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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (40 page)

BOOK: Viracocha
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Poco podía imaginar entonces, que aquel fastuoso disco del Sol que había admirado en el Cuzco le correspondería en el reparto del botín a uno de sus más antiguos amigos, el inveterado jugador Pedro Manso de Leguizamo, quien esa misma noche lo perdería en el transcurso de una partida de dados.

Por el momento debía contentarse con alimentar la absurda esperanza de que tal vez conseguiría evitar que un país tan hermoso cayera definitivamente en manos de un puñado de aventureros sin escrúpulos, intentando encontrar una fórmula que le ofreciese una remota garantía de rescatar con vida a Huáscar, aunque con frecuencia se preguntaba qué diferencia existía en el hecho de que el Imperio lo gobernase Huáscar, Atahualpa o el propio Pizarro, ya que estaba demostrado que los gobernantes eran una raza de la que no importaba en absoluto su color, idioma o lugar de origen, como si la ambición los hubiera dado a luz a todos juntos, y ellos se hubieran encargado de desperdigarse más tarde por el mundo.

Había conocido al suficiente número de gobernantes, como para comprender que tan sólo les movía su irrefrenable ansia de poder, y tanto el lujurioso Huáscar de las cinco mil concubinas, como el místico Emperador Carlos, el sanguinario Atahualpa o el ascético Pizarro del que malas lenguas aseguraban que a sus cincuenta y tantos años aún era virgen, tenían como vínculo común el desenfrenado deseo de imponer su voluntad a toda costa, como si el hecho de ser obedecidos constituyese la única auténtica razón de su existencia.

Aquella angustiosa necesidad de mandar se le ha antojado siempre la más esclavizante de las servidumbres, ya que por pura lógica para mandar se hacía necesario depender de quienes debían obedecer y él, Alonso de Molina, seguiría siendo Alonso de Molina, allí, en Úbeda o en mitad del océano, mientras que el poderosísimo Emperador Carlos dejaría de ser tal en cuanto pusiera un pie fuera de los límites de su reino y se supiera solo.

Vivir con la carga de tener que arrastrar tras sí a miles de seres humanos a los que decirles lo que tenían que hacer constituía a gusto de alguien tan amante de la libertad individual como él había sido siempre, un precio demasiado costoso, y por ello había aprendido tiempo atrás a despreciar a quienes acababan por no ser más que víctimas de sus ansias de gloria.

El «Inca» Huáscar había convertido a sus súbditos en simples marionetas, Atahualpa en meros soldados, y si Pizarro conseguía apoderarse del país, los transformaría en esclavos al servicio de la Iglesia y la Corona, y sentado en un rincón del patio contemplando la lluvia que comenzaba a caer mansamente sobre la ciudad, el andaluz se preguntaba una y otra vez en qué cambiaría realmente el destino de aquellas pobres gentes a la hora de ir pasando de una mano a la siguiente.

«Se destruirá un orden y llegará otro nuevo, pero no aportará nada positivo al mísero campesino, ni al solitario pastor del Altiplano, y todo ello tan sólo traerá aparejado el aumento de las luchas religiosas y los odios raciales…»

Sabía que sería así porque así había visto que ocurría en todos los lugares que sus compatriotas habían conquistado anteriormente, puesto que pese a la aparente buena voluntad de algunas leyes y los esfuerzos de hombres como fray Bartolomé de las Casas, lo único que la mayoría de los capitanes españoles solían hacer cuando tomaban posesión de un territorio, era tratar de imponer a la fuerza una religión y unas costumbres que la mayor parte de las veces chocaban frontalmente con la idiosincrasia y las necesidades de los nativos.

El analfabeto Pizarro, viejo porquerizo resentido y sanguinario, no tenía por qué ser necesariamente mejor pacificador ni más respetuoso con la cultura autóctona, que Cortés, Balboa, Alvarado o cualquiera de los muchos «conquistadores» que había conocido desde su llegada al Nuevo Mundo, por lo que todo resultaría saqueado, se borrarían las huellas de mil años de Historia, y el fanatismo religioso arrasaría con cualquier clase de fe que no fuese el más cerril y férreo cristianismo, con lo que infinidad de obras de arte y un inapreciable bagaje de conocimientos acumulados a lo largo de decenas de generaciones, pasarían de la noche a la mañana a convertirse en polvo.

Alonso de Molina tenía muy claro que tras la espada que cortaba cabezas llegaba siempre la cruz que cercenaba ideas, y tras los soldados que saqueaban palacios y violaban mujeres, curas fanáticos que incendiaban templos y destruían imágenes, por lo que le asaltaba un profundo temor sobre la suerte que pudieran correr los hermosos edificios que había admirado en el Cuzco, y aquellos otros que no le permitían contemplar en el «Viejo Nido del Cóndor».

