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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (37 page)

BOOK: Viracocha
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El ex oficial inca seguía siendo un individuo hermético que podía permanecer semanas sin pronunciar una sola palabra sumido en aquel impenetrable mutismo que parecía hacerle plenamente feliz, comiendo apenas lo justo para no caer desvanecido, soportando estoicamente el frío y la fatiga, y durmiendo aparentemente con un ojo cerrado y otro abierto como los buenos perros de caza.

No existía hombre menos servil y al propio tiempo más servicial, ni compañero más seguro y fiel incluso a la difícil hora de las diferencias de criterio, y Alonso de Molina abrigaba a menudo la curiosa impresión de que se trataba de alguien que habiendo perdido de improviso todo cuanto constituyera su universo, se había aferrado a sus amigos como a la única esperanza de salvación que le quedaba en esta vida.

Sin mujer a quien amar, hijos a los que proteger, «Inca» a quien servir, ni superiores a los que obedecer, lo único que al parecer permitía a Calla Huasi continuar respirando, era aquel indestructible sentido de la amistad con el que trataba de sustituir al resto de sus desaparecidos afectos.

Alonso de Molina y su familia, se habían convertido en «su» familia, y resultaba evidente que le preocupaba casi tanto como al español la seguridad y el bienestar de las mujeres, por lo que juntos constituían un extraño y harapiento grupo cada vez más escuálido, terriblemente desorientado y huérfano desde el momento en que el «Runa» les había abandonado para siempre y no percibían su reconfortante presencia aunque tan sólo fuera en la distancia.

Acurrucado por tanto a la entrada del «tambo» el andaluz dejaba pasar las horas y aun los días buscando inexistentes respuestas a problemas que se le antojaban irresolubles, confiando tal vez en que un milagro —la postrer esperanza que le quedaba ya— acudiera en su ayuda.

—Podríamos viajar de noche, cruzar a oscuras el Cuzco, y reunirnos con los españoles en Cajamarca… —había insinuado Calla Huasi en cierta ocasión—. Aparte de regresar al valle es la única solución que se me ocurre.

—Eso nunca… —fue la seca respuesta—. Volver con ellos significaría abandonar la forma de vida que deseo. Naika y Shungu Sinchi se convertirían en simples «salvajes» concubinas de uno de tantos capitanes de fortuna y mis hijos en «mestizos» rechazados por todos. ¡Eso nunca! —repitió convencido—. Nunca.

—Te estás condenando a quedarte solo. El español señaló a las muchachas que a la sazón dormían:

—Me quedan ellas… —Sonrió levemente—. Y tú… Y unos niños que vendrán al mundo sin que nadie les eche en cara que sus padres pertenezcan a distintas razas o tengan diferente color. —Con un ademán de la cabeza señaló las montañas que se alzaban como un muro infranqueable pero que se perdían de vista, infinitas, en la distancia—. Con tanto espacio vacío, algún lugar existirá en donde el oro, las creencias religiosas o el color de la piel no sigan siendo lo más importante.

—Sueñas.

—Si no hubiera sido siempre un soñador no habría abandonado Úbeda, no hubiera seguido a Pizarro a la isla del Gallo, ni hubiera desembarcado en Túmbez. —Agitó la cabeza—. Y me niego a aceptar que éste sea el fin de mis sueños.

—¡Vámonos entonces! —insistió el otro—. Podemos construir unas parihuelas y cuando alguna de las muchachas se encuentre muy cansada, cargaremos con ella. ¡Somos fuertes!

Eran fuertes, en efecto, pero más fuertes parecían los picachos, precipicios y ríos torrenciales de la Cordillera Oriental, y el andaluz continuaba dudando de la conveniencia o no de arriesgar a las dos mujeres a los mil peligros de la penosa caminata.

Resonó una caracola.

Su llamada retumbó en la quebrada, saltando de roca en roca profunda y grave, y cuando el denso eco de aquel primer aviso se perdió en la distancia llegó otro, anuncio inequívoco de que alguien se decidía a hacer acto de presencia y pretendía advertir de ese modo que venía en son de paz y no estaba en su ánimo sorprender con su llegada.

Pese a ello, Alonso de Molina dejó a Calla Huasi al cuidado del «tambo» y aprestó su arcabuz, avanzando sin prisas para aguardar a la nutrida comitiva en la parte más ancha del camino.

Le sorprendió ante todo que no se distinguiese ni tan siquiera a un hombre armado y las extrañas vestiduras de los porteadores que no presentaban los tradicionales colores de su «ayllu», sino tan sólo ponchos negros sobre los que destacaba una solitaria estrella plateada.

Negra era también la litera, y negras las cortinillas adornadas únicamente con la estrella de cinco puntas, y cuando al fin un anciano de cabello entrecano puso el pie en tierra ceremoniosamente, vestía también una larga y sencilla túnica negra adornada con un pesado collar de plata del que pendía otra estrella semejante.

Se observaron unos instantes, y Alonso de Molina supo, antes de que pronunciara una sola palabra, quién era su inesperado visitante.

