Y tuvo miedo. No era miedo a Shungu Sinchi, ni a compartir la vida con dos chiquillas adorables, sino miedo a sí mismo al comprender que aceptar unirse a ellas era tanto como romper de forma irreversible con todo su pasado. Casarse con dos mujeres a la vez, significaba desligarse no sólo de su país y de sus leyes, sino incluso de su sentido de la moral y de sus más firmes creencias.
D
os días más tarde y cuando marchaban en busca del cauce del Urubamba, desembocaron de improviso en un diminuto valle rodeado de nevadas crestas que se encontraba curiosamente resguardado de casi todos los vientos dominantes y ofrecía el seguro refugio de una serie de grandes cavernas de angosta entrada que debieron constituir en tiempos muy remotos el escondido hábitat de alguna olvidada tribu primitiva.
Pululaban los «cuís» y las sabrosas «vizcachas» del tamaño de liebres, y en las inmediaciones de una diminuta laguna de aguas plomizas se distinguían las siluetas de guanacos salvajes y asustadizas vicuñas que se agrupaban en manadas de no más de veinte individuos cada una.
—Es un lugar perfecto… —señaló Calla Huasi—. Hay carne abundante, peces y ranas en la laguna, y «totora» para el fuego. Deberíamos quedamos porque los porteadores están cansados y las mujeres agotadas.
Alonso de Molina compartió su opinión ya que también él se sentía fatigado de vagar sin rumbo por quebradas y montañas, y la triste tropa parecía haberse convertido en una sombra de la que abandonara precipitadamente el Cuzco.
Habían perdido la cuenta de los días de marcha y las noches pasadas a la intemperie, y aunque el frío no solía ser tan intenso como en la puna, ni el calor tan agobiante como el de los desiertos de la costa, el continuo cambio de clima les había ido debilitando, y algunos de los peones ofrecían un aspecto francamente lamentable.
Pasar la noche caliente en el interior de una gruta en la que ardía un hermoso fuego de reseca «totora» tras haberse atiborrado de jugosa carne de vicuña, constituyó para muchos una especie de reencuentro con la vida teniendo en cuenta que el peligro de las huestes de Quisquis había quedado atrás, pues no parecía lógico que nadie fuese capaz de seguir sus huellas a través del laberinto de selvas y montañas que habían tenido que atravesar.
La sensación de seguridad alegró por lo tanto los ánimos del grupo, aunque no hasta el punto de hacer olvidar que fuera, sometido al frío y al hambre, continuaba un hombre por el que todos sentían un profundo aprecio.
—¿Por qué? —quiso saber Alonso de Molina yendo a tomar asiento a su lado arrebujándose en su poncho del alpaca—. ¿No has sufrido ya bastante cargando con ese maldito cañón que en mala hora se me ocurrió traer? Ven dentro, come y descansa.
—Aún no soy lo suficientemente fuerte como para permitirme el lujo de comer bien o descansar junto al fuego —fue la respuesta—. Aún necesito templar mi espíritu porque mis padecimientos apenas han sido superiores los vuestros. Un auténtico «Runa» tiene que obligarse a renunciar a aquello que con más fuerza anhela, y nada hay que desee más en estos momentos que entrar en esa cueva.
Durante largo rato el español se limitó a permanecer a su lado, en silencio, haciéndole compañía y consintiendo que el frío de la noche se le metiera en los huesos como si de esa forma pudiese disminuir de alguna forma los padecimientos del mejor amigo que jamás había tenido, o consiguiese hacerse una idea de qué era lo que podía cruzar por la mente de un ser humano que había renunciado a todo en este mundo.
—¿Y si no existe otra vida? —inquirió al fin—. ¿De que te habrá valido semejante sacrificio?
—De nada —replicó el «curaca» con naturalidad—. Y eso es algo que continuamente me pregunto, porque hacerlo y comprender que mi esfuerzo puede estar resultando estéril, acrecienta su valor. Sacrificarse manteniendo la absoluta seguridad de que sirve para algo, no tendría verdadero mérito, ¿no te parece?
No cabía más opción que guardar silencio o mandarle al infierno, por lo que Alonso de Molina se decidió por lo primero hasta que, casi tartamudeando de frío, comentó:
—Naika no aceptará casarse conmigo si no me caso también con Shungu Sinchi.
El «Runa» se limitó a observarle sin hacer comentario alguno y tras un incómodo paréntesis roto tan sólo por las lejanas voces que llegaban del interior de la cueva, el andaluz insistió:
—¿Qué opinas tú?
—No tengo nada que opinar.
—Se trata de tu hija… Y de tu esposa.
—Entiéndelo… —fue la sincera respuesta—. Yo ya no tengo hija, ni esposa… No existo.
—Eso es estúpido.
—La verdadera estupidez consiste en negar todo aquello que está más allá de nuestra limitada comprensión.
—Empiezas a sacarme de quicio. Y aquí hace un frío de todos los diablos.
—Vete dentro.
—No hasta que me des una respuesta…: ¿Debo o no debo casarme con Naika y Shungu Sinchi?
