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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (17 page)

BOOK: Viracocha
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—Mi madre. Y mi padre que se pasa las noches estudiando las estrellas. En ellas descubre muchas verdades que aquí no vemos porque las tenemos demasiado cerca… —Le apretó con fuerza la mano—. También he aprendido muchas cosas de ti.

—A menudo me pregunto si no preferiría que fueras mi hija en lugar de Shungu Sinchi. —Le acarició el cabello—. Como padre jamás te decepcionaría, pero como amante llegará un momento en que tenga que hacerlo.

—Me das cuanto necesito.

—Pero te triplico la edad y tú cada día serás más mujer y yo únicamente más viejo. Cometí un error al casarme contigo, pero por más que lo intento no consigo arrepentirme.

—Confío en que jamás tengas que hacerlo. El «curaca» negó con un leve ademán de la cabeza, al tiempo que se encaminaba al lecho que ella acababa de abandonar:

—Hay cosas, como la muerte… —dijo— que llegan siempre, inevitablemente, hagamos lo que hagamos. La decrepitud y la impotencia forman parte también de ese destino que el hombre tiene que afrontar, pero se convierten en absolutamente insoportables cuando se advierte que el tiempo, en lugar de unirnos a los seres que amamos, nos aleja… —Se tumbó vestido y cerró los ojos con aire de fatiga—. Déjame descansar un rato —suplicó—. Únicamente el sueño puede hacer que recupere la calma.

Naika salió en silencio de la estancia y fue a tomar asiento en el jardín interior en el que solían transcurrir la mayor parte de las interminables horas de su vida, donde encontraba el silencio y la paz imprescindibles, para dar rienda suelta a sus fantasías imaginando que algún día conseguiría emprender el largo viaje a las lejanas tierras de las que con tanto amor hablaba su madre.

Sin embargo, una vez más le resultó imposible concentrarse en los caudalosos ríos, las oscuras y calientes selvas, o las mil bestias exóticas con las que siempre soñaba, pues su pensamiento no conseguía apartarse del gigante de voz ronca y risa estruendosa que se había adueñado de su, vida.

Observó la entrada de la habitación en que Molina dormía y tuvo que hacer un terrible esfuerzo para no ponerse en pie y aproximarse al umbral de la puerta, a percibir más de cerca su presencia, aspirar su excitante olor atisbar hacia las sombras para entrever las formas de su cuerpo desnudo tumbado sobre la estera.

Experimentó luego un insoportable cosquilleo en las manos que ansiaban recorrer muy despacio cada centímetro de aquella piel velluda y diferente, y advirtió cómo un sudor frío le recorría por la espalda hasta que una voz de sobras conocida la devolvió a la realidad:

—Necesito hablar contigo.

Aborreció profundamente a Shungu Sinchi pese a que siempre fue su mejor amiga y habían pasado juntas las más hermosas horas de su vida.

—¿Qué ocurre? —replicó con brusquedad.

—Necesito tu ayuda.

—¿Para qué?

Los oscurísimos ojos de Shungu Sinchi brillaron con más fuerza que nunca, se apagaron de nuevo en un instante, y por último inclinó la cabeza y se contempló fijamente la punta de las sandalias como si se hubiera convertido en la cosa más importante de este mundo.

—No duermo —musitó—. Me paso las noches dando vueltas, el cuerpo me arde como si me hubieran enterrado una brasa de carbón entre las piernas, y se me seca tanto la boca que temo ahogarme de tanta agua como bebo… —Señaló con la cabeza la puerta de la estancia de Alonso de Molina—. Tú sabes que jamás he hecho el amor con ningún hombre —añadió—. Pero él es un dios y quiero que sea el primero.

—¿Él? —se horrorizó Naika teniendo que hacer un esfuerzo para no extender las manos y arañarle—. ¿Te has vuelto loca? ¿Qué diría tu padre?

