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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (4 page)

BOOK: Viracocha
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Desenvainó el acero y lo esgrimió amenazante, permitiendo que brillara a la tenue luz de la hoguera.

—¡Alto ahí! —gritó—. Un paso más y no respondo. Al que se acerque lo atravieso…

El pánico, o el desconcierto, cundió por unos instantes entre los intrusos, que se detuvieron como clavados en la noche, pero al poco se dejó sentir un cuchicheo y de nuevo avanzaron penetrando en el campo de luz de la hoguera.

Asombrado, Alonso de Molina descubrió que se trataba de mujeres; media docena de sucias y desgreñadas nativas de aspecto repelente, que a medida que se aproximaban alzaban más y más sus mugrientos vestidos mostrando provocativamente sus vergüenzas. Algunas incluso chistaban o emitían extraños sonidos agitando rápidamente la lengua, y por unos segundos el desconcierto del español fue tan profundo, que no acertó a reaccionar dudando entre liarse a mandoblazos o echar mano a sus ropas y correr con el culo al aire en busca del seguro refugio del fortín.

Le salvó sin embargo la presencia de Chabcha que comenzó a arrojar piedras a las intrusas tachándolas de «Puercas Hijas de Sopay» y amenazando con ordenar a los soldados que les aplastasen la cabeza con sus mazas si no desaparecían de su vista de inmediato.

Cuando, ya satisfechas sus necesidades, el andaluz penetró de nuevo en el salón central del «tambo» tuvo que soportar malhumorado las burlonas miradas de todos los presentes mientras el «curaca» comentaba mordaz aunque sin aparente ánimo de herirle:

—Probablemente creyeron que todo en tu cuerpo está en proporción a tu estatura y te siguieron…

—Pues a punto estuvieron de darme un susto.

—Peor hubiera sido que llegaran a atraparte. Casi todos los miembros de esta tribu transmiten el «Mal».

—¿El «Mal»? ¿Qué «Mal»?

—El «Mal» de las mujeres. La marca que Sopay, el espíritu demoníaco, imprime a sus discípulas. Esconde su fuego en lo más íntimo de su cuerpo y tras haber tenido trato con ellas a los hombres se les comienza a llagar el sexo. Luego el «Mal» se extiende cubriéndolos de pústulas apestosas, el cabello se cae a puñados, muchos se quedan ciegos y acaban muriendo entre horribles dolores.

—¡Santo cielo! —exclamó el español, impresionado—. Eso aplaca los ímpetus amorosos con mucha más eficacia que el infierno con que amenazan los curas. ¿Y no existe remedio contra ese mal?

—Algunos curanderos consiguen combatirlo a base de hongos y conjuros, pero lo cierto es que, en la mayor parte de los casos, el que fornica con una elegida de Sopay acaba muriendo de esa forma. Antes de tocar a una mujer asegúrate de que es limpia, no se acuesta con demasiados hombres, no presenta pústulas, ni se le cae el cabello sus dientes se mantienen firmes en las encías.

—Parecerá que estoy tratando de comprarle un burro a un gitano… —se lamentó Molina—. En Túmbez tuve tratos con seis o siete mujeres… ¿Cómo puedo saber si eran o no discípulas de Sopay?

—En Túmbez el «Mal» no abunda. Sólo algunas prostitutas lo padecen, pero las prostitutas están obligadas a vivir lejos de la ciudad y no suelen acostarse más que con «chasquis» y soldados…

Esa noche, tendido en una estera de la más protegida de las estancias del fortín, Alonso de Molina pasó recuento al agitado día y cuanto había visto o escuchado, y una vez más llegó a la conclusión de que merecía la pena haber tomado la decisión de pedirle a Pizarro que le permitiese quedarse para siempre en el reino que acababan de descubrir, y que algún día el impulsivo extremeño pretendería conquistar.

Al igual que era cosa sabida que el anciano analfabeto jamás se cansaría de luchar o alimentar el insaciable fuego de su ambición, él, Alonso de Molina, natural de Úbeda, capitán y bachiller, intérprete y avanzadilla de cuantas expediciones armadas tomó parte a lo largo de su más que azarosa existencia, aborrecía la idea de seguir matando, y no ambicionaba más riquezas ni más tierras que las que le aguardaban si algún lejano día decidía regresar a su casa.

Así como en un tiempo su espíritu se alimentó del estudio de los libros y las lenguas, ahora su más íntima satisfacción se centraba en aquel vagar por países ignorados, consciente de que se convertía en el primer europeo al que se le brindaba la oportunidad de desvelar libremente los secretos del Nuevo Mundo. Conquistar y destruir tal como hicieran Cortés o tantos otros capitanes españoles, a muchos de los cuales incluso secundara en un tiempo, ya no le apetecía, al igual que tampoco le hubiera apetecido volver a poseer por la fuerza a una mujer.

