La mujer, sin embargo, me hizo un gesto hacia la escalera, volviendo el rostro hacia otro lado mientras yo apoyaba los travesaños contra los barrotes. A la débil luz contempló los caballos masticando la hierba junto a la orilla.
Trepé por la escalera, y entonces tomé el letrero que me tendía el enano. Lo fijé en el techo, colgándolo de los dos medios ladrillos dejados allí para tal fin, y leí las frases pintadas en el gastado papel. Mientras descifraba las palabras «maravilloso» y «espectacular» (obviamente los carteles no tenían ninguna relación con los animales de las jaulas, y habían sido robados de alguna otra feria o encontrados en algún basurero), observé un brusco movimiento en la jaula debajo de mí. Hubo un agitarse entre la paja, y una criatura de piel pálida se retiró a su madriguera.
Esta agitación de la paja —no podía decir si el animal había actuado por miedo o como una advertencia defensiva— había desprendido un fuerte y oscuramente familiar olor. Permaneció a mi alrededor mientras bajaba de la escalera, apagado pero vagamente ofensivo. Miré la caseta intentando ver al animal, pero había apilado la paja junto a la puerta.
El enano y la mujer me hicieron un gesto con la cabeza cuando me volví en la escalera. No había hostilidad en su actitud —el enano, en todo caso, parecía a punto de darme las gracias, su boca moviéndose en un silencioso rictus—, pero por alguna razón parecían incapaces de entrar en contacto de ninguna clase conmigo. La mujer estaba dándole la espalda a la farola, y su rostro, suavizado por la penumbra, parecía ahora pequeño y apenas formado, como el de un chiquillo callejero.
—Ya están listos —dije con una alegría forzada. Con algo parecido a un esfuerzo, añadí—: Queda muy bien.
Miré a las jaulas cuando no hubo ninguna respuesta. Uno o dos de los animales estaban sentados detrás de sus casetas, sus pálidas formas indistintas a la débil luz.
—¿Cuándo abren? —pregunté—. ¿Mañana?
—Hemos abierto ahora —dijo el enano.
—¿Ahora?
Sin saber si era una broma, hice un gesto vago hacia las jaulas, pero obviamente la afirmación había sido hecha con toda seriedad.
—Entiendo…, abren esta noche. —Buscando algo que decir, ya que parecían dispuestos a quedarse allí conmigo indefinidamente, añadí—: ¿Cuándo se van?
—Mañana —me dijo la mujer en voz baja—. Tenemos que irnos por la mañana.
Como si aquello hubiera sido una señal, ambos dieron una vuelta por la pequeña pista, echando a un lado los trozos de periódico y otras basuras. Cuando me alejé, desconcertado por el propósito de todos aquellos lamentables preparativos, ya habían terminado, y permanecían de pie aguardando entre las jaulas a sus primeros clientes. Hice una pausa en la orilla junto a los caballos que seguían pastando, cuyas tranquilas siluetas parecían tan insustanciales como las del enano y su ama, y me pregunté qué extraña lógica los habría traído a la ciudad, donde una segunda feria, infinitamente más grande y alegre, estaba ya en pleno funcionamiento.
Al pensar en los animales, recordé el peculiar olor que flotaba en torno a las jaulas, vagamente desagradable pero que me recordaba un olor que yo creía conocer bien. Por alguna razón estaba convencido también de que aquel olor familiar era la clave para descubrir la extraña naturaleza del circo. Junto a mí los caballos desprendían un agradable aroma a salvado y a sudor. Sus cabezas inclinadas, bajadas hacia la hierba junto al borde del agua, parecían ocultarme algún secreto disimulado dentro de sus luminosos ojos.
Caminé de vuelta hacia el centro de la ciudad, aliviado al ver la iluminada superestructura de la noria girando por encima de los techos. Los tiovivos y las casetas de atracciones, las galerías de tiro al blanco y el túnel del amor formaban parte de un mundo familiar. Incluso las brujas y los vampiros pintados en la casa de los horrores eran pesadillas predecibles. Por contraste, la joven —¿era realmente joven?— y su enano eran viajeros de un país desconocido, de un reino varío donde nada tenía ningún significado. Era esta ausencia de motivación inteligible lo que me había parecido tan turbador en ellos.
Vagué entre la multitud bajo las marquesinas, y movido por un impulso decidí subir a la noria. Mientras esperaba mi turno con el grupo de hombres y mujeres jóvenes, las góndolas electrificadas de la rueda se elevaban muy arriba en el aire nocturno, de tal modo que toda la música y la luz de la feria parecían haber sido atrapadas por el estrellado cielo.
Subí a mi góndola, compartiéndola con una joven y su hija, y pocos momentos más tarde estábamos dando vueltas en el brillante aire, con toda la feria extendiéndose bajo nosotros. Durante los dos o tres minutos de la vuelta, estuve atareado gritándole a la joven y a su niña mientras nos señalábamos mutuamente los lugares familiares de la ciudad. Sin embargo, cuando nos detuvimos un momento arriba de la rueda para que los pasajeros de abajo descendieran, observé por primera vez el puente que había cruzado antes aquel anochecer. Siguiendo el curso del río, vi la única farola que iluminaba el enorme terreno baldío cerca de los almacenes donde la mujer de rostro pálido y el enano habían instalado su circo rival. Mientras nuestra góndola se movía hacia delante e iniciaba el descenso, las imprecisas formas de dos de los carromatos fueron visibles a intervalos entre los tejados.
