Viracocha (23 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: Viracocha
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Luego le comunicaron la terrible noticia de que Atahualpa se había rebelado contra su hermano, y por último hacía su aparición en mitad del desierto un auténtico «Viracocha» dueño de un «Tubo de Truenos» que le convencía para que le ayudase a llevar a buen fin una descabellada empresa.

Se preguntó una vez más si no hubiera sido mucho mejor seguir su primer impulso y unirse a aquellos que se encaminaron al Norte, a ponerse a las órdenes de Atahualpa, porque al fin y al cabo, y como militar que había sido siempre, se sentía mucho más cerca del modo de pensar de un hombre que había demostrado un millón de veces su empuje y valor en los campos de batalla, que de aquel otro hermano pacifista y burocrático que apenas abandonaba sus hermosos palacios y sus centenares de concubinas.

—Ahora me encontraría al mando de un regimiento de lanceros dispuestos a caer sobre el Cuzco… —se dijo—. Y no metido en este agujero escuchando las locuras de un monstruo peludo.

Cenaron en silencio manteniendo al lugareño maniatado de pies y manos para que no cayese en la tentación de dar un salto y perderse en el laberíntico trazado de la ciudad aprovechando la oscuridad, y se acurrucó por fin en un rincón dejando en manos del español el primer turno de guardia.

Éste se admiró de la facilidad con que se quedaba dormido de inmediato, dedicó una leve sonrisa al prisionero intentando tranquilizarle, y desenvainando su espada la colocó a su lado cruzándose el arcabuz sobre las piernas listo para arrojar su carga de fuego y muerte sobre el primero que osase atravesar la única y angosta puerta del recinto. Le aguardaba una larga y tal vez agitada noche y lo sabía, pero los doce últimos años de su vida se encontraban plagados de vigilias semejantes en las que a menudo había tenido enfrente, no a un puñado de mugrientos desgraciados, sino a todo un ejército dispuesto a dar batalla.

Pasó revista una vez más a los últimos y confusos acontecimientos, y trató de buscarle una lógica al hecho de encontrarse con la espalda apoyada en un antiquísimo muro y la vista clavada en un negro agujero que conducía a una angosta callejuela. No la había. No la había del mismo modo que nunca la había habido para el hecho de que un buen día decidiese abandonar su mundo y sumergirse en otro tan desconocido para él como la más lejana de las estrellas.

Guzmán Bocanegra al que siempre creyó muerto le había hablado primero a través de un misterioso «Hijo del Trueno» y luego en sueños, y contra toda lógica parecía ser cierto que se encontraba vivo y encerrado en algún lugar al pie de aquellas montañas. ¿Qué explicación tenía?

Rebuscó en su memoria todo cuanto pudiera haber leído a lo largo de sus años de estudio, o todo cuanto le hubieran contado durante sus innumerables viajes, y aunque las largas noches de guardia en los campamentos o las aburridas travesías marítimas se habían prestado siempre a toda clase de fantasías y exageraciones, nunca, que él recordase, había oído contar que un ser vivo consiguiera ponerse en contacto con otro a través de desiertos y montañas.

Los muertos sí; a los muertos les estaba permitida cualquiera extravagancia, ya que para eso padecían la triste condición de difuntos sin remedio, pero a quienes no disfrutasen de ese dudoso privilegio de ser espíritus puros, aparecerse en sueños les había estado siempre vedado.

Sin embargo Guzmán Bocanegra parecía haberlo conseguido, y era precisamente esa necesidad de resolver un misterio inexplicable, lo que más le atraía a la hora de decidirse a afrontar tan descabellada aventura.

Ululó una lechuza.

Prestó atención.

El grito se repitió al otro extremo de la calle, y le fastidió la falta de imaginación de aquellos pobres desgraciados tan fieles a las viejas costumbres.

