Viracocha (35 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: Viracocha
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—¿Y adónde iremos? El país continúa en manos de Atahualpa y a nuestra espalda no quedan más que montañas y las grandes selvas de los «aucas»… ¿Qué rumbo tomaremos?

—Lo siento, pero no puedo aconsejaros. No puedo hacer otra cosa que continuar aquí, cumpliendo mi trabajo… ¡Adiós y mucha suerte…!

Desapareció tal como había surgido, como por arte de encantamiento y se hizo un profundísimo silencio.

Se miraron.

Sabían que los habían dejado solos en mitad de un camino prohibido, en pleno corazón de un infierno de picachos y barrancos, rodeados de un montón de cadáveres sobre los que pronto comenzarían a revolotear los cóndores y no tenían ni la más mínima idea de qué hacer ni a dónde dirigirse.

Alonso de Molina, que había recuperado sus armas cerciorándose de que el arcabuz no había sufrido daños, acabó por ceñirse la espada a la cintura y señalar:

—Lo mejor será volver atrás y buscar un lugar en el que descansar. Empiezo a estar harto de patear montañas porque desde que desembarqué en este dichoso país no hago más que vagabundear de un lado a otro. —Se volvió al «curaca»— ¿Se te ocurre algo mejor?

El otro negó con un gesto. —Yo no opino, porque no pienso acompañaros —dijo—. Continuar a vuestro lado me impide convertirme en auténtico «Runa» porque, lo quiera o no, acabo involucrándome en vuestros problemas. —Señaló con un gesto los cadáveres—. Lo intenté… —añadió—. Pero he aquí el resultado. —Alzó la mano interrumpiendo a su hija que pretendía protestar—. ¡No! No digas nada —rogó—. Es mejor así.

—¡Pero te necesitamos…! —se lamentó Shungu Sinchi.

—Ese es el problema —fue la respuesta—. Un «Runa» no debe necesitar a nadie, ni permitir que nadie le necesite, o deja de cumplir su misión en la vida. He de irme —añadió—. Solo.

Se puso en pie y les dirigió una larga mirada, como si pretendiera llevarse para siempre un recuerdo en la retina.

—Aquí debemos separarnos definitivamente… —Apuntó con un dedo a Alonso de Molina—. Cuida bien de mi nieto —dijo—. Volví a soñar que será un gran cacique.

El otro asintió, convencido:

—Lo haré.

—Que los dioses os protejan.

Inició muy despacio la marcha, pero el español le detuvo con un gesto.

—¡Espera! —señaló—. ¿Adónde vas?

—Al «Viejo Nido del Cóndor» —replicó sin volverse.

—Te matarán.

—Lo dudo. Pese a todo, continúo siendo un «Runa» por lo tanto tienen la obligación de acogerme… —Sonrió dulcemente—. Y si me matan, ¿qué mejor lugar puedo encontrar para morir…?

Cruzó bajo la roca con paso cansino, arrastrando los pies como si de pronto hubiera envejecido cien años, y se perdió de vista tras la próxima curva del sendero.

U
rco Capac pasó la noche —como la casi totalidad de las noches de su vida— en la azotea del «Torreón de los Amautas» observando el lento vagar de las estrellas de un horizonte a otro y hablándoles como se habla a los objetos muy amados que acaban por convertirse en nuestros únicos amigos cuando los humanos han dejado de interesarnos.

Llamaba a cada estrella por su nombre y conocía sus rutas y costumbres; en qué fechas gustaban exhibirse con más brillo, o cuándo corrían a esconderse en la profundidad de oscurísimas cavernas, agrupándolas por familias, pueblos, tribus y hasta reinos, atento siempre a la aparición de un nuevo y distante individuo de escaso brillo o personalidad esquiva que no se encontrase perfectamente registrado en su pasmosa memoria de los cielos.