Nada hubiera deseado más en este mundo que visitar la ciudad y poder describirla para que los siglos venideros tuvieran constancia de cómo había sido cuando ya de ella no perdurara más que un montón de piedras y ruinas, y recordó a Marco Polo y lo que había conseguido aportar a la Humanidad con sus relatos, envidiando el hecho de que todo aquello de lo que había sido tan privilegiado testigo quedara registrado hasta el fin de los siglos en unos libros que harían volar la imaginación de hombres y mujeres que tal vez aún tardarían quinientos años en nacer.

Le asaltaba por tanto en esos momentos una casi irresistible necesidad de aprovechar la oscuridad, trepar a lo alto del muro y aguardar escondido el amanecer para asistir al inigualable espectáculo que debía constituir la aparición del primer rayo de sol que golpearía justo en centro del inmenso disco de oro, pero recordaba entonces que ponía en peligro con ello la seguridad de su familia y se veía obligado a continuar allí sentado tratando de imaginar los mil prodigios que se alzaban al otro lado de la ancha pared de piedra negra.

Luego pasó dos días sin recibir la habitual visita de Mayta Roca, el gobernador, o Calla Huasi, y sin obtener ni una sola palabra de explicación de la mujeruca que traía la comida, hasta que un plomizo atardecer anunciaba la llegada de las grandes lluvias que pronto anegarían la región, un lejano lamento, que fue ganando en intensidad hasta conseguir que el vello de todo el cuerpo se le erizara, pareció adueñarse por completo de la ciudad.

Un pueblo lloraba y su pena rebotaba contra los muros de las casas o las laderas de las montañas vecinas que devolvían como un eco la más honda amargura que jamás se hubiera expresado, porque era aquél un dolor que iba más allá de los propios egoísmos, ya que cada ser que lloraba lo estaba haciendo por sí mismo y por cuantos le rodeaban.

¡Huáscar ha muerto!

¡El «Inca» ha muerto!

¡Dios ha muerto!

—Atahualpa lo mandó asesinar, y Calicuchima se encargó de cumplir la orden… —le explicó esa misma noche un envejecido Urco Capac que parecía anonadado—. Le despedazaron en vida, arrancándole entre cinco hombres un brazo que Calicuchima y sus oficiales asaron y devoraron allí mismo obligándole a mirarles. Luego, el general le sacó un ojo y se lo comió también. Más tarde le desgajaron el otro brazo, y al fin, tirando entre todos de uno y otro lado, la cabeza… Nadie ha podido tener nunca un final tan atroz.

—¡Bestias!

—¡Y era Dios, el Hijo del Sol! —se lamentó el anciano—. ¿Qué será ahora de nosotros? —sollozó quedamente—. ¿Qué destino le espera a un pueblo que se destroza entre sí de esa manera…?

El español no supo qué responder porque aún se sentía impresionado por la terrible muerte que había tenido el hombre que conociera como Todopoderoso Señor de un gigantesco Imperio, pero en cuyos ojos podía leerse ya el mudo temor que sentía por un futuro que los augures le habían pronosticado horrendo.

Ni en sus peores pesadillas habría conseguido imaginar que asistiría a una escena de canibalismo en la que actuaría a la vez de víctima y de testigo, y que sería su propio hermano, aquel con quien jugara de niño, quien ordenara tan cruel, demoníaca y macabra ceremonia.

Urco Capac, que había tomado asiento en el suelo, desmadejado e incapaz de mantener ni tan siquiera su dignidad de ser humano, apoyó la cabeza en el alto muro y contempló largamente unas estrellas que pugnaban tímidamente por aparecer y que tan perfectamente conocía pero que en aquella ocasión se le antojaban diferentes.

—A veces desearía que una de ellas comenzara a crecer y crecer cayendo sobre nosotros hasta aplastarnos —dijo—. Semejante catástrofe sería más rápida y soportable que el cataclismo que mi pueblo tendrá que sufrir, calladamente, hasta el fin de los siglos. Nuestra suerte está echada.

El español no quiso responder porque sabía perfectamente que tenía razón, y que la muerte de Huáscar era sin duda la ocasión que el astuto Pizarro había estado aguardando, consciente de que teniendo en su poder a Atahualpa no quedaba nadie en torno a quien pudiera aglutinarse la oposición a los conquistadores. Al desmembrar al «Inca», el cruel y estúpido Calicuchima había desmembrado también a la esencia misma del Imperio porque cinco millones de hombres y mujeres habían dejado de pronto de constituir un pueblo preocupado por un destino común para pasar a convertirse en cinco millones de desilusionados seres a los que no les interesaba ya más que asegurar su propia subsistencia.

¿Quién les diría ahora lo que tenían que hacer?

¿Quién les marcaría las pautas del trabajo comunitario, los días de descanso, la repartición de las cosechas, el momento o la persona con la que debían casarse, e incluso los dioses a los que debían o no debían adorar?

Ellos, sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos y sus tatarabuelos habían nacido, habían crecido, se habían reproducido y habían muerto a la sombra de los Hijos del Sol que habitaban en el palacio de oro del Cuzco, pero de pronto descubrían que aquellos semidioses, en lugar de protegerles se dedicaban a destrozarse entre sí abandonándolos a su suerte mientras otros nuevos dioses, probablemente tan falsos como los anteriores, se paseaban libremente por el país a lomos de terroríficas bestias linchantes.