—«Por lo menos podríais cambiar de bicho…», —musitó como si pudieran oírle al tiempo que se rodaba lo justo para quedar en el ángulo que formaban dos gruesos, muros y donde resultaba muy difícil que una piedra, pudiera alcanzarle—. «Aunque lo cierto es que aquí no tienen mucho donde elegir…»

Otra lechuza ululó ahora a sus espaldas, y súbitamente tuvo una inspiración y repitió a su vez sonoramente la llamada.

Calla Huasi dio un salto, echó mano a su lanza y le observó con gesto de asombro.

—¿Qué haces? —inquirió confuso.

—Me burlo de ellos —señaló divertido—. Creo que por lo menos acabo de conseguir desconcertarles.

Efectivamente, el silencio se había apoderado por completo de la noche, como si los misteriosos merodeadores estuviesen preguntándose qué diablos había ocurrido y de dónde había salido aquel desconocido aliado.

—¡Estás loco! —musitó el indígena agitando la cabeza negativamente—. Ya Chabcha Pusí me lo advirtió, pero no cabe duda de que estás peor de lo que decía…

Escucharon de nuevo. Tan sólo el llorar del viento que llegaba a ráfagas de las altas montañas se adueñaba, a ratos, de la noche, y el leve chasquido de una rama al reventar por el fuego restallaba en la quietud de la ciudad abandonada.

—¡¡Vais a morir…!!

—¿Qué es eso?

—¡¡Vais a morir…!! —repitió una voz, ronca y profunda que surgía de las tinieblas con la fuerza del trueno—. ¡Vais a morir, malditos Hijos del Sol, verdugos de mi pueblo a los que ha llegado al fin la hora de la destrucción total…!

—Es «La Sombra»… —susurró Calla Huasi.

—¡Payaso…! —replicó el español—. En cuanto le arree un arcabuzazo va a correr hasta la costa con el culo escaldado.

—Es muy peligroso.

—Perro que ladra, no muerde. Y éste ladra demasiado.

—¡¡Escuchad…!! —insistió el vozarrón—. ¡Escuchad lo que os va ocurrir antes de que amanezca…!

Un alarido se extendió por la ciudad correteando de calle en calle, y era tal su intensidad, que consiguió que los vellos del cuerpo se les erizaran.

—¡«Maldito hijo de puta»!

—¿Qué ha sido eso?

—Están torturando a alguien… —señaló el inca, que parecía vivamente impresionado.

—¡Eso ya lo sé! —replicó el andaluz—. Pero ese alguien ha dicho «Maldito hijo de puta». Y lo ha dicho en castellano, estoy seguro… ¡¡Eh!! —gritó a su vez en español con toda la fuerza de sus pulmones—. ¿Quién anda ahí…? ¿Cristianos…?

—¡¡Cristianos…!! ¡¡Cristianos…!! —replicó de igual modo una voz angustiada—. ¡Por favor…! ¡Ayuda! ¡En Nombre de Dios…! Ayuda… Me van a matar…

—¡¡Bocanegra…!! —llamó—. ¿Eres tú, Bocanegra…?

—¡¡Santa Madre de Dios!! ¡Santa Virgen de Covadonga! ¿Qué milagro es éste? Sí, soy yo: Guzmán Bocanegra. ¿Quién eres tú?

—¡Alonso de Molina!

De nuevo se hizo el silencio; un silencio provocado tal vez por el asombro del prisionero o más probablemente porque sus captores le impedían responder, y tras aguardar unos instantes, el andaluz pidió, por gestos a Calla Huasi que se inclinara junto al muro y le ayudara a trepar.

El inca, aunque delgado, poseía toda la oculta fuerza de su pueblo y soportó estoicamente el enorme peso del andaluz que se aferró al borde de la pared y atisbó hacia fuera.

No distinguió más que la noche, pero aguardó hasta acostumbrar sus ojos a la oscuridad, y al fin entrevió tres confusas sombras que se recortaban contra el cielo a unos cincuenta metros de distancia.

