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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (19 page)

BOOK: Viracocha
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Saludó con una inclinación de cabeza al andaluz, dirigió una larga y extraña mirada a Chabcha Pusí, y se volvió luego a su tío Yana Puma que hizo un levísimo gesto con la mano para que por el extremo del gran patio penetraran dos soldados que conducían a un hombre que aparecía blanco como el papel.

Lo dejaron apoyado contra el muro y se retiraron todo lo aprisa que les permitían las piernas, desapareciendo en el acto por donde habían venido.

Alonso de Molina lanzó un corto reniego por lo bajo, se mordió el bigote mostrando mucho los dientes, y por último alzó el rostro hacia el «Inca» evidentemente alterado.

—¿Pretendes que mate a ese hombre? —inquirió. Fue el Sumo Sacerdote Yana Puma quien respondió: —No es más que un traidor, reo de muerte. O lo haces tú, o le ejecutará el verdugo… ¿O es que no puedes, como aseguras, matar de lejos con tu rayo?

—Puedo… —aseguró el español, convencido—. Pero también podría matar una llama, una vicuña o cualquier otro animal… Incluso destrozar una vasija sin necesidad de mancharme las manos de sangre humana.

El «Inca» Huáscar intervino secamente: —Es a ese traidor al que quiero que mates —dijo—. Lo demás no me vale.

Alonso de Molina se volvió a Chabcha Pusí y le lanzó una larga mirada de reconvención echándole en cara la difícil situación en que le había colocado, pero la extraña expresión de su amigo le obligó a reaccionar, porque conocía lo suficiente al «curaca» como para adivinar que no era tan sólo pesar e inquietud lo que sentía, sino que estaba tal vez tratando de advertirle de un grave y desconocido peligro.

Intentó protestar de nuevo.

—No he venido hasta aquí a servirte de verdugo —le señaló al «Inca» en tono desafiante—. Me niego a matar a un hombre.

—Empiezo a creer que no son más que disculpas fue la seca respuesta del otro—. ¡Mátalo!

El andaluz le observó largamente y por último optó por encogerse de hombros.

—¡De acuerdo! —dijo—. Tuya será la responsabilidad.

Se dispuso a cumplir la orden, se encaró el arma apuntó al pecho del pobre infeliz que, aplastado contra el muro, temblaba como una hoja y le miraba con los ojos dilatados de terror y la boca torcida en una extraña mueca.

Le dolía tener que hacerlo, pero había llegado a la conclusión de que se trataba de su vida o la de aquel desgraciado, puesto que el Sumo Sacerdote no le permitiría salir con bien del palacio si no demostraba sin lugar a dudas el auténtico alcance de su poder.

Contuvo la respiración consciente de que no podía fallar, se concentró en el corazón del reo, éste se llevó mano al rostro cubriéndose los ojos como si se negara a presenciar el espanto de su propia destrucción, y al hacerlo entreabrió levemente el gorro de lana con que se cubría la cabeza, y por una décima de segundo Alonso de Molina entrevió los discos de oro que adornaban su oreja y tomó conciencia de la trampa en que intentaban hacerle caer.

Instintivamente aflojó la presión, respiró muy hondo, y tras reflexionar velozmente se volvió al grupo que le observaba expectante.

—¡No puedo matar a ese hombre! —exclamó en voz alta procurando que resonara lo más bronca posible—. Tiene sangre real y mi «Tubo de Truenos» no mata a aquellos descendientes de los dioses que no hayan intentado atacarme… —indicó al reo—. ¡Y éste, jamás me ha hecho nada…! —Hizo una significativa pausa, y de inmediato volvió el arma contra el Sumo Sacerdote, que dio un paso atrás horrorizado—. ¡Pero tú sí me has atacado, Yana Puma…! Tú sí deseas mi mal y por lo tanto mi «Tubo de Truenos» tiene autorización de «Viracocha» para fulminarte en este mismo instante. ¿Quieres que lo haga? —Se volvió a Huáscar— ¿Quieres que demuestre la magnitud de mi poder acabando con la vida de quien se alza contra mí…? Puedo hacerlo antes de que tengas tiempo de parpadear siquiera… ¿Me oyes, Yana Puma? —gritó—. ¡Puedo matarte con el permiso de «Viracocha» y lo haré si no pides inmediatamente perdón y juras que jamás volverás a conspirar contra mí…! ¡Hazlo! ¡Rápido…! ¡Jura o te mato!

El espantado anciano intentaba mantenerse erguido aferrándose al trono del «Inca» que parecía haber disminuido de tamaño encogiéndose hasta casi desaparecer en su asiento, mientras el resto de los asistentes retrocedían temblorosos y se escuchaban lamentos, voces inconcretas e incluso sollozos que demostraban la magnitud del terror que sentían.

—¡Perdóname…! —musitó al fin el Sumo Sacerdote casi incapaz de articular palabra—. Perdóname la vida, oh, Señor, descendiente del Dios «Viracocha»…

Alonso de Molina dejó de apuntarle bajando el arma:

—¡Jura que me dejarás en paz!

—¡Lo juro!

