—Eres muy observador. Peligrosamente observador, diría yo. Nuestros sabios tardaron años en advertir que éste es un pueblo al que los dioses infligen reiteradamente el supremo castigo de la ceguera, y sin embargo tú lo has notado tan sólo de atravesarlo… ¿Por qué?
Alonso de Molina sonrió mostrando abiertamente su ancha dentadura:
—Tal vez se deba a que mi abuelo, al que adoraba, quedó ciego siendo yo un niño y ésa fue una impresión que me marcó para siempre… En Almería, cerca de donde yo nací, es tradición que también sus gentes sufren mucho de la vista. ¿Acaso resulta peligroso para la seguridad del Imperio que me fije en esas cosas?
—Los espías acostumbran a fijarse siempre en todo.
—Pero se libran de comentarlo… —rió el español—. Les va en ello la vida…
Fue a añadir algo, pero le interrumpió una brusca agitación entre los soldados que les precedían, se escuchó un confuso murmullo y la columna se detuvo al tiempo que se abría un espacio y el oficial que iba en cabeza se aproximaba con aire compungido.
—Una culebra verde ha cruzado el camino de Norte a Sur —señaló seriamente—. Lucía dos manchas blancas cerca de la cabeza.
Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, pareció vivamente impresionado e inquirió en el mismo tono, grave y profundo:
—¿Qué tamaño tenía?
El oficial dudó unos instantes y al fin abrió las manos hasta casi todo lo que le daban de sí los brazos, lo que hizo que el ceño del inca se frunciera aún más, y por último ordenara con sequedad:
—Nos detendremos hasta que el sol alcance su cenit e inicie su descenso.
Tomó asiento sobre la litera que los porteadores habían dejado en el suelo, dispuesto a esperar pacientemente la hora señalada, y Alonso de Molina se le aproximó acuclillándose frente a él desconcertado:
—¿De verdad piensas detenerte por una tontería semejante?
—¿Tontería? —repitió el «curaca», sorprendido—. Nada hay de peor agüero que una serpiente cruzando de Norte a Sur cuando vas hacia el Cuzco… Loco estaría si no me detuviera…
—¡Diantre! —exclamó el andaluz, estupefacto—. En Úbeda las viejas y los tontos se asustan si cruza un gato negro, e incluso muchos hombres lanzan conjuros y maldiciones cuando ven una «bicha», pero de eso a retrasar un viaje en mitad del desierto media un abismo.
—El tiempo puede recuperarse, pero nadie recupera el favor perdido de los dioses. Tienen sus normas y debemos respetarlas.
Resultaba evidente que no parecía dispuesto a continuar discutiendo sobre el tema, el español lo entendió así, y se limitó por tanto a recostarse contra una roca dedicándose a contemplar el árido y repelente paisaje, y a un distante grupo de lugareños que se afanaban sin convicción revolviendo la reseca tierra con ayuda de toscas herramientas de madera.
Cansado de observar su estéril esfuerzo, y a la vista de los escasos rendimientos que debían proporcionarles semejante pedregal, comentó en voz alta:
—¿Qué hacen? ¿Por qué no se largan de este lugar infecto? Al Norte la tierra es abundante y fértil y allá arriba, en las montañas, deben existir lugares menos inhóspitos. ¿Por qué se empeñan en morirse de asco en este infierno?
El inca se volvió y se diría que necesitaba tomarse un tiempo para asimilar lo que estaba diciendo. Por último, señaló con naturalidad:
—Ésta es la tierra destinada a su tribu, y nadie está autorizado a abandonarla sin permiso. ¿Quién podría gobernar un país en el que sus gentes fueran adonde quisieran y se establecieran en las tierras de otros? ¿Quién les impondría sus deberes, recaudaría sus impuestos o les entregaría los alimentos a que tienen derecho?
—¿Nadie es libre aquí entonces? —se asombró el español, negándose a dar crédito a lo que oía.
—¿Libre? —repitió el «curaca»—. Las aves del cielo y las fieras de la selva son dueñas de ir adonde quieran, pero como castigo se ven privadas del sumo bien de contar con la presencia del Hijo del Sol. Las tribus «aucas» del otro lado de las fronteras vagan a su antojo por las selvas, pero las sometemos porque nuestra fuerza se basa en el hecho de aceptar siempre las órdenes del «Inca». «Él» nos hace libres, y fuera de su ley no existe más que el caos, la derrota y la esclavitud. Todo pueblo que pretenda gobernar tiene que aprender ante todo a ser gobernado.
—En ese caso… —señaló Alonso de Molina, más para sí que para que le escuchara el otro—, no creo que nuestro dominio sobre las tierras que hemos conquistado en este Nuevo Mundo dure mucho, porque si existe un pueblo al que no le agrada que le gobierne nadie, ése es el mío.
A
la caída de la tarde divisaron en la cima de un lejano montículo un nuevo «tambo» de piedra y se vieron obligados a acelerar la marcha para llegar a él antes de que fuera ya noche cerrada, porque aquellas pequeñas fortalezas parecían haber sido alzadas calculando la distancia que un caminante podía recorrer en una jornada cómoda, y el tiempo que aguardaron a que se deshiciese el maleficio de la serpiente había trastocado el ritmo del viaje.