—Si las amas cásate con ellas.
—Amo a Naika.
—Pues si te impone esa única condición, acéptala.
—Pero no amo a Shungu Sinchi… ¿Cómo voy a casarme con alguien a quien no amo?
—En este país casi todo el mundo lo hace. Los sacerdotes suelen designar las parejas y éstas aprenden a amarse a través de los hijos. Shungu Sinchi te dará hermosos hijos. Su madre me dio cuatro.
—Yo ahora no pienso en hijos… En realidad nunca pensé en ellos. Mi forma de vivir no es la más apropiada para traer niños al mundo.
—Pues ya va siendo hora de que cambies… Tu gente vendrá, conquistará mi país y se mezclará con mi pueblo creando una nueva raza. ¿Quién mejor que tú y Naika o Shungu Sinchi para iniciar esta nueva raza? Necesitaremos que por sus venas corra la mejor sangre para que sepan enfrentarse a los tiempos venideros. Únicamente con buen estaño y buen cobre se consigue buen bronce. —Su tono cambió levemente, casi humanizándose, y por unos instantes el dulce y hermoso brillo de antaño reapareció en sus ojos—. Te conozco —añadió—. Y me sentiría muy feliz de que te convirtieras en el esposo de las dos mujeres que más he querido en este mundo.
—¿Me das tu consentimiento entonces…?
—Quien nada tiene, nada puede dar más que consejos… —fue la suave respuesta—. Y ahora es mejor que entres; está empezando a helar y debo procurar que nadie sufra por mi causa.
Alonso de Molina, que ya tiritaba, comprendió que nada más le quedaba por hacer allí, penetró en la cueva, decidido a tomarse un merecido descanso que buena falta le hacía y ni siquiera se sorprendió por el hecho de que la mañana siguiente aquel Chabcha Pusí que parecía haberse convertido en piedra, continuara exactamente en el mismo punto en que lo había dejado sin que la helada del amanecer le hubiese afectado en absoluto.
El incansable Calla Huasi, que había salido de exploración con la primera claridad del alba, regresó a media tarde con la buena noticia de que no muy lejos se abría una profunda quebrada en la que crecían la coca y varias especies de sabrosos tubérculos salvajes, y que desde lo alto de un picacho había creído distinguir, hacia el Oeste, el cauce de un caudaloso río que muy bien podía ser el Urubamba.
Algunos porteadores habían obtenido ya abundantes peces y gruesas ranas en la pequeña laguna, y otros habían localizado docenas de madrigueras en las que los «cuís» se amontonaban en familias de cinco a diez individuos, lo que significaba que podrían sobrevivir en aquel lugar durante meses sin el más mínimo problema en cuanto a la alimentación.
Esa misma tarde, y tras un ligero chaparrón, un hermoso arco iris que todos consideraron de magnífico augurio cruzó la laguna de lado a lado, por lo que Naike decidió bautizar el valle con el sonoro nombre de «Cuichi Cocha» o de la «Laguna del Arco Iris», y como las chinchillas abundaban hasta convertirse casi en una plaga, las dos muchachas se aplicaron a la tarea de darles caza, desollarlas y curtir sus pieles, con lo que confiaban en ser dueñas muy pronto de las más hermosas y confortables mantas que cupiera imaginar.
Al propio tiempo se dedicaron a visitar todas las cuevas de los alrededores para acabar eligiendo una, no demasiado grande y algo apartada de las restantes, que se apresuraron a limpiar y acondicionar cuidadosamente.
—Pasado mañana te casarás con Shungu Sinchi, y cuatro días más tarde, conmigo —señaló al fin Naika—. No tenemos sacerdote que oficie la ceremonia, pero no importa. En estas circunstancias la boda será válida.
Sonaba a ultimátum, pero al español se le antojó la más fascinante amenaza que nadie hubiera escuchado nunca, porque los últimos días los había dedicado a observar con atención a Shungu Sinchi, pudiendo comprobar cuán atractiva llegaba a ser una muchacha que sin contar con el fascinante encanto o el misterio de Naika poseía no obstante un hermoso cuerpo y una fresca belleza que se iban acrecentando a medida que se aproximaba el momento elegido.
Se la advertía feliz y sonriente y se pasaba las horas cuchicheando con su amiga, haciéndose sin duda picantes confidencias y observando a Alonso de Molina con la golosa mirada de quienes se están preparando para compartir en perfecta paz y armonía un apetitoso pastel.
—¿Por qué ella primero y tú cuatro días más tarde?
—Porque así Shungu Sinchi disfrutará de una iniciación apasionada. A mí me amas y por lo tanto sé que no vas a decepcionarme. Luego nos turnaremos de tres en tres días porque no quiero que existan favoritismos. ¿Está claro?
—Lo que está claro es que lo habéis organizado a vuestro gusto. —Se lamentó sin ningún convencimiento el español—. ¿Es que mi opinión no cuenta?
