El Camino Real presentaba un aspecto bien distinto a los desolados paisajes que habían recorrido hasta el momento. A medida que avanzaban hacia la capital del Imperio la actividad humana iba creciendo a ojos vistas, y extraño resultaba por tanto que transcurriese más de una hora sin cruzar frente a algún minúsculo poblado, una vivienda aislada, el refugio de un corredor «chasqui» o algún viandante que de inmediato se echaba a un lado inclinando respetuosamente la cabeza al paso del cortejo.
—Tengo pis.
Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, que trotaba a su lado alzó desalentado el rostro.
—¿Qué has dicho? —quiso saber.
—¡Que me estoy orinando…! Llevo cuatro horas aquí arriba y ya no aguanto. O se paran o les meo en la cara.
—¡Pues sí que estarnos buenos…!
Tuvieron que apartarse del sendero buscando unas rocas que les protegieran de la curiosidad de los extraños, y Alonso de Molina saltó rápidamente a tierra, se desahogó contra un matojo con un sonoro suspiro de satisfacción y paseó luego de un lado a otro, buscando estirar unos músculos que amenazaban con agarrotárseles.
Constituían en verdad una visión esperpéntica, cubierto con una túnica que le tapaba apenas las rodillas, paseando como un oso enjaulado y observado con cara idiotizada por unos perplejos porteadores que jamás pudieron imaginar que algún día se convertirían en forzados protagonistas de tan pintoresca aventura.
El trío de homosexuales por su parte parecía ser el que más a fondo disfrutaba del sorprendente viaje, tanto por lo excitante que resultaba transportar a semejante ejemplar de hombre por medio país, como por el hecho de que estaban convencidos de que el «Inca» Huáscar sabría recompensarles por su esfuerzo y valor proporcionándoles un nuevo destino en algún hermoso templo del Cuzco, sin obligarles a regresar a unas soledades en las que raramente recibían visitas que pudieran considerar «reconfortantes».
De virtuales desterrados en un minúsculo y perdido templo de Pachacamac pasarían a convertirse en los «héroes» que habían osado desafiar las iras del temible Atahualpa, y en los únicos miembros de su casta que hablan mantenido una auténtica relación personal con el «Viracocha» de la espesa barba y el «Tubo de Truenos».
Cuando fueran muy viejos y sus carnes hubieran perdido ya la tersura y morbidez que atraía a los poderosos, éstos continuarían buscando aún su compañía aunque tan sólo fuera para que les contasen una vez más la excitante historia de cómo habían salvado a un «hombre-dios» de las garras de un cruel bastardo de instintos asesinos.
Por su parte, Chabcha Pusí no parecía compartir en absoluto el frívolo entusiasmo de los inconscientes sodomitas, convencido como estaba, dado su firme y pertinaz pesimismo, de que antes o después los soldados descubrirían el burdo engaño y acabarían despellejados en mitad de la plaza de Quito.
—La crueldad de Atahualpa es tristemente famosa en el Imperio —señalaba una y otra vez amargamente—. Le gusta ver sufrir a sus víctimas durante días, e incluso hay quien asegura que los gritos de agonía le excitan a la hora de hacer el amor.
Alonso de Molina, que había sido involuntario testigo en infinitas ocasiones de las abundantes muestras de gratuita vesania de que hacían gala algunos capitanes españoles en su trato con los nativos, había aprendido a aborrecer visceralmente cualquier tormento que se infligiera a un ser humano, y comenzaba a despreciar por tanto íntimamente a un hombre que había convertido la tortura en una forma de entender la justicia, el poder y vida.
Tal vez su hermano no fuera en esencia diferente a la hora de aplicar castigos, pero al menos —y atendiendo a lo que el «curaca» había contado—. Huáscar se limitaba a actuar según las normas heredadas de sus antepasados, sin que aparentemente se complaciera en el hecho de presenciar la agonía de sus victimas.
—Háblame de Huáscar —dijo de pronto.
—¿De Huáscar? —se sorprendió el indígena—. ¿Qué quieres que te diga?
—Me gustaría que me contases algo más sobre él para saber a qué atenerme cuando me encuentre en su presencia —señaló el español—. Es muy posible que para entonces él ya sepa muchas cosas sobre mí.
—¿Cómo puedo yo, miserable «curaca», hablarte de la magnificencia de un dios? Sus ojos son como oscuros topacios refulgentes y de todo él emana una fuerza magnética heredada de su padre Huayna Capac que la recibió a su vez del Sol que es quien todo lo puede. Cuando toma asiento en un trono de oro y te observa, un escalofrío te recorre el cuerpo de la nuca a los talones y tiemblas de terror aguardando la muerte.
—Sé lo que es eso —admitió el español—. Una vez asistí a una audiencia del Emperador y experimenté algo semejante, aunque llegué a la conclusión de que se trataba únicamente de la impresión causada por la teatralidad con que el poder acompaña sus actos. En el fondo, y despojándole de sus atributos, aquél no era más que un hombre cansado y aburrido que prestaba más atención a sus perros que a sus súbditos.