Luego, tan inevitable como siempre, llegó un alba sucia y gris que ponía fin a aquel único auténtico placer que le quedaba en la vida, preludio de la aparición de la grosera bola de fuego que su pueblo adoraba y que él secretamente aborrecía, consciente de que en realidad no era más que una minúscula estrella de ínfima categoría que con su avasalladora y prepotente proximidad le privaba cada mañana de continuar contemplando indefinidamente el espectáculo sin par del firmamento.

Le molestaba el sol en todas y cada una de las manifestaciones de su supuesta grandeza; desde la falsa divinidad que le atribuían los sacerdotes, al pegajoso calor que desprendía o aquella irritante luminosidad con que borraba del cielo las estrellas, y desde su último viaje al Cuzco para asistir a la boda de su hija, apenas había vuelto a verle, ya que, en cuanto anunciaba su presencia, abandonaba la cima del Torreón para ir a refugiarse en la dulce penumbra de su estudio o acudir, como aquella mañana, al Salón del Consejo.

Siempre había sido, por lógica y por tradición, el primero en penetrar en la gran estancia circular y acomodarse en el asiento de piedra negra destinado desde el lejano día de la fundación de la ciudad al astrónomo real, ya que su observatorio se encontraba tan sólo dos plantas más arriba, y su vivienda justamente debajo, y le agradaban aquellos largos minutos de espera en los que acostumbraba a pasar revista a los acontecimientos de la semana, tratando de hacerse una idea de cuáles serían los temas de discusión que propondrían en aquella ocasión los diferentes miembros del Consejo.

Cinco semanas atrás él mismo se había extendido largamente sobre las peculiaridades del cometa que acababa de hacer su aparición en el firmamento, intentando aclarar, en contra de la mayoría de las opiniones personales, que no tenía por qué tratarse necesariamente de una señal de mal agüero o el anuncio de desgracias sin cuento, sino tan sólo el resultado lógico de una inmutable mecánica astral perfectamente estudiada por sus antecesores, que habían predicho con matemática exactitud, qué noche y en qué punto del horizonte tendría que reaparecer años más tarde.

Últimamente, sin embargo, la mayor parte del tiempo los consejeros se habían dedicado casi exclusivamente a discutir sobre los confusos y violentos acontecimientos que convulsionaban al Imperio, ya que si bien nunca había sido atribución de los «amautas» del «Viejo Nido del Cóndor» intervenir en política, la actual situación afectaba tan directamente a la ciudad, que pocos habían conseguido sustraerse a la tentación de plantearla.

Podría creerse que el mundo se había vuelto loco y todo cuanto permaneciera inmutable a través de los siglos se encontrase ahora en entredicho, y ni el más anciano «Quipu Camayoc» de indiscutible memoria recordaba que a lo largo de la dilatada historia de los «Incas» se hubiese producido ningún hecho remotamente semejante a los que durante aquellos días se sucedían con desconcertante asiduidad.

Una hora más tarde, el grueso Topa Yupanqui hizo su silenciosa aparición cargado como siempre de manojos de hierbajos que recogía durante su diaria excursión matutina, y tras saludarle con un leve ademán de cabeza fue a tomar asiento en su puesto aplicándose de inmediato a la tarea de examinar con infinita paciencia las muestras que traía.

Era un hombre ensimismado, silencioso y poco amigo de intervenir en los debates del Consejo o de exponer públicamente la importancia de los hallazgos que hacía en el campo de la botánica, limitándose a compartir el inmenso caudal de sus conocimientos con el pequeño puñado de discípulos que le seguían fielmente a todas partes.

Urco Capac le apreciaba por su prudencia y su modestia, aunque hubiese preferido que participase más activamente en las decisiones del Consejo, ya que las raras veces que salía de su abstracción, sus juicios solían ser plenamente acertados.