—Urco Capac, Astrónomo Real.

—Alonso de Molina, natural de Úbeda; tu yerno.

—¿Cómo se encuentra Quindi Quillu?

—Bien, aunque algo débil. No hay mucho que comer aquí…

El anciano hizo un leve gesto con la mano y varios de los porteadores cargados de grandes cestos cruzaron junto al andaluz —que pese al hambre que le acuciaba no les dirigió siquiera una mirada—, para encaminarse directamente al «tambo».

—Traigo una proposición del Gran Consejo… —señaló de inmediato Urco Capac que al parecer tenía intención de ir directamente al grano—. Si liberas al «Inca» Huáscar de su cautiverio en Sacsaywaman, acogeremos gustosamente a tus mujeres y te ofreceremos un lugar en el que establecerte definitivamente.

—¿Y Atahualpa?

—Tus gentes lo tienen preso en Cajamarca.

—¿Preso? —Se asombró el andaluz—. ¿Pretendes hacerme creer que el viejo Pizarro ha sido capaz de dar golpe de mano y apoderarse de Atahualpa?

—Exactamente.

—¡Maldito demonio! —Lanzó un hondo bufido—. ¡Lo ha conseguido! El astuto zorro puso el pie en tierra y a la primera ocasión se apoderó del «Inca»… ¡Santo cielo!

—Atahualpa no es el «Inca». El «Inca» sigue siendo Huáscar que está en poder de su hermanastro. Y tememos por su vida.

—Haces bien en temer por ella. Estando en manos los españoles Atahualpa no puede permitirse el lujo de que exista otro «Inca» con el que tengan oportunidad de negociar.

Urco Capac prefirió silenciar que ya tenían conocimiento de que se había realizado un primer contacto entre Huáscar y los capitanes españoles Hernando de Soto y Pedro del Barrio, en el transcurso del cual el «Inca» había comentado imprudentemente:

—«Triplicaré el rescate que Atahualpa ha ofrecido sin poner línea alguna como tope, llenando el salón hasta el techo, puesto que conozco el lugar secreto en que mi padre y sus antepasados amontonaron sus inmensas riquezas, mientras que mi hermanastro lo ignora y para cumplir su promesa tendrá que recurrir a despojar de sus adornos a los templos…»

Dentro del seno del Gran Consejo semejante declaración había producido una profunda y pésima impresión, ya que constituía un prueba evidente de que Huáscar parecía dispuesto a ofrecer los tesoros de «La Ciudad Secreta» e incluso ponerla en grave peligro al admitir abiertamente su existencia en un desesperado esfuerzo por salvar la vida.

Una vez más se había planteado por tanto la difícil cuestión de si tenía más importancia el «Inca» que la ciudad en sí, pero al fin había prevalecido la opinión de quienes consideraban que salvar a Huáscar constituía la mejor forma de salvar al propio tiempo la ciudad.

Tal como su hermano pronosticara, Atahualpa había tenido que recurrir a despojar de sus tesoros a los templos del Cuzco pero aunque interminables rebaños de llamas cargadas de oro arribaban continuamente a Cajamarca, la avaricia de las gentes de Pizarro —a las que se habían unido las tropas de su socio Almagro— no parecía conocer límites, y viendo en peligro su seguridad personal lo más probable era que el usurpador ordenara torturar a Huáscar para que confesase dónde se encontraban las inmensas riquezas de sus antepasados y poder saciar de ese modo el ansia de rapiña de sus captores.

Fuera por propia voluntad o por la fuerza, lo cierto era que el destronado «Inca» ponía en serio peligro el secreto mejor guardado de la historia del Imperio, lo cual había influido de forma notable sobre los miembros del Consejo a la hora de tomar la decisión de ofrecerle a Alonso de Molina el mando de la arriesgada operación de rescate.

El español, por su parte, captó de inmediato el grave peligro que la descabellada empresa representaba, pero el riesgo propio era algo que siempre había sabido asumir, y aquélla constituía sin duda una perfecta solución para la casi totalidad de sus problemas.

—Acepto con una condición… —señaló cuando esa noche se reunieron a cenar en torno al fuego en el interior del «tambo»— En caso de que no consiguiera regresar, mis esposas, mis hijos y Calla Huasi se quedarían a vivir definitivamente en «La Ciudad Secreta».

—Yo no… —puntualizó de inmediato Calla Huasi—. Yo voy contigo, y si tú no vuelves yo tampoco.

El andaluz sabía por experiencia que resultaba inútil discutir con alguien que lo único que hacía era encerrarse en un pétreo mutismo y hacer al fin lo que se le antojaba, por lo que optó por encogerse de hombros y añadir:

—De acuerdo; vienes conmigo. Pero las condiciones siguen siendo las mismas: Naika y Shungu Sinchi serán trasladadas de inmediato a la ciudad y tratadas como corresponde a su rango.

