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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (16 page)

BOOK: Viracocha
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Hacía frío y corría un cierzo que se metía en los huesos llegando de la parte alta de la ciudad, que se desparramaba a lo largo de una suave colina dominada por la impresionante silueta de una grandiosa fortaleza que se recortaba contra el cielo.

Las intrincadas y a menudo zigzagueantes callejuelas parecían haber sido diseñadas para evitar que por ellas corriera el viento con demasiada libertad, abriéndose paso por entre pesados edificios de simple arquitectura pero hermosa prestancia, pese a que casi todos ellos fueran de una sola planta y raramente alcanzaran las dos alturas.

No distinguieron a nadie; ni siquiera una luz que se filtrara bajo una puerta, o un llanto o una voz permitiera adivinar que aquel lugar se encontraba realmente habitado, y tan sólo cuando al fin alcanzaron la Huaccapayta descubrieron a los primeros soldados que montaban guardia en las esquinas.

El español se detuvo un instante en el centro de aquella amplia plaza que conformaba sin duda el corazón mismo del Imperio incaico, y no pudo por menos que asombrarse ante la magnificencia del Quishuaracancha, o templo de «Viracocha», que la dominaba por su parte más alta, y el Amarucancha, o Palacio de los «Incas», que constituía en sí mismo una nueva fortaleza y formaba ángulo con el primero.

Pero no fue a ninguno de ellos al que le introdujeron, sino que descendiendo de nuevo por otra callejuela, penetraron al fin en el Inti-Huasi, el fabuloso Templo del Sol del que Chabcha Pusí con tanto entusiasmo hablaba siempre.

El inmenso jardín aparecía muy quieto, sin que ni sola de sus flores o sus hojas se agitase al viento, reflejando una luz dorada que llegaba de las arcadas, y al observar una hermosa vicuña que le contemplaba a su vez completamente inmóvil, Alonso de Molina tuvo que detenerse, atónito, porque acababa de descubrir que cada árbol, cada flor, cada tallo y cada animal de aquél, fantástico jardín no tenía vida, sino que se encontraba labrado con tal prodigiosa perfección, que se hacía necesario inclinarse a observarlo de cerca para no llegar a la conclusión de que sufría alucinaciones.

—¡Es oro! —exclamó estupefacto.

—Ya te lo dije… —replicó con calma el «curaca» que marchaba a su lado—. Las flores de la plaza de Huaccapayta también son de oro. Aquí todo es de oro.

Hubiera deseado quedarse a disfrutar durante horas de la más prodigiosa obra de orfebrería del Universo, pero los soldados le hicieron inequívocos gestos de que debía apresurarse y les siguió al interior del grandioso edificio cuyos muros se encontraban formados por gigantescos bloques de piedra tan perfectamente encajados entre sí, que ni siquiera la punta de su espada podría haberse introducido por entre dos de sus junturas.

Dentro, las negras paredes se volvieron de inmediato doradas, puesto que una gruesa plancha de oro las recubría del suelo al techo, y era tal el brillo de las antorchas al reflejarse de lado a lado, que por unos instantes se vio obligado a entrecerrar los ojos para acostumbrarse a tan inesperado resplandor llegando de las tinieblas exteriores.

De tanto en tanto un grupo de esmeraldas aparecían engastadas en el centro de un muro conformando la silueta de un animal o un ave, y el andaluz tuvo la sensación de que no era cierto que le hubieran sacado del lecho aquella noche, porque tan sólo en el más incontrolado de los sueños cabía aceptar semejante derroche de riqueza.

—¡No es cierto! —musitó agitando una y otra vez la cabeza—. No puede serlo. No existe tanto oro en el mundo…

Pero existía. Más y más a medida que atravesaban estancia tras estancia, y cuando al fin le introdujeron en la mayor de todas ellas permaneció unos instantes como clavado en el suelo y con la boca entreabierta contemplando embobado el grueso disco del sol de casi tres metros de diámetro y cuajado de piedras preciosas que se alzaba a espaldas de un alto trono de similares características.

—¡Dios misericordioso! —exclamó—. Hay aquí más riquezas que en todos los palacios de Europa juntos.

—¡Mira al suelo!

—¿Qué?

Chabcha Pusí, que cargaba ahora sobre los hombros un pequeño saco de piel de alpaca y aparecía blanco como la más nevada de las montañas de la sierra, le hizo un imperativo gesto con la cabeza señalando hacia abajo:

—¡Mira al suelo y no levantes los ojos!

Obedeció y permaneció muy quieto advirtiendo cómo un pequeño grupo de personas hacía su entrada en la estancia por una puerta lateral por lo que casi contuvo la respiración hasta que percibió un leve chasquido, y al instante el «curaca» musitó:

—Ya puedes alzar la cabeza, pero cuando el «Inca» te mire no apartes nunca la vista… Es la costumbre.

Huáscar, un hombre de poco más de treinta años, pequeña estatura pero expresión altiva, penetrantes ojos que parecían dorados y lujosos ropajes cuajados de pedrería, había tomado asiento en el trono y le observaba con una manifiesta curiosidad no exenta quizá de un leve desconcierto.

