—Déjale donde está.
—¿Para siempre?
—Al menos hasta que encontremos una solución mejor. Tal vez podríamos enviarle a parlamentar con Pizarro pidiéndole que acepte la autoridad de Manco Capac por encima de la de Atahualpa.
—¿Crees que alguien sería tan estúpido como para aceptar a un «Inca» que está libre y puede enfrentársele, teniendo en sus manos al único gobernante existente en estos momentos…? —inquirió el reservado y lógico Topa Yupanqui—. Yo, desde luego, me reiría de quien me hiciera semejante propuesta.
Una vez más el botánico demostró su indiscutible habilidad para poner el dedo en la llaga, por lo que el Consejo en pleno llegó a la conclusión de que por el momento no existía más alternativa que dejar encerrado al español a la espera de nuevos acontecimientos que, sin duda, no tardarían en hacer su aparición.
—¡Es injusto…! —protestó Alonso de Molina cuando el gobernador acudió a comunicarle la decisión del Gran Consejo—. Vine confiando en la palabra de Urco Capac, y hasta el presente he cumplido con mi parte del trato. Si no quieres que conozca la ciudad, deja al menos que me marche.
—¿Adónde?
—Adonde pueda vivir en paz con mi familia. El trato fue que si os ayudaba a liberar a Huáscar me proporcionarías un lugar en que establecerme con Naika y Shungu Sinchi.
—Huáscar ha muerto y el país se encuentra ahora en manos de Calicuchima, Quisquis o unos «Viracochas» con los que no podemos consentir que te reúnas. Les hablarías de este lugar y no cejarían hasta encontrarlo.
—Jamás revelaría el secreto y tú lo sabes.
—Lo imagino —aceptó Tito Amauri—. Pero nunca podré tener una absoluta certeza… —Había tomado asiento en un pequeño taburete y se le advertía profundamente fatigado—. En este tiempo he aprendido a apreciarte y a confiar en ti… —añadió—. Pero tan sólo a título personal. Oficialmente, y como gobernador del «Viejo Nido del Cóndor», mi obligación es mantener a toda costa la seguridad de la ciudad y antes te cortaría en pedazos que correr el más mínimo riesgo. Mientras los españoles continúen en el país, no te dejaré salir de aquí.
—Pizarro nunca se irá.
—Cuando tenga el oro que busca, lo hará.
—Te equivocas. A él, personalmente, el oro no le interesa. No es más que una forma de pagar a sus hombres y mantener contento al Emperador para que le deje las manos libres. Lo suyo es el poder, y sabiéndose a punto de adueñarse de un Imperio no dará un paso atrás ni aun después de muerto. Entrará en el Cuzco o se dejará la vida en el camino.
—En ese caso jamás volverás a salir de aquí.
—¿Debo considerarme por tanto prisionero?
—«Todos» somos hoy en día prisioneros… —fue la extraña respuesta—. Tú, de estos muros; nosotros, de una ciudad que ya nunca podremos abandonar; Atahualpa de Pizarro, y Pizarro de una ambición que le impide marcharse de un país que no es el suyo… —Le observo amargamente, y tras unos instantes inquirió interesado—: ¿Qué es lo que impulsa a un hombre como él a atravesar los océanos para buscar la muerte tan lejos de su patria?
—Allí cuidaba cerdos.
El otro meditó largamente y por último agitó la cabeza desconcertado:
—En eso estriba sin duda la diferencia: ninguno nuestros pastores aspiraría a hacer nada que no fuera cuidar ganado. Tan sólo a los reyes les está permitido conquistar imperios. Cada cual conoce su lugar en la vida y nunca lo abandona.
De nuevo a solas, contemplando una vez más la lluvia que parecía pretender apoderarse de la Tierra, Alonso de Molina rememoró la conversación que había mantenido con Tito Amauri y llegó a la conclusión de que éste «sabía», como lo sabían ya todos en la ciudad, que la antigua profecía de los doce Incas estaba a punto de cumplirse, y el final de una forma de vivir que había durado cuatro siglos se encontraba muy cerca.