—En cuestiones domésticas las mujeres deciden, y ésta es sin duda una cuestión doméstica… —Sonrió con infinita dulzura—. No te inquietes… —señaló—. Nos hemos propuesto convertirte en el hombre más feliz del mundo.
El día señalado, Calla Huasi mató dos lustrosos guanacos, varios porteadores regresaron de la quebrada con sacos de patatas salvajes y fardos de coca, y en el banquete «nupcial» abundaron los peces, las ranas, varios tipos de pájaros pequeños y una gran cantidad de frutos silvestres. A la fiesta, celebrada en el interior de la mayor de las cavernas no le faltó por tanto más que maíz y «chicha», puesto que incluso el «Runa» aceptó asistir pese a que apenas probó bocado y se mantuvo al margen de la alegría general.
Cuando Shungu Sinchi surgió, resplandeciente, lo primero que hizo fue arrodillarse frente a su padre para arrancarse dos pestañas que colocó sobre las palmas de las manos soplándolas hacia él para solicitar su bendición, aunque el «curaca» se limitó a señalar que a un «Runa» no le estaba permitido bendecir a nadie, al igual que tampoco podía ser bendecido.
—Lo que sí puedo es desearte toda la felicidad del mundo —concluyó—. Y asegurarte que anoche tuve sueño en el que vi que de tu vientre nacía un gran cacique que gobernará sobre inmensos territorios.
Esa noche, al gemir y llorar de placer y dolor al advertir cómo todo su cuerpo se desgarraba por culpa gigantesco «Viracocha», Shungu Sinchi abrigó la certeza de que el ardiente chorro de vida que la inundaba penetrando hasta lo más íntimo de su ser le estaba permitiendo engendrar en aquel mismo instante al primer miembro de una nueva raza que acabaría por convertirse en dueño y señor de inmensos territorios.
Durante tres días y tres noches apenas pusieron el pie fuera de la cueva y Alonso de Molina tuvo tiempo y ocasión de descubrir cuánto de maravilloso ocultaba aquella criatura sin tacha, y hasta qué punto había sabido aprovechar las enseñanzas de su amiga. Se mostró dulce y apasionada al propio tiempo, y de no haber tenido la evidencia de que jamás la había tocado ningún hombre, el andaluz hubiera podido creer que se trataba en verdad de una mujer ampliamente experimentada.
—Naika me dijo lo que tenía que hacer porque desea que de ahora en adelante todos los instantes de tu vida sean perfectos. Entre las dos lo conseguiremos… —Le acarició la barba con ternura—. Y ahora he de irme —añadió—. Esta noche debes descansar porque mañana tienes que hacerla tan feliz como me has hecho a mí.
—¡Una vez más!
—¡No! —Se inclinó y le besó muy suavemente como si estuviera despidiéndose de un amigo muy amado—. Ahora eres de Naika… —Rió divertida—. ¡Por tres días!
Fueron tres días y tres noches inolvidables, puesto que Naika era aún más hermosa y experta que Shungu Sinchi, y amaba y deseaba al andaluz desde el momento mismo en que le vio.
Si la relación con Shungu Sinchi era ante todo física, la unión con Naika contaba además con un ingrediente en cierto modo mágico, puesto que a su innegable encanto de «mujer-niña» la muchacha unía una especie de prematura madurez que le permitía dominar al hombre con esa indeterminada habilidad con que ciertos seres en apariencia débiles se las ingenian para imponer su voluntad a los más fuertes pese a que al español le hubiera bastado una mano para aplastar a aquella diminuta criatura que apenas le llegaba al pecho.
Naika y Shungu Sinchi, juntas, hubieran conformado una mujer de la edad y el tamaño apropiados para un hombre de la corpulencia y las vivencias de Alonso de Molina, pero la primera parecía bastarse para imponerle sus caprichos ya que como acostumbra a ocurrirle a ciertos gigantones, le divertía dejarse manejar por aquella muchachita vivaz y vitalista.
Las semanas siguientes se convirtieron por tanto en las más felices de la accidentada vida del andaluz, que jamás pudo imaginar que resultara factible alcanzar semejantes cotas de dicha, sintiéndose amado, mimado y agasajado a todas horas por dos maravillosas criaturas que parecían haber convertido su fuerte y velludo cuerpo en el altar en que moraban todos los dioses de su olimpo.
Desnudo sobre mullidas pieles de chinchilla, en el interior de una acogedora caverna y teniendo al alcance de la mano todo cuanto pudiera necesitar, permitía que hora tras hora Naika o Shungu Sinchi le besaran, acariciaran o poseyeran con tal apasionamiento que a menudo le obligaban incluso a sonreír por su infantil entusiasmo.
A la séptima semana no pudo ocultar sin embargo por más tiempo su leve desconcierto:
—No es que yo entienda demasiado de mujeres —admitió—. Pero siempre imaginé que en todas partes serían iguales… ¿A las de vuestra raza no les baja nunca la menstruación?
—Naturalmente.
—¿Cómo se explica entonces que jamás ninguna se haya indispuesto?
—Es que estamos embarazadas.
Las observó entre atemorizado y perplejo: