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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (32 page)

BOOK: Viracocha
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—¿Las dos? —tartamudeó.

Asintieron sonriendo:

—Las dos.

—Pero mi hijo nacerá antes —puntualizó Shungu Sinchi—. Y será un gran cacique que reinará sobre inmensos territorios. Mi padre lo ha dicho.

—Últimamente tu padre está chiflado… —El andaluz agitó la cabeza como si pretendiera alejar un mal pensamiento—. Y yo debo estarlo también porque siempre me las arreglé solo y de pronto me encuentro de cabeza de familia numerosa.

—¿Te arrepientes?

—No. No me arrepiento. De todo cuanto he hecho en mi vida, esto es de lo único de lo que estoy seguro jamás tendré que arrepentirme… Todo es perfecto.

Una semana más tarde, sin embargo, las cosas comenzaron a presentarse diferentes a partir del momento en que Calla Huasi acudió un amanecer para comunicarle que más de la mitad de los porteadores habían desertado.

—Hace días que les advertía nerviosos, esquivos y cuchicheando entre sí —se lamentó—. Pero nunca imaginé que quisieran marcharse. Se han llevado casi toda la provisión de coca, patatas y carne salada.

¿Hacia dónde pueden haberse dirigido?

—Imagino que al Urubamba. Seguirán por el cauce hacía el Sur hasta Ollantaytambo y desde allí al Cuzco.

—¿Cuánto calculas que tardarán en llegar?

—Un par de semanas, supongo… —El inca se había acuclillado y jugueteaba con unos guijarros tratando de acertarle a una piedra mayor—. Me preocupa —añadió—. Si cuentan que estaban contigo, Atahualpa enviará a buscarnos.

—¿Crees que sabrían encontrar el camino de vuelta?

—Bastará con que indiquen la zona, para que ese cerdo de Calicuchima ponga todo su ejército a rastrear la región y acabe encontrándonos.

—Entiendo… —admitió el español—. Lo entiendo, pero lo que no entiendo, ¡maldito sea!, es por qué demonios me tienen que ocurrir siempre estas cosas. Yo tan sólo busco vivir en paz aunque sea en el último rincón del universo, pero cada vez que creo que lo he conseguido, alguien viene a estropearlo… ¿Por qué?

Calla Huasi se limitó a encogerse de hombros.

—Yo ni siquiera me planteé nunca esa posibilidad de vivir en paz en alguna parte. Cuando tuve uso de razón me dijeron que sería soldado, que me casaría a los dieciocho años y que iría adonde me enviasen obedeciendo cuanto se me ordenase. Como ves, me concedieron muchas menos oportunidades que a ti y sin embargo no me quejo.

—Ese es el gran problema de vuestra raza: hasta que no aprendáis a quejaros, no llegaréis a nada.

—¿Y de qué sirve quejarse? Si viene Calicuchima igual me despellejará vivo, si grito, que en silencio.

Quedaban once en total, incluido el «Runa» y las muchachas, que no se mostraron en absoluto partidarias de caer en manos de los hombres de Calicuchima, por lo que el parecer general fue tratar de reunir la mayor cantidad posible de víveres, y reemprender lo más pronto posible la marcha rumbo al Norte.

Esa noche, sin embargo, cuando se encontraban abrazados tras haber hecho el amor hasta agotarse, Naika alzó el rostro hacia Alonso de Molina, y casi en un susurro, como si temiera que alguien más pudiera oírles, musitó:

—Existe un lugar adonde podríamos ir… —Hizo una larga pausa, como si le costara un gran esfuerzo decidirse a continuar —: «La Ciudad Secreta» .

El andaluz se irguió de golpe y quedó sentado sobre el lecho observándola incrédulo.

—¿«La Ciudad Secreta»? —repitió—. ¿Y cómo la encontraríamos?

—Por las estrellas.

—¿Las estrellas…? —inquirió desconcertado—. ¿De qué diablos estás hablando?

