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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (13 page)

BOOK: Viracocha
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Hizo su aparición el frío y comenzó a tiritar castañeteando los dientes hasta el punto en que llegó a la conclusión de que por tuerto que estuviera el oficial no podría por menos que advertir sus espasmos, y cuando el primer estornudo le subió a la nariz con lo que la dorada máscara a punto estuvo de resbalar al suelo, encomendó su alma a Dios y tanteó en busca de su espada dispuesto a vender cara su vida y llevarse por delante a unos cuantos enemigos antes de caer derrotado definitivamente.

Por fortuna la espesa cortina de agua dificultaba la visión de unos soldados que a decir verdad parecían estar únicamente atentos a los encantos de los tres «sacerdotes», que no cesaban de mariposear alegremente repartiendo caricias a destajo, conscientes como estaban de que el fin del «hombre-dios» traería aparejada de inmediato su propia desgracia.

Oscureció muy pronto y al amparo de las sombras y el saliente de rocas más de un militar dio rienda suelta a sus secretas apetencias olvidando sin duda que aquellas especiales criaturas se encontraban destinadas a satisfacer a más altos personajes, ocasión que Alonso de Molina aprovechó para abandonar su forzada postura y protegerse de la lluvia tumbándose cuan largo era debajo del palanquín.

Una hora más tarde tropa y cortejo reanudaron la marcha, los unos satisfechos por haber desfogado de forma expeditiva sus ardores, y los otros felices por haber salvado la vida y a una empapada «momia» sucia de barro que no cesaba ni un instante de estornudar sonoramente.

Al amanecer divisaron Cajamarca.

Presa de fiebres y tiritando, Alonso de Molina apenas pudo reparar ni en la ciudad ni en sus alrededores, ya que a duras penas conservaba las fuerzas necesarias corno para mantenerse medio erguido sobre las angarillas, y creyó estar soñando cuando advirtió cómo le introducían en una estancia caliente, le despojaban de las heladas ropas y le acostaban sobre una mullida alfombra cubriéndole con pieles y avivando el fuego de un brasero que no apestaba a excrementos de alpaca.

Durmió dos días seguidos salvo durante los momentos en que le espabilaban para obligarle a ingerir un brebaje repugnante, y cuando al fin recuperó la conciencia fue para encontrarse frente al familiar ceño del «curaca» cuyos ojos parecieron brillar en una sonrisa que pugnaba por mostrarse aun en contra de la expresa voluntad de su dueño.

—¡Bien venido al mundo de los vivos! —fue lo primero que dijo—. Creí que te habías tomado en serio tu papel de difunto.

—Deberíais cambiar vuestras costumbres —replicó Seriamente el español—. Incluso para un muerto debe resultar un castigo insufrible pasarse la eternidad sentado mirando al infinito… —Se palpó las nalgas—. Aún me duele el culo y confío en que no se deba a la proximidad de nuestros amigos sodomitas. ¿Dónde andan?

—Haciendo las delicias del gobernador Hanco Queché, que les ha tomado un afecto inusitado… Aparte de sus encantos habituales no cabe duda que han desarrollado una gracia especial a la hora de contar las desventuras de una «momia» resfriada.

—Debo ser el hazmerreír de la ciudad.

—Tan sólo el gobernador y sus más fieles sirvientes conocen tu existencia. Los espías de Atahualpa están por todas partes.

—¿Aún corremos peligro?

—Espero que no. En cuanto te recuperes, cien soldados nos escoltarán al Cuzco. Huáscar te aguarda.

—Te debo la vida.

—Y yo a ti… Y no olvides que lo hago porque el «Inca» me lo ordena, mientras que tú obraste por tu cuenta. —Extendió la mano y apretó el brazo del andaluz en el ademán más tierno y humano que había tenido nunca—. Te aprecio mucho —dijo.

—Yo también —replicó el español en idéntico tono—. Después del negro Ginés, eres el mejor amigo que he tenido. Si alguna vez te rieras, serías perfecto.

