—Te quiere a ti… —extendió la mano, en pie como estaba, y le acarició el empapado cabello, No creas que estoy ciego —musitó con un esfuerzo—. Ni que soy un viejo estúpido. Para Molina tan sólo existes tú y me dolería que mi propia hija pagara las consecuencias… —Naika quiso replicar pero le interrumpió con un gesto—. No; no hace falta que lo digas… Sé muy bien que no ha ocurrido nada. Os conozco, pero también conozco a Shungu Sinchi; tuvo una madre sencilla que le dio una educación acorde al mundo en que vivimos y aunque comprendo que cualquier muchacha se enamoraría de un «hombre-dios» tan alto y fuerte como Molina, de eso a compartir su destino media un abismo.
—Sin embargo está dispuesta a hacerlo. Desea darle un hijo que tal vez también sea un dios.
—Sería el hijo de un extranjero, no de un dios. Un mestizo en un país que aborrece el mestizaje… Tú sabes mucho de eso. Habla con ella, adviértele que me opongo, y que si insiste la enviaré a Acomayo con sus hermanos o haré que la encierren de por vida en el Templo de las Vírgenes… —Había concluido de vestirse y tomó asiento en el banco de piedra con gesto de fatiga—. Aprecio a Molina —añadió—. Jamás quise a ningún hombre como a él, pero me consta que pese a que se llame «Corazón Poderoso», Shungu Sinchi no soportaría las pruebas por las que tendría que pasar a su lado.
—Me va a resultar muy difícil.
Él le acarició Con ternura la mejilla y sonrió con una extraña tristeza.
—Presiento que van a ser tiempos difíciles para todos —señaló—. Es muy posible que con la prisión de Atahualpa la posibilidad de una guerra civil se haya conjurado, pero ocurrirán muchas cosas que nos afectarán profundamente… —Se encaminó a la salida—. Habla con Shungu Sinchi; que elija el muchacho que quiera; yo se lo conseguiré como esposo, pero que se olvide de Alonso de Molina.
—¡O es él, o ninguno!
—En ese caso te encerrarán en el Templo de las Vírgenes.
—¡Me escaparé!
—¿Sabes lo que significa escaparse del Templo de las Vírgenes? —le hizo notar Naika—. Ser enterrada viva. Y que ahorquen a tus padres, tus hermanos, tus abuelos y todos tus parientes… Incluso ahorcarían a Alonso de Molina culpándole de tu fuga… —Tomó la mano de la muchacha e intentó por enésima vez hacerle entrar en razón—. Tu padre sabe lo que hace —dijo—. Es uno de los hombres más inteligentes que conozco, y por eso el «Inca» le mandó venir de Acomayo, le regaló este palacio y escucha sus consejos. ¡Escúchalos tú también! Ser feliz unos días no compensa por lo desgraciada que serías el resto de tu vida… Y no tienes más que dieciséis años.
—Los mismos que tú. —Lo sé, pero yo no me estoy jugando nada. Cuando tu padre me pidió que me casara con él acepté porque estaba convencida de que era el mejor esposo que podría encontrar.
—¿Y nunca te has arrepentido? —inquirió con intención Shungu Sinchi—. ¿Nunca has deseado haberte casado con un hombre más joven?
—Tu padre ha sido siempre bueno conmigo, jamás me ha forzado a hacer cosas que no deseara, es tierno y cariñoso, y no ha querido que tenga hijos demasiado pronto para que no me deforme.
—A lo mejor ya no puede tenerlos —replicó la muchacha desabridamente—. O a lo mejor teme que nazcan idiotas. Dicen que los hijos de viejos suelen nacer idiotas.
—No hace falta llegar a viejo para tener hijos idiotas —señaló Naika con intención—. Tu padre es una prueba. —Cambió el tono que volvió a hacerse suplicante—. Sé razonable… —insistió—. Molina se marcha a la costa… Deja las cosas como están hasta que vuelva.
