—Lo que Dios quiere que se hunda, se hunde, y lo que quiere que flote, flota. «Viracocha» ordenó a la piedra que se fuera al fondo y al junco que se quedara en la superficie y así ocurre… ¡Sube!
El otro obedeció a regañadientes al tiempo que comentaba en tono mordaz:
—¿Y a qué se debe cuando alguien que está nadando de repente se ahogue?
—A que dejó de confiar en las leyes de Dios y éste le castigó.
Había soltado la amarra que sujetaba la embarcación y ésta comenzó a deslizarse aguas adentro impulsada por la suave corriente del riachuelo de tal modo que a los pocos instantes se encontraron flotando mansamente a unos cien metros de los últimos juncos.
Fue únicamente entonces cuando Alonso de Molina reparó en que la embarcación no disponía de timón, y que no se distinguía a bordo nada que hiciese las veces de remo.
—¿Y esto cómo diablos se maneja? —inquirió confuso.
Su acompañante se volvió a mirarle hoscamente:
—Creí que sabías cómo hacerlo —replicó con acritud.
—A condición de tener con qué. ¿Cómo hacen los pescadores?
—Cuando están cerca de la orilla utilizan una pértiga, y cuando se alejan, una vela.
—Pues aquí no hay ni pértiga ni vela.
Se observaron largamente, sentados el uno frente al otro mientras la balsa se iba adentrando más y más en un lago que era como un inmenso espejo azul que reflejaba las nevadas cumbres de las altas montañas, y sobre el que caía, vertical, un sol equinoccial que abrasaba el cerebro.
El español no pudo evitar sonreír divertido.
—Me gustaría ver al Capitán Pizarro en esta situación. Jamás tuvo sentido del humor. Estaría echándole en cara al Cielo su amargo destino y pidiéndole explicaciones a los hados por semejante crueldad.
—Nadie tiene derecho a lamentarse por sus propios errores. Te dije que deberíamos buscar un pescador.
—No vamos a ponemos a discutir ahora. Con la espada y el arcabuz podemos construir una vela, pero mi poncho no basta. Tendremos que utilizar tu túnica.
—¿No pretenderás que me desnude?
—Elige entre desnudarte o pasarnos el resto de la vida en mitad de este lago. Y empiezo a tener hambre.
El indígena dudó y por unos instantes pareció a punto de negarse, pero al fin, y a duras penas, se despojó de sus ropajes y se los tendió al andaluz que improvisó como pudo una tosca vela.
El resultado no fue sin embargo el apetecido, porque la extraña embarcación, carente de timón y de quilla, se limitaba a girar sobre sí misma o a ir de un lado a otro a impulsos de las escasas y caprichosas rachas de viento que llegaban indistintamente desde todos los puntos cardinales.
Les sorprendió la caída de la tarde luchando, sudando y rezongando en un inútil intento de alcanzar tierra firme y comenzaban a hacerse a la temible idea de sufrir toda una noche de insoportable frío en mitad del lago, cuando de improviso Chabcha Pusí hizo un imperativo gesto para que se quedara muy quieto, y prestando atención a cuanto le rodeaba, murmuró horrorizado:
—¡Oh, no…! No puede ser… ¡Ahora no!
Alonso de Molina siguió la dirección de su mirada, y sin ver nada extraño percibió no obstante que algo fuera de lo común sucedía, como si de improviso el mundo hubiera cesado de moverse y respirar, y el universo todo detuviera su andadura unos segundos.
—¿Qué ocurre?
La respuesta le llegó en forma de una especie de mano gigantesca que elevó la embarcación siete u ocho metros y que al instante descendió de nuevo al igual que en un tobogán de feria, pues el hasta ese momento tranquilo espejo azulado que reflejaba las nieves de las cumbres había pasado a convertirse en una alfombra inmensa a la que alguien se entretuviera en sacudir por una esquina provocando altísimas ondas que iban de Norte a Sur como si de una monstruosa serpiente enloquecida se tratase.
Se aferraron como buenamente pudieron a los juncos, abrazándose a las armas desesperadamente, subiendo y bajando con una angustiosa sensación de vacío en el estómago, conscientes de su total y absoluta impotencia frente al brutal salvajismo de la Naturaleza desmandada.
Un rugido ensordecedor nació de lo más profundo de las entrañas de la Tierra, una nube de polvo se elevó al cielo, oscureciéndolo, y el caos más absoluto reinó durante unos segundos que parecieron siglos en la agitada vida del Capitán Alonso de Molina.
Con tanta brusquedad como se había roto volvió de súbito la calma, la tierra cesó de moverse, pero el agua continuó ondeando como en un cadencioso vals que iba bajando de tono a medida que avanzaba con rapidez hacia la costa, cruzaba por encima de los bosques de juncos, se adentraba en la llanura y acababa por depositar dulcemente la embarcación a más de un kilómetro de la orilla natural del amplio lago.
Cuando esas aguas regresaron de nuevo a sus dominios el español y el inca se sorprendieron estúpidamente sentados el uno frente al otro sobre una balsa de «totora» que parecía navegar en seco en el centro del llano.