—Tal vez algún día vaya a tu tierra donde al parecer la gente se ríe aunque no coma… —Apartó la mano como si aquel simple contacto hubiera sido la máxima expresión de su forma de sentir y en cierto modo le avergonzara haberla exteriorizado—. Sentado aquí, observándote, me he preguntado si tendría el valor suficiente como para ir a conocer ese extraño mundo del que tanto me hablas, pero debe estar muy lejos…

—Yo he venido.

—Somos distintos —puntualizó el «curaca»—. Por lo que sé de ti, el lugar donde naciste es tan sólo un recuerdo al que poco más te ata. Eres como esas plantas de los desiertos de la costa que jamás echan raíces y logran sobrevivir de la niebla allí donde las deposita el viento. Para mí la tierra lo es todo y lejos de ella me marchito y me quiebro como un tallo de maíz a destiempo. Sé que pasaré el resto de mi vida soñando con visitar tu país y ver de cerca un caballo, una rueda o un libro, pero también sé que jamás reuniré el valor suficiente como para abandonar a mi familia y emprender el viaje. —Hizo una corta pausa y se podría asegurar que sonreía—. De todas formas gracias por enseñarme a soñar con tales cosas…

—Nunca me has hablado de tu familia —le hizo notar Alonso de Molina—. ¿Tienes hijos?

—Nueve… —fue la orgullosa respuesta—. Nueve hijos y cuatro esposas. La última, Naika, es más joven que tres de mis hijos… Y la criatura más hermosa que existe.

—A nosotros tan sólo nos está permitido tener una esposa —le hizo notar el andaluz—. Siempre la misma, para toda la vida.

—¿Y cuando envejece? —se sorprendió el «curaca»—. ¿Qué hacéis con ella?

—También el hombre envejece al mismo tiempo.

—Eso no es cierto —sentenció el indígena—. La mujer, por culpa de los hijos y el trabajo envejece muy pronto. Al igual que se hace adulta más joven, su vida sexual acaba antes, pero no por eso debe dejar de ser querida y respetada. Cuando ya su energía se agota, pasa a convertirse en la dueña de la casa, la suprema autoridad doméstica, pero acepta —e incluso a menudo agradece— que una esposa más joven venga a ocuparse de atender las necesidades del hombre y ofrecerle nuevos hijos.

—En mi país eso nadie conseguiría entenderlo.

—Por lo que veo os reprimen en demasiadas cosas. No me sorprende que os lancéis a la guerra y la conquista de otras tierras. El hombre a quien le esperan muchos hijos y una esposa como Naika siente mucha más necesidad de regresar a casa que quien se encuentra solo. ¿Nadie te espera en Úbeda?

—Nadie. —¿Por qué? —Me fui a la guerra muy joven.

—Mal hecho. La guerra debe ser cosa de hombres maduros que hayan traído hijos al mundo… Dejarse matar sin tener descendencia es tanto como arrancar una planta antes de que florezca. Si muriera mañana mi ciclo natural estaría cumplido, pero si muriera uno de mis hijos algo quedaría en el aire. Aquí, cuando un muchacho cumple dieciocho años sin haber elegido esposa se le asigna una obligatoriamente. Los hijos de padres jóvenes son más sanos y fuertes que los de padres maduros.

—Y el Imperio necesita hombres fuertes… —puntualizó intencionadamente Alonso de Molina—. Ni una hoja se mueve entre vosotros si no es en función de la mayor gloria del «Inca». —Agitó la cabeza como tratando de desechar una amarga pesadilla—. Anoche soñé con Guzmán Bocanegra. Le vi tan claramente como te estoy viendo ahora. Le tenían encerrado en una especie de mazmorra. ¿No será eso también lo que me reserva el «Inca»?

—¿Por qué habría de hacerlo?