Media hora más tarde, cuando la feria empezaba a cerrar, caminé de vuelta hacia el río. Pequeños grupos de personas se diseminaban cogidas del brazo por las calles, pero cuando llegué a la vista de los almacenes estaba casi solo entre los redondos adoquines que serpenteaban por entre las casitas con terraza. Luego apareció la farola, y el círculo de carromatos más allá.
Para mi sorpresa, habían acudido algunas personas. Me detuve en la calle bajo la farola y observé a las dos parejas y a un tercer hombre que estaban vagabundeando entre las jaulas e intentando identificar a los animales. De tanto en tanto se acercaban a los barrotes y miraban por entre ellos, y sonaron unas risas cuando una de las mujeres pretendió echarse atrás alarmada. El hombre que estaba con ella tomó unas briznas de paja en su mano y las arrojó a la puerta de la caseta, pero el animal se negó a aparecer. El grupo prosiguió su circuito por las jaulas, parpadeando a la débil luz.
Mientras tanto el enano y la mujer permanecían silenciosos a un lado. La mujer estaba de pie junto a los escalones de la caravana, mirando a sus clientes como si no le importara que acudieran o no. El enano, con su enorme sombrero ocultándole el rostro, permanecía pacientemente de pie al otro lado de la pista, variando su posición a medida que los visitantes proseguían su vuelta. No llevaba ninguna bolsa ni taco de billetes, y parecía probable, si no razonable, que la entrada fuera gratuita.
Algo de aquella atmósfera peculiar, o quizá su fracaso en hacer que los animales salieran de sus casetas, parecía transmitirse al grupo de visitantes. Tras intentar leer los carteles, uno de los hombres empezó a golpear con un palo los barrotes de las jaulas. Luego, perdiendo bruscamente interés, se alejaron todos juntos, sin echar una mirada atrás ni a la mujer ni al enano. Cuando pasó ante mí el hombre del palo hizo una mueca y agitó una mano ante su nariz.
Aguardé hasta que se hubieron ido y entonces me acerqué a las jaulas. El enano pareció recordarme…; al menos no hizo ningún esfuerzo por alejarse sino que se me quedó mirando con sus ojos tristes. La mujer se sentó en los escalones de la caravana, mirando las cenizas del suelo con la expresión de un niño cansado que no piensa en nada.
Eché una ojeada a una de las jaulas. No había ningún signo de animales, pero el olor que había hecho alejarse al grupo anterior era realmente muy pronunciado. El fuerte olor familiar se enroscó en mi olfato. Me dirigí hacia la joven.
—Ha tenido algunos visitantes —comenté.
—No demasiados —respondió—. Sólo han venido unos pocos.
Iba a decirle que no podía esperar que viniera mucha gente si ninguno de los animales de las jaulas estaba preparado para hacer su aparición, pero la mirada de perro apaleado de la joven me contuvo. La parte superior de sus ropas revelaba un pequeño pecho de niña, y parecía imposible que aquella pálida joven hubiera sido puesta al frente de una empresa tan lúgubre. Buscando una excusa que pudiera consolarla, dije:
—Es más bien tarde, está la otra feria… —Señalé a las jaulas—. Ese olor, también. Quizás usted esté acostumbrada a él, pero es probable que repugne a la gente. —Forcé una sonrisa—. Disculpe, no pretendía…
—Comprendo —dijo ella, como quien acepta un hecho trivial—. Por eso tenemos que irnos tan pronto. —Señaló al enano—. Los limpiamos cada día.
Estaba a punto de preguntar qué animales contenían las jaulas —el olor me recordaba el pabellón de los chimpancés en el zoo—, cuando hubo una conmoción en dirección a la orilla del río. Un grupo de marineros, con dos o tres chicas entre ellos, avanzaba tambaleándose por el camino de arrastre. Recibieron la visión del circo con grandes gritos. Cogidos del brazo, escalaron la orilla con paso de borrachos, luego avanzaron por las cenizas hasta las jaulas. El enano se apartó de su camino, y observó desde las sombras entre dos de los carromatos, el sombrero en la mano.
Los marineros se dirigieron a una de las jaulas y apretaron sus rostros contra los barrotes, empujándose los unos a los otros y dándose codazos en las costillas y silbando en un esfuerzo por animar a la criatura fuera de su caseta. Se dirigieron a la siguiente jaula, tirando y empujando.
Uno de ellos le gritó a la mujer, que permanecía sentada en los escalones de la caravana.
—¿Ha cerrado usted, o qué? ¡El pasajero no quiere salir de su agujero!
Hubo un rugir de risas ante aquello. Otro de los marineros hizo sonar uno de los bolsos de las chicas contra los barrotes, y luego rebuscó en sus bolsillos.