—¡Bien venido al Cuzco! —dijo con voz autoritaria que sonaba forzada—. ¿Es cierto que hablas mi idioma?

—Es cierto.

—¿Vienes en son de paz?

—¿Dónde están mis ejércitos si no fuera la paz la que guiara mis pasos…? ¿Qué mal podría causar yo solo al más poderoso de los Imperios existentes…?

El «Inca» se volvió hacia los cuatro ancianos que habían situado a su izquierda, un paso atrás, y pareció dar a entender que le satisfacía lo que acababa de oír. Luego, tras meditar unos instantes, clavó de nuevo sus inquietantes ojos en el español e inquirió:

—¿Eres acaso un dios?

—Los dioses, como los reyes, se reconocen entre sí… —fue la evasiva respuesta—.

—Yo nunca pondré en duda que eres el hijo primogénito de Huayna Capac, descendiente de Manco Capac, fundador del Imperio y descendiente a su vez del Sol.

Se diría que Huáscar necesitaba tiempo para meditar a fondo cada frase, por lo que se limitó a contemplarse largamente las manos como si le llamara poderosamente la atención que estuviesen allí. Por último, sin alzar la cabeza, quiso saber:

—¿Cuál es el auténtico objetivo de tu viaje?

—Conocerte.

—¿Por qué?

—¿Acaso tiene que existir una razón especial para conocer a un Hijo del Sol?

—Eso no responde a mi pregunta, pero probaré a hacerte otra: ¿Qué sabes de mi hermano Atahualpa?

—Que sólo es a medias tu hermano, y que la sangre de los «Incas» no corre libremente por sus venas. Su madre no desciende del Sol.

—¿Acatará mi autoridad?

—No.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —se sorprendió—. ¿Te lo ha dicho él?

El español negó convencido:

—Jamás hablé con él pero si se considera un auténtico Hijo del Sol y ha llegado tan lejos, su dignidad no le permitirá arrastrarse a tus pies.

—Yo no pretendo que se arrastre a mis pies —fue la sincera respuesta—. Tan sólo deseo que reconozca que soy el único «Inca» y admita que el país no puede dividirse. —Hizo una corta pausa y el tono de su voz cambió súbitamente—. No quiero la guerra —dijo.

Fue aquel cambio en la voz, más que las palabras, el que ayudó a comprender a Alonso de Molina que el aparentemente todopoderoso «Inca» Huáscar, descendiente directo del Dios Sol y Señor absoluto del Incario, era en realidad un hombre inseguro de sí mismo, e inseguro, sobre todo, del resultado final de un enfrentamiento armado con su agresivo y ambicioso hermanastro.

Si estaba ahora allí, en mitad de una gélida noche, sentado en un inmenso trono que no sabía a todas luces llenar con su presencia, no era probablemente porque necesitara convencerse de que el misterioso extranjero que había desembarcado en sus costas eran tan sólo un hombre y no la reencarnación de «Viracocha», sino para intentar averiguar si podía arrojar alguna luz sobre el resultado de la contienda que al parecer se avecinaba.

—No creo que se trate exactamente de una guerra —replicó al fin Alonso de Molina procurando hacerle comprender su particular punto de vista—. Se trata de una rebelión. Las guerras pueden evitarse si uno de los dos bandos lo desea, pero evitar una rebelión tan sólo depende de la firmeza de quien decide rebelarse.

—¿Y crees que Atahualpa está completamente decidido?

—Eso temo.

—¿Concederle el Reino del Norte conduciría a algo? Los cuatro ancianos que habían permanecido impasibles durante la entrevista se agitaron intercambiando cortas miradas de desconcierto, y el primero de ellos estuvo a punto de protestar, pero el «Inca», que parecía percibir con el rabillo del ojo cuanto ocurría a su alrededor, alzó levemente la mano como para impedir cualquier intervención o imponer calma al tiempo que insistía:

—Dime: ¿Dividir el Imperio con mi hermano evitaría el terrible derramamiento de sangre que predicen los astros…?

—Temo que tan sólo conseguiría hacerle más fuerte para que se abalanzara más tarde sobre ti.

—¿Estarías de mi parte si hubiera una guerra?

—Llegué a este país en son de paz, pero uno de tus, parientes asesinó a mi mejor amigo. No tomaré ninguna decisión a ese respecto hasta que la cabeza de Chili Rimac me permita comprender que eres un hombre justo.

El «Inca» de los ojos de reflejos dorados asintió una y otra vez muy despacio, y por último, admitió:

—Ignoro por qué Chili Rimac asesinó a tu amigo, pero tan sólo por mantenerme en esa ignorancia, merece un castigo. Tendrás su cabeza, pero antes quiero saber si es cierto que dominas el rayo, y tu «Tubo de Truenos» mata de lejos.

—Es cierto.

—¿Podrías matar de lejos a Atahualpa?

—No, si por sus venas corre sangre de los «Incas». El poder de los dioses no debe volverse nunca contra los hijos de esos dioses, a menos que intenten agredirme.