Cuando llegaron, sus guardianes habían encendido ya un buen fuego y preparaban el único condumio de la jornada consistente en espesas gachas de maíz, un poco de carne seca y unos extraños tubérculos de áspera piel y corazón harinoso que colocaban directamente sobre las brasas de la hoguera.
—¡Pues sí que estamos buenos…! —protestó Alonso de Molina arrugando con desagrado la nariz ante una de aquellas gruesas bolas de corteza chamuscada—. Nunca he comido carbón, y la verdad es que el cuerpo me pide algo más consistente después de semejante caminata… —Señaló hacia las altas cimas de la cordillera que se distinguían ya muy cerca—. ¿No existe otro camino para llegar al Cuzco? —añadió—. Yo soy de tierra llana y eso de trepar riscos es cosa de cabras.
Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, que tomaba asiento a su lado en esos momentos, sonrió levemente, cosa notable en él, por lo común serio y arisco, y replicó:
—No. No existe porque fue fundado por el «Inca» Manco Capac a las puertas del cielo donde habita su padre. Muchas montañas tendremos que coronar para llegar al Cuzco.
Mordisqueando sin demasiada convicción una de aquellas bolas calientes y olorosas, Molina añadió casi temiendo la respuesta:
—¿Cuánto tardaremos?
—Eso dependerá de tus piernas y de que las lluvias desborden o no los ríos arrastrando los puentes… Probablemente con la siguiente luna llena estaremos allí. Nada hay más hermoso que llegar al Cuzco con luna llena y contemplar la ciudad brillando bajo su luz…
—¡Un mes! —se horrorizó el andaluz—. ¿Pretendes hacerme caminar por esas montañas durante todo un mes? ¡Tú estás loco!
—No —respondió el otro muy serio—. No estoy loco. Y si no quieres caminar, mis porteadores te llevarán a hombros.
—¡A hombros! ¿A quién se le ocurre? ¡Si por lo menos tuviera un caballo…!
—¿Un qué?
—Un caballo…
—¿Qué es eso?
—Un animal. Un animal de cuatro patas, como las llamas o las vicuñas, pero más grande. Te montas en él y te lleva…
El nativo le observó de reojo, tomó una de las negras bolas, y mientras comenzaba a pelarla, señaló:
—No existe ningún animal lo suficientemente grande como para cargar con un hombre.
—¿Cómo que no? ¡Y con dos…! Y con cinco… Una vez pasaron por Úbeda unos gitanos llevando un elefante tan alto como ese muro. Podía con media docena de hombres sin esfuerzo.
Chabcha Pusí masticó despacio, y sin alzar la voz ni darle inflexión especial alguna musitó:
—Eso es mentira.
Alonso de Molina echó mano instintivamente a la empuñadura de su espada, lo que provocó que los soldados que se acuclillaban en torno al fuego se abalanzaran de inmediato sobre sus propias armas, pero su jefe hizo un leve gesto conciliador, y señaló calmosamente:
—Disculpa si te he ofendido, pero es que tú estás tratando de ofenderme pretendiendo que me crea una historia semejante. ¡Un animal tan alto como ese muro y que carga seis personas…! ¿Dónde se ha visto?
El español, que había hecho un notable esfuerzo por calmarse y tomaba plena conciencia del peligro que había corrido, permaneció unos instantes pensativo, lanzó una larga mirada a los soldados que no cesaban de observarle un solo instante, y por último señaló con sorprendente seriedad:
—¡Escúchame bien, Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo…! Vamos a tener que pasar mucho tiempo juntos, a mí me interesan las costumbres de tu país y a ti las del mío. Por lo tanto, lo mejor que podemos hacer es llegar a un acuerdo: cuando no queramos responder a una pregunta no lo hagamos, pero si respondemos, que sea tan sólo con la verdad.
—De acuerdo.
—¿Estás seguro?
—Totalmente… ¿Eres o no eres el dios «Viracocha»?
—Ésa es una de las preguntas a las que, de momento, prefiero no responder.
—Estás en tu derecho… —El inca señaló el arcabuz que permanecía apoyado en la pared—. ¿Es cierto que ese «Tubo de Truenos» puede matar a un hombre a cien pasos de distancia?
—Es cierto.
—¿Cómo pretendes negar entonces que eres «Viracocha», si dominas el trueno y la muerte…?
—Yo no he negado nada; tan sólo me he reservado la respuesta.
—De acuerdo… ¿Insistes en que en tu país existen animales tan grandes como dices…?
—Insisto… Los caballos sirven para ir de un lado a otro o para tirar de un carro.
—¿Un qué?
—Un carro. No sé cómo se dice en tu idioma. Un palanquín con ruedas.
Tras unos segundos de duda, el inca inquirió:
—¿Qué es una rueda…?