—¿Cómo es?
—¿El Emperador? Alguien a quien el destino se encaprichó en proporcionarle mucho más de lo que a todas luces merece. Su madre era una loca de atar y su padre un bello imbécil y sin embargo se comporta como si la Tierra y la Luna no bastaran para cantar sus glorias. Los mejores soldados de este siglo le ofrecen a diario nuevos reinos, pero en el fondo los desprecia y en sus cárceles se pudren muchas veces aquellos a quien les debe todo.
—Hablar así aquí te costaría la vida.
—Y allí también y fue por eso quizá por lo que decidí marcharme. Matar y morir por un ideal compensa a veces, pero después de tanta lucha y sufrimientos llegué a la conclusión de que le estaba ofreciendo las margaritas de mis mejores años a los cerdos, y nadie…, ¡y el Emperador menos que nadie!, se merecía una sola gota más de mi sangre o mi sudor.
—Me das miedo. A veces, cuando hablas así, me asustas.
—¿Por qué? ¿Porque destruyo los esquemas sobre los que forjaron tu vida? También destruyo los míos desde luego, pero las largas noches de hambre y frío, y el abandono en que nos dejaron en la isla del Gallo me enseñaron que los poderosos se limitan a jugar con nosotros sin respetar norma alguna, y por lo tanto su propio comportamiento nos libera de nuestros juramentos. Quien me negó un pedazo de pan no se merece que le ofrezca un reino, y al poner pie en esta tierra rompí completamente las cadenas que me unían al Emperador. Por mí puede irse al infierno.
—¿Y piensas someterte a las normas del «Inca»?
—¿Crees que he venido a cambiar de tirano? Si Huáscar es como dices, obtendrá mi respeto, pero no mí sumisión. Conoceré vuestro país y si me acepta como huésped tal vez me quede un tiempo… Luego continuaré mi camino en busca de otros paisajes y otras gentes o volveré a mi casa el día en que sepa que el Emperador está muerto y enterrado.
—¿Y qué cambiará con eso? El que le suceda hará lo mismo.
—En ese caso me marcharé de nuevo.
—Nadie puede pasarse la vida huyendo eternamente —sentenció el «curaca» con firmeza—. Y si los dioses hubieran preferido que no tuviéramos amos, nos habrían hecho nacer en las selvas, donde los hombres son apenas algo más que simples bestias en continua lucha con fieras y serpientes. Si pretendo que un ejército proteja mi ciudad, un juez castigue a quien me ofende, un ingeniero construya los puentes que debo atravesar y un sacerdote oficie mis funerales, debo aceptar que una autoridad suprema controle todo eso, y esa autoridad no puede ser otra que un «Inca».
No estaba en el ánimo de Alonso de Molina ejercer de revolucionario o cambiar de algún modo las firmes convicciones de su compañero de fatigas, y aun a pesar de que en ocasiones discutieran, respetaba los criterios del «curaca» consciente como estaba de que la rígida estructura social en que había nacido y se había educado no le permitiría nunca actuar de otra manera.
Por lo que estaba viendo, el Imperio incaico había sido edificado sobre unas bases tan firmes como los cimientos de sus prodigiosos edificios, y su estructura piramidal inamovible ofrecía menos fisuras que las compactas piedras con que habían sido construidos. Nada parecía allí confiado al azar, y podría llegar a creerse que las leyes y normas de comportamiento habían sido creadas con anterioridad al hombre, y éste había llegado mucho más tarde para adaptarse a ellas. Aquélla no era una sociedad diseñada según las necesidades de unos determinados seres, sino unos seres acoplados a una determinada sociedad.
La mejor prueba de ello la tuvo dos días más tarde cuando se cruzaron en el camino con todo un pueblo que avanzaba en silencio y cabizbajo —hombres, mujeres, niños y ancianos—, cargando a duras penas hasta con el último de sus enseres y arrastrando tras ellos sus pobres reatas de animales en una obligada mudanza colectiva ordenada por la indiscutible autoridad del «Inca».
—¿Por qué?
—Razón de Estado —fue la sorprendente respuesta del «curaca»— Cuando un pueblo recientemente conquistado se muestra rebelde o no adopta con la suficiente rapidez nuestras costumbres, se le trae al corazón de tierras que ya pertenecen al Incario desde antiguo, intercambiándolo con los habitantes de otro pueblo que, como éste, siempre ha sido fiel. De ese modo, los rebeldes, al encontrarse lejos de su entorno acaban integrándose al medio, mientras que los que han sido trasladados colonizan las nuevas tierras e irradian su influencia a las tribus vecinas.
—Arrancar por la fuerza de su lugar de origen a todo un pueblo constituye a mi modo de ver un premio un tanto injusto a una fidelidad de siempre.
—Acatar una orden del «Inca» constituye en sí mismo un premio.