Quienes durante cuatrocientos años habían sabido oponerse a una orografía demoníaca, un clima agresivo, centenares de destructivos terremotos y docenas de salvajes tribus hostiles, no encontraban sin embargo la forma de oponerse a un puñado de aventureros inconcebiblemente individualistas, con lo que una de las más perfectas organizaciones sociales jamás creadas estaba a punto de desmoronarse por culpa de la más anárquica de las desorganizaciones imaginables.
Recordó por enésima vez la escena en que un hambriento y destruido anciano de abollado yelmo blandía su herrumbrosa espada suplicando a una docena de desarrapados vagabundos que le siguieran al otro lado de la delgada línea que había trazado en la arena, y llegó a la conclusión de que las burlas del destino superaban en mucho al más absurdo sentido del humor de los humanos, y que si alguien había escrito alguna vez el libro del futuro, estaba loco.
A
l regreso de Tici Puma de su nuevo viaje relámpago al Cuzco, el Gran Consejo se reunió una vez más en el «Torreón de los Amautas», y tras largas horas de deliberación obligaron a abandonar el lecho al español para que se presentase ante ellos.
El gobernador Tito Amauri, que fue el primero en tomar la palabra, se mostró muy distinto a como solía comportarse normalmente, pues su aspecto era ahora el de un hombre frío, decidido y duro, dispuesto al parecer a conseguir su objetivo a cualquier precio.
—Pizarro tiene intención de avanzar hacia el Cuzco —dijo yendo como siempre directamente al grano—. Si entra en la capital se adueñará del país y pasaremos a ser siervos de los españoles. —Comenzó a mascar coca rabiosamente—. Por suerte para nosotros, su candidato a ocupar el trono, Toparca, acaba de morir, pero por desgracia para nosotros, la única persona que podría enfrentársele, Manco Capac, hijo de Huáscar, no está dispuesto a hacerlo hasta que no encuentre quien mande sus tropas… —Le miró directamente a los ojos—. Hemos decidido que seas tú.
—¿Yo? —se asombró Alonso de Molina estupefacto.
—Exactamente.
—¿Quieres decir que se os ha ocurrido la absurda idea de que un capitán español al servicio de Francisco Pizarro y del Emperador Carlos, se enfrente a sus propios compatriotas y sus antiguos compañeros de armas…? ¡Es cosa de locos!
—Es cosa de desesperados, no de locos… —puntualizó Tito Amauri con frialdad—. No tenemos otra opción, puesto que ninguno de nosotros conoce la forma de luchar de los extranjeros, sus puntos débiles o cómo quebrar las defensas de alguien que posee bestias inmensas y poderosos «Tubos de Truenos»… ¿Quién mejor que tú?
—Cualquiera mejor que yo, puesto que no nací traidor.
—Ellos ya no son tu pueblo ni tu gente —le hizo notar el otro tras escupir el verde jugo de la coca en su bacinilla de oro—. Tus esposas, tus hijos y tus amigos están aquí, y es a ellos a quien debes defender.
—No enfrentándome a los españoles.
—¿Por qué no? Son una pandilla de bestias que violan y saquean cuanto encuentran en su camino. Han ajusticiado en buena hora a Atahualpa y Calicuchima, pero también han asesinado a cientos de inocentes que lo único que desean es no convertirse en sus esclavos. ¿Permitirás que hagan lo mismo con tus esposas y tus hijos? Pertenecen a nuestra raza y para ellos no somos más que salvajes como los «aucas» de las selvas de Oriente.
—¡Escucha…! —le interrumpió bruscamente Alonso de Molina—. ¡Escuchad bien todos, porque esto es algo que no pienso repetir! Nunca, bajo ninguna circunstancia, me enfrentaré a los españoles. Puede que se me considere un desertor y un apátrida puesto que renuncié a mi emperador, mi fe y mi nacionalidad, pero lo que sí es seguro, es que jamás intervendré en una contienda entre vosotros. ¡Jamás!
