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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (2 page)

BOOK: Viracocha
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Sí; Pizarro era muy capaz de plantarle cara a la muerte y derrotarla si de ello dependía la huella que dejara de su paso por la tierra.

Alonso de Molina, nacido en el seno de una familia feliz y habiendo pasado su juventud rodeado por el aliento de los suyos hasta el punto de que a pesar de haberse sacrificado para pagarle los estudios en Sevilla, Toledo y Roma supieron aceptar que prefiriese abandonar los libros para lanzarse a la aventura de las armas, comprendía sin embargo, mejor que muchos, que aquel pobre porquerizo analfabeto, hijo bastardo de un gentilhombre de dudosa alcurnia, necesitase más que nadie destacar por encima del resto de sus contemporáneos.

Para Pizarro, conquistar un imperio constituía ya la única esperanza de justificar una vida de la que tan sólo había recibido golpes y vejaciones, sin ofrecerle como alternativa de futuro más opción que la victoria total o la más negra derrota.

Volvería para vencer o morir, pero él, que había aprendido a apreciar a aquel viejo gruñón y cabezota, no deseaba convertirse una vez más en testigo de su indudable fracaso.

Escuchó un rumor de voces en la estancia vecina, luego unos seguros pasos que se aproximaban a la gruesa cortina, y tomó asiento en la estera en el momento en que se hacía su aparición un hombre de corta estatura pero semblante enérgico y altivo que vestía una rica túnica multicolor, calzaba sandalias de fino cuero y se adornaba el pecho con el distintivo de los «curacas».

Se observaron unos instantes en silencio y se diría que al recién llegado le impresionaba la presencia de aquel altísimo ser de ojos claros y barba espesa, pese a que se encontrase sin duda prevenido ante lo inusitado de su aspecto.

—Soy Chabcha… —dijo al fin yendo a tomar asiento sobre un banco de piedra con la espalda apoyada contra el muro—. Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, y me envían a buscarte.

—¿Para llevarme adónde?

El otro tardó en responder como si necesitase tomarse un tiempo para aceptar el hecho de que aquel extraño individuo hablara su propia lengua y lo hiciera con un vozarrón que retumbaba en la amplia estancia de oscura piedra pulimentada.

—Para llevarte al Cuzco —se decidió a replicar—. El «inca» quiere verte.

—¿Huáscar?

—¿Acaso existe otro?

—He oído decir que su hermano también aspira al trono.

—Atahualpa tan sólo es su hermanastro; un bastardo sin derechos sucesorios. Únicamente la condescendencia de Huáscar ha impedido que el castigo de los dioses caiga sobre su impía cabeza, pero la paciencia de mi señor se está acabando.

—Pues por lo que tengo visto tu Señor debiera andarse con ojo porque el poderío de su hermanastro se acrecienta.

—No creo que sea asunto de tu incumbencia. ¿Cuál es tu nombre?

—Molina… Capitán Alonso de Molina, natural de Úbeda.

El indígena se tomó de nuevo un tiempo para asimilar el desconcertante nombre que acababa de escuchar y, cuando pareció haberlo memorizado a la perfección, señaló con su sequedad habitual:

—Escúchame bien, Capitán Alonso de Molina, natural de Úbeda… No soy quién para decidir si eres un dios o un simple mortal llegado de tierras muy lejanas, pero hay algo que debes tener presente si pretendes vivir en paz entre nosotros; la suprema autoridad del «Inca» no admite discusión y quien la pone en entredicho es reo de muerte.

—Escúchame tú también a mi, Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo… Desembarqué en tu país dispuesto a aceptar la autoridad de su soberano, quienquiera que fuese, pero desde el día en que puse el pie en Túmbez, unos me hablan de Huáscar y otros de Atahualpa; unos quieren que les acompañe al Cuzco y otros a Quito; unos pretenden adorarme como a un dios, y otros apedrearme como a un perro… ¿Qué actitud quieres que adopte si os negáis a ofrecerme una pauta?

—¿Por qué lo hiciste?

—¿Qué?

—Desembarcar en Túmbez cuando tus acompañantes volvieron al mar.

El español le observó largamente mientras se entretenía en rascarse con fruición el enmarañado bigote, hecho que había descubierto que desconcertaba a los barbilampiños indígenas, y al fin optó por encogerse de hombros y negar con un gesto:

—Esa es sin duda una buena pregunta que me repito a menudo… —señaló—. ¿Por qué diantres se me ocurrió la idea de quedarme en un país desconocido cuando todo lo que amo está tan lejos? —Se encogió de hombros con sincera indiferencia—. Aún no conozco la respuesta exacta, pero confío encontrarla.

—¿Cómo aprendiste nuestro idioma?

—Por unos prisioneros tumbecinos que Bartolomé Ruiz encontró en una balsa que andaba a la deriva y trajo a la isla del Gallo. Los idiomas siempre fueron mi fuerte. De niño aprendí latín y griego; de muchacho, portugués e italiano, y de soldado ya, alemán y flamenco… —Rió divertido—. Pero supongo que todo eso a ti te suena a chino…

El «curaca» hizo un gesto a sus espaldas; hacia el punto en que se suponía que quedaba el océano.