Meditó unos instantes y por último, calculando que la parte alta de los muros tendría por término medio casi un metro de ancho, se alzó a pulso, se tumbó boca abajo cuan largo era, e hizo mudas señas a Calla Huasi para que le alcanzara sus armas. Con ellas en la mano reptó despacio y en un par de ocasiones tuvo que agazaparse para dar una salto y caer silenciosamente sobre las redes de las casa vecinas.

Luego lo vio con absoluta nitidez.

Acababa de erguirse alzando los brazos lo que le hizo recortarse perfectamente contra la lejana montaña que tenía a sus espaldas, y una vez más aulló con su forzado vozarrón amenazante.

—¡¡Preparaos a morir…!! ¡Preparaos a morir malditos Hijos del Sol!

Cayó hacia atrás como un pato en un tiro al blanco, sin emitir siquiera un lamento, y cuando el eco de la explosión se perdió en la noche en dirección al río tras ese eco corrían desaforadamente una veintena de hombres a los que se diría que perseguía el mismísimo Sopay.

Alonso de Molina saltó a tierra con un leve sentimiento de culpabilidad porque hasta cierto punto se le antojaba injusto abusar así de la innegable superioridad de sus armas, ya que había aprendido desde niño que todo enemigo dispuesto a morir merece un respeto, y la sencillísima forma de acabar con ellos o ponerles en fuga por el procedimiento de hacer retumbar su «Tubo de Truenos» podía considerarse hasta cierto punto ignominiosa.

—¡Bocanegra…! —llamó—. ¿Dónde estás Bocanegra…?

No obtuvo respuesta y colgándose del hombro el arcabuz aferró la espada en una mano y la daga en la otra para asomarse, con infinitas precauciones, al interior de las viviendas más cercanas.

Lo primero que vio fueron los pies del muerto que había quedado espatarrado, cara al cielo en mitad de una amplia estancia, y luego en un rincón, a un hombre semidesnudo, atado y amordazado y que por su constitución no podía ser, desde luego, indígena.

—¡¡Calla Huasi…!! —llamó—. Trae luz… A los pocos instantes hizo su aparición el inca portando unos matojos encendidos, y juntos se inclinaron sobre Guzmán Bocanegra que con los ojos como platos los contemplaba alelado ofreciendo un aspecto en verdad impresionante.

El andaluz lo recordaba como un gigantón de espesos cabellos rojizos, poblada barba agresiva y gestos bruscos, pero ante él tenía a un hombrecillo esmirriado que había perdido casi treinta kilos, conservaba apenas algunos ralos mechones de su antaño pobladísima melena y mostraba un cuerpo recubierto de repelentes pústulas mientras un incontenible temblor en las manos le impedía beber con normalidad.

—¡Dios bendito! —exclamó el español apesadumbrado—. ¿Qué han hecho contigo?

—Destrozarme, Capitán… Destrozarme.

—¿Por qué?

—Es una larga historia… Pero antes cuénteme cómo es que está aquí.

—Vine a buscarte.

—¿Le envía Pizarro?

—No. Pizarro y los suyos regresaron a Panamá. Ginesillo se quedó también, pero al pobre negro lo mataron en Túmbez. Ahora tú y yo somos los únicos cristianos en esta parte del mundo. Por eso, cuando me llamaste vine a buscarte.

—¿Que yo le llamé? —se sorprendió el otro—. ¿Cómo?

—No lo sé. Confiaba en que tú me lo explicases.

—No lo entiendo.

—No te preocupes por eso ahora. ¿Cómo llegaste hasta aquí? Te creíamos muerto porque te arrojaste al mar muy lejos de la costa. Nadie puede nadar tanto.

—No, desde luego —admitió Bocanegra—. Pero cuando navegábamos hacia el Sur reparé en una serie de pequeños islotes que formaban una cadena hasta la costa. Eso me dio la idea y cuando, al regreso, el piloto los evitó dejándolos por estribor, me tiré al agua y nadé hasta el más cercano. Pasé en él un par de días alimentándome de huevos, luego alcancé el siguiente, y así sucesivamente hasta ganar la playa.