—No lo sé, pero tal vez tú lo sepas. —Hizo una corta pausa—. Estuve pensando en ello: si unos hombres extraños a los que algunos pudieran considerar semidioses 11egaran a mi país, el Emperador quizá no se atreviera a matarlos, pero procuraría mantenerlos a buen recaudo… Es posible que Huáscar haya capturado a Bocanegra y ahora me quiera a mí.

—Te aseguro que cuando salí de Cuzco nada se sabía del tal Bocanegra. Tú eras el primer «Viracocha» de que se tenía noticias.

Alonso de Molina observó al «curaca» como si pretendiera leer en el fondo de su mente, y por último asintió convencido:

—Te creo. Es muy posible que entonces no se supiera nada… o que a ti no te lo dijeran. Pero ha pasado mucho tiempo desde entonces…

—Sí —admitió el indígena—. Ha pasado mucho tiempo… Y muchas cosas: la peor de ellas es que has hecho caso de las fantasías de un loco. —Lanzó un sonoro, soplido de cansancio—. Te consideraba un hombre inteligente y razonable; alguien de quien se podían aprender muchas cosas, pero últimamente me estás decepcionando.

—¿Por creer en lo que vi con mis propios ojos?

—¡Tú no viste nada! —se impacientó el «curaca»—. No fue más que un burdo truco de enredador; lo sé por experiencia. Naika era tan sólo una niña sobre la que apenas me atrevía a poner los ojos cuando visité a un «Hijo del Trueno», que me hizo creer que me amaba y deseaba ser mi esposa. Pero ahora me siento como si hubiera robado un objeto que nunca debió pertenecerme.

El español experimentó una profunda ternura por aquel hombre excepcionalmente sensible.

—¡Lo siento! —musitó.

—No tienes que sentir nada —fue la áspera respuesta—, Naika se esfuerza por hacerme feliz a su manera y a veces lo consigue. Lo que en verdad importa, es que no le des más vueltas a ese asunto… Y, sobre todo, que no se te ocurra comentarlo delante del gobernador.

Resultó evidente que la presencia del inmenso «Viracocha» de ojos de agua y voz de tormenta inquietaba profundamente al obeso Hanco Queché, gobernador de Cajamarca, ya que tomó asiento muy rígido no lejos de la puerta, mientras sus deformadas y larguísimas orejas se agitaban como las de un vicio elefante que temiera un ataque.

Los múltiples anillos de oro que colgaban al final de los lóbulos tintineaban de continuo produciendo una musiquilla que acababa volviéndose obsesiva, y al cuello lucía una esmeralda tan enorme que al andaluz le costó trabajo aceptar que fuera auténtica.

—El «Inca» Huayna Capac permitió que me quedara con ella cuando derroté a los «aucas» —dijo—. Constituía el distintivo de su jefe y se aseguraba que al este de donde habitaban se encuentran por docenas.

—¿Dónde es eso? —Al norte del gran río que parte en dos el mundo. —Irguió el pecho con lo que pareció aumentar el volumen de su abultada barriga de cerdo bien cebado—. Cuando era joven comandé el ejército que más lejos penetró nunca en las selvas de Oriente. —Pretendía impresionar a sus interlocutores y tal vez vencer sus propios miedos relatando sus antiguas proezas, por lo que añadió sin dar ocasión a que nadie le interrumpiera—: Cuatro mil hombres descendimos por el cañón del Urubamba y más allá de su confluencia con el Apurímac la corriente se hizo tan ancha que pudimos construir balsas y embarcarnos, aunque cuatro naufragaron y perdimos más de cien hombres. Quince jornadas después llegamos al gran río donde, comenzaron las luchas con los «hombres-monos» que reducen las cabezas de sus víctimas al tamaño de un puño, y los «hombres-caña» que matan soplando un corto dardo envenenado. Pero aún éramos fuertes y seguimos adelante hasta que el inmenso río tomó la anchura del mar y, tragó tres nuevas balsas. Fue entonces cuando nos adentramos en uno de sus afluentes imaginando que podría llevarnos por el Norte hacia Quito y mantuvimos los más duros enfrentamientos con los «aucas». Cuando ordené volver quedamos trescientos, pero durante el viaje de regreso murieron la mayoría. De cuatro mil sobrevivimos veintitrés… —Hizo una pausa y tras observar a Molina con aquella especie de temor supersticioso que no conseguía abandonar añadió quedamente—: Un prisionero me contó que muy al Norte, más allá del país de las esmeraldas, había visto a un hombre blanco de larga barba y ropas de metal con un «Tubo de Truenos» que mataba de lejos… ¿Eras tú acaso?