—Monedas fuera, muchachos. ¿Quién vende las entradas?
Descubrió al enano, y tiró la moneda hacia él. Un momento después una docena de monedas cruzaban el aire y caían como una lluvia sobre la cabeza del enano. Éste corrió de un lado para otro, protegiéndose con su sombrero, pero no hizo ningún esfuerzo por recoger las monedas.
Los marineros se trasladaron a la tercera jaula. Tras un infructuoso esfuerzo por atraer al animal hacia ellos, empezaron a agitar el carromato de un lado para otro. Su buen humor empezaba a esfumarse. Cuando me aparté de la joven y me dirigí hacia las jaulas, varios de los marineros habían empezado a trepar por los barrotes.
En aquel momento una de las puertas de las jaulas se abrió. Cuando golpeó contra los barrotes se hizo el silencio. Todos retrocedieron un paso, como si esperaran la aparición de algún enorme tigre saltando sobre ellos desde su caseta. Dos de los marineros avanzaron y sujetaron la puerta. Mientras la cerraban, uno de ellos miró al interior de la jaula. Repentinamente saltó dentro. Los otros le gritaron, pero el marinero pateó la paja a un lado y cruzó hacia la caseta.
—¡Está completamente vacía!
Un grito de alegría respondió a su frase. Cerrando de un portazo —curiosamente, la cerradura estaba por el interior—, el marinero empezó a dar saltos dentro de la jaula, gesticulando como un babuino entre los barrotes. Al principio pensé que debía de estar en un error, y miré hacia la joven y el enano. Ambos contemplaban a los marineros, pero no parecían temer ningún peligro del animal que había dentro. Entonces un segundo marinero entró en la jaula y arrastró la caseta hasta los barrotes, y pude ver que estaba desocupada.
Involuntariamente me descubrí mirando a la joven. ¿Era ése pues el propósito de aquel extraño y patético circo de animales…, que no había animales en absoluto, al menos en la mayoría de las jaulas, y que lo que se exhibía era simplemente nada, tan sólo las propias jaulas, la esencia de la prisión con todas sus ambigüedades? ¿Era un zoo en lo abstracto, algún tipo de extraño comentario sobre el significado de la vida? Sin embargo, ni la joven ni el enano parecían lo bastante sutiles para ello, y posiblemente había una explicación mucho más sencilla. Quizás antaño había habido animales, pero habían muerto, y la muchacha y su compañero habían descubierto que la gente seguía viniendo y contemplando las jaulas vacías, con mucha de la misma fascinación que los visitantes de los cementerios abandonados. Tras un tiempo habían dejado de cobrar entrada, limitándose a vagar sin rumbo de ciudad en ciudad…
Antes de que pudiera seguir esta línea de pensamiento hubo un grito a mis espaldas. Un marinero pasó corriendo, rozando mi hombro. El descubrimiento de la jaula vacía había extirpado todo sentimiento de moderación, y los marineros estaban persiguiendo al enano entre los carromatos. Al primer asomo de violencia la mujer se había puesto en pie y había desaparecido en el interior de la caravana, y el pobre enano había quedado a sus propios medios. Uno de los marineros le hizo la zancadilla y le arrancó el sombrero de la cabeza, mientras la pequeña figura permanecía tendida en el suelo agitando las piernas en el aire.
El marinero frente a mí agarró el sombrero, e iba a lanzarlo al techo de uno de los carromatos. Dando un paso adelante, sujeté su brazo, pero se soltó con un movimiento brusco. El enano había desaparecido de la vista, y otro grupo de marineros estaba intentando volcar uno de los carromatos y empujarlo hacia el río. Dos de ellos se habían metido entre los caballos y estaban alzando a sus chicas a los lomos de éstos. El garañón gris que había conducido a la comitiva cruzando el río se apartó bruscamente y echó a correr a lo largo de la orilla. Corriendo tras él en medio de aquella confusión, oí un grito de advertencia detrás de mí. Hubo un ruido de cascos sobre la blanda tierra, y un grito de mujer cuando el caballo me arrolló. Recibí un golpe en la cabeza y en el hombro, y caí pesadamente al suelo.
Habrían transcurrido unas dos horas cuando desperté, tendido en un banco junto a la orilla. La ciudad estaba silenciosa bajo el cielo nocturno, y podía oír los débiles sonidos de una rata de agua moviéndose junto al río y el distante chapotear del agua en torno al puente. Me senté y me sacudí el rocío que se había formado sobre mis ropas. Más allá, el círculo de carromatos del circo s, erguía aún bajo la claridad naciente, con las imprecisas formas de los caballos inmóviles junto al agua.
Recuperándome un poco, me dije que después de haber sido golpeado por el caballo debía de haber sido trasladado hasta el banco por los marineros y dejado allí para que me recobrara por mis propios medios. Tanteando mi cabeza y hombro, miré a mi alrededor en busca de alguna señal del grupo, pero la orilla estaba desierta. Poniéndome en pie, caminé lentamente en dirección al circo, con la vaga esperanza de que el enano me ayudara a ir hasta casa.