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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Violetas para Olivia (35 page)

BOOK: Violetas para Olivia
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El viento de la noche azota su rostro a ciento cuarenta kilómetros por hora. La estrecha y vacía carretera, solo iluminada por los ojos del violento animal de sangre negra y carne metálica en el que cabalgan, se transforma en un túnel hacia el más allá. Su pelo de luz al viento se convierte en estrella fugaz y su alma está dispuesta para la expiación. En la siguiente curva, Olivia estira el brazo rápidamente y obliga a Rodrigo a dar un volantazo. En milésimas de segundo, el coche se sale de la calzada y se estrella contra un olivo.

A Madelaine le costó unos segundos reaccionar. Su tía yacía inconsciente a los pies de su cama. Cuando consiguió sacudirse el terror de encima, se dio cuenta de que la anciana parecía haber sufrido un infarto cerebral. Rápidamente valoró las posibilidades. Llamar a la ambulancia o llevarla ella misma al hospital Virgen del Rocío. Se decidió por la segunda. Si se trataba de un accidente cardiovascular debía ser tratado en menos de tres horas, y ella podría llegar a Sevilla en menos de una. Sangrado o coágulo sanguíneo, sangrado o coágulo sanguíneo, se repitió una y otra vez, como si de un mantra se tratara mientras se vestía. En pocos segundos, estaba cogiendo en brazos a su tía, que afortunadamente era muy ligera, y apresurándose hacia el piso de abajo. Cuando llegó al coche estaba agotada. Los brazos le temblaban. Clara no había recuperado la conciencia en ningún momento, lo cual no era una señal demasiado alentadora. Afortunadamente a esas horas no encontraría tráfico.

8
SOLEDAD Y SEXO

Dos días después, Madelaine regresó a la casa palacio de San Gabriel. En ese tiempo, no pudo cambiarse de ropa, ni ducharse, ni mucho menos dormir o reaccionar ante lo que estaba sucediendo. El mundo pareció detenerse dos días antes y se había puesto en marcha de nuevo hacía apenas seis horas: Clara despertó del coma, justo cuando los médicos le acababan de asegurar que solo un milagro podría traerla de vuelta.

Madelaine contrató una enfermera llamada Yolanda, recién salida de la escuela de enfermería. Se presentaron varias candidatas, algunas con mucha más experiencia, pero resolvió que una chica joven, sencilla y de amplia sonrisa, deseosa de trabajar, sería una compañía más agradable para la anciana que acababa de regresar de la muerte. La ecocardiografía reveló que, efectivamente, la tía Clara había sufrido un accidente cardiovascular causado por un coágulo sanguíneo proveniente del corazón. Habría que esperar un poco antes de decidir cuál sería el siguiente paso.

Cuando Madelaine avanzó por el pasillo en penumbras de mármol rojizo, sintió el peso de la casa de nuevo sobre su pecho, la responsabilidad de ser la única heredera de aquella familia era una losa que iba a tener que aceptar, le gustase o no. Quizá en ello radicaba la clave: aceptar y reconducir a partir de ahí. No podía empezar a partir de lo que no era. Simplemente porque no se puede. Madelaine cerró la puerta tras de sí. La luz de la tarde todavía entraba desde la parte de atrás del edificio. Vio su móvil sobre el taquillón de entrada y lo cogió nerviosa, deseando encontrar alguna llamada perdida... Pero el móvil se había descargado. Descolgó el fijo. No había mensajes. Cogió el móvil y subió hacia su habitación. José Luis debía de haberla llamado. Le había extrañado tantísimo durante las últimas cuarenta horas. Él era la persona que hubiera sabido compartir, sentir, apoyar como ella necesitaba. La persona a la que hubiera deseado abrazar. Debía de estar preocupado por su desaparición.