Aquella mañana, sin embargo, se mostraba particularmente ausente, sumido por completo en el estudio de una especie de hongo grisáceo que había envuelto en un gran pañuelo, hasta el punto de que no pareció reparar en que el resto de sus compañeros hacían su entrada de uno en uno ocupando sus respectivos asientos, sin decidirse a alzar la cabeza hasta que el Gobernador de la ciudad, que no poseía rango de «amauta» pero gozaba por su cargo del privilegio de presidir el Consejo, llamó la atención de los presentes haciendo tintinear una especie de diminuta campanilla.

Ocho pares de ojos se clavaron en el severo rostro de Tito Amauri, y Urco Capac, que lo conocía desde hacía más de veinte años, supo de inmediato que algo particularmente grave le inquietaba.

—He recibido noticias del Cuzco… —comenzó el Gobernador sin dirigirse a nadie en particular y empleando el tono imperial y distante con que acostumbraba informar de los acontecimientos del mundo exterior—. Desconcertantes noticias: al parecer el traidor Atahualpa ha caído víctima de una emboscada en Cajamarca y en estos momentos se encuentra en poder de los «Viracochas» que desembarcaron en Túmbez.

Hizo una larguísima pausa para permitir que los presentes tuvieran tiempo de asimilar la magnitud del hecho o hacer algún pequeño comentario en voz muy baja con su vecino más cercano, y cuando llegó a la conclusión de que volvían a dedicarle la atención que el difícil momento exigía, añadió:

—Aparentemente, lo único que los extranjeros desean es oro, ya que como rescate han exigido llenar una estancia algo mayor que ésta hasta la máxima altura que un hombre pueda alcanzar con la mano…

—¿Oro…? —se sorprendió Mayta Roca, «Arquitecto de Arquitectos» y el hombre al que se debía el diseño de algunas de las más hermosas construcciones del imperio —. ¡Es absurdo! ¿Quién puede tener en sus manos a un «Inca», aunque sea usurpador, y pedir a cambio únicamente oro? ¿Por qué oro?

—Al parecer a los «Viracochas» les interesa más que ninguna otra cosa en este mundo —fue la indiferente respuesta—. No quieren poder, tierras, esclavos, mujeres, víveres o armas… ¡Únicamente oro! Deben ser como los salvajes «aucas» de las selvas orientales, a los que se les deslumbra con telas de colorines y abalorios inútiles.

—¿Y han venido desde tan lejos y corrido tantos riesgos únicamente por oro? —quiso saber Airy Huaco, el hombre cuya prodigiosa memoria y capacidad para interpretar los secretos de los «quipus» le había valido llegar a convertirse en maestro de historiadores—. Lo dudo.

—También yo —admitió el Gobernador—. Pero lo cierto es que en estos momentos están saliendo del Cuzco centenares de llamas cargadas de oro con dirección a Cajamarca. —Hizo una corta pausa—. Cumplir con ese deseo de los extranjeros no es difícil, pero debemos plantearnos la complejidad de la presente situación…

Hizo una nueva pausa que aprovechó para echarse a la boca un puñado de hojas de coca que masticó muy despacio como si buscara en ellas un alivio a sus preocupaciones y continuó—: Nuestro Señor, Huáscar, único «Inca» reconocido, descendiente directo del Dios Sol y por cuyas venas corre la sangre de todos nuestros Reyes, se encuentra en la fortaleza de Sacsaywaman, prisionero del bastardo, que ha caído a su vez en manos de esos extraños hombres blancos cuyas auténticas intenciones ignoramos. ¿Qué puede ocurrir?

Resultó evidente que ninguno de los presentes deseaba aventurar una hipótesis, y preferían que el Gobernador continuase, como era de esperar, exponiendo el hilo de sus pensamientos.

—Lo más lógico —añadió al fin—, es que Atahualpa imagine que Huáscar intentará hacer un trato con los «Viracochas» ofreciéndoles mucho más oro a cambio de mantener prisionero a su hermano y liberarle a él. En ese caso lo más probable es que lo primero que haga Atahualpa al verse en peligro sea ordenar que ejecuten a Huáscar.