—Mi padre te escucha —fue la respuesta—. Te ama más que a nada en este mundo, y te escucha. Tengo tu misma edad, pero llevas dos años casada y yo aún soy virgen… ¿Quién mejor que un «Viracocha» para disfrutar de esa virginidad? —Tomó asiento a su lado y le aferró las manos casi con desesperación—. ¡Le necesito! Le necesito, Naika. ¡Es tan grande, tan fuerte y se ríe tanto…! Es un dios y ningún otro dios volverá a aparecer nunca en mi vida. ¿Por qué tiene que ser una sucia esclava maloliente la que disfrute de un hombre semejante? Yo le amo.

—¡No sabes lo que dices…!

—Es lo único que he sabido con exactitud desde que tengo uso de razón. ¿Has visto sus manos? ¿Imaginas lo que debe ser sentirlas acariciándote? ¿Y sus dientes…? ¡Tan grandes y tan blancos…! ¡Y esa altura…! Que un hombre así te posea debe ser como encontrarse en el centro del más terrible y maravilloso terremoto.

—¡Calla! —Fue casi un grito histérico más que una orden—. Eres la hija predilecta de mi esposo: mi mejor amiga, pero lo que dices me ofende.

—¿Ofenderte? —Se asombró Shungu Sinchi que parecía no poder dar crédito a lo que estaba oyendo—. Durante dos años me has hecho toda clase de confidencias sobre tus relaciones con mi padre, y ahora te ofendes porque trato de explicarte lo que siento por un dios… No te entiendo. Te juro que no te entiendo.

—¡Perdona…! —Naika pareció comprender de improviso que su amiga tenía razón, y se esforzó por serenarse y no permitir que unos absurdos celos continuaran confundiéndola—. ¡Perdona…! —insistió—. Ha sido una tontería, pero antes de que hable con tu padre ten en cuenta que, se trate de un «Viracocha» o de un simple extranjero, pronto o tarde se marchará para siempre. ¿Qué harás entonces? ¿Quién querrá a una mujer que ha pertenecido a un ser como Molina?

—No me importa —fue la sincera respuesta—. Si se va me iré con él. Y si no quiere llevarme no volveré a tener relación con ningún hombre. Después de él nadie merecerá la pena.

—¡Eso es una chiquillada! Ninguna mujer del Imperio debe quedar estéril.

—No seré estéril… —aseguró Shungu Sinchi en tono apasionado y con un extraño brillo en la mirada—. Tendré un hijo del «Viracocha» que también será un dios… ¿Te das cuenta? Seré madre de un dios y me respetarán por eso.

—¿Y si no es un dios?

—Lo es. Para mí lo es y eso es lo único que importa.

Naika no tuvo tiempo de responder porque se escuchó un angustioso gemido proveniente de la estancia en que dormía Alonso de Molina, y cuando acudieron fue para descubrirlo semierguido en el lecho, con los ojos casi fuera de las órbitas y empapado en sudor.

—¡Bocanegra…! —repetía una y otra vez como alelado—. ¡Bocanegra…! ¿Dónde estás Bocanegra…?

Lo zarandearon intentando obligarle a reaccionar, Y fue Naika la que tuvo la idea de lanzarle a la cara una escudilla de agua que tuvo la virtud de hacerle volver en sí lanzando un reniego.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué diablos pasa? Pareció sorprenderse al advertir la presencia de la dos muchachas, se pasó luego el dorso de la mano por la frente y tumbándose de nuevo cuan largo era, musitó:

—He visto a Guzmán Bocanegra… He vuelto a verlo. Está vivo y me espera… Bocanegra me espera.

Cerró los ojos y casi al instante se quedó dormido ante el desconcierto de las dos mujeres que permanecieron muy quietas, arrodilladas una a cada lado de la estera, contemplando como hipnotizadas aquel poderoso y velludo cuerpo que al parecer les fascinaba.