Madelaine entró en su dormitorio. La cama sin hacer, ropa en el suelo. Todo estaba tal y como lo había dejado. De nuevo, la sensación de que el tiempo no había transcurrido. Y pensó que el tiempo solo está en nuestra cabeza. Las cosas no lo sufren, o, al menos, circula sobre ellas a otra velocidad, incomparable desde ningún parámetro a la nuestra. Seguramente porque el tiempo no está dentro de lo inanimado, sino en la superficie, planea sobre las cosas, las roza con una suavidad semejante a la de una pluma de ganso sobre nuestra piel. Y eso otorga a lo inanimado un privilegio divino, poderoso, y, aún más importante, liberado de preocupaciones. Madelaine deseó ser cosa, ser parte de algo, y poder observar, sentir, vivir de otra forma.

El cargador estaba sobre la mesita de noche. Introdujo el pin ansiosa, y aún más ansiosa esperó a que el móvil se conectara. Cuando la pantalla se activó, ella se quedó mirándola, esperando que entraran llamadas perdidas, algún mensaje. Esperó y esperó y no pasó nada. Pasados varios minutos insufribles y eternos que le hicieron odiar aún con más vehemencia el sentido del tiempo humano, tuvo que aceptar que José Luis no la había llamado. Nadie la había llamado. Nadie. Ni siquiera Álvaro. Madelaine se dejó caer derrotada sobre la cama y se echó a llorar, vencida por el cansancio y la tristeza. Así, entre lágrimas, se dejó arrastrar por el sueño, arrollada por la soledad, asolada por los fantasmas.

Durmió catorce horas seguidas. Cuando despertó eran las diez de la mañana según le anunció el despertador sobre la mesita. Escuchó el silencio denso. La puerta de su dormitorio había quedado abierta. La luz se filtraba por debajo de las pesadas cortinas del cuarto de paso. Suspiró. Tenía que ponerse en marcha, telefonear al hospital. El móvil seguía encendido, conectado al enchufe de la pared, y no había sonado, por lo que asumió que no habría habido novedades. Llamó a Yolanda. Esta le informó de que su tía seguía como la había dejado. La mayor parte del tiempo había dormido. Seguía alimentada por una sonda de gastrostomía y el médico que había pasado hacía apenas una hora no contaba con poder quitársela, al menos por el momento. Madelaine le dijo que la relevaría por la tarde para que ella pudiera ir a descansar y colgó el teléfono con un suspiro. Tenía mucha hambre.

Madelaine se preparó un desayuno pantagruélico. Durante dos días en el hospital se había alimentado con sándwiches de máquina y patatas fritas. Ahora era el turno de un buen zumo de naranja, huevos revueltos, jamón del matadero de su tía, un poco de lomito, tostadas con tomate y aceite y un potente café con leche que la hicieron sentirse mucho mejor. Cuando apuró el café, se dio cuenta del desorden de cacharrería que había dejado tras de sí y decidió que no tenía ninguna gana de limpiarlo. No había nadie para reprochárselo. Estaba sola y podía hacer lo que le diera la gana. En un acto de rebeldía juvenil, se levantó y salió de la cocina. Le gustó sentirse como una niña a la que dejan sola en casa por primera vez. Podía tocar, explorar y hacer lo que le viniera en gana. Su tía no volvería, y, aunque lo hiciera, nunca sería la misma. Se acabaron sus normas. Un pequeño dolor se instaló en el corazón al darse cuenta de lo poco que cuesta no respetar al otro. Pero el dolor, que era en realidad un toque de su conciencia, no la hizo detenerse. Atraída como por un imán se dirigió al dormitorio de su tía.

La puerta estaba abierta, la habitación a oscuras. A tientas, tocó la pared junto a la entrada, buscando el interruptor, pero no lo encontró. Se dirigió hacia las ventanas y descorrió de golpe las pesadas y floreadas cortinas. La luz inundó la estancia con una fuerza que la hizo parpadear y cayó como si de un golpe de magia se tratara sobre un maniquí en el que se encontraba colgado el traje de lentejuelas plateado más hermoso que había visto en su vida. Tenía la espalda al aire, el cuello de pico y sin mangas, ajustado, y largo hasta el suelo. Desde luego era lo último que hubiera esperado descubrir allí. Se volvió hacia el resto de la habitación, dispuesta a no sorprenderse de cualquier otra cosa que pudiera encontrar. Pero no había nada más fuera de lo corriente. La cama, como imaginaba, estaba sin hacer, las zapatillas de su tía perdidas de camino a la puerta. El cuarto alegre y primaveral que fue de su abuela y ahora era de su tía estaba envuelto con la luminosidad de la mañana, esa que hace desaparecer las sombras y desprende unos livianos polvos blancos que envuelven la atmósfera en un ambiente relajante e incluso narcótico. Aquella habitación no tenía nada que ver con el resto de la casa. Era un dormitorio de ensueño, que pertenecía a otro mundo, a un lugar de cuento.

Madelaine no pudo resistirse. Se desnudó y se puso el vestido plateado. Junto a él había un espejo de pie. Le sentaba como un guante. Aquel vestido no era de su tía. Sus medidas no tenían nada que ver. Solo podía pertenecer a una persona: Olivia. ¿Qué hacía allí? Parecía preparado para que ella lo encontrase. Sus ojos se abrieron como platos al fijarse en unas sandalias de tacón de aguja plateadas con adornos de cristal junto al espejo. Se acercó a ellas y sin atreverse a cogerlas pensó en la casualidad que sería que fueran de su número. A simple vista lo parecían. Se fijó en que estaban ligeramente desgastadas por la punta. Dudó en calzárselas. No pudo evitar recordar el cuento de las zapatillas rojas y la pobre Karen que no podía dejar de bailar y bailar. ¿Serían unas sandalias encantadas? Eran una tentación a la que resultaba imposible no sucumbir. Necesitaba calzarse aquellas sandalias. El resultado fue espectacular. Se miró en el espejo y le costó reconocerse. El timbre de la puerta la arrancó del momento. ¡José Luis!

Madelaine bajó por la escalera anhelando el encuentro, sintiéndose muy liviana, transportada por un vestido que dejaba una estela de luz a su paso.

1948, Sevilla

Olivia espera que Manuel esté allí esta noche. Lleva puesto un traje de fiesta plateado de Yves Dormain que compró en París. Le gustó este diseñador al que había conocido cuando trabajaba para Dior. Conectó con su fragilidad y su fuerza, su sensibilidad magullada y a la defensiva, su orgullo visceral. Supo que había tenido serios problemas al ser llamado a filas y lo lamentó por él. No era difícil entender por qué aquel hombre no podría sobrevivir en el ejército, y así fue. Sufrió una crisis nerviosa y tuvo que ser ingresado. En cuanto Olivia supo que había creado su propia casa de costura fue a visitarle. El modelo no pertenecía a la colección Ligne Sommeil, que había tenido un gran éxito, sino que había sido creado expresamente para ella, y era una auténtica obra de arte.

Olivia parece un hada con su melena rubia suelta peinada en ondas al agua. Hoy quiere hacerse notar. Por él y por todos. Pero no porque sienta rencor, ni deseo de venganza, no porque pretenda pavonearse y mostrar lo que Manuel se ha perdido. Quiere desesperadamente ser amada, borrar los años que no han estado juntos, enterrarlos y revivir aunque solo sea por unas horas el éxtasis absoluto, el orgasmo perfecto dispendioso y exquisito.

Madelaine se aproximó hasta el zaguán con el paso ligero. No era José Luis sino Álvaro. Pero su corazón, al verlo, no se decepcionó como hubiera esperado un minuto antes.

Olivia por fin le ve, entre la multitud, las lámparas de cristal, el humo y los cardados de las damas. Manuel está más mayor, pero también más atractivo. Él la descubre al instante y le sonríe. Olivia agradece los años sacrificados a las apariencias y la buena educación porque gracias a ellos es capaz de controlarse y no lanzarse a sus brazos. El la desnuda con la mirada, impresionado.

Cuando por fin se recupera, comenta algo con naturalidad a la gente de su grupo y, con los ojos clavados en Olivia, avanza hacia ella. Según se acerca, entra en trance, y se olvida de que se encuentran en un lugar público y de que acercarse a ella llamará irremediablemente la atención. Olivia sabe que Néstor no tardará en enterarse de esto. Y le da igual.

Madelaine abrió la cancela. Álvaro se quedó fascinado ante la visión de aquella mujer envuelta en luz que se encontraba frente a él.

—Yo..., perdona que venga sin avisar —comenzó turbado por la presencia de Madelaine, sintiendo de repente como si tuviera que excusarse por haberla sorprendido de aquella guisa—. Estaba preocupado. No sé por qué, ¿está todo bien?

—Mi tía ha sufrido un infarto cerebral. Está en el hospital.

—Sabía que algo iba mal. ¿Cómo puedo ayudarte?

Madelaine pensó que besándola, arrancándole el vestido, amándola hasta hacerla desaparecer. No soportaba un segundo más aquellos ojos oscuros que la desnudaban. Se quedó paralizada, mirándole, sometida a un influjo fatal.

—Ese vestido me resulta familiar —dijo como para sí, y entonces sus ojos se abrieron en reconocimiento—. ¡Es el de Olivia!

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Madelaine con la voz ronca, quemada por el deseo.

—Mi padre tenía una fotografía en su escritorio, escondida en un cajón. La encontré meses después de que muriera. Era ese vestido —le explicó sin dejar de mirarla asombrado, deseando poder arrancárselo—. Estoy seguro de que era ese.

Madelaine se apartó a un lado, haciéndole un gesto para que entrase. Álvaro lo hizo y ambos pudieron sentir los aromas del otro: y sus esencias se fundieron al instante decidiendo por ellos que no podían pasar más tiempo en frascos separados. Se volvieron el uno hacia el otro asustados. ¿Estaban ambos sintiendo lo mismo?

—¿Qué está pasando? —preguntó Madelaine.

—¿Vas a intentar explicar esto? —respondió Álvaro poniéndole la mano en el pecho.

—No me siento dueña de mí misma.

—¿Y te importa?

—Sí.

—Pues no debería. No hay razón —aseveró él.

Madelaine estaba convencida de que sí había una razón, una razón del corazón, pero estaba tan confundida que el deseo perturbaba cualquier amago de razonamiento.

—Vamos arriba —ordenó Álvaro cogiéndola en brazos como si fuera una novia—. Al fin y al cabo, esta es ya nuestra casa.

Madelaine se dejó llevar, impresionada con la fuerza de Álvaro. La escalera era larga y él no presentó síntoma de cansancio. No le preguntó dónde debía llevarla. Sabía perfectamente adonde se dirigía. Aspiró el masculino olor que desprendía el cuello de Álvaro y un pensamiento de su personalidad de médica la atravesó de refilón: por qué la comunidad científica todavía no había aceptado la existencia de feromonas humanas. Los autores de esos estudios deberían pasar menos tiempo en el laboratorio.

Al llegar a la puerta entreabierta del dormitorio de Clara, antes de Olivia, no lo dudó. Empujó con fuerza y entró con Madelaine en brazos. La dejó caer sobre la cama y empezó a desabrocharse la camisa, poseído ya totalmente por la pasión. Madelaine lo observó desnudarse embargada por un deseo que parecía llevara siglos encerrado en una mazmorra. Sintió que le faltaba el aliento. Estaban sobre la cama deshecha de Clara. Su olor había desaparecido, o al menos ella no lo sentía.

—¿Cómo sabías que estaba aquí el dormitorio? —preguntó Madelaine, lo poco de Madelaine que quedaba en su interior.

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