—¡Eso no es posible! —exclamó Urco Capac—. Ni siquiera Atahualpa se atrevería a matar a un «Inca».

—Atahualpa se atreve a todo —replicó con su ronca voz de bajo profundo Tici Puma, Sumo Sacerdote de la ciudad, hermano de Yana Puma y tío por tanto de Huáscar—. Y estoy de acuerdo con Tito Amauri en que la vida del «Inca» corre más peligro que nunca… —Agitó la cabeza pesimista—. Hace unos meses teníamos dos soberanos y en estos momentos los dos se encuentran encarcelados… ¿Quién detendrá a los extranjeros si deciden avanzar sobre el Cuzco?

—¿Avanzar sobre el Cuzco los extranjeros? —repitió incrédulo Mayta Roca—. ¿Cómo soñarían con intentarlo siquiera? ¡Son menos de doscientos!

—Pero ya se han apoderado de Cajamarca y de Atahualpa… —le hizo notar Tito Amauri—. Son dueños del Trueno y de la Muerte, y poseen bestias inmensas que los trasladan a más velocidad que el más ágil de nuestros «Chasquis».

—¿Y qué puede importar eso? —insistió el «Arquitecto de Arquitectos». Podemos oponer cinco mil hombres a cada uno de los suyos.

—¿Y quién los dirigirá? ¿Quién sabrá cómo enfrentarse a esas nuevas armas y esas diabólicas bestias? Los soldados no lucharán con fe si no llevan al frente a un auténtico Hijo del Sol en quien confiar y por quien ofrecer la vida. Rumiñahui y Quisquis son buenos generales, lo sé, pero los dos no sirven de nada. Necesitamos a Huáscar.

—Pero Huáscar está preso…

—Hay que liberarle. Hay que conseguir que escape de Sacsaywaman antes de que Atahualpa lo mande matar.

Los ocho «amautas» a los que se les había otorgado la máxima distinción de «Maestros de Maestros» en cada una de las principales ramas del saber humano ganándose a pulso por su dedicación e inteligencia el inmenso honor de formar parte del Consejo Supremo de «La Ciudad Secreta», se observaron confusos y podría pensarse que casi avergonzados, porque ninguno de ellos tenía la más mínima idea de cómo podía llevarse a cabo un proyecto tan manifiestamente descabellado.

—Somos gentes de paz… —intervino por primera vez el gordo Topa Yupanqui olvidando por unos instantes aquel extraño hongo que parecía obsesionarle—. Y cuando el «Inca» Pachacutec mandó construir el «Viejo Nido del Cóndor» especificó muy claramente que sería un lugar de estudio y conservación de conocimientos, sin facultades para intervenir en los asuntos del mundo exterior fueran éstos cualesquiera que fuesen. Si intentamos hacer lo que pretendes iremos contra nuestra propia razón ser y el destino de la ciudad quedará marcado para siempre.

—Olvidas que soy el Gobernador —le hizo notar Tito Amauri—. Y el primero, por tanto, en respetar las leyes y tradiciones que siempre nos rigieron. Pero jamás, hasta el presente, se había dado el caso de que seres que más parecen llegados de otro planeta que de lejanas tierras hayan invadido el Imperio en unos momentos en que, también por primera vez, se acaba de librar una guerra civil. —Mascó con rabia las hojas de coca escupiendo sobre una bacinilla de oro que tenía a su lado el espeso líquido verdoso—. Recordaréis que fui el primero en negarme a aceptar la autoridad de Atahualpa, manteniendo la ciudad oculta y fiel a la legalidad establecida, pero esto es distinto… ¡Muy distinto!

—Estoy de acuerdo —admitió Urco Capac—. Mantener una posición excesivamente conservadora en estos momentos puede llevarnos al hecho incuestionable de que pronto no tengamos nada que conservar.

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