Luchar en una docena de batallas y haber atravesado a un centenar de indígenas nada positivo le había aportado nunca; al menos nada que pudiese compararse a la sensación de saber que era la primera vez que un hombre de su raza ascendía por aquel empinado sendero rumbo a la más alta cordillera de la Tierra, en cuyo centro se alzaba una ciudad sagrada que nadie conocía.

—«Manco Capac: la construyó a las puertas del cielo donde habita su padre…»

Las palabras del severo «curaca» aún resonaban en sus oídos junto a los relatos de quienes en Túmbez aseguraban que el palacio del «Inca» refulgía de oro del techo a los cimientos, pero aunque aquél no fuera un oro que despertase en absoluto su avaricia, sí era en verdad un oro que avivaba el fuego de la curiosidad.

—«Esa incansable curiosidad será tu perdición…», solía decirle su abuelo cuando al fin se cansaba de responder a sus preguntas, pero aunque hubieran transcurrido treinta años desde entonces, el vicio seguía siendo el mismo y el ansia de aventuras, más que de gloria o de riquezas, le había impulsado a atravesar la Mar Océana y a seguir a Pizarro hasta la malhadada isla del Gallo.

Se durmió imaginando los mil prodigios de los que sería testigo a partir del momento en que comenzaran a ascender hacia la fastuosa cordillera que se alzaba a las puertas del «tambo», y abrió los ojos cuando la primera claridad del alba pretendía hacer su aparición sobre las más altas cumbres.

Dos centinelas dormitaban arrebujados contra el muro, junto a los rescoldos de la hoguera, y las nieves perpetuas de los inmensos picachos destacaban en la distancia reflejando los primeros rayos de un sol que parecía tener allí más prisa por nacer que en ninguna otra parte del planeta.

Le fascinaba la rapidez con que surgía o se ocultaba el sol en aquel continente, acostumbrado como estaba a contemplar de niño los lentos atardeceres en compañía de su abuelo, y le asombraba también la rigurosa puntualidad con que la jornada se dividía en dos partes iguales sin que le afectaran los cambios de estación evocando los, larguísimos días de verano allá en los campos de Úbeda, y las inacabables noches de invierno de sus años de Flandes.

Todo era diferente y amaba aquella eterna sorpresa que espoleaba de continuo sus sentidos, puesto que incluso el olfato descubría a cada paso nuevos aromas embriagantes y el oído captaba sonoridades a menudo tan distintas como la de la melancólica flauta que comenzaba a resonar en la distancia.

Venía de arriba, de muy lejos, cabalgando sobre la suave brisa que descendía de las cumbres, y era como un canto de saludo al día que llegaba; una bienvenida a la vez esperanzada y triste; un despertar a la vida y el trabajo diarios, o un réquiem por la larga y oscura noche que había muerto.

Respiró hondamente y le pareció descubrir que aquel aire húmedo, cristalino y perfumado, era el que había estado buscando desde que tenía uso de razón.

«Éste es mi mundo —musitó para sí—. Aquel por el que quise abandonar mi casa».

Iniciaron el ascenso con frío aún en los huesos, pero pronto el sudor comenzó a chorrearle por la espalda y al poco le asombró la agilidad de aquellos hombrecillos incansables que trepaban por el serpenteante y empinadísimo sendero con la misma facilidad con que recorrían los llanos, mientras que a él cada vez le costaba más trabajo respirar un aire que parecía empobrecerse a medida que se iba haciendo más limpio.

La costa había quedado atrás definitivamente y cuando se detenía a descansar y se volvía a mirar desde el borde del camino, se maravillaba al advertir la perfecta exactitud con que el desierto se encontraba encajonado entre el gris océano y el pie de las montañas como una sucia franja de detritus que la Naturaleza se hubiera encaprichado en colocar para diferenciar dos universos absolutamente dispares.

Al doblar un recodo le divirtió descubrir que la totalidad de sus acompañantes se habían adelantado permitiendo que el helado chorro de agua de un manantial que surgía de las rocas les empapara por completo mientras se frotaban con fruición los cuerpos y las ropas.

—¡Ven tú también! —le señaló el «curaca» haciendo grandes aspavientos—. No es bueno que ni una gota de polvo de esa tierra maldita, guarida de Sopay, nos acompañe arriba.

Lavaron incluso las sandalias aquellos que las tenían, y como si fuera el punto exacto que marcaba la frontera entre costa y montaña, cruzaron una estrecha garganta, y el desierto y el mar se perdieron para siempre a sus espaldas.

Se detuvo un instante alzando el rostro hacia la cumbre de un picacho que parecía acariciar el cielo con sus nieves y le asaltó la angustiosa pero reconfortante sensación de que acababa de dejar definitivamente atrás toda su vida y su pasado y ya jamás volvería a ser «El Capitán» Alonso de Molina.

C
uando un «chasqui» se aproximaba a la carrera con sus características cintas multicolores al viento, los viajeros se apartaban respetuosamente dejando libre el paso, pues severísimas penas aguardaban a quien cometiese el grave delito de interponerse en su camino, retrasarle o dirigirle tan siquiera la palabra.

