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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (6 page)

BOOK: Viracocha
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Los nativos parecían por su parte tanto más animosos cuanto más ascendían, y su paso se iba haciendo más y más vivaz a medida que se aproximaban a las zonas frías, ya que se diría que la rápida caminata era lo único que les permitía entrar en calor, puesto que ni soldados ni porteadores tenían derecho a una coca reservada en exclusiva a las clases dirigentes.

—Proporcionársela al pueblo significaría condenar las mejores tierras a su cultivo, y significaría también que muchos se volverían viciosos y holgazanes. El único defecto de la coca es que puede llegar a convertirse en hábito para quien no tenga fuerza de voluntad. Por eso me preocupa que la utilices con tanta frecuencia. No debes habituarte.

—Te garantizo que en cuanto entremos en el Cuzco me olvidaré de ella —señaló el español—. Pero también te garantizo que si no existiera, jamás conseguiría llegar hasta allí.

Se habían detenido en la cima de una pelada montaña a contemplar el sendero que descendía en zigzag hacia el rugiente y ancho río que nacía al pie de un gigantesco nevado que reflejaba los rayos del sol como un espejo, y el español se maravilló por la matemática precisión con que el camino había sido trazado, puesto que incluso un ciego podría avanzar por él a base de contar los pasos y girar alternativamente a izquierda o derecha en el momento preciso.

—Cuando no es tiempo de siembra o de cosecha, cada pueblo tiene la obligación de mejorar sus caminos y los inspectores se preocupan luego de que no exista un solo bache ni una piedra desde el Cuzco hasta Quito.

—¿Todo está tan perfectamente organizado?

—Sin un orden estricto nadie conseguiría gobernar tantos pueblos distintos que habitan en zonas tan diversas. Tribus de las montañas, los valles tórridos, las costas o las selvas de Oriente, que hablaban lenguas incomprensibles y se regían por costumbres estrafalarias, se entienden ahora en «quechua» y se comportan de idéntica manera. Al igual que el sol sale cada día a la misma hora por la misma garganta al este del Titicaca lanzando su primera luz sobre la isla de la Luna, y se oculta a la misma hora en el mismo punto del mar, así sus hijos, los «Incas», organizaron el Imperio. Todo está medido y previsto.

—¿Incluso mi llegada?

—Incluso tu llegada. Hace dos años un gran cometa de larga cola cruzó el cielo, y según nuestros profetas su aparición significaba la muerte de Huayna Capac y el regreso de «Viracocha». Te esperábamos.

—¿Qué más está escrito sobre mí en vuestras profecías?

—¿Escrito? —se sorprendió el «curaca»—. ¿Qué significa «escrito»?

—Lo que está en los libros.

—¿Qué es un libro?

El andaluz lanzó un sonoro resoplido:

—¡A ver cómo te explico yo lo que es un libro…! Empecemos por enterarnos de si conoces el papel… —De su faltriquera sacó la única carta que había recibido desde su llegada al Nuevo Mundo y se la mostró—. ¡Esto es un papel! —señaló—. ¿Sabes para lo que sirve?

El otro lo tomó con dos dedos y un cierto recelo, lo estudió detenidamente por uno y otro lado, y al fin se lo devolvió como si oliera mal.

—¿Para qué sirve?

—Es una carta… En ella, y por medio de estos signos, mi familia me cuenta todo cuanto ha ocurrido en mi casa en los últimos tiempos. ¿Usáis algo semejante…?

Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, que parecía sinceramente interesado por lo que el español trataba de darle a entender, meditó unos instantes y al fin, sacando de su bolsa un grueso cordón del que pendían varias cuerdecitas de distintos colores hábilmente anudadas, replicó:

—Tenemos los «quipus». Según su tamaño, su color o el número y disposición de sus nudos nos cuentan cosas. Éste, por ejemplo, me recuerda cuántas llamas y alpacas hay actualmente en Acomayo; éste, cuántas túnicas, y éste, cuántas espadas y escudos…

Alonso de Molina lo tomó a su vez y lo observó haciéndolo girar entre los dedos, tratando de captar el conjunto de sus aplicaciones. Por último, se lo devolvió asintiendo:

—Entiendo… —admitió—. Es una buena manera de acordarse de las cosas… Pero lo que me gustaría saber es si, en el caso de que tu mujer te enviase uno, serviría para que supieras si está bien de salud, la cosecha ha sido mala, o tu prima se ha casado con el tonto del pueblo…

—¿Por qué iba a hacerlo? Todo eso lo sabré cuando regrese.

—¡De acuerdo…! Pero imagínate que quisieras saberlo antes. ¿Cómo te enterarías?

—¿Para qué quería saberlo si estando tan le)os no podría ponerle remedio…? Prefiero viajar tranquilo haciéndome a la idea de que todo continúa como lo dejé, a saber que Naika ha enfermado y tal vez se muera. Resultaría un sufrimiento absurdo, ¿no te parece?

Podría tratarse de una respuesta idiota, o de una lógica aplastante, aunque el español no dispuso de tiempo para meditar sobre ello, ya que su acompañante se puso en pie dando por concluido el tema para iniciar, con su vivaz paso de siempre, el descenso hacia el río.