—De las estrellas que mi padre me enseñó a reconocer desde que apenas levantaba un palmo del suelo. Toda mi infancia las estuve observando y aún continúo haciéndolo.

—¿Y qué pretendes decirme con eso? Hay millones de estrellas y ni siquiera Bartolomé Ruiz, que es el mejor piloto que conozco, sería capaz de encontrar una ciudad oculta guiándose por ellas.

—Yo sí —fue la rápida respuesta—. Conozco de memoria el cielo de la ciudad en cada época del año e incluso durante las noches más señaladas. Por eso me di cuenta de que el Cuzco se encuentra al sudeste de la ciudad y el mar muy al Oeste. Ahora probablemente nos hallamos ligeramente al Este… —Señaló hacia delante—. Tiene que estar muy cerca y estoy segura de saber llegar a ella.

—Y aunque así fuera… —admitió Alonso de Molina, del todo convencido—. ¿De qué nos serviría?

—De refugio —replicó la muchacha con firmeza—. Tú eres un auténtico «Viracocha» y un «amauta» que domina al trueno y la muerte. Tienes derecho a vivir en la ciudad con tus esposas y sirvientes.

—Hasta que Atahualpa se entere…

—Atahualpa no tiene ningún poder sobre una ciudad a la que Pachacutec concedió la condición de santuario y lo más probable es que incluso ignore su emplazamiento exacto porque los guías son elegidos entre los oficiales más fieles a Huáscar que nunca le reconocerán como «Inca». Allí estaremos a salvo…

Como solía hacer siempre que tenía una duda, Alonso de Molina acudió a pedirle consejo al «Runa», que meditó largamente antes de decidirse a señalar:

—Naika debería tener mucho cuidado con lo que dice, porque el solo hecho de insinuar que puede conocer el emplazamiento de «La Ciudad Secreta» la convierte en reo de muerte. —Hizo una corta pausa y agitó la cabeza en un ademán que parecía indicar que no deseaba comprometerse a dar una opinión personal, aunque añadió—: Su padre está considerado el mejor astrónomo del «Thavantinsuyo» y me consta que le enseñó muchas cosas sobre las estrellas, pero no soy quién para decidir si está capacitada o no para encontrar un lugar determinado en mitad de estás montañas.

—¿Quiere eso decir que tú también crees que puede encontrarse por aquí?

—Ésta es la región más abrupta e inexplorada del país, y su única entrada natural se encuentra protegida por las fortalezas de Sacsaywaman y Ollantaytambo. Resulta lógico imaginar que si pretendían buscar un lugar inaccesible, fuera en la Cordillera Oriental. —Con un ademán indicó cuanto les rodeaba—. ¡Mira a tu alrededor! —pidió—. Podrías vagar meses y meses sin distinguir más que picachos nevados y quebradas sin fondo… ¿Cómo pretende Naika descubrir una pequeña ciudad perdida en un valle minúsculo dentro de este laberinto?

—No está en un valle, sino en lo alto de una montaña e invisible desde abajo. Sólo se la distingue desde el cielo y algunos la llaman «El Viejo Nido del Cóndor». —El español hizo una corta pausa y añadió—: ¿Crees que deberíamos buscarla?

El «Runa» optó por encogerse de hombros.

—Si hay que marcharse más vale hacerlo en busca de algo concreto —sentenció—. Las ilusiones acortan los caminos y aligeran las cargas.

—¿Vendrás con nosotros?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —fue la sincera respuesta—. No se lo digas a nadie, pero la única ilusión que me queda en esta vida, es conocer a mi nieto. Soñé que será un gran cacique que dominará sobre inmensos territorios.

—¡Sí…! —replicó el andaluz malhumorado—. Ya me lo ha dicho Shungu Sinchi, pero te agradecería que no le llenaras la cabeza de fantasías. El hijo de un soldado de fortuna muerto de hambre puede que llegue muy lejos, pero nunca muy alto… —Hizo una significativa pausa—. Naika también espera un hijo.