Los «chasquis» habitaban en minúsculas chozas al borde de las principales rutas del Imperio, a veces casi a la vista unas de otras, y su única misión consistía en aguardar pacientemente durante días y semanas a que un compañero hiciese su aparición transmitiéndole un mensaje palabra por palabra, para reemprender de inmediato la carrera memorizando una y otra vez el texto sin cambiar una letra.

De ese modo, las noticias y las órdenes podían recorrer largas distancias en muy corto espacio de tiempo, y desde su palacio del Cuzco el «Inca» permanecía siempre informado de cuanto ocurría en la inmensidad de sus vastos dominios.

Pero en aquella ocasión, a la caída de la tarde, y mientras ascendían por una escalinata de piedra tallada en la roca con más que infinita paciencia, el corredor que llegaba de Túmbez no les sobrepasó, sino que preguntó directamente por Chabcha Pusí, lo apartó unos metros y recitó de carrerilla el mensaje que le habían transmitido y que repetía por última vez con la obligación de olvidar de inmediato.

El rostro del «curaca», ya de por sí inexpresivo, pareció transformarse súbitamente en una máscara de piedra, y tras despedir al «chasqui» con un leve gesto de la mano, permaneció largo rato meditabundo antes de aproximarse con marcada lentitud al español y comentar con voz ronca:

—Tengo malas noticias para ti. Muy mala…: Chili Rimac, ha mandado matar a tu amigo negro y lo ha convertido en «runantinya».

Alonso de Molina experimentó un vahído, un hierro al rojo vivo pareció atravesarle las entrañas, y tuvo que tomar asiento pesadamente en un peldaño para evitarse rodar escaleras abajo.

—¡Cristo misericordioso…! —sollozó—. ¡No es posible! ¡No es posible…! Ese pobre negro jamás le había hecho daño a nadie.

Ocultó el rostro entre las manos, y tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para evitar que le vieran llorar, porque había compartido con Ginesillo años de correrías y aventuras; borracheras y batallas; hambres; frío y mujeres, y era tan grande la amistad que les unía, que el negro no había dudado un instante a la hora, de seguirle en aquella loca idea de quedarse en un país extraño para siempre. Más que amigo o compañero de armas lo consideraba casi un hermano, y era ya el único vínculo de unión que le ligaba a España y a todo cuanto había constituido su pasado.

Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, tomó asiento en un escalón superior y permaneció en silencio, respetuoso y circunspecto, consciente al parecer de la profundidad del dolor que aquel extraño ser, mitad dios mitad hombre, parecía estar experimentando. Cuando él alzó el rostro para inquirir simplemente: «¿Por qué?», se encogió de hombros y extendió las manos con las palmas hacia arriba como queriendo demostrar la intensidad de su ignorancia.

—Tal vez le daba miedo su piel negra; tal vez lo mandó matar por pura superstición, o tal vez deseaba una «runantinya» que nadie más tuviera en este mundo… Tiene sangre real y por lo tanto tan sólo al «Inca» debe darle explicaciones de sus actos.

—¿Qué es una «runantinya»?

El otro pareció dudar, pero al fin, con notable esfuerzo y desagrado, replicó:

—Una especie de tambor que se fabrica con la piel de los enemigos que han sido importantes… El trofeo más preciado de un guerrero.

—¡Hijo de la gran puta! —exclamó el andaluz, poniéndose en pie de un salto y lanzándose decidido escaleras abajo—. Me haré un tambor con su piel, como Molina que me llamo… Se enterará ese hijo de perra de lo que vale la vida de un cristiano.

El «curaca», que había corrido precipitadamente tras él, le aferró con fuerza por el brazo.

—¡Espera! —suplicó—. Espera, no te precipites. ¡No puedes volver a Túmbez! Tengo órdenes de conducirte al Cuzco.

—¡Métete tus órdenes en el culo! —fue, la tajante respuesta—. Yo me voy a cortarle los cojones a ese maldito «Orejón», y no se te ocurra impedírmelo.

—¡Lo siento! —insistió el indígena tercamente—. Mis órdenes son conducirte al Cuzco vivo o muerto.

El español le dirigió una larga mirada de desprecio y de un seco manotazo le apartó el brazo y lo empujó con violencia arrojándole contra las escaleras.

—¡Déjame en paz, indio de mierda! —gritó—. No sois más que una pandilla de salvajes, y el capitán Pizarro tenía razón: No entendéis más que a patadas…

Reemprendió la marcha a grandes zancadas, y cuando unos minutos después advirtió que la totalidad de los soldados le seguían con aire amenazante, se detuvo, preparó el arcabuz, y apuntando cuidadosamente al que marchaba al frente, disparó.

El estampido pareció multiplicarse por mil al rebotar contra las paredes de las montañas, fue y volvió de una a otra como si se tratara de una pelota de goma en un frontón, descendió hasta lo más profundo de la estrecha garganta y se unió al desesperado aullido de agonía que lanzó el soldado al caer golpeándose contra las rocas para estrellarse al pie del alto acantilado.

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