Le siguió de buen ánimo por la acusada pendiente hasta que al doblar el último recodo del sendero el espectáculo que apareció ante sus ojos le obligó a detenerse como si de pronto se hubiera convertido en blanca estatua de sal: el ancho cauce se encontraba atravesado por un inconcebible puente de cuerdas cuyo centro se balanceaba amenazadoramente sobre turbulentas aguas que se abrían paso, rugientes, por entre afiladas rocas que semejaban negros colmillos de lobo hambriento.

—¿No pretenderás que crucemos por ahí? —protestó.

Chabcha Pusí le observó sorprendido:

—¿Por qué no? —quiso saber—. ¿Qué tiene de malo?

Los primeros soldados se encontraban ya sobre la endeble pasarela, aferrándose como buenamente podían a los pasamanos de desgastada soga, y a Molina le asaltó el convencimiento de que en cuanto se descuidaran el viento que descendía rugiente y encajonado desde la cordillera se los llevaría volando sobre el abismo hasta los mismísimos confines de la tierra.

—¡Están locos! —masculló horrorizado—. Completamente locos. Me niego a pasar por ahí.

—No queda otro remedio —fue la tranquila respuesta—. No existe otro camino.

—Siempre existe otro camino.

—No en estas montañas. ¿Acaso no hay ríos en tu país?

—Sí, los hay; ríos tranquilos con hermosos puentes de piedra. No eso.

El primer grupo de hombres había puesto ya el pie al otro lado, desparramándose por la ladera con las armas a punto, listos para el combate, y al observar sus evoluciones y la insistencia con que estudiaban las rocas y los arbustos de la cima, le asaltó una sospecha:

—¿Esperas un ataque? —quiso saber.

—¿Qué mejor lugar puede existir para una emboscada? —fue la respuesta—. Si las gentes de Atahualpa pretenden atraparte, éste es el lugar idóneo. Aguardaremos hasta que el oficial compruebe que no hay peligro.

—Me preocupa más el puente que todos los soldados de Atahualpa juntos.

Chabcha Pusí se limitó a sonreír sin apartar los ojos de la otra orilla, atento a los más nimios detalles de la escarpada pared que nacía a pocos pasos de la entrada del puente, hasta que la figura del oficial que mandaba la guardia se destacó sobre una roca y agitó los brazos ordenando que iniciaran el avance.

—¡Vamos! —dijo—. Y recuerda que ese puente lleva más de un siglo sin caerse.

—¡Hermoso consuelo! ¡Un siglo…!

—Pero cada tres años lo recomponen… —añadió el indígena—. Las gentes de estas montañas no tienen más obligación en esta vida que trenzar las mejores cuerdas y mantener el puente en perfecto uso. Si los inspectores de caminos detectasen el más mínimo fallo, el «curaca» sería lanzado al abismo en compañía de toda su familia. ¿Te tranquiliza eso?

—Debería tranquilizarme, pero al viento…, ¿quien lo para?

Sin aguardar respuesta echó a andar con aire resignado, pero apenas hubo avanzado una treintena de metros le impresionó el súbito estruendo que ascendía desde lo más profundo del cañón, y que era como un rugido o un sollozo incontenible en el que se entremezclaban el violento golpear del agua contra las paredes de granito, el murmullo de las piedras al ser arrastradas por el fondo, y los aullidos de un viento que cambiaba de tono de un minuto al siguiente.

Era tal la fuerza del continuo huracán que pugnaba por introducirse por el estrecho cuello del inmenso embudo natural que formaba el desfiladero, que veinte pasos antes del comienzo del puente existía ya una soga muy tensa a la que aferrarse para no correr el riesgo de resultar irremisiblemente arrastrado al cauce del río.

El español hizo un alto en el camino, se cruzó el arcabuz en bandolera asegurándose la espada y la impermeable bolsa de piel en que guardaba la pólvora, y tras maldecir a voz en grito, seguro de que nadie alcanzaría a percibir ni una sola palabra, se lanzó a la desagradable aventura de atravesar el río sin mirar hacia abajo, porque hacerlo significaría tanto como lanzarse de cabeza al agua ya que el simple torreón de un castillo le producía vértigo.

—Yo soy de Úbeda —fue lo último que acertó a murmurar a modo de disculpa—. Yo soy de Úbeda, que por la Gracia de Dios es tierra llana, y aún no sé por qué demonios se me ocurrió explorar el país más montañoso de este mundo.

Fueron aquéllos, sin duda, unos minutos angustiosos; tan inacabables como la más cruel batalla en que hubiese tomado parte a todo lo largo de su azarosa existencia, porque no luchaba allí contra hombres y armas, sino contra un viento indomable y un vértigo mortal que se le había clavado entre las piernas consiguiendo que se negaran a obedecerle.

Dedicó por tanto toda su atención y todo su esfuerzo a aferrarse a cuanto encontraba a mano sin reparar en los confusos acontecimientos que estaban desarrollándose a su alrededor, hasta que puso de nuevo pie en tierra firme y se percató de que a uno y otro lado del puente se estaba librando una brutal refriega.