—Lo sé —admitió el otro—. Pero de él aún no he visto nada en mis sueños… —sonrió divertido—. Lo único que puedo asegurarte es que será hermano de un gran cacique.

—¡Vete al infierno…! —le golpeó con afecto, la rodilla al tiempo que se ponía en pie pesadamente—. Te has vuelto aburrido. Echo de menos nuestras antiguas discusiones.

—Sólo discuten aquellos que están en desacuerdo, y un «Runa» tiene que estar de acuerdo con todo: incluso con la muerte.

El español se despidió con un gesto para dirigirse inmediato hacia donde se encontraba Calla Huasi con el fin de comunicarle que estaba pensando seriamente en tratar de encaminarse a «La Ciudad Secreta».

El inca se limitó a encogerse de hombros:

—Si encontramos el camino a la ciudad, nos encontraremos con los guardianes de esos caminos que tienen orden de matar a todo el que se aproxime a menos de dos jornadas de «La Última Puerta de la Sabiduría». Lo sé porque mi abuelo, Huaman Huasi, fue uno de esos guardianes. Nadie, y menos que nadie un extranjero, llegará nunca vivo hasta allí.

—¿Por qué le llaman «La Última Puerta de la Sabiduría»?

—Porque únicamente los más sabios pueden atravesarla y cuando lo hacen es para quedarse al otro lado para siempre.

—¿Vendrás con nosotros?

—¿En busca de la muerte o «La Ciudad Secreta»? ¡Desde luego! Si Huaman Huasi jamás logró cruzar «La Última Puerta de la Sabiduría», tal vez su nieto lo consiga.

E
mprendieron la marcha una semana más tarde y se diría que en ciertos aspectos el «Runa» se sentía feliz de sufrir de nuevo trepando montañas o bordeando abismos, cargado con un pequeño cañón, en lugar de permanecer cómodamente sentado en mitad de la helada noche en las proximidades de una caliente caverna.

Ocupó su puesto siempre bastante distanciado de los demás, ajeno a todo lo que no fuera concentrarse en sí mismo y en aquella invencible necesidad que parecía sentir de anularse por completo, mientras el resto del grupo avanzaba sin prisas volviéndose de tanto en tanto a contemplar aquel perdido valle en el que Alonso de Molina, Naika y Shungu Sinchi habían visto transcurrir días inolvidables.

—Lo recordaré mientras viva —señaló esta última dirigiéndose a su amiga—. Y recordaré también que te lo debo a ti. —Se acarició levemente la cintura—. Saber que voy a ser madre de un «Viracocha» que además será rey me compensa por toda esta fatiga.

—No sueñes con reinos… —le aconsejó Naika—. Sólo aquellos que llevan sangre de los «Incas» pueden gobernar sobre estas tierras, y ni siquiera un «Viracocha» conseguiría el milagro de cambiar esas normas. Conténtate con que encontremos un lugar en que vivir en paz.

Pero nadie lograría deshacer nunca los sueños de Shungu Sinchi, a la que primero una hechicera en Cuzco y más tarde su propio padre la habían convencido de que su hijo sería un gran cacique, digno hijo de aquel maravilloso «hombre-dios» del que se sentía tan profundamente enamorada.

Por su parte Alonso de Molina se sentía extrañamente inquieto, como si aquel sexto sentido que tantas veces le había salvado la vida le alertase sobre algún inconcreto peligro, aunque procuraba tranquilizarse achacándolo al hecho de que su nueva responsabilidad como cabeza de familia le hacía ver fantasmas donde no había más que nieve, soledad, y aisladas manadas de guanacos que observaban su paso con el estúpido aire de superioridad de todos los camélidos.