—Naika es mi hija —le recordó con una leve sonrisa, Urco Capac—. Y Shungu Sinchi, la del que fuera mi amigo, que cuidó además de Naika durante años antes de casarse con ella. Como comprenderás, soy el primero en desear que esa parte del trato se cumpla, pero existen dos problemas… —Extendiendo las manos con las palma hacia arriba como pretendiendo indicar que no era culpa, suya—. El primero es que tendréis que hacer el resto de viaje con los ojos vendados. Es una ley que viene de los tiempos de Pachacutec y nadie ha transgredido. El segundo es que tú, como extranjero, no visitarás más que una determinada zona de la ciudad. Te está vedado con su emplazamiento y configuración y no podrás hablar más que con aquellas personas que se te autorice expresamente.

Al andaluz se le antojó que llevaban demasiado lejos las medidas de seguridad, pero tenía plena conciencia, que no se encontraba en condiciones de elegir y de que en el fondo hacían bien al extremar las precauciones ya conociendo como conocía a Pizarro estaba convencido que la simple sospecha de que pudiese existir un lugar como el «Viejo Nido del Cóndor» le lanzaría sobre su pista decidido a saquearlo.

Había algo, sin embargo, que en aquellos momentos le desconcertaba profundamente, y era el hecho de que habiéndose apoderado de Atahualpa y teniendo aparentemente expedito el camino hacia el Cuzco, su antiguo Capitán aún no se hubiera decidido a avanzar sobre la capital.

A los seis meses de haber desembarcado en Túmbez el viejo zorro ya se las había ingeniado para apresar a su principal enemigo, pero sorprendentemente en lugar de aprovechar esa ventaja para asestar un golpe definitivo conquistando la capital del Imperio, prefería permanecer inactivo, limitándose a atesorar riquezas mientras afirmaba públicamente que dejaría en libertad a su prisionero en cuanto éste hubiera cumplido su promesa de llenar de oro un salón hasta donde alcanzaba la mano.

O el ladino extremeño no concebía siquiera que Atahualpa pudiera cumplir su parte del trato, o no estaba dispuesto a cumplir la suya, lo cual significaba que el futuro del usurpador lo tenía ya previamente decidido.

«Se quedará con el oro y más tarde le rebanará el pescuezo —sentenció—. Ese sucio marrullero es como los perros de presa: cuando clava los dientes, no suelta a su víctima hasta que se los arrancan…»

Alonso de Molina conocía ya lo suficiente sobre el carácter de los incas y su estructura social, como para comprender que, con Atahualpa muerto y Huáscar encarcelado no quedaría nadie con la autoridad suficiente como para tomar decisiones y aquél era un pueblo que había sido educado —para bien o para mal— bajo una férrea disciplina que especificaba que sin una orden llegada directamente de lo alto no se podía mover un solo dedo.

¿Qué harían unas gentes habituadas a regirse por unas normas de conducta tradicionalmente inamovibles, cuando se enfrentasen a las improvisaciones y los apaños de una banda de anárquicos aventureros acostumbrados a sobrevivir a base de ingenio y artimañas?

Cada español podía ser al propio tiempo soldado, ladrón o general, según las circunstancias, mientras que los incas tan sólo eran soldados, y tan sólo en muy determinadas circunstancias y el día que Pizarro descubriera ese hecho se sentaría a esperar a que Atahualpa acabara con Huáscar para ejecutarle luego y permitir que un país de cinco millones de habitantes le cayera cómodamente en las manos.

Pensándolo bien, lo más probable era que ya lo hubiera descubierto, y aquella inexplicable pasividad de los últimos meses respondiera a un plan perfectamente concebido, consciente de que ejecutar a Atahualpa o avanzar hacia el Cuzco demasiado pronto traería aparejado que todo el pueblo se uniera en tomo a Huáscar ofreciendo una resistencia que de otro modo confiaba en no encontrar.

Si hasta el presente no se había derramado ni una gota de sangre española ya que durante la feroz matanza de Cajamarca en la que perecieron cientos de incas, tan sólo el propio Pizarro había sufrido un ligero corte en la mano al impedir que uno de sus más violentos capitanes acabara con la vida de su regio prisionero, tal vez el cazurro porquerizo extremeño aspiraba a llevar a feliz término la inconcebible hazaña de apoderarse del mayor y más rico de los imperios conocidos sin contar con una sola baja entre sus huestes.

Alonso de Molina evocó una vez más sus palabras la isla del Gallo…

«… O a conquistar nuevas tierras y conseguir la gloria y la riqueza…», y tuvo que admitir desconcertado, que el viejo Pizarro parecía a punto de materializar sus más enloquecidos sueños.

M
ayta Roca, «Arquitecto de Arquitectos» y Tupac Queché, Orfebre Real, habían empleado todo su tiempo, habilidad y memoria, en confeccionar una maqueta de la portentosa fortaleza de Sacsaywaman, a la que no faltaba ni siquiera el detalle de minúsculos muñecos que marcaban el punto en que debían encontrarse los centinelas, y la celda de máxima seguridad en que mantenían prisionero al «Inca» Huáscar.

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