Transcurrieron largos minutos en los que no se movieron, no dijeron una sola palabra y podría asegurarse que casi ni siquiera respiraron, atentas como estaban a estudiar hasta el más mínimo detalle de la anatomía del gigantesco «Viracocha», hasta que por último Shungu Sinchi se inclinó lentamente y colocó con suma delicadeza los labios sobre los del andaluz, que se agitó levemente.

Luego abandonaron la estancia.

E
stá vivo…! No trates de convencerme de que son sueños o fantasías de hechicero porque tengo la seguridad de que está vivo y de alguna forma se las ingenia para ponerse en contacto conmigo… —El tono de Alonso de Molina no dejaba lugar a dudas sobre su absoluto convencimiento y hablaba con un acaloramiento desacostumbrado en él—. Lo he visto sentado en la cima de una especie de fortaleza abandonada y con aspecto triste y angustiado. Era Guzmán Bocanegra, estoy seguro.

—¿Cómo era esa fortaleza?

—Enorme y desolada. Pero no era de piedra como Saqsaywaman o las que hemos ido encontrando en el camino, sino amarillenta, como de adobe o un barro parecido al de las viviendas de aquellas pobres gentes que habitan en la costa.

Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, se tomó un largo tiempo para meditar sobre lo que acababa de oír. Se encontraban sumergidos hasta el cuello en el agua tibia de la pequeña piscina que constituía uno de los principales lujos de su palacio, y aquellos largos baños le relajaban y le permitían pensar con más claridad que de costumbre.

Introdujo por completo la cabeza en el agua, permaneció así unos instantes, y al emerger de nuevo la sacudió violentamente y acabó por lanzar un resoplido que pretendía ser de obligada resignación.

—En la costa… —dijo—, muy al sur de donde desembarcaste, existen varias fortalezas construidas a base de millones de ladrillos de barro, por tribus a las que conquistamos hace muchísimos años… —Se echó hacia atrás el negrísimo cabello empapado que ahora brillaba como ala de cuervo—. Si dices que Bocanegra se arrojó al mar a un par de semanas de navegación, al sur de Túmbez, no cabe duda de que ésa es la región a la que debió ir a parar si consiguió nadar hasta la playa… Todo esto es muy confuso y sorprendente… —añadió—. ¡Muy, muy sorprendente! ¿Seguro que no tenías noticias de la existencia de esas fortalezas?

—¿Cómo? —replicó excitado el español—. Con la bruma apenas divisábamos la costa. En un par de ocasiones distinguimos algo que parecían edificaciones pero aquellas aguas son muy peligrosas y nunca pudimos aproximarnos lo suficiente como para estudiarlas con detalle. —Aferró con fuerza el antebrazo de su amigo, buscando convencerle—. En mis sueños todo es tan nítido que incluso podría dibujarte ese castillo. Está en mitad del desierto, cerca de una montaña y junto a la desembocadura de un riachuelo cuyas orillas aparecen apenas cultivadas. Bocanegra se sienta en lo alto de una especie de torreón que mira al mar y me llama.

—¡De acuerdo! —admitió el inca—. Supongamos que está en la costa y de alguna misteriosa manera consigue ponerse en contacto contigo… ¿Qué pretendes?

—Ir a buscarle.

—¿Por qué?

—Porque me necesita. Es mi único compatriota en esta parte del mundo y su desesperación es tan grande que consigue que le escuche a través de esos desiertos y esas montañas. No puedo negarme a ayudarle.

—Creí que al desembarcar en mi país habías roto con tu vida anterior.

—La lealtad es algo con lo que no se puede romper. Renuncié a mi Emperador, pero no quiero renunciar a un compañero de armas con el que una vez compartí hambre y fatigas.

—No te pidió tu opinión cuando se lanzó al agua.

