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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (38 page)

BOOK: Viracocha
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Para Alonso de Molina, que tan sólo había tenido oportunidad de contemplar su majestuoso muro exterior, ya de por sí impresionante, conocer en detalle la prodigiosa complejidad de aquella inimitable obra de ingeniería le reafirmó en su idea de que a todo lo largo y lo ancho del Viejo Continente no existía nada remotamente parecido a la maravilla que habían levantado al norte del Cuzco veinticinco mil obreros trabajando ininterrumpidamente durante ocho largos años.

Toda la población de la capital y sus alrededores podía recibir cobijo en el interior de aquel gigantesco recinto abastecido para resistir de ese modo un año de asedio, y ni al más enloquecido general de la Historia se le habría ocurrido intentar el asalto de un baluarte que parecía ideado para engullir sin esfuerzo ejércitos enteros de atacantes.

Únicamente la astucia, un valor sin límites, y un perfecto conocimiento de cada uno de sus innumerables pasadizos secretos y túneles subterráneos, conseguiría burlar su indiscutible inaccesibilidad, y el español pareció comprender al primer golpe de vista que pese a los esfuerzos de Mayta Roca y el entusiasmo del gobernador Tito Amauri, las posibilidades de llevar a feliz término tan arriesgada empresa eran de apenas una entre un millón.

—Tal como lo planteas… —le dijo a Mayta Roca—. Es muy posible que pasemos días perdidos en ese laberinto. Quien lo diseñó, tenía en verdad una mente retorcida.

—Fui yo.

—¡Enhorabuena…!

—En realidad no lo diseñé. Tan sólo lo reacondicioné, mejorando la vieja construcción original que un terremoto había dañado… —De una bolsa de piel extrajo una larga cuerda de la que pendían otras muchas de distintos colores—. Este «quipus», y algunas marcas que encontrarás en las piedras de las esquinas, te indicarán el camino.

—¡Fantástico…! —exclamó irónicamente el español—. Ahora tan sólo necesito tomar un curso de desciframiento de «quipus»… ¡Hermoso panorama!

—Uno de mis hombres irá contigo —replicó molesto, Mayta Roca, cuyo sentido del humor no se diferenciaba mucho del resto de sus compatriotas—. Tú concéntrate en los soldados.

—¿Cuántos?

—La guarnición actual puede calcularse en unos dos mil hombres, pero por donde yo te haré ir no creo que encuentres más de treinta.

—¿Y nosotros cuántos seremos?

—De momento tú, Calla Huasi y el guía… —intervino Tito Amauri—. No tenemos a nadie más en quien confiar.

—¿Y los guardianes del camino?

—Son intocables.

—Pero buenos… —insistió el español—. Vi cómo actuaba uno de ellos… Necesito a ése y dos más.

—¡No!

—¡Escucha…! —protestó Alonso de Molina—. No puedes pedirme milagros… Ignoro cuántos guardianes tenéis pero supongo que serán los suficientes como para que de tanto en tanto descansen y se releven. No creo que sea mucho pedir que para una ocasión tan especial distraigas a tres a costa de exigir un esfuerzo suplementario a los demás. Las posibilidades de éxito parecen mínimas, pero para dos hombres solos, son nulas.

Todo cuanto obtuvo fue una vaga promesa de meditarlo, y los días siguientes el español los pasó por tanto aguardando su respuesta y tratando de memorizar, punto por punto, la compleja distribución de la gigantesca ciudadela, puesto que desde que habían llegado al «Viejo Nido del Cóndor» se encontraba prácticamente prisionero.

Su horizonte se limitaba a un gran patio de altos muros, un pedazo de cielo gris durante el día y miríadas de estrellas en la noche, y en las escasas ocasiones en que había tenido ocasión de hablar con Calla Huasi éste no pudo o no quiso proporcionarle ninguna información sobre la ciudad.

A menudo se rebelaba por el hecho de saber que se encontraba en pleno corazón de lo que suponía uno de los lugares más maravillosos del planeta y no poder admirarlo, pero cuando su ira y frustración alcanzaba sus cotas más altas trataba de calmarse argumentándose a sí mismo que el gobernador Tito Amauri obraba correctamente al no permitir que un extranjero tuviera conocimiento directo del prodigioso «Viejo Nido del Cóndor».

Naika le había contado que existían allí mil veces más tesoros que en el mismísimo Cuzco, y que el fabuloso disco de oro representando al dios Sol que había podido contemplar en el palacio del Inti-Huasi durante su primera entrevista con Huáscar no era en realidad más que una triste imitación del verdadero disco que el «Inca» Pachacutec plantó en el centro de la plaza principal de «La Ciudad Secreta».

—Lo adornan esmeraldas como puños, y una de ellas, «El Ojo de la Luna» tiene el tamaño de la cabeza de un niño.

El andaluz no cesaba de preguntarse qué cara pondrían sus compañeros de armas cuando se enfrentasen a semejante espectáculo, y cuánta sangre estarían dispuestos a derramar con tal de apoderarse de tan inconcebibles riquezas.