—¡No! —La muchacha se mostraba tan obstinada como una niña caprichosa—. Hice sacrificios a los dioses y me dijeron que seré su esposa y le daré muchos hijos.
Resultaba inútil discutir con Shungu Sinchi, y por su parte Naika no se consideraba la persona más apropiada para hacerlo, ya que en el fondo compartía sus sentimientos y en cuanto se encontraba a solas comenzaba a obsesionarse con la figura del español y con la idea de que el destino los había unido para que algún día tuvieran hijos que estuvieran a mitad de camino entre los dioses y los hombres.
También ella, de no existir Chabcha Pusí, al que debía fidelidad, agradecimiento y respeto, hubiera tomado quizá la decisión de penetrar una noche en la estancia del «Viracocha», por lo que de continuo tenía que sacudir la cabeza tratando de apartar los obsesionantes pensamientos que le asaltaban.
Por fortuna, el «curaca», inteligente y sensible como era, había optado por no atosigarla sexualmente, consciente de que su jovencísima esposa pasaba por unos momentos de inquietud y desconcierto en los que resultaba preferible no arriesgarse a provocar un instintivo gesto de rechazo.
Chabcha Pusí que se había casado cuatro veces y había mantenido en otro tiempo infinidad de relaciones con esclavas y amantes ocasionales, sabía lo suficiente de mujeres como para no tratarlas únicamente como simples objetos de placer, ya que cocinar, tener hijos y producir satisfacción al hombre era en esencia el papel que tenían asignado en la mayor parte del Imperio. Sin embargo, allí, en Cuzco, la ciudad sagrada en la que se concentraba lo mejor y lo peor de una cultura que constituía en realidad la amalgama de otras muchas culturas, algunos miembros de las clases más altas habían aprendido tiempo atrás que las mujeres podían cumplir funciones mucho más transcendentes, y de hecho la hermana del «Inca» con la que éste debía engendrar herederos al trono cuya sangre fuese siempre sagrada, influía notablemente sobre los acontecimientos de la corte, mientras que en el Templo de las Vírgenes solían habitar sacerdotisas cuyas opiniones eran tomadas en cuenta por el Consejo de Ancianos o los Sumos Sacerdotes.
Estos últimos, a los que Chabcha Pusí comenzaba a aborrecer profundamente debido al fanatismo y la cerril intransigencia de que estaban dando muestras en todo cuanto se refiriese a la presencia en la ciudad de Alonso de Molina, habían iniciado una solapada campaña tendente a culpar al español de cuanto había ocurrido en el Imperio en los últimos tiempos, acusándole de no ser más que un simple espía de los ejércitos extranjeros que habrían de desembarcar más adelante.
Huáscar, que había mantenido ya dos largas entrevistas con el «curaca», parecía resistirse a aceptar semejante versión de los hechos, pero insistía, a través de largos y a menudo desconcertantes interrogatorios, en que le pusiese al corriente de todo cuanto sabía sobre la personalidad del andaluz y sus posibles intenciones.
—Recuerda, señor… —le advertía Chabcha Pusí una y otra vez—, que cuando los habitantes de Cachá intentaron matar a «Viracocha», agitó su «Tubo de Truenos» y los aniquiló. Alonso de Molina ha demostrado venir en son de paz, pero cuando Poma Yaguar pretendió detenerle en nombre de Atahualpa, los truenos y los rayos convirtieron la noche en un infierno y Poma Yaguar cayó muerto en el acto. Yo lo vi.
—¿Cómo lo hizo? —Moviendo un solo dedo y obligando a un simple caramillo a que hablase con tanta fuerza como el centro de la tierra durante el más violento terremoto.
—¿Es un dios por tanto?