—Ni yo la suya cuando desembarqué en Túmbez, pero estoy seguro de que si estuviera en mi lugar me ayudaría. —Salió del agua, comenzó a secarse y tomó asiento en un banco de piedra—. Tal vez no lo entiendas —añadió—. Pero la razón por la que un puñado de españoles ha conquistado la mitad de un Nuevo Mundo y está dispuesto a conquistar la otra mitad, no hay que buscarla en que tengan detrás un país fuerte o unos gobernantes inteligentes, sino en que a la hora de enfrentarse a un enemigo infinitamente superior, cada mano se convierte en un puño en el que cada dedo permanece firmemente unido a su vecino, y todos se sacrifican por todos. ¡Ése es el auténtico espíritu del soldado! Luego llegan los políticos a fastidiarlo, pero yo, en ese aspecto, sigo siendo un soldado.

—Yo lo entiendo; es a ti al que le sorprende que mi pueblo se comporte así.

—Tu pueblo lo hace porque el «Inca» se lo ordena. Lo nuestro es un espíritu de compañerismo que nada tiene que ver con quien gobierne… Por eso, si existe una oportunidad entre un millón de…

Se interrumpió azorado porque Naika acababa de hacer su entrada en la estancia y se encontraba semidesnudo. Enrojeció como un chiquillo y se apresuró a cubrirse, pero la muchacha no pareció reparar en ello, puesto que se la advertía terriblemente excitada.

—¡El general Atox ha capturado por sorpresa a Atahualpa en Quito y lo ha conducido, preso, a Tunipampa…! —exclamó—. ¡Ya no habrá guerra civil!

Chabcha Pusí lanzó un grito de alegría, dio un salto, aferró a su joven esposa por la muñeca y la atrajo al agua donde la abrazó riendo y saltando.

—¡No habrá guerra…! ¡No habrá guerra…! —repitió una y otra vez con entusiasmo—. ¡El Imperio se ha salvado!

Cuando al fin consiguió serenarse tras aquella explosión de júbilo absolutamente impropia de su carácter, tomó a Naika por la cintura sentándola en el borde de la piscina y sonrió feliz volviéndose a Alonso de Molina.

—¡Tenía que ser Atox…! —dijo—. Atox significa «zorro», y cierto es que jamás ha existido un general más astuto. Quisquis podrá ser más inteligente y Rumiñahui más valiente, pero Atox les gana a todos en argucias… ¡Que los dioses le bendigan!

—¡Vaya! —exclamó el andaluz comenzando a vestirse—. Esa sí que es una buena noticia… En cuanto Huáscar me entregue la cabeza de Chili Rimac podré vivir tranquilamente en un país en paz y dedicarme a buscar a Guzmán Bocanegra… —Apuntó al «curaca» con un dedo—. Ahora no tienes disculpas —añadió—. Consigue que el «Inca» me permita viajar a la costa.

—¿A la costa? —se alarmó Naika—. ¿Qué vas a hacer en la costa?

—Buscar a un amigo.

—En la costa está el mar por donde llegaste, y por donde se marchó el otro «Viracocha»… —El tono de voz de la muchacha era casi un lamento—. ¿No querrás marcharte tú también?

—¡No! —fue la firme respuesta—. No me iré. Éste es ahora mi país, aquí están mis amigos, y aquí deseo quedarme. Pero para vivir en paz tengo que encontrar primero a Bocanegra. No quiero que continúe interrumpiendo mis sueños cada noche…

Abandonó la estancia y apenas lo había hecho, Chabcha Pusí salió del agua y tomó asiento junto a su esposa.

—Un hombre extraño —dijo—. Maravilloso, pero extraño. Espero que tarde en marcharse para poder continuar aprendiendo de él.

—Shungu Sinchi le ama… —musitó Naika de pronto—. Me ha rogado que te pida permiso para unirse a él.

Chabcha Pusí comenzó a secarse lentamente, tomándose tiempo para meditar y por último agitó negativamente la cabeza.

—Eso es imposible… —señaló—. Nunca saldría bien.

—¿Por qué? ¿Porque es un «Viracocha», o porque es extranjero?

—Porque Molina no la quiere.

—¿Cómo puedes saberlo?

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