Poco podía imaginar entonces, que aquel fastuoso disco del Sol que había admirado en el Cuzco le correspondería en el reparto del botín a uno de sus más antiguos amigos, el inveterado jugador Pedro Manso de Leguizamo, quien esa misma noche lo perdería en el transcurso de una partida de dados.

Por el momento debía contentarse con alimentar la absurda esperanza de que tal vez conseguiría evitar que un país tan hermoso cayera definitivamente en manos de un puñado de aventureros sin escrúpulos, intentando encontrar una fórmula que le ofreciese una remota garantía de rescatar con vida a Huáscar, aunque con frecuencia se preguntaba qué diferencia existía en el hecho de que el Imperio lo gobernase Huáscar, Atahualpa o el propio Pizarro, ya que estaba demostrado que los gobernantes eran una raza de la que no importaba en absoluto su color, idioma o lugar de origen, como si la ambición los hubiera dado a luz a todos juntos, y ellos se hubieran encargado de desperdigarse más tarde por el mundo.

Había conocido al suficiente número de gobernantes, como para comprender que tan sólo les movía su irrefrenable ansia de poder, y tanto el lujurioso Huáscar de las cinco mil concubinas, como el místico Emperador Carlos, el sanguinario Atahualpa o el ascético Pizarro del que malas lenguas aseguraban que a sus cincuenta y tantos años aún era virgen, tenían como vínculo común el desenfrenado deseo de imponer su voluntad a toda costa, como si el hecho de ser obedecidos constituyese la única auténtica razón de su existencia.

Aquella angustiosa necesidad de mandar se le ha antojado siempre la más esclavizante de las servidumbres, ya que por pura lógica para mandar se hacía necesario depender de quienes debían obedecer y él, Alonso de Molina, seguiría siendo Alonso de Molina, allí, en Úbeda o en mitad del océano, mientras que el poderosísimo Emperador Carlos dejaría de ser tal en cuanto pusiera un pie fuera de los límites de su reino y se supiera solo.

Vivir con la carga de tener que arrastrar tras sí a miles de seres humanos a los que decirles lo que tenían que hacer constituía a gusto de alguien tan amante de la libertad individual como él había sido siempre, un precio demasiado costoso, y por ello había aprendido tiempo atrás a despreciar a quienes acababan por no ser más que víctimas de sus ansias de gloria.

El «Inca» Huáscar había convertido a sus súbditos en simples marionetas, Atahualpa en meros soldados, y si Pizarro conseguía apoderarse del país, los transformaría en esclavos al servicio de la Iglesia y la Corona, y sentado en un rincón del patio contemplando la lluvia que comenzaba a caer mansamente sobre la ciudad, el andaluz se preguntaba una y otra vez en qué cambiaría realmente el destino de aquellas pobres gentes a la hora de ir pasando de una mano a la siguiente.

«Se destruirá un orden y llegará otro nuevo, pero no aportará nada positivo al mísero campesino, ni al solitario pastor del Altiplano, y todo ello tan sólo traerá aparejado el aumento de las luchas religiosas y los odios raciales…»

Sabía que sería así porque así había visto que ocurría en todos los lugares que sus compatriotas habían conquistado anteriormente, puesto que pese a la aparente buena voluntad de algunas leyes y los esfuerzos de hombres como fray Bartolomé de las Casas, lo único que la mayoría de los capitanes españoles solían hacer cuando tomaban posesión de un territorio, era tratar de imponer a la fuerza una religión y unas costumbres que la mayor parte de las veces chocaban frontalmente con la idiosincrasia y las necesidades de los nativos.

El analfabeto Pizarro, viejo porquerizo resentido y sanguinario, no tenía por qué ser necesariamente mejor pacificador ni más respetuoso con la cultura autóctona, que Cortés, Balboa, Alvarado o cualquiera de los muchos «conquistadores» que había conocido desde su llegada al Nuevo Mundo, por lo que todo resultaría saqueado, se borrarían las huellas de mil años de Historia, y el fanatismo religioso arrasaría con cualquier clase de fe que no fuese el más cerril y férreo cristianismo, con lo que infinidad de obras de arte y un inapreciable bagaje de conocimientos acumulados a lo largo de decenas de generaciones, pasarían de la noche a la mañana a convertirse en polvo.

Alonso de Molina tenía muy claro que tras la espada que cortaba cabezas llegaba siempre la cruz que cercenaba ideas, y tras los soldados que saqueaban palacios y violaban mujeres, curas fanáticos que incendiaban templos y destruían imágenes, por lo que le asaltaba un profundo temor sobre la suerte que pudieran correr los hermosos edificios que había admirado en el Cuzco, y aquellos otros que no le permitían contemplar en el «Viejo Nido del Cóndor».

Nada hubiera deseado más en este mundo que visitar la ciudad y poder describirla para que los siglos venideros tuvieran constancia de cómo había sido cuando ya de ella no perdurara más que un montón de piedras y ruinas, y recordó a Marco Polo y lo que había conseguido aportar a la Humanidad con sus relatos, envidiando el hecho de que todo aquello de lo que había sido tan privilegiado testigo quedara registrado hasta el fin de los siglos en unos libros que harían volar la imaginación de hombres y mujeres que tal vez aún tardarían quinientos años en nacer.