—¿Existen muchos países más allá del mar de donde vienes?

—Muchos —admitió Alonso de Molina—. Demasiados, quizás, a juzgar por los líos que arman… ¿Acaso vosotros no tenéis vecinos que hablen otros idiomas?

—Los tenemos —admitió el inca—. Pero no son más que «aucas», salvajes sin ley, orden, ni dios, que incluso se devoran entre sí… —Permaneció unos instantes ensimismado, como si su pensamiento se encontrase muy lejos, se alisó levemente el borde de la túnica con un gesto instintivo que repetía con frecuencia, y súbitamente pareció tomar una decisión poniéndose en pie casi de un salto—: Es hora de marcharse —dijo—. El camino es largo.

Fuera hacía frío.

Dos docenas de hieráticos soldados y algunos pacientes porteadores aguardaban sin embargo al borde del camino, y aunque sus impasibles rostros de nariz aguileña y rasgados ojos oscuros raramente mostraban sus emociones, resultó evidente que al aparecer el español algunos se agitaron, pues la monstruosa presencia del gigante barbudo que vestía de metal reluciente y se armaba con una larga espada y un «Tubo de Truenos» superaba con mucho cuanto pudieran imaginar que verían nunca.

Alonso de Molina sostuvo su mirada con firmeza, y por último se volvió a su acompañante:

—¿Dónde están «El Orejón» «Cara de Flauta» y sus hombres? —quiso saber.

—Volvieron a Túmbez —fue la agria respuesta—. Y ese «Orejón» «Cara de Flauta», como le llamas, es Chili Rimac, pariente directo de mi Señor, el «Inca»… Te aconsejo que muestres más respeto hacia cuantos tienen sangre real.

—Poca sangre tenía ése —replicó Molina en tono abiertamente despectivo—. Y más miedo que siete viejas… Veía enemigos por todas partes y a Ginesillo ni siquiera le permitía que se le aproximara porque es negro…

—¿Negro? —repitió incrédulo el «curaca»— ¿Un hombre negro… «negro»?

—Como el carbón. Ginesillo es más negro que las piedras del muro.

—¿Y con qué se pinta?

El andaluz lanzó una sonora carcajada que inquietó a los soldados y espantó a los porteadores:

—No se pinta —replicó—. ¡Qué más quisiera que tener que pintarse…! Nació así.

—No es posible —negó el indígena agitando convencido la cabeza—. Nunca se ha oído hablar de un hombre negro.

—Pues si quieres convencerte no tienes más que bajar a Túmbez y lo encontrarás revolcándose con todas las muchachas que le acosan. El maldito «Orejón» no quiso que viniera y aún no entiendo por qué. Hace años que vamos juntos a todas partes…

El otro pareció profundamente preocupado.

—Nada me comentó de un hombre negro —musitó casi para sus adentros—. Ni en el Cuzco nadie conoce tampoco su presencia. Los mensajeros hablaron de un hombre alto, blanco y barbudo. Señor del Trueno y de la Muerte, pero ni una sola palabra se dijo acerca de un… «negro». ¿Seguro que no sueñas?

—¡Oh, vamos! —protestó Alonso de Molina—. Conseguirás decepcionarme. ¿Tan difícil resulta imaginar que exista una persona cuya piel sea del color de tu cabello…? —Aproximó su antebrazo al del inca—. Yo soy blanco, tu cobrizo, ¿qué tiene de extraño que otros hayan nacido más oscuros?

Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, necesitó reorganizar su mente ante la enorme cantidad de novedades que se veía obligado a asimilar en tan corto espacio de tiempo, y tras alisarse una vez más el borde de la túnica, sacudió la cabeza y se encaminó hacia el más cercano de sus hombres al que musitó algo en voz baja.

El español aprovechó la ocasión para orinar sobre un matojo, ajeno al desconcierto que su acción provocaba entre quienes cuchicheaban tratando de ponerse de acuerdo sobre si se trataba de un dios o un simple mortal, al tiempo que extendía la mirada sobre el sucio desierto que se perdía de vista a la orilla de un mar gris y plomizo, pues desde que dejaran atrás las últimas manchas de verdor que rodeaban Túmbez, el paisaje se había convertido en una monótona llanura seca y estéril, cubierta eternamente por un cielo turbio y polvoriento que filtraba la luz desdibujando los contornos de las cosas.

Aquél era sin duda el lugar más desolado y triste que hubiera contemplado a lo largo de sus treinta y tantos años de existencia, ya que la seca calima nada tenía que ver con las brumas de las altas montañas ni aun con las densas nieblas de los amaneceres en las profundas selvas, y más bien se trataba de un aire pastoso y viejo, como sin vida, que transmitía a los objetos, las bestias y aun los hombres el deprimente aspecto de encontrarse arrinconados en el desván del universo.