—¡Pues una rueda…! Una cosa redonda con un agujero en medio por el que se le pasa un eje y gira…
Se interrumpió porque de pronto había caído en la cuenta de que durante su larga estancia en Túmbez no se había tropezado con un solo medio de transporte que utilizara la rueda. Una vaga sospecha cruzó por su mente, pero la desechó por estúpida.
—¡No es posible! —exclamó lanzando una especie de manotazo al aire.
—¿Qué es lo que no es posible?
—Que una civilización tan avanzada desconozca el uso de la rueda.
—¿Una cosa redonda con un agujero en medio por el que pasa un eje para que gire…? No me parece que sea gran cosa… —comentó el «curaca» visiblemente molesto—. ¿Para qué sirve?
—Para transportar bultos. Con su ayuda un hombre puede mover un peso diez veces superior al que trasladaría normalmente.
—No es verdad.
—¿Empezamos de nuevo?
—¡Perdona, pero pretendes que me crea cada cosa…!
—Las normales… Tú hace un rato pretendías que me creyera que esta especie de boñigas de burro chamuscadas servían para comer, y ya ves… ¡Sirven! A la tercera te acostumbras y descubres que están buenas… ¿Cómo dices que se llaman?
—Patatas. Es nuestro principal alimento en la sierra y cuando se congelan al viento helado se conservan durante años.
—Bueno… ¡Pues tus patatas pueden causar tanta impresión allí de donde vengo, como en tu país los caballos y las ruedas…!
El otro le miró largamente, como si pretendiera calar en lo más profundo de su espíritu, frunció el ceño, se alisó por enésima vez el borde de la túnica y por último, moviendo la cabeza de un lado a otro como reconociendo la inmensidad de su ignorancia, comentó:
—Eres un ser extraño. Extraño y desconcertante. Mitad hombre y mitad dios, como si «Viracocha», durante su largo viaje al confín de los mares, hubiese engendrado un hijo en una mujer mortal. Cuando se fue prometió que regresaría o que enviaría a sus descendientes, pero nunca dijo nada sobre que éstos fueran únicamente semidioses.
Molina sonrió golpeándose con gesto entre condescendiente y afectuoso la rodilla:
—¡Está bien! —señaló—. Háblame de tu dios «Viracocha». Quiero que me lo cuentes todo sobre él. De dónde vino, qué es lo que hizo y por qué se fue.
Se diría que Chabcha Pusí aún recelaba de las auténticas intenciones del español, o que temía que estuviera tratando de burlarse, pero al fin, tras dudar unos instantes, replicó:
—«Viracocha» es el Sumo Hacedor, Creador del Universo. Él dio vida a las plantas, los animales y los hombres a los que dejó en herencia su obra pidiéndoles que se amasen entre sí. Pero pronto surgieron las disputas y los odios, y en castigo les envió las grandes lluvias que inundaron el mundo durante noventa días y noventa noches y de las que tan sólo se salvaron los tres más justos. Luego «Viracocha» volvió pero los habitantes de Cachá no le reconocieron y trataron de matarle, apedreándole. Por eso los maldijo y en el lago Titicaca creó también al Sol y a sus hijos, los «Incas». Por último embarcó de nuevo en una nave muy grande y se marchó por el mar, por donde había venido, prometiendo regresar. Por eso, su nombre, «Viracocha», significa «Espuma de Mar».
—Conozco una historia semejante —admitió Alonso de Molina—. Sé de otro pueblo al que también el Creador castigó con un diluvio del que se salvaron muy pocos, y luego les envió a su hijo al que apedrearon, matándole. Pero prometió volver y muchos aún le esperan.
—¿También le llaman «Viracocha»?
—¿Qué importancia tiene un nombre? El concepto es el mismo y la historia se repite. —Alzó el rostro y le miró de frente—. ¿Por qué tu gente asegura que soy «Viracocha»?
—Porque llegaste por mar en una nave de blancas velas; también tienes largas barbas, eres muy alto, y vistes ropas de metal.
—¡Curioso! —musitó el español para sí—. Muy curioso, y me gustaría saber qué habría opinado el Almirante Colón al conocer esta historia… ¡Bien! —añadió al tiempo que se ponía en pie—. Voy a salir a respirar un poco y a hacer algunas cosas que incluso los hijos de «Viracocha» necesitan efectuar a solas. —Señaló con un gesto el montón de patatas que aún quedaban—. Ha sido una cena magnífica, apetitosa e instructiva…
Agradeció el fresco aire de la noche tras el cargado ambiente que se respiraba en el interior del «tambo», alejándose unos metros de la gran hoguera que los centinelas habían encendido ante la puerta. Se despojó del peto y el jubón dejando a un lado la espada y el arcabuz y se disponía a acuclillarse, cuando una informe sombra que se agazapaba en las tinieblas comenzó a moverse lentamente, lo que le obligó a dar un salto echando mano a sus armas.
—¡Diantre! —exclamó—. Ni evacuar en paz le dejan a uno… ¿Quién vive?
A la sombra, que había iniciado su avance, se unieron media docena más y no cabía duda ya de que se trataba de seres humanos pese a que constituyeran una aparición casi fantasmagórica por lo silenciosas, grisáceas e imprecisas.