Más tarde, ya de regreso a su palacio, Chabcha Pusí no pudo por menos que felicitarle por aquella frase, puesto que pareció ser la que terminó de convencer al apocado Huáscar de que nada debía temer del extraño «hombre-dios» que había acudido a visitarle.

—Tiene miedo —añadió, y resultaba evidente que le costaba un gran esfuerzo aceptar que su dios particular pudiese mostrar una debilidad tan tristemente humana—. Tiene miedo y aún no soy capaz de decidir si es por el daño que va a causarle a su pueblo, o por sí mismo.

—Por ambas cosas —replicó el español que se sentía fatigado pero profundamente satisfecho de cómo se había desarrollado la entrevista—. Es un pobre pusilánime al que sin duda le han calentado demasiado la cabeza con augurios nefastos. Cada vez que se sienta en ese trono parece estar preguntándose por qué le ha correspondido tal carga y tal honor y cuándo llegarán los que vengan a levantarle. ¿Cómo era su padre?

—¿Huayna Capac? Un valiente guerrero duro como la roca, feroz y autoritario. Únicamente Atahualpa, que le acompañaba en todas las campañas, osaba llevarle la contraria. Murió muy viejo, pero hasta el último momento gobernó con mano de hierro.

—Y Huáscar creció sabiendo que jamás podría imitarle… —concluyó Alonso de Molina—. Conozco a esos príncipes que nunca debieran dejar de serlo. Tienen madera de heredero, no de rey. Son buenas ramas, pero malos troncos.

—Hasta ahora se ha comportado como un gobernante justo. Él administraba el Imperio mientras su padre y su hermano iban a la guerra.

—Eso debe saber hacerlo quizá mejor que nadie. Fue educado para ello, pero en cuanto se enfrenta a un auténtico problema se tambalea porque Huayna Capac nunca tuvo que resolver una situación semejante, y por lo tanto no sabe cómo habría actuado en ese caso.

—¿Pretendes insinuar que su única virtud es la de ser hijo de Huayna Capac?

—Como «Inca», sí. Creció a su sombra y de él lo aprendió todo, pero aquello que no esté en el manual que le enseñó, le resultará irresoluble.

Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, no hizo ningún otro comentario, limitándose a desearle un buen descanso y retirarse a las habitaciones que compartía con Naika, a meditar en cuanto había aprendido durante aquella larga noche sobre el ser al que siempre había considerado su dios, su norte y su guía, y clareaba ya sobre el Cuzco y la majestuosa silueta de la inexpugnable fortaleza de Saqsaywaman que comenzaba a distinguirse allá en lo alto, dominando y protegiendo la ciudad que salía de su sueño, mientras continuaba apoyado en el quicio de una ventana contemplando los tejados —algunos labrados en oro puro— de aquel «Ombligo del Mundo» al que tanto amaba intentando poner orden en el desesperante caos en que se estaba convirtiendo su cerebro. Todo aquello en lo que siempre había creído a ojos cerrados parecía ser ahora falso, su bien estructurado universo se descomponía por momentos, e incluso el más inatacable de sus ídolos amenazaba con desmoronarse mostrándole a las claras que más que un dios todopoderoso era un simple mortal acobardado.

¿Qué quedaría del omnipotente Hijo del Sol una vez que le despojaran de su trono de oro, sus ricas túnicas cuajadas de esmeraldas o la colgante borla roja distintiva, del sumo poder heredado de su padre?

¿Qué sería de millones de seres humanos que dependían por completo de las decisiones de un «Inca» que se mostraba tan desconcertado e indeciso?

¿En manos de quién se encontraba el mayor de los Imperios conocidos?

—¿Qué te preocupa tanto?

Se volvió a observar a Naika que había abandonado el lecho y acudía a su lado a contemplar también el azul de un cielo que parecía ir cobrando vida y color demasiado rápidamente, como si tuviera una excesiva prisa por destacar la innegable belleza de cada rincón de aquella ciudad inimitable.

—Huáscar —replicó tomando su mano que tuvo la virtud de devolverle la paz por un instante—. Esta noche lo he visto bajo un prisma diferente. —Se diría que a Chabcha Pusí le costaba un supremo esfuerzo reconocer lo que iba a decir, pero al fin lo hizo—: No es dios.

—Has tardado demasiado en descubrirlo —replicó la muchacha sin mirarle, atenta como estaba al cambio de luces que parecía ir jugando con los tejados de oro, lanzando destellos y confundiendo sus formas—. Un dios que teme a la muerte es porque duda de su divinidad. Los dioses de mi madre nunca mueren.

—¿Cuáles eran los dioses de tu madre?

—Aquellos que no tienen tiempo ni forma y por lo tanto jamás pueden decepcionarnos. Los espíritus del bosque o de los ríos están ahí desde hace miles de años y ahí continuarán, invisibles, hasta el fin de los siglos. En ellos se puede confiar. En alguien que nace y muere, no.

—¿Quién te enseñó esas cosas?

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