—¿Quiere eso decir que no te consideras uno de los nuestros? ¿Un inca? —quiso saber Tici Puma.
—¿Me habríais tenido tanto tiempo encerrado si lo fuera? —replicó con marcada intención—. Día a día me recordabais que soy un extranjero, y ahora, de pronto, pretendéis olvidarlo… —Agitó la cabeza desconcertado—. ¡Y sois estúpidos! —exclamó—. ¡Completamente estúpidos! Si traicionara a los míos aceptando el mando de vuestro Ejército, ¿quién os garantizaría que no iba a volverme contra vosotros? Traidor una vez, traidor todas…
—Tus esposas y tus hijos se quedarían aquí y responderían, con su vida, por tus actos, pero no deseamos tener que llegar a esos extremos… Intenta entenderlo… —Se advertía que Tito Amauri procuraba mostrarse conciliador por todos los medios a su alcance—. Conoces bien a tu gente: sabes que vienen dispuestos a destruirnos; a aniquilarnos como país y como cultura; a esclavizarnos… ¿Por qué?
—Porque están convencidos de que lo suyo es lo mejor.
—¿Y lo es?
—No. Decididamente, no.
—¿Entonces? ¿Por qué no ayudarnos a detenerles? Nosotros no estamos invadiendo sus tierras; no estamos matando a sus hombres ni violando a sus mujeres. Tan sólo queremos que se vayan.
—No se irán… Lo he dicho cien veces: conozco a Pizarro y sé que no abandonará su empresa más que muerto.
—¿Y es su vida más valiosa para ti que la de Naika o Shungu Sinchi? —quiso saber Urco Capac—. ¿O que la de Puñuisiqui y Huacaisiqui…?
—No, desde luego —admitió el español—. Pero del mismo modo que jamás alzaría mi mano contra ellos, tampoco la alzaré contra mi antiguo capitán.
—¡Tendrás que hacerlo…!
Alonso de Molina se volvió a Airy Huaco, que era quien había hecho tan rotunda afirmación.
—¿Acaso piensas obligarme? —inquirió agresivo.
—Yo no —fue la agria respuesta—. El Congreso en pleno lo ha decidido aunque nadie se haya atrevido a exponerlo aún abiertamente… Irás al Cuzco y te pondrás al frente de nuestros ejércitos derrotando a los demonios extranjeros y arrojándolos al mar definitivamente. Si así lo haces, serás nombrado general en jefe de por vida, pasando a formar parte del Gran Consejo del «Inca» Manco Capac con rango de miembro de la realeza. En caso contrario, tus esposas serán enterradas vivas y tus hijos sacrificados a los dioses para que propicien la victoria de nuestras tropas.
—¡Maldito hijo de puta…!
El andaluz trató de abalanzarse sobre él, pero Tito Amauri y Urco Capac se interpusieron protegiendo al historiador.
—¡Espera…! —gritó el primero—. Airy Hurco no tiene la culpa. Lo que ha dicho es verdad: ¡Se trata de una decisión unánime!
—¿Unánime? —se asombró el español volviéndose incrédulo a Urco Capac—. ¿Tuya también?
—Las votaciones del Consejo son secretas… —señaló el gobernador—. Pero sus decisiones son responsabilidad común. Tendrás que elegir entre tus compañeros de armas o tu familia.
—¡Canallas…!
—Nadie desea matar a nadie. Y menos a criaturas recién nacidas. Pero se trata de un pueblo; de millones de otros niños que nacerán esclavos de ahora en adelante… ¡Compréndelo, por favor…! No nos han dejado alternativa.
—Sacrificar niños nunca es alternativa. Ni poner entre la espada y la pared a un hombre para que se enfrente a los suyos…
—¡Ya no son los tuyos! Lo has dicho muchas veces.