—Si dios es todo aquel que, como tú, se encuentra muy por encima de nosotros, lo es… —fue la ladina respuesta—. Un dios al que tal vez le agrade mezclarse con los humanos para descubrir quiénes le niegan y destruirles por su incredulidad…
Aquellas últimas palabras habían surtido el efecto de inquietar a los Sumos Sacerdotes que guardaron silencio, pero que de regreso a sus Templos reanudaron sus murmuraciones, puesto que para la mayoría de ellos la presencia del «Viracocha» ponía en peligro un orden establecido del cual eran sin duda los principales beneficiarios.
Tradicionalmente, las tierras, los rebaños, el oro, las algas, las piedras preciosas y la sal; es decir, todo cuanto de valioso se producía entre las fronteras del Imperio, se dividía anualmente en tres partes iguales, una de las cuales se entregaba al «Inca», otra a los Sacerdotes y la tercera al pueblo llano que tenía además la obligación de atender ante todo al cuidado de las dos primeras.
Cualquier amenaza, por remota que fuera, que viniese a poner en peligro unos privilegios que se remontaban a siglos, inquietaba por tanto de inmediato a los religiosos, sobre todo si tal amenaza tomaba el aspecto de un dios que podía echarles en cara que cuanto llevaban a cabo en su nombre no contaba en realidad con su consentimiento.
Al igual que la capacidad económica del Imperio se basaba en un pueblo sumiso y laborioso que aceptaba sin chistar hasta la última orden emanada del «Inca» y su poderío militar en un ejército disciplinado que obedecía ciegamente a unos generales extraídos de los clanes reales, el poder religioso había ido asimilando cultos y supersticiones provenientes de las nuevas naciones conquistadas, aunque manteniendo sobre todo la supremacía indiscutible de los cuatro dioses de origen puramente incaico: «Viracocha», creador del Universo incluido el Sol, segundo dios en importancia, su esposa la Luna, y el «Dios del Trueno» dueño de la lluvia que fertilizaba la tierra.
El Sol, la Luna y el Trueno continuaban en su sitio y —no perdían su tiempo aproximándose a la Tierra a pedir molestas explicaciones, pero al parecer el todopoderoso «Viracocha», o al menos uno de sus hijos, se mostraba dispuesto a cumplir la promesa hecha muchísimo tiempo atrás —y celosamente alimentada por los sacerdotes del Imperio— de regresar a exigir cuentas a los hombres del uso que hubieran hecho de su maravillosa obra.
¿Quién se atrevería a comunicarle que lo más valioso de esa obra se ocultaba en recónditas ciudadelas y templos reservados en exclusiva al disfrute de un pequeño grupo de elegidos, mientras la mayoría del pueblo se veía obligado a malvivir de las migajas del banquete?
¿Quién le haría saber que según los sacerdotes, todo aquel que contraviniera algún mandamiento estaba condenado a descender al frío centro de la Tierra a comer piedras y habitar en las tinieblas por el resto de la eternidad, excepto los miembros de las clases dirigentes que siempre tenían asegurado su lugar junto al Sol después de muertos hicieran lo que hicieran?
¿Qué le responderían cuando pretendiese saber quiénes eran los culpables de haber establecido leyes tan en abierta contradicción con las que el auténtico «Viracocha» dictara a sus discípulos poco antes de emprender su largo viaje?
El anciano y taciturno Yana Puma, «Willac Oma» o Sumo Sacerdote, tío de Huáscar, y tío por tanto también de Atahualpa, aunque este último tan sólo tuviera la mitad de su sangre ya que no era hijo, como el primero, de dos de sus hermanos, se repetía a diario tales preguntas y jamás encontraba respuestas que le satisfacieran.
Yana Puma significaba «Tigre Negro», o «Pantera Negra», y era éste un nombre que cuadraba a la perfección al astuto viejo que siempre había ejercido un auténtico poder en la sombra, tanto durante el reinado de su hermano Huayna Capac, como el de su sobrino Huáscar. De él había surgido la idea de que fuera el general Atox el que se apoderara por sorpresa de Atahualpa, y quien más insistía en que se le ejecutara calladamente y sin demora para evitar que continuara poniendo en peligro la estabilidad del Imperio.