De dónde habían salido tantos hombres, nunca pudo saberlo, pero lo cierto era que nacían de entre las rocas y los matojos de la cumbre del cerro y se dejaban caer esgrimiendo cortas espadas y pesadas mazas para precipitarse sobre los soldados de Chabcha Pusí que a su vez se defendían bravamente tratando de proteger a su jefe, al tiempo que los porteadores, que habían arrojado precipitadamente sus cargas, huían en loca desbandada.

Tardó tan sólo unos segundos en preparar su arma y disparar acertadamente contra el más próximo de los agresores, que se llevó la mano al pecho lanzando un grito de dolor, pero en contra de lo que hubiera cabido imaginar, el pánico no cundió esta vez entre los atacantes, puesto que el estruendo del río y el viento ahogaron por completo el estampido del «Tubo de Truenos», y pocos parecieron reparar en el hecho de que el herido lo hubiera sido por una bala de plomo que llegaba de lejos, y no a causa de un mandoble de su enemigo más cercano.

Alonso de Molina, el único en percatarse del exacto significado de tal hecho, se sintió por unos momentos totalmente ridículo; experimentó unos incontenibles deseos de comenzar a silbar mirando hacia otro lado y fingiendo que nada tenía que ver con todo aquello, y concluyó por aferrar de un brazo al «curaca» protegiéndole con su cuerpo convencido de que los soldados no conseguirían resistir durante mucho tiempo el empuje de un enemigo que les triplicaba en número.

Asistió con desagrado a la fría demostración de gratuita crueldad que daban los recién llegados lanzando al abismo a los heridos y los muertos, y aguardó sereno a que el que parecía comandarlos, un hombrecillo de cabeza rapada y deformadas orejas adornadas con anillos de oro que le colgaban casi hasta los hombros, se le aproximara no sin un cierto recelo para señalar con un tono de voz que pretendía ser autoritario y sonaba a falso ya que tenía que elevarlo excesivamente para dejarse oír.

—Yo soy Poma Yaguar, gobernador de Huancabamba, y te doy la bienvenida en nombre de mi señor, «Inca» Atahualpa… —Luego señaló imperativamente a Chabcha Pusí que aparecía casi completamente oculto a espaldas del español—. Entrégame a ese hombre para que pague con la vida su traición.

Molina negó con firmeza.

—Este hombre es mi amigo. Para matarle tendrás que intentar matarme a mí también, y tu Señor te pedirá cuentas por haber alzado tu mano contra un «Viracocha»… ¡Fuera de mi camino!

Lo apartó a un lado bruscamente y tomando del brazo a Chabcha Pusí lo empujó ante él para iniciar con paso firme el ascenso de la escarpada ladera, convencido como estaba de que tan sólo su serenidad y su altivez conseguirían salvar la vida del «curaca».

El «Gobernador» Poma Yaguar dudó unos segundos, impresionado tal vez por la firmeza o por la ronca voz del andaluz, pero ese tiempo bastó para que sus hombres se apartaran dejando el paso franco hacia la cumbre, no sin que algunos alargaran la mano para rozar, asombrados, la reluciente coraza metálica que devolvía destellos plateados al ser herida por el sol.

La empinada pendiente era sin duda la más estrecha, impresionante y agotadora de cuantas habían encarado hasta el momento, pero Molina se esforzó por no demostrar la fatiga que sentía, y pese a que el enrarecido aire de las cumbres parecía negarse una vez más a llenar sus pulmones y la cabeza amenazaba con estallarle, apretó los dientes con firmeza y continuó avanzando consciente de que un «dios» no podía dar muestras de debilidad.

—¡Coca! —musitó por lo bajo cuando creyó advertir que las piernas estaban a punto de traicionarle—. Necesito coca… ¡Rápido!

Chabcha Pusí captó de inmediato su deseo e introduciendo disimuladamente la mano en la bolsa de piel, le entregó un puñado de hojas y una piedra de cal que el español se echó a la boca masticando con fruición y rogando al cielo que la droga hiciera pronto su efecto y le permitiera alcanzar la cumbre sin caer desfallecido.

Los últimos metros constituyeron un auténtico calvario en el que más que empujar al «curaca» se aferró a él buscando que le ayudara a mantenerse en pie para evitar ofrecer a quienes les seguían el bochornoso espectáculo de un «dios» de carne y hueso al que las piernas se negaban a sostener.

Ya en la cima fingió extasiarse ante la grandiosa belleza del paisaje que se abría ante sus ojos; una extensísima altiplanicie de corta hierba salpicada por centenares de pequeñas lagunas plomizas que semejaban manchas de mercurio y que reflejaban como espejos los agresivos picachos blancos que formaban, a unos treinta kilómetros, una nueva cordillera interminable.

El aire —ya no el viento— era seco y transparente, y el silencio tan profundo en contraste con el estruendo del río, que el simple rodar de un guijarro parecía violar por primera vez un universo que fue creado así millones de años antes y así seguía como si ningún ojo humano lo hubiera visto antes.

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