El español buscó a su alrededor, descubrió un cántaro que descansaba en un muro a unos diez pasos de distancia, apuntó cuidadosamente, y disparó.

La vasija estalló en mil pedazos y el agua que contenía salpicó a los presentes que se arrojaron al suelo cubriéndose la cabeza con las manos y tratando de escapar del terrible estruendo que se repetía como un eco de pared a pared del cerrado patio.

—¡Ese es mi poder…! —señaló el andaluz cuando el «Inca» y su tío se atrevieron al fin a mirarle de nuevo—. Ése es el poder que me dieron los dioses, y eso es lo que puedo hacer con mis enemigos… Y ahora dime, Huáscar… ¿dónde está la cabeza de Chili Rimac?

—Chili Rimac ha huido de Túmbez… —fue la tímida respuesta—. Pero mis soldados le buscan, y muy pronto tendrás su cabeza… Te doy mi palabra.

—¡De acuerdo…! —aceptó Molina consciente de que en esos momentos se encontraba en una privilegiada situación de fuerza de la que podía abusar—. Mientras llega solicito permiso para realizar un viaje a la costa en compañía de Chabcha Pusí… ¿Puedo hacerlo?

—Tienes mi permiso.

—¿Me autorizas a que me retire ahora?

—Retírate.

El español dio media vuelta, abandonando el amplio recinto con paso firme y gesto altivo, seguido por las miradas de unos presentes que no acababan de dar crédito a los prodigiosos y desconcertantes hechos de que acababan de ser horrorizados testigos.

Q
uiero que me lleves.

—¿Cómo dices?

—Quiero ir a la costa con vosotros. Me prometiste que me llevarías a conocer el mar, y ésta es la mejor ocasión. Tienes permiso del «Inca».

—No se trata de un viaje de recreo. Vamos en busca del «Viracocha» con que sueña Molina. Lo más probable es que pasemos días vagando por el desierto sin ningún resultado.

—No importa. Quiero ir.

Naika era una niña-mujer de fuerte temperamento, y Chabcha Pusí un hombre maduro al que desagradaba la idea de separarse de su joven esposa, y aunque trató de oponer una cierta resistencia inicial, concluyó por aceptar que se les uniese en el largo viaje hacia la costa que emprendieron tras cruzar el majestuoso Huaca-Chaca, el puente sagrado que el Inca Roca construyó para salvar el impresionante cauce del río Apurímac.

Para llevar a buen término aquella prodigiosa obra de ingeniería, había sido necesario tallar primero en la montaña, peldaño a peldaño, una dantesca y peligrosísima escalera que uniera las cumbres con el punto más estrecho de un cañón que tradicionalmente había constituido la barrera natural que dividía en dos el imperio incaico, aislando a la capital del resto del país durante los meses de las grandes lluvias. Docenas de obreros se habían precipitado al vacío durante aquella arriesgadísima labor que les llevó tres años, pero los Sumos Sacerdotes habían prometido un lugar en el sol a todo el que pereciese en cumplimiento de su trabajo, y apenas un tallador caía al abismo, otro ocupaba su puesto con idéntico entusiasmo.

Más tarde alzaron cuatro inamovibles pilares y se tendieron cuerdas del diámetro del tronco de un hombre a través de los cuarenta y dos metros de anchura del cauce del río, a setenta sobre el nivel de las aguas para que miles de obreros las tensaran de uno y otro lado, y las enterraran tan profundamente que jamás pudieran ceder. Por último arriesgados especialistas se colgaron del vacío para concluir la tarea de colocar las traviesas y los suelos, y ahora los descendientes de aquellos osados constructores se preocupaban de renovar por completo la complicada estructura cada tres años.

Allí seguía el Huaca-Chaca, por tanto, tan impecable como el día en que el Inca Roca lo atravesó por primera vez hacía dos siglos, pero sometido a una estrechísima vigilancia para evitar que las tribus antaño rebeldes pudieran volver a incendiarlo como hicieran en una ocasión, o utilizarlo para invadir de nuevo el Cuzco.

Alonso de Molina, que había tenido que acostumbrarse a la fuerza a cruzar infinidad de aquellos balanceantes puentes que parecían formar una parte esencial de la vida de un Imperio que sin ellos quedaría desmembrado, se vio obligado a luchar una vez más contra la desagradable sensación de vértigo que se le asentaba entre las piernas y en la boca del estómago, aunque en esta ocasión no la padeció durante la travesía del ancho cauce en sí mismo, sino a la hora de descender por la aterradora escalinata, cortada a cuchillo sobre cuyos peldaños el tiempo y la humedad habían ido depositando una traidora pátina que hacía que de pronto una llama o un hombre resbalara para precipitarse a plomo sobre las turbias aguas que se lo tragaban de inmediato.

Ascendieron por último trabajosamente por el farallón de la orilla opuesta dejando el abismo a sus espaldas para cruzar al pie de las eternas nieves del Salcantay y continuar a través del Altiplano por la frecuentada «Ruta de la Sal» por la que llegaba desde el mar aquel vital elemento absolutamente imprescindible para los habitantes de las tierras altas.