—¿Pero Molina es «Viracocha» o no es «Viracocha»? —insistía una y otra vez en cuanto se enfrentaba a Chabcha Pusí—. Tú que le conoces mejor que nadie, deberías saberlo.
—¿Cómo puedo yo, simple «curaca», inmiscuirme en los asuntos de los dioses? —Era por lo general la inevitable respuesta—. Me ordenaron traerlo al Cuzco, y le he traído. Te cuento lo que le he visto hacer con su «Tubo de Truenos» y puedo jurar que es cierto, pero la decisión de si es o no «Viracocha» tan sólo tú y mi señor el «Inca» podéis tomarla.
—Al Dios del Trueno siempre se le ha representado con figura humana y un bastón en la mano que escupe rayos…: ¿Podría ser él?
—Su bastón escupe rayos.
—¿Hará que llueva si se lo pido?
—Supongo que sí. La respuesta no aclaraba mucho, puesto que en aquella época —cuarto mes de los doce en que se dividía el calendario incaico— raro era el día que no lloviese sobre el Cuzco durante un año que se mostraba particularmente pródigo en agua… —Necesitamos que haga algo que demuestre quién es —sentenció por último Yana Puma—. Algo que no deje lugar a dudas.
—Tal vez —admitió ladinamente Chabcha Pusí—. Pero ten en cuenta que si tú, como Sumo Sacerdote del Imperio, necesitas milagros para creer en la existencia de un dios, difícilmente podrás exigir al pueblo que crea en esos otros dioses que jamás nos muestran su poder.
—Yo soy quien decide lo que el pueblo debe creer o no, porque para eso mi hermano, «Inca» Huayna Capac, me nombró «Willac Oma», máxima autoridad del Imperio para asuntos religiosos. Aquello que yo decida aceptar, ellos tendrán que aceptar; aquello que yo niegue, todos deberán negar… —Hizo una corta pero marcadísima pausa llena de intención para añadir—: ¿O acaso pones en duda la validez de los poderes que me fueron concedidos…?
El «curaca» palideció a ojos vistas porque había entendido claramente que estaba penetrando en terreno sumamente peligroso, y cambiando de actitud de forma radical, replicó con el tono más conciliador que pudo hallar:
—Hablaré con Molina. Le pediré que te muestre la magnitud de su poder.
—¿Un milagro? —inquirió el español, incrédulo—. ¿Es eso lo que pretendes de mí…? ¿Que realice un milagro para que esa vieja momia se dé por satisfecha y deje acosarme?
—«Esa vieja momia» es hoy por hoy el segundo hombre en importancia del Imperio… —le hizo notar Chabcha Pusí—. Si se le mete en la cabeza que estás mejor muerto que vivo no durarás tres días.
—¿Y qué clase de milagro pretendes que haga?
—Saca el rayo de tu «Tubo de Truenos». Eso le convencerá.
—¡De acuerdo! —admitió el andaluz con aire de fastidio—. No creo que una pequeña demostración de fuerza me perjudique. Dile a Yana Puma que por una sola vez, ¡sólo una!, estoy dispuesto a demostrar quién soy, pero que, a partir de ese momento, debe dejarme en paz o empezaré a enfadarme.
El Sumo Sacerdote aceptó a regañadientes la condición impuesta, y dos días más tarde, apenas el sol comenzó a extraer reflejos dorados del tejado de oro imitando paja trenzada del palacio de Huayna Capac, Alonso de Molina aprestó su arcabuz en el centro del gran patio interior, y aguardó paciente la aparición del «Inca» y su numerosa comitiva.
Se diría que a Huáscar no le hacía ninguna gracia la experiencia, pues se le advertía visiblemente nervioso, pese a lo cual tomó asiento con toda la pomposidad de que fue capaz en el trono que habían dispuesto para la ocasión, permitiendo que una veintena de sus más fieles consejeros y generales asistieran al acto.