—Un terremoto… —musitó Chabcha Pusí a modo de disculpa.
—¡País de locos! —replicó el otro enfurecido—. Todos locos… —Saltó a tierra y observó la embarcación que aparecía intacta—. Pero lo que resultaba evidente es que con semejantes sacudidas una barca de madera se habría convertido en astillas. ¿Nos vamos?
Reemprendieron la marcha, siempre hacia el Sur, advirtiendo cómo, de tanto en tanto, la tierra se estremecía bajo sus pies al igual que un animal inmenso que jadeara agotado por un tremendo esfuerzo.
—Durará varios días… —señaló el «curaca» tras una sacudida que a punto estuvo de tirarlos al suelo—. Y es muy probable que el temblor más grande aún no haya llegado. Los sacerdotes lo anunciaron, pero se ha adelantado cuarenta días.
—¿Pueden predecir los terremotos? —se interesó el andaluz—. ¿Cómo?
—Leyéndolo en las entrañas de una llama recién degollada.
—¡Ah, ya…! ¡Supersticiones…! No cabe duda de que para todo tenéis una ley y una superstición. Sin ellas os sentiríais como niños perdidos en el bosque.
—Constituyen la esencia de nuestro pueblo y nuestra historia. El conjunto de las experiencias del pasado.
—Me asusta pensar cómo puede reaccionar un pueblo que tan sólo se rige por las experiencias del pasado cuando de improviso se enfrente a situaciones nuevas que no estén previstas por leyes o tradiciones.
—Todo está previsto. Nunca nada es absolutamente nuevo.
—Está claro que no conoces al Capitán Pizarro. Todo en él resulta imprevisible.
—A menudo hablas de él. ¿Es tu amigo?
—Es mi jefe. Una bestia sanguinaria con corazón de oro. Alguien a quien deseas estrangular y al día siguiente adoras; un viejo egoísta y cruel al que desprecias durante el resto del tiempo que no admiras y que recuerda a una de esas barraganas de taberna que te engañan con cualquiera, pero que a solas te hacen sentirte un dios y el único hombre de su vida.
—¿Te hace feliz en la cama?
El español dio un respingo, echó mano a su espada, y le hubiera separado la cabeza del tronco de un solo tajo, sí el otro no hubiese echado a correr precipitadamente.
—¿Pero qué dices, hijo de puta? —exclamó furibundo—, ¿Cómo te atreves…?
Chabcha Pusí se detuvo a unos quince metros de distancia y extendió las manos intentando calmarle.
—¡Espera! —suplicó—. No te enfades. No he pretendido ofenderte.
—¿Cómo que no has pretendido ofenderme? —se escandalizó Molina—. Acabas de preguntar si me acuesto con Pizarro. ¿Qué crees que soy? ¿Un sucio maricón?
—¡Hablabas de él con tanto afecto y entusiasmo! Con odio y amor al propio tiempo, tal como se suele hablar de una mujer amada.
—¡Vete al infierno, maldito enredador de los demonios! Y recuerda: una sola insinuación semejante y eres hombre muerto. En mi país el «Pecado Nefando» se castiga cortándole a los culpables los testículos y metiéndoselos en la boca para colgarlos luego boca abajo y permitir que se desangren. ¿Está claro?
—Muy claro… Pero dime: ¿Eso lo hacéis por ley, por tradición o únicamente por superstición?
P
asaron la noche en una choza abandonada, y aunque el terremoto había conseguido que el adobe de las paredes se resquebrajase y la techumbre se cayera a pedazos cualquier riesgo se les antojó más soportable que la seguridad de morir de frío en plena puna.
A la tierra le rugieron las tripas sin descanso, agitándose con escalofríos de enfermo enfebrecido, sin permitir que nadie durmiera ni siquiera una hora, contenida fuerza, agazapada, pero atenta a lanzar su violento zarpazo cuando todos creyeran que al fin se había calmado.
Chabcha Pusí parecía otra persona. Su rostro, ya de por sí excesivamente adusto y ceniciento, se transformó durante el transcurso de la noche en una especie de pétrea mascarilla mortuoria, y cuando sentado en un rincón cerró los ojos y comenzó a canturrear una monótona canción que se repetía sin descanso, el Capitán Alonso de Molina abrigó la sensación de que se encontraba asistiendo a un velatorio en el que actuaba al propio tiempo de cadáver y testigo.
El suelo continuaba estremeciéndose, y al percibir a través de las palmas de las manos la inconmensurable violencia que ocultaba, tomó más conciencia que nunca de la infinita pequeñez del ser humano frente a la grandiosidad de la Naturaleza, y la absoluta impotencia con que tenía que limitarse a aguardar, con el alma en un puño, a que los hados marcaran su destino.
—Pachacamac está furioso —había comentado el «curaca» seguro de sí mismo—. Me pregunto si no fueron las voces de tu flauta las que le despertaron de su largo letargo.
