaine obvió esa parte. La carta fue un mazazo que la devolvió a la realidad. ¿Dónde demonios se había metido José Luis? ¿De verdad iba a abandonarla justo entonces? Antes de que pudiera llegar a la escalera, sonó de nuevo el timbre de la entrada.
Era Berni.
—¡Berni! —exclamó Madelaine sorprendida. La anciana se había puesto sus mejores galas para visitarla. El moño peinado con mucho esmero, el mejor vestido negro que poseía, el que compró para el funeral de su hermana hacía ocho años y solo utilizaba los domingos grandes.
—Me he enterado de lo de su tía. He venido por si necesita algo —dijo la anciana enseñando sus dos dientes.
—Muchas gracias. He contratado a una enfermera.
—Pero necesitará a alguien que la ayude con la casa.
Madelaine la miró divertida. Berni parecía en forma pero debía de ser de la edad de su tía, si no mayor.
—Berni, ¿usted no está ya jubilada?
—Todavía no soy una anciana.
—Se lo agradezco mucho pero creo que por ahora nos arreglamos.
Berni asintió. Ella ya había dicho lo que tenía que decir, pero no había terminado.
—¿Puedo verla?
—¿A mi tía? —preguntó Madelaine sorprendida.
—Claro.
—Es que no está demasiado bien. No puede moverse, ni hablar.
—¿Ha perdido el juicio? —La anciana mostraba auténtica preocupación.
—No, pero...
—Menos mal —suspiró aliviada—. Entonces me gustaría verla, si a usted no le importa, claro.
—Preguntaré a mi tía si quiere recibir visitas —dijo Madelaine. Esta iba a ser su mejor oferta. Pero Berni no se movía—. ¿Quiere verla ahora?
—He ido a la peluquería y me han cobrado nueve euros. Mejor día que este, imposible —aseguró Berni sin asomo de duda.
Madelaine la miró entre divertida y atónita. La anciana no parecía peligrosa. ¿Por qué tendría tanto interés?
—Está bien. Pase.
Madelaine fue testigo curioso de cómo Berni traspasaba el zaguán con prudencia, estudiando cada detalle. Su mano izquierda, al apoyarse en la verja, tembló emocionada.
—Todo sigue igual —apuntó impresionada.
—Claro, ya sabe cómo es mi tía. No le gustan los cambios.
—Todos cambiamos. Las cosas se estropean, pero aquí..., por aquí parece que no ha pasado el tiempo. ¿Sabe las horas que hay que entregarse para que la plata brille así?
Madelaine se volvió hacia una plata traída de Trujillo en el siglo XVII y cayó en la cuenta de que desde que estaba allí no había visto a su tía limpiar. Y ella desde luego no lo había hecho.
—Bueno, la mayor parte del tiempo aquí no hay nadie, y la casa está cerrada.
—A cal y canto, porque no hay una mota de polvo. Como estoy en visita de buena voluntad, me ahorraré de explicarle que seguro que la bruja de su tía ha lanzado un encantamiento —dijo impresionada. A Madelaine esta mujer le resultaba demasiado entrañable para ofenderse.
—A usted nunca le gustó Clara.
—¿Y a quién sí? Siempre fue la mala de la película.
—Quizá porque lo era.
Berni negó con la cabeza.
—Pobre..., yo la respetaba. No quiero morirme sin verla de nuevo. Y si ella se muere antes, pues ya no habrá remedio.
Madelaine seguía sin comprender por qué estaba aquella mujer allí, pero decidió que ya era tarde para rescindir la invitación. Subieron a la planta superior. Berni seguía a Madelaine en místico silencio hacia la habitación de Clara. Antes de llegar, Berni detuvo a Madelaine.
—Esa era la habitación de doña Olivia —notó con extrañeza.
—Ahora es la de Clara.
—No puede ser. Clara odiaba a su madre.
—Creo que en algún momento cambió de opinión. Algo entendió que la llevó a hacer las paces, supongo —respondió Madelaine sin querer darle mucha importancia. Los secretos de Clara eran solo de ella.
Madelaine empujó la puerta entreabierta del dormitorio con cierta reticencia. Su tía no podría reaccionar de forma alguna dado su estado, pero temía su mirada iracunda.
—Tía, tienes visita. Está aquí Berni, ¿te parece bien?
La tía Clara volvió la mirada hacia ellas sorprendida y asintió. Madelaine se hizo a un lado para que Berni pudiera pasar. Al verse de nuevo, una temblando junto al quicio de la puerta, la otra postrada en el que sería con toda probabilidad su lecho de muerte, los ojos de las dos mujeres se llenaron de lágrimas en un acto reflejo e inesperado. Berni intentó contenerse pero se abalanzó hacia Clara, y una ola de ternura se expandió no solo a través del cuerpo de Madelaine, sino también a través de muebles, paredes, e hizo vibrar la casa con tal intensidad que incluso pudo escucharse el crujir de las centenarias vigas de madera que sostenían el palacio. Berni tomó la mano de Clara y la besó. La tía Clara lloraba sin poder enjugar sus lágrimas. Berni lo hizo por ella con su propio pañuelo.
—Caramba, Berni, y eso que la tía Clara la despidió sin previo aviso —comentó Madelaine intentando quitar hierro al momento.
—No importa. Sus razones tendría.
La tía Clara la miró con cariño. Berni se fijó entonces en el vestido plateado que todavía estaba sobre el galán de noche.