Le asaltaba por tanto en esos momentos una casi irresistible necesidad de aprovechar la oscuridad, trepar a lo alto del muro y aguardar escondido el amanecer para asistir al inigualable espectáculo que debía constituir la aparición del primer rayo de sol que golpearía justo en centro del inmenso disco de oro, pero recordaba entonces que ponía en peligro con ello la seguridad de su familia y se veía obligado a continuar allí sentado tratando de imaginar los mil prodigios que se alzaban al otro lado de la ancha pared de piedra negra.

Luego pasó dos días sin recibir la habitual visita de Mayta Roca, el gobernador, o Calla Huasi, y sin obtener ni una sola palabra de explicación de la mujeruca que traía la comida, hasta que un plomizo atardecer anunciaba la llegada de las grandes lluvias que pronto anegarían la región, un lejano lamento, que fue ganando en intensidad hasta conseguir que el vello de todo el cuerpo se le erizara, pareció adueñarse por completo de la ciudad.

Un pueblo lloraba y su pena rebotaba contra los muros de las casas o las laderas de las montañas vecinas que devolvían como un eco la más honda amargura que jamás se hubiera expresado, porque era aquél un dolor que iba más allá de los propios egoísmos, ya que cada ser que lloraba lo estaba haciendo por sí mismo y por cuantos le rodeaban.

¡Huáscar ha muerto!

¡El «Inca» ha muerto!

¡Dios ha muerto!

—Atahualpa lo mandó asesinar, y Calicuchima se encargó de cumplir la orden… —le explicó esa misma noche un envejecido Urco Capac que parecía anonadado—. Le despedazaron en vida, arrancándole entre cinco hombres un brazo que Calicuchima y sus oficiales asaron y devoraron allí mismo obligándole a mirarles. Luego, el general le sacó un ojo y se lo comió también. Más tarde le desgajaron el otro brazo, y al fin, tirando entre todos de uno y otro lado, la cabeza… Nadie ha podido tener nunca un final tan atroz.

—¡Bestias!

—¡Y era Dios, el Hijo del Sol! —se lamentó el anciano—. ¿Qué será ahora de nosotros? —sollozó quedamente—. ¿Qué destino le espera a un pueblo que se destroza entre sí de esa manera…?

El español no supo qué responder porque aún se sentía impresionado por la terrible muerte que había tenido el hombre que conociera como Todopoderoso Señor de un gigantesco Imperio, pero en cuyos ojos podía leerse ya el mudo temor que sentía por un futuro que los augures le habían pronosticado horrendo.

Ni en sus peores pesadillas habría conseguido imaginar que asistiría a una escena de canibalismo en la que actuaría a la vez de víctima y de testigo, y que sería su propio hermano, aquel con quien jugara de niño, quien ordenara tan cruel, demoníaca y macabra ceremonia.

Urco Capac, que había tomado asiento en el suelo, desmadejado e incapaz de mantener ni tan siquiera su dignidad de ser humano, apoyó la cabeza en el alto muro y contempló largamente unas estrellas que pugnaban tímidamente por aparecer y que tan perfectamente conocía pero que en aquella ocasión se le antojaban diferentes.

—A veces desearía que una de ellas comenzara a crecer y crecer cayendo sobre nosotros hasta aplastarnos —dijo—. Semejante catástrofe sería más rápida y soportable que el cataclismo que mi pueblo tendrá que sufrir, calladamente, hasta el fin de los siglos. Nuestra suerte está echada.

El español no quiso responder porque sabía perfectamente que tenía razón, y que la muerte de Huáscar era sin duda la ocasión que el astuto Pizarro había estado aguardando, consciente de que teniendo en su poder a Atahualpa no quedaba nadie en torno a quien pudiera aglutinarse la oposición a los conquistadores. Al desmembrar al «Inca», el cruel y estúpido Calicuchima había desmembrado también a la esencia misma del Imperio porque cinco millones de hombres y mujeres habían dejado de pronto de constituir un pueblo preocupado por un destino común para pasar a convertirse en cinco millones de desilusionados seres a los que no les interesaba ya más que asegurar su propia subsistencia.

¿Quién les diría ahora lo que tenían que hacer?

¿Quién les marcaría las pautas del trabajo comunitario, los días de descanso, la repartición de las cosechas, el momento o la persona con la que debían casarse, e incluso los dioses a los que debían o no debían adorar?

Ellos, sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos y sus tatarabuelos habían nacido, habían crecido, se habían reproducido y habían muerto a la sombra de los Hijos del Sol que habitaban en el palacio de oro del Cuzco, pero de pronto descubrían que aquellos semidioses, en lugar de protegerles se dedicaban a destrozarse entre sí abandonándolos a su suerte mientras otros nuevos dioses, probablemente tan falsos como los anteriores, se paseaban libremente por el país a lomos de terroríficas bestias linchantes.

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