—¡Déjate de sandeces! —fue la respuesta de Molina—. Los dioses nada tienen que ver con todo esto. No es más que un terremoto de los que ya he sufrido cuatro desde que llegué a este Nuevo Mundo que aún parece estar en obras… La única diferencia estriba en que aquí dura más tiempo.
—Cuando yo era niño un temblor destruyó mi casa —musitó muy quedamente el inca—. Todos murieron.
Fue luego cuando se sumió en aquel canturreo sin descanso, dejando al andaluz a solas con sus negros pensamientos.
Por allí se va a Panamá, para vivir para siempre en la miseria y la deshonra… Por aquí, a lo desconocido y sufrir penalidades o a conquistar nuevas tierras y conseguir la gloria y la riqueza. Que cada cual escoja, como buen castellano, lo que mejor le plazca…
Evocó una vez más las palabras de Pizarro y se preguntó qué clase de gloria o de riquezas estaba obteniendo por haber sido tan idiota como para cruzar la raya que el viejo marrullero trazara en la arena.
Estaba allí, en la cima del mundo, en mitad de la noche, helado, hambriento y asustado; estaba allí, lejos de todo —lo más lejos que nadie estuvo jamás de su hogar y su familia—, sentado frente a un iluso que esperaba aplacar las iras del dios Pachacamac con un simple canturreo sin sentido, prisionero de una curiosidad absurda que le había empujado a un país también absurdo y se preguntó una vez más por qué demonios estaba allí.
Y no obtuvo respuesta.
Y en el fondo… ¿Qué importancia tenía?
Recordó nuevamente a Marco Polo y admitió que le apetecería regresar algún día a su Úbeda natal y sentarse —ya viejo— a escribir sus andanzas por tierras del Gran Inca en compañía de un adusto «curaca» siempre malhumora-do. Ansiaba entrar pronto en el Cuzco y comprobar si eran ciertas las historias de palacios de oro que en nada envidiaban los fastos de la corte del Gran Mogol, le fascinaba la idea de que Europa conociera a través sus relatos las extrañas costumbres de un país en el que todo —excepto la libertad personal— se encontraba perfectamente regulado. Tal vez, con suerte, él, Alonso Molina, pasaría a la Historia como habría de pasar sin duda alguna el osado mercader veneciano, aunque de nadie podría decir nunca que lo hizo con ánimo de lucro, sino que fue tan sólo su espíritu aventurero el que le empujó a conocer nuevas tierras.
Tembló más fuerte, rugió más hondo, y un pedazo de muro se derrumbó con estrépito lanzando cascotes sobre el halda de Chabcha Pusí que salió de su ensueño:
—He visto a tu Señor Pizarro —dijo—. Vestía de metal de los pies a la cabeza y montaba una bestia inmensa que lanzaba espuma y fuego por la boca… Su aspecto era más terrorífico que el del mismísimo Sopay.
—Cualquier demonio podría aprender muchas cosas de Pizarro. Y no sólo en cuanto al aspecto se refiere.
—Causará mucho daño.
—Él sabe cómo hacerlo.
—¿Cuántas son sus legiones?
—¿Legiones? —Molina no pudo evitar una sonrisa irónica—. La última vez que le vi contaba con catorce hombres, pero lo más probable es que la mayoría le hayan abandonado a estas alturas. Nada tiene más que coraje, mal genio, y un fuego que le consume las entrañas.
—¿No ofrece peligro entonces?
El andaluz se encogió de hombros.
—Eso depende… —dijo—. Más temible resulta Pizarro, solo, que un Tercio de Flandes. A un Tercio se le puede aniquilar, pero Pizarro renace siempre de sus cenizas.
Una levísima claridad, filtrada en aquel turbio amanecer por el polvo que se había ido alzando de la tierra inquieta comenzó a insinuarse al otro lado de los sucios muros que aún se mantenían en pie, y Molina se irguió lanzando una larga ojeada a la muerta llanura que se ofrecía a los ojos bajo el aspecto de un desolado campo de batalla del que incluso los cadáveres hubieran preferido escapar.
Las nevadas cumbres parecían haber desaparecido en el horizonte, tragadas por la bruma, y en su lugar no se percibía más que una gran mancha informe, oscura y amenazante, que ensombrecía aún más la árida puna.
—Este país me queda grande —comentó el español sin volverse—. Todo es tan desmesurado, a lo alto, lo largo y lo ancho, que me siento minúsculo y como sin ánimo para luchar… Empiezo a temer que jamás llegaré al Cuzco…
—Llegarás —replicó el otro convencido—. Pero lo mejor será regresar al Camino Real, porque por estos montes, con este frío y este hambre apenas avanzamos.
—¿Y la gente de Atahualpa?
—Se me antojan el menor de los males.
El andaluz fue de la misma opinión, por lo que reemprendieron la marcha, pero ahora lo hicieron en busca del gran camino de piedras pulimentadas que a lo largo de miles de kilómetros a través de montañas, altiplanos, profundos valles, espesas selvas e inhóspitos desiertos, unía Quito y Cuzco, capitales Norte y Sur del gigantesco imperio.