—Sus rostros no demuestran que les haga felices. —Nadie puede amar a su tierra, su casa o su familia más de lo que ama al «Inca», y por lo tanto, pasado el primer momento de nostalgia se sentirán dichosos sabiendo que su esfuerzo y sacrificio resultan gratos a los ojos de Huáscar.
Alonso de Molina se preguntó si realmente el «curaca» creía que llegaría el momento en que aquellos desgraciados dejarían de sentir nostalgia por sus casas y sus tierras; unas tierras que ahora comenzaban a aparecérsele como realmente hermosas, ya que la puna iba dando paso, poco a poco, a paisajes mucho menos inhóspitos.
Fértiles valles surgían de improviso ante su vista al coronar una colina o doblar un recodo del sendero, y cada metro de terreno útil parecía haber sido cultivado con idéntico mimo que el más primoroso jardín de Aranjuez, mientras oscuras chozas de techo de paja se desparramaban junto a cristalinos arroyos o diminutos bosques que las protegían del helado viento de la sierra. Las desérticas inmensidades de silencioso vacío se alternaban con núcleos de población en los que el aire parecía espesarse y olía a comidas y fuego de leña, y a menudo, en los atardeceres, descendía de la montaña el melancólico sonar de un caramillo de pastor que parecía anunciar el final de la jornada.
Las tórtolas le disputaban el cielo a los lejanos cóndores, los diminutos colibríes manchaban de color los verdes campos, y cuando sobre la cima de una roca hacía su aparición la imponente silueta de una inexpugnable fortaleza, se tomaba conciencia de que verdaderamente existía el poderoso Imperio del que Chabcha Pusí tan orgulloso se sentía, y en el que unos sencillos ciudadanos trabajaban en paz bajo la protección de un bien organizado ejército.
Cuadrillas de obreros mejoraban continuamente la calzada, rebaños de llamas cargadas de grano transitaban sin cesar de un lado a otro, y altivos puentes de madera y cuerda salvaban los abismos contribuyendo a dar sensación de que aquél era un inmenso país en el que todo funcionaba con la mecánica precisión de una máquina perfectamente engrasada.
No había mendigos; ni uno solo de aquellos implorantes pordioseros que infestaban los caminos de Europa, tampoco holgazanes que gandulearan a la sombra de un arbusto, pues hasta los niños parecían tener asignada obligación de cuidar del ganado o ayudar a sus padres en las labores del campo, y tan sólo algunos ancianos ya impedidos permanecían muy quietos observando el paso del cortejo con la espalda apoyada en un muro y el aire ausente de quien se encuentra ya más al otro lado de la raya que de ésta, mientras sus curtidos rostros marcados por mil soles aparecían surcados por grietas tan profundas que recordaban de inmediato la accidentada tierra en se habían hecho tan asombrosamente viejos.
L
a columna de soldados hizo su aparición a media tarde, bajo un cielo encapotado y negro y en mitad de una ancha llanura que no ofrecía más lugar para esconderse que un saliente de rocas a medio centenar de pasos del camino.
Venían del Sur y los mandaba un oficial al que faltaba un ojo, reventado sin duda por una cuchillada que le había dejado una profunda cicatriz que le marcaba de la frente a la barbilla.
Resultaba imposible evitarles saliéndose del sendero sin levantar sospechas, por lo que el «curaca» suplicó a Alonso de Molina que permaneciese más quieto que nunca, ordenando al propio tiempo a los porteadores que avivaran el paso procurando cruzar lo más aprisa posible.
El oficial les detuvo sin embargo con gesto autoritario, saludó respetuosamente al «difunto» y comenzó a hacer preguntas sobre las razones del viaje, la ruta que habían traído y las personas con las que se habían tropezado a lo largo del camino.
Fue entonces cuando descargó la tormenta con toda su furia de agua y su fragor de truenos y centellas, y casi de inmediato soldados, maricas y porteadores corrieron a buscar refugio bajo el estrecho saliente de rocas, abandonando en mitad de la calzada las angarillas sobre las que se sentaba una «momia» a la que en buena lógica no debía importar gran cosa empaparse.
Chabcha Pusí dudó, observó al español que ni a pestañear osaba, y optó por seguir al tuerto al minúsculo refugio, consciente de que nada podía hacer más que alertar a los soldados si se mantenía al descubierto.
Allí se quedó por tanto Alonso de Molina, estatuario bajo el diluvio, y ciego y sordo a los rayos que parecían buscarle, contemplado por los indiferentes soldados y los divertidos porteadores que parecían estar aguardando a que en cualquier instante una descarga eléctrica acabara pulverizando su valor para obligarle a remangarse las cortas faldas y echar a correr puna adelante ante el pasmo de la aterrorizada tropa.
No le faltaron ganas ciertamente, y se vio en la necesidad de echar mano de todo su coraje para mantenerse inmóvil en su papel de difunto amortajado, preguntándose si no resultaba aquélla una forma ridícula y absurda de acabar para un esforzado capitán español que se había enfrentado mil veces a la muerte con las armas en la mano.