—Sí… —admitió el andaluz súbitamente fatigado—. Lo he dicho muchas veces. Pero una cosa es decirlo, e incluso sentirlo, y otra muy distinta descubrir de improviso que ya no estás junto a ellos, sino frente a ellos. ¡Es distinto! —exclamó con amargura—. Muy distinto…
Permaneció unos instantes cabizbajo, sentado sobre uno de los escalones de piedra del estrado, con la cabeza entre las manos, contemplando fijamente el suelo y escuchando el rumor de la lluvia que caía con fuerza en el exterior, y por último, sin alzar los ojos, inquirió:
—¿Y qué sé yo de cómo organizar vuestros ejércitos…? Jamás los he visto luchar y no tengo ni idea de cómo acostumbran a hacerlo ni qué tipo de estrategia utilizan. No soy más que un simple capitán de arcabuceros, bueno en mi trabajo siempre que no tenga que manejar a más de un millar de hombres… De ahí para arriba no sabría qué hacer con ellos. Un general no se improvisa.
—Pero tú sabes cómo funcionan sus grandes «Tubos de Truenos». Fabricaste uno con el que acabaste con el traidor Chili Rimac. Aquí tenemos tanto oro y tantos orfebres, que podrías construir docenas, incluso centenares, diez veces más grandes.
—¿Cañones…? —inquirió el andaluz alzando el rostro para mirar al gobernador—. ¿Me estás pidiendo que te enseñe a fabricar cañones…? ¡Dios bendito!
—¿Y por qué no? Tan sólo necesitamos que nos proporciones las mismas armas…: «Cañones», y el polvo negro que constituye su espíritu.
—¿Crees que basta con eso? ¿Con pólvora y cañones?
—¡Desde luego! —intervino agresivo Airy Huaco—. En igualdad de condiciones los arrojaríamos al mar de una vez por todas.
—¡No es tan fácil…! —insistió el español seguro de lo que decía—. Hace falta algo más que cañones y un millón de hombres para acabar con Pizarro.
—¿Acaso es Dios?
—No. No es Dios. Tan sólo es un hombre… Y viejo. Pero duro de roer.
—¿Un cañón puede matarle?
—¡Desde luego…!
—En ese caso, proporciónanos cañones y nosotros acabaremos con él.
—Lo dudo.
—¿Por qué? —se impacientó el historiador—. ¿Por qué, si es que puede saberse?
—Simplemente, porque se trata de Pizarro y ha demostrado que con menos de doscientos hombres puede apoderarse de un Imperio.
—¡No lo haría si tuviéramos sus armas!
Alonso de Molina observó uno tras otro a los miembros del Gran Consejo, y se diría que podía leerse un leve matiz de desprecio en sus ojos al replicar casi provocativamente:
—Lo haría de igual modo. Aunque yo os proporcionara cincuenta cañones y cien sacos de pólvora, entraría en el Cuzco aunque le colocaseis enfrente, además, un millón de soldados.
—¿Tanto nos menosprecias?
Negó convencido:
—De ninguna manera… Os admiro. Como pueblo y como soldados. Sé que sois grandes y que merecéis mejor destino que caer en manos de Pizarro, pero existe algo en él que supera toda medida humana… —Hizo una pausa, meditó largamente, y por último pareció tomar una difícil decisión—: ¡Está bien! —dijo—. Fabricaré cañones y pólvora, y os enseñaré a manejarlos con una condición. ¡Una sola!: El día que esos cañones y esa pólvora salgan para el Cuzco, yo saldré de aquí con mi familia completamente libre.
—¿Para ir a dónde?
—A las selvas de Oriente. A las inmensas tierras de los «aucas», en las que confío en no volver a oír jamás de Pizarro o Manco Capac. Estoy cansado de guerras, de muertes, y de sentirme desgarrado entre la fidelidad a la que fue mi patria, y la que lo es ahora… —Se rascó la barba con un gesto de hastío que parecía indicar su profunda desmoralización—. Tan sólo busco un lugar tranquilo en el que organizar mi propia vida con los seres que amo. Con eso me basta.