—¿Por qué?

—Estaba harto del barco.

—Ya íbamos de regreso a Panamá.

—Tampoco me agradaba la idea de volver a pasar miseria en Panamá a la espera de otro barco en que enrolarme para continuar con la misma vida de siempre. Éste se me antojó un país nuevo en el que quizá podría encontrar fortuna. ¡Hay oro! —exclamó—. ¡Muchísimo oro!

—Lo sé, pero, ¿cómo esperabas salir adelante sin conocer el idioma ni tener la menor idea de qué clase de gentes ibas a encontrar aquí…?

—¿Qué importaba eso entonces? Lo que en verdad necesitaba era una mujer. Yo, que no puedo vivir sin mujeres, elegí este maldito oficio de marino, pero no conozco otro.

—Todos aseguraban que eras un buen marino, pero eso ahora no viene al caso… Continúa…

Antes de hacerlo, Guzmán Bocanegra clavó la mirada en Calla Huasi que, acuclillado contra un muro asistía impasible a una conversación de la que lógicamente no entendía una sola palabra, e inquirió en tono entre rencoroso y despectivo:

—¿Y éste quién es? —quiso saber—. ¿Un salvaje?

—Un oficial inca. Viven arriba, en la sierra, y conquistaron a los costeños hace ya mucho tiempo. Poseen magníficas ciudades y una organización social en ciertos aspectos más adelantada que la nuestra.

—Usted siempre será el mismo, ¿eh Capitán? Siempre leyendo y siempre queriendo conocerlo todo.

—Es posible. ¿Qué ocurrió cuando alcanzaste la costa? El otro lanzó un resoplido, como si le costara trabajo admitir cuanto había ocurrido y tras frotarse vivamente las muñecas que aparecían ensangrentadas por efecto de las ligaduras, replicó:

—Al principio fue maravilloso. Me acogieron como a un dios, me llevaron a una gran fortaleza y me proporcionaron comida, bebida y, sobre todo, mujeres… ¡Docenas…! Casi centenares de mujeres que se volvían locas pidiendo a todas horas que me las follara. —Suspiró sonoramente y agitó la cabeza como si le costara admitir que hubiera podido vivir tales momentos—. ¡Era fabuloso Capitán! Como el paraíso que Mahoma promete a los moros, en el que todo se limita a joder, comer y beber… —Alargó la pierna y propinó un fuerte puntapié en la cabeza al difunto—. ¡Hasta que apareció este cabrón!

—¿«Llandú»?

—Sí. Creo que así le llamaban, aunque en realidad jamás entendí una palabra de lo que chamullaban los muy bestias… —Lanzó una larga mirada de rencor al cadáver del indígena, y añadió—: Este, que parecía el más importante, me dedicaba grandes discursos y traía gente para que me admirara como si fuera un dios o un monstruo de feria. Me vistieron de colorines y me plantaron incluso una especie de corona en la cabeza. Durante un par de semanas fui casi un rey… ¡Se lo juro, Capitán…! Vivía en un castillo en ruinas y tenía cuanto el más exigente monarca pudiera desear, incluidas muchachitas de doce y trece años. No se puede imaginar el número de virgos que rompí en aquellos días; perdía la cuenta… Luego me puse enfermo. —Sollozó quedamente—. Empezaron a salirme llagas por todo el cuerpo y el pelo se me caía a puñados. —Abrió mucho la boca para mostrar sus sucias encías—. ¡Hasta perdí varios dientes y a todas horas me dolía terriblemente la cabeza!

—Es el mal de Sopay —admitió Molina—. Lo transmiten algunas mujeres a quienes el diablo les introduce ese mal entre las piernas. Muchas de estas gentes lo sufren.

—¿Y cómo se cura?

—No lo sé —replicó el andaluz sin querer reconocer que según Chabcha Pusí, no existía cura alguna—. Algunos hechiceros la tratan a base de hongos.

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