Pese a ello, extremó las precauciones manteniendo el arcabuz listo para entrar en acción a la menor señal de peligro, y enviando a menudo a Calla Huasi en misión de avanzadilla, ya que había aprendido a confiar ciegamente en la fidelidad a toda prueba del joven oficial inca.

Al igual que Naika, Calla Huasi se había empeñado en aprender a leer y empezaba a conocer el significado de las primeras letras pese a que el andaluz se cuestionase a menudo si hacía bien al tratar de integrar parte de su mundo al de los incas en lugar de limitarse a asimilar su forma de vida.

La muchacha sobre todo mostraba una inagotable curiosidad por cuanto se refiriese a Europa, sus gentes y sus costumbres, así como un ansia casi enfermiza por conocer el mundo femenino, sus modas y sus reglas. El simple hecho de que una mujer pudiera ser casi tan alta como Alonso de Molina, tener los cabellos rubios y una mata de vello bajo el sobaco se le antojaba una monstruosidad tan aberrante, que el andaluz se veía obligado a jurarle y perjurarle que pese a ello algunas llegaban a ser francamente atractivas.

—¿Y por qué no se bañan?

—Ya te he dicho que alguna vez se bañan.

—Pero no todos los días. ¿Son entonces tan sucias como las campesinas? ¿Huelen igual?

Resultaba difícil explicarle a alguien que usaba a diario una pequeña piscina, que las princesas europeas preferían los perfumes y afeites al agua corriente, y que con frecuencia utilizaban pelucas para ocultar sus liendres y piojos.

Así como los lugareños de los desiertos costeños o los pobladores del frío Altiplano podían competir con ventaja en falta de higiene con los más sucios montañeses españoles, los habitantes del Cuzco hacían gala por el contrario de tal meticulosidad en la limpieza, que Alonso de Molina comprendió bien pronto que tenía que esmerar su aseo personal si no deseaba sentirse en evidencia.

Sumergirse en una gélida laguna cuando corría un viento que cortaba la respiración constituía desde luego un duro sacrificio, pero el ejemplo que le ofrecían las muchachas le obligaba, aunque tan sólo fuera a causa de un absurdo machismo, a acompañarlas cada tarde en el martirizante baño.

—Esto no es el Guadalquivir en agosto, ni las Canarias en septiembre… —se quejaba tembloroso—. Y mi madre no me trajo al mundo para que acabara en carámbano… ¡Si me viera Pizarro, que jamás se baña…!

Solía salir corriendo del agua, dando diente con diente, para precipitarse de cabeza en la caverna, revolcarse sobre las pieles de chinchilla y permitir que Naika y Shungu Sinchi acudieran a friccionarle haciéndole entrar en calor, lo que a menudo traía aparejado que acaba haciendo el amor hasta que el sudor les corría de nuevo libremente por el cuerpo.

Durante el viaje empezó pronto a echar de menos los baños de la laguna y las noches de la cueva preguntándose si no hubiera sido preferible permanecer en el valle confiando en que los fugitivos jamás contaran a nadie dónde se encontraba exactamente su refugio.

Aquél hubiera sido quizás un buen lugar para envejecer y criar hijos, lejos de guerras civiles e invasiones, sin tener que plantearse a qué bando inclinarse, y sin importarle poco o mucho si era Huáscar, Atahualpa, o tal vez un adusto emperador alemán, el que gobernaba en el resto del mundo.

Aquélla hubiera podido ser su diminuta «ínsula» en un mar de altas montañas; pequeño reino privado dentro de inmensos reinos ajenos; el lugar que venía buscando desde el día en que decidió desligarse del mundo y romper para siempre con todo su pasado.

Cuando al fin coronaron el último repecho desde el que se vislumbraba aún un rincón de «Cuichi Cocha» y la entrada a la mayor de las cavernas, experimentó una especie de amargo vacío en la boca del estómago y por primera vez entendió lo que debieron sentir Adán y Eva al ser expulsados del paraíso.

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