¿Qué hacer?

Tal como Alonso de Molina imaginaba, no hicieron nada. Se limitaron a continuar cumpliendo la última orden que recibieran: enviar todo el oro del Imperio a Cajamarca, y aguardar con los brazos cruzados y un profundo desconcierto a que alguien impartiera nuevas órdenes.

Pero esas órdenes no llegaban.

Nunca llegarían.

Los capitanes españoles recorrían el país de punta a punta sin más escolta que una docena de arcabuceros, y ejércitos enteros de incas los veían pasar sin alzar un dedo. A patadas, a pedradas o a simples puñetazos podrían haber acabado con ellos, pero un inveterado fatalismo y un invencible temor supersticioso les impedía alzar siquiera la cabeza.

Media docena de monstruos barbudos vestidos de metal penetraban de improviso en una choza violando a las mujeres, pero nadie pronunciaba una palabra; un arcabucero le volaba la cabeza a un campesino por mero capricho y ni siquiera se movía una rama; los palacios y los templos se veían despojados de sus tesoros y sus dioses, y el mundo continuaba girando indiferente, porque el conjunto de una nación hasta aquel momento activa se había sumido de pronto en un estupor inexplicable.

Incluso los árboles del bosque o las piedras del camino hubieran reaccionado con más violencia, pero tan sólo la oculta ciudad secreta parecía capaz de seguir siendo la misma frente al desmoronamiento general, porque su indomable espíritu de continuismo a ultranza era el que sin duda se había empeñado en inculcarle el «Inca» Pachacutec a la hora de su fundación.

Durante más de cien años, el «Viejo Nido del Cóndor» había estado preparándose para la difícil prueba que ahora se avecinaba, y sus dignatarios dieron evidentes muestras de haber asumido a la perfección su papel en la vida, puesto que a partir del momento en que dieron fin los días de luto por la muerte del «Inca», comenzaron a mentalizar al pueblo de cara a su incierto futuro.

El gobernador Tito Amauri convocó una reunión extraordinaria del Gran Consejo, anunció que, lógicamente, se cancelaba ya la inútil aventura de intentar asaltar la fortaleza de Sacsaywaman, y tras un confuso discurso en el que evitó exponer abiertamente su opinión personal, puso a votación el tema de aceptar o no la autoridad de Atahualpa dado que el «Inca», al que siempre se habían mantenido fieles, había dejado de existir.

El historiador Airy Huaco expresó sin embargo el sentir general por medio de una corta intervención no exenta de cierto dramatismo en el tono de voz:

—Atahualpa sigue siendo un bastardo usurpador, traidor, asesino y fratricida. Al saberse apresado tenía la obligación de liberar a Huáscar para que éste se enfrentase a los extranjeros expulsándolos del país y dejando para más adelante las luchas internas, pero antepuso sus mezquinas ambiciones a los intereses del Imperio, por lo que lo considero indigno de gobernar sobre la sagrada ciudad de Pachacutec. Propongo, por tanto, que reconozcamos como único «Inca» a Manco Capac, hijo de Huáscar.

La moción fue aceptada por unanimidad y se designó al Sumo Sacerdote, Tici Puma, para que acudiera secretamente al Cuzco y comunicara a su sobrino-nieto la decisión del Gran Consejo de considerarle heredero del Imperio y señor indiscutible del «Viejo Nido del Cóndor».

Fue Topa Yupanqui el que inquirió a punto ya de darse por concluida la sesión:

—¿Qué hacemos con Alonso de Molina?

La cuestión, presente en el ánimo de todos, no ofrecía sin embargo una solución tan simple como la de elegir a quién reconocer como «Inca», pues mientras Airy Huaco encabezaba el grupo de los partidarios de ejecutarle mayor dilación, Urco Capac y el arquitecto Mayta Roca, se opusieron frontalmente alegando que aquélla constituiría sin duda una muerte inútil, estúpida y contraproducente.

—No sólo se trata de mi yerno y de un hombre dispuesto a ayudarnos a rescatar a Huáscar, sino también del único extranjero que habla nuestro idioma, conoce nuestras costumbres y se encuentra ligado a nosotros por lazos de sangre —puntualizó el astrólogo—. Matarle constituiría un error, una traición y un desprecio hacia mi persona y mi dignidad, ya que fui yo quien le convenció para que viniera en mi propia litera y bajo mi protección.— Recorrió uno tras otro, alternativamente, todos los rostros, y añadió—: Y os recuerdo que fue el Gran Consejo en pleno el que me pidió que fuera a buscarle.

—Estoy de acuerdo —admitió Tito Amauri, cuya opinión solía inclinar la balanza hacia uno u otro lado—. Matarle sería absurdo e indigno… ¿Pero qué hacemos con él? Como gobernador no puedo permitirle que conozca los pormenores de la ciudad.

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