Salvo el «tambo» o fortín en que acababa de pasar la noche y que se alzaba negro y altivo, desafiante y poderoso, al borde del camino dominando estratégicamente una pequeña garganta que daba paso a un largo valle que se elevaba hacia la serranía, el resto de las edificaciones que se desparramaban por las proximidades se hallaban construidas a base de un adobe reseco y tan poco consistente que unas gotas de agua hubieran bastado para descomponerlo como un terrón de azúcar.

—¿Cuándo fue la última vez que llovió aquí?

El «curaca», que se había aproximado nuevamente mientras dos de sus hombres emprendían a toda prisa el camino que conducía de regreso a Túmbez, lanzó una sorprendida mirada a su alrededor, como si la pregunta le tomara por sorpresa y por último negó con un ligerísimo ademán de cabeza:

—Desde que «Viracocha» creó los mares y las tierras jamás ha caído una gota de agua a este lado de las montañas. Fue un castigo por la maldad de sus habitantes que trataron de matarle apedreándole. Les maldijo para siempre, privándoles de la visión del azul del cielo y de la bendición de la lluvia.

Observando a los escasos lugareños que encontraron más tarde a su paso, Alonso de Molina llegó a la conclusión de que el castigo del dios debió ser sobradamente merecido, puesto que aquellas gentes se le antojaron los seres más sucios, polvorientos, toscos y malencarados con que hubiera tropezado en sus múltiples correrías por todos los confines del planeta, e incluso los soldados y porteadores de Chabcha Pusí les rehuían como si les temieran o se tratara en verdad de seres apestados.

El inca tampoco parecía encontrarse a gusto en sus proximidades, Y en cuanto se adentraba en alguno de sus mugrientos y malolientes villorrios chascaba secamente la lengua para que los que le transportaban a hombros iniciaran una corta carrera.

El español había rechazado desde el primer instante el ofrecimiento de realizar parte del viaje en otra litera, no tanto por el hecho de que le desagradara obligar a nadie a que le cargara, como porque le asaltaba la instintiva sensación de que en semejante circunstancia se encontraría indefenso frente a cualquier imprevisto.

Los años de luchas y emboscadas le habían acostumbrado a vivir eternamente alerta, y tanto en Panamá como en Nueva Granada había escapado de la muerte en más de una ocasión gracias a la rapidez de sus reflejos y al hecho indiscutible de que una especie de sexto sentido parecía avisarle con décimas de segundo de anticipación de que algo desagradable estaba a punto de ocurrir.

Ahora le aguardaba un larguísimo viaje a través de un país que ningún europeo había pisado siquiera anteriormente, ignorando qué clase de peligros acechaban a cada vuelta del camino, y no se encontraba por tanto dispuesto a consentir que la molicie de un viaje en litera quebrase sus defensas porque sabía cómo hacer frente a sus enemigos con los pies sobre la tierra, pero jamás lo había intentado a metro y medio del suelo.

Por ello, cuando cruzaba junto a los terrosos campesinos de aviesa mirada que inclinaban sumisamente la cabeza ante el cortejo pero seguían luego sus pasos con el rabillo del ojo al tiempo que ocultaban las manos bajo sus anchos ropajes, lo hacía siempre con el gesto altivo, el arcabuz firmemente aferrado y el plomo de la espada tintineando apenas contra el peto de la refulgente coraza.

Alonso de Molina había aprendido que su altura —casi dos cuartas superior a la del más corpulento de los soldados indígenas—, sus armas, sus ropas, y sobre todo su oscura y poblada barba aterrorizaba a los nativos casi tanto como atraía a sus mujeres, y tenía clara conciencia de que aunque en apariencia aquél era un pueblo pacífico, tampoco estaba de más dejar desde un principio bien sentado que a la hora de la verdad podía convertirse en un terrible enemigo.

—¡Gente mala! —masculló con desprecio Chabcha Pusí escupiendo ostensiblemente cuando hubieron dejado atrás uno de aquellos puñados de casuchas que ni tan siquiera podían considerarse comunidad humana—. Mala, traidora y holgazana. Cuando mi Señor Huayna Capac vivía, les impuso la obligación de presentar cada luna llena un canuto de pulgas para obligarles al menos a esforzarse en buscárselas. Serían capaces de permitir que les comieran vivos con tal de no molestarse en aplastarlas. Cuando las cosas vuelvan a la normalidad, aconsejaré a mi Señor Huáscar que reimplante ese impuesto.

—¿Conoces bien a Huáscar?

—Nadie se atreve a intentar conocer al «Inca» —fue la sorprendente respuesta pronunciada en voz muy baja, como si en verdad temiera que alguien más pudiera oírle—. Desciende del Dios Sol, y sabido es que quien osa mirar directamente al Sol se queda ciego.

—No en esta tierra… —le hizo notar el andaluz señalando con la barbilla el descolorido disco que apenas se entreveía a través de la espesa atmósfera gris y polvorienta—. No en esta tierra, ya que jamás vi tanto ciego y tuerto juntos… ¿A qué se debe?

El otro se detuvo, le miró fijamente como tratando de leer en sus ojos aunque resultaba evidente que su color azul le producía un rechazo instintivo, y por último bajó de nuevo la mano para alisarse el borde de la túnica mientras musitaba de modo casi inaudible:

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