Al español le había llamado poderosamente la atención desde el primer momento el hecho de que los indígenas jamás sazonaran sus alimentos a la hora de cocinarlos prefiriendo consumirlos en su estado natural para lamer luego de tanto en tanto una gruesa piedra de sal que parecía constituir una de sus más valiosas pertenencias. Ahora, miles de aquellas piedras cruzaban a su lado a lomos de pacientes y cadenciosas llamas que marchaban en inacabables caravanas que ponían una nota de color y movimiento en el parduzco paisaje de la puna. Un único pastor, casi siempre un muchacho, marchaba pausadamente en primer término y las bestias le seguían con la fidelidad con que los patos siguen la estela de su madre en una charca.

Tanto los pastores como la mayoría de los «puric» o campesinos que cuidaban los campos solían apartarse respetuosamente al paso del cortejo, deteniéndose a admirar con expresión idiotizada los tres esbeltos palanquines cerrados por multicolores cortinas que una treintena de pequeños pero fibrosos porteadores cargaban a hombros, porque la única condición que el «Inca» Huáscar había impuesto a última hora, era la de que el inmenso «Viracocha» se dejara ver lo menos posible durante su largo viaje a la costa.

Pese a que su hermanastro se encontrase prisionero en Tunípampa y el peligro de guerra civil hubiera sido por tanto conjurado, el país se hallaba aún profundamente alterado y extraños rumores e inquietantes profecías corrían de boca en boca provocando un continuo desasosiego y malestar.

Consentir que un «hombre-dios» dueño del trueno y de la muerte, se pasease a la vista de todos por la frecuentadísima «Ruta de la Sal», no constituía en opinión de Yana Puma la mejor forma de contribuir a apaciguar los ánimos y por lo tanto Alonso de Molina se había visto obligado a aceptar que le cargaran en andas para procurar, contradictoriamente, pasar inadvertido.

A la caída de la tarde se refugiaban en amplios «tambos» en los que todo parecía siempre dispuesto para recibir al propio «Inca», y al español le admiró una vez más el increíble grado de organización de un pueblo que desconocía el uso de cualquier tipo de escritura.

A base de aquellos pintorescos racimos de cuerdas anudadas que los expertos «Quipu Camayoc» interpretaban con prodigiosa habilidad, el uso exhaustivo del número diez que parecía constituir la clave de todo su sistema matemático, y una memoria colectiva rayana en lo increíble, el «Tihvantinsuyo» funcionaba con muchísima más fluidez, perfección y exactitud que el Estado europeo que pudiese contar con los más modernos y sofisticados sistemas de control.

Era corno una gigantesca maquinaria de relojería cuyo único secreto se centrara en el hecho de que ningún minuto podía tener nunca más de sesenta segundos, ya que de igual modo ningún miembro de la comunidad incaica podía salirse un ápice del marco en que lo habían encuadrado y por lo tanto nada relacionado con la administración escapaba al más estricto control burocrático.

Así, pues, desde que el oficial de un «tambo» avistaba en la distancia la llegada de una comitiva, sabía de inmediato de cuántos porteadores, siervos y soldados se componía, qué número de estancias debía acondicionar, y cuántas raciones alimenticias había que preparar para la cena.

Tales abundantísimas y exquisitas cenas solían estar compuestas de maíz, patatas, verduras, pescado macerado en limón y carne de «cuí», una especie de conejillo de Indias de simpático aspecto que proliferaba por doquier y recibía su nombre del curioso sonido que continuamente emitía.

Naika poseía uno de ellos con el que viajaba siempre y que le seguía a todas partes como un perro faldero, dormía a los pies de su lecho y corría a acurrucarse en su regazo en cuanto tomaba asiento. Era un animalito marrón y blanco, limpio y gracioso que se pasaba la vida, arrugando incansablemente la nariz y observando a quien hablaba con aire de entender a la perfección cuanto decía. Chabcha Pusí le había puesto por nombre
Punchayana
que venía a significar Amanecer, porque el curioso bichejo tenía la extraña costumbre de mordisquear los dedos de los pies de su dueña en cuanto la primera claridad del alba hacía su aparición por el Oriente.

Era ésa una de las razones por las que la muchacha solía ser la primera en levantarse, y el español, inveterado madrugador desde su más tierna infancia, acostumbraba encontrársela cada día contemplando la salida del sol, arrebujada en un amplio poncho blanco que realzaba aún más su exquisita belleza.

Para nadie constituía ya un secreto que mereciese ocultarse los sentimientos que experimentaban el uno por el otro, y tan sólo el profundo respeto que ambos sentían por el «curaca» les había impedido dar un definitivo paso que consolidara la delicada situación.

Constituían en verdad una pareja extraña, mirándose a los ojos sin intercambiar a veces siquiera una palabra, Molina alto, fuerte, acorazado y barbudo como un gigantón de feria, y ella, casi como un juguete a su lado, pues su cabeza apenas alcanzaba al pecho del hombre y cabría pensar que si se decidía a abrazarla la rompería en pedazos como si se tratase de una figurita de porcelana.

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