—No. No era yo, pero pudo ser muy bien un español de Nueva Granada o Tierra Firme… Algunos navegantes aseguran que al otro lado del continente desemboca un río tan ancho como el mar… Tal vez sea el que tú seguiste.

—Ese río no desemboca en parte alguna —sentenció Hanco Queché convencido—. Los salvajes aseguran cae por un abismo que es el confín del mundo.

—Lo mismo creían mis abuelos de la Mar Océana —admitió Alonso de Molina—. Pero resultó que no era cierto; el mundo no acaba nunca: es redondo.

—¿Cómo has dicho? —se asombró el adiposo gobernador de Cajamarca.

—Que el mundo es redondo —le aclaró Chabcha Pusí por si temía haber entendido mal—. Según él es una bola inmensa mucho más grande que la luna.

—¡Ya…! ¿Y quién la sostiene: Pachacamac o «Viracocha»?

—Nadie —replicó el español serenamente—. Flota en mitad de la nada y gira en torno al Sol.

Hanco Queché permaneció unos instantes pensativo contemplándose absorto la punta de las sandalias, y por último se puso en pie pesadamente y se encaminó con paso bamboleante a la salida.

—He de irme —dijo—. Graves asuntos me aguardan. Considérate en tu casa.

Salió con el aire altivo de quien por exceso de dignidad no quiere sentirse ofendido, y tras un largo silencio Chabcha Pusí alzó el rostro hacia el andaluz y comentó con acritud:

—Te lo advertí: no todos tienen mi paciencia… Tan sólo te faltó contar que una vez te subiste a uno de esos elefantes que son tan grandes como esta habitación y pueden con media docena de hombres… ¡Nos buscarás la ruina!

L
e despertó un alarido de dolor que le obligó a dar un salto colocándose de inmediato a la defensiva empuñando la espada.

Durante unos instantes que se le antojaron una eternidad permaneció muy quieto tratando de adaptarse a la oscuridad y aguardando un ataque, pero éste no llegó y resultó evidente que no había nadie más en la habitación y el grito había llegado de la estancia vecina.

Se escucharon voces, luego alguien trajo una luz, y penetró en la amplia sala contigua al tiempo que Chabcha Pusí, Hanco Queché y un grupo de sirvientes y soldados, lo hacían por la otra puerta. Tendido en el suelo en mitad de un charco de sangre, con el vientre abierto y los intestinos fuera, el más joven de los homosexuales agonizaba, con un ronco estertor y los ojos dilatados de espanto.

Cuando se arrodillaron frente a él, se volvió a mirar a Alonso de Molina, y podría creerse que por unos instantes su crispada expresión se relajaba.

—Quería matarte —musitó roncamente—. No sabía que eres un dios y quería matarte, pero yo te velaba.

—¿Quién? —La voz de Hanco Queché mostraba a las claras la magnitud de su ira—. ¿Quién era? Di. ¿Lo conoces…?

El moribundo negó muy lentamente. La vida se le escapaba a borbotones, y el dolor convertía su rostro en una auténtica máscara. Cerró los ojos, aspiró hondamente, extendió una mano ensangrentada hasta rozar la de Alonso de Molina, y con un hilo de voz susurró apenas:

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