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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

Visiones Peligrosas III (4 page)

BOOK: Visiones Peligrosas III
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—Bien. —El viejo se había mantenido tanto tiempo en silencio, escuchando, que su voz sonaba áspera y distinta—. Me parece que había un camino mucho más simple para solucionar el problema. En cada ciudad, en cada mundo humano hay clínicas gratuitas donde…

—Ya es la segunda vez que lo menciona —lo interrumpió Charli Bux—, y tengo algo que decir al respecto, pero no en este momento. En cuanto a visitar a un charlatán arregla cerebros, usted sabe tan bien como yo que eso no cambiaría las cosas en absoluto. Un amigo mío me dijo un día que se iba a morir de cáncer en un lapso de ocho semanas, «justo a tiempo», agregó, y me palmeó la espalda con tanta fuerza que me hizo ver las estrellas, «justo a tiempo para mi funeral». Y se fue calle abajo aullando de alegría como un idiota.

—¿Habría sido mejor que hubiese permanecido acurrucado en su lecho, aterrorizado y dolorido?

—No puedo contestarle a una pregunta de ese tipo, lo único que sé es que lo que presencié estaba mal. De cualquier manera…, allá fuera hay algo llamado Vexvelt, y no me haría sentir mejor que me metieran en una máquina y al salir pensara que no existe nada llamado Vexvelt, y no me diga que no es eso exactamente lo que esos amistosos y serviciales lava cerebros harían conmigo.

—Pero no comprende, usted ya no sería…

—Puede llamarme retrógrado, exaltado o ignorante si lo desea. —El vozarrón de Charli Bux se había elevado de nuevo, y parecía lo suficientemente enojado como para no preocuparse por ello—. ¿Conoce la vieja frase «dentro de cada hombre gordo existe un hombre delgado gritando que quiere salir»? Simplemente, no me es posible librarme de la idea de que si algo es cierto, podrían aguijonearme, golpearme o torturarme hasta que ría, arañe y llore, y admita que después de todo no tenía razón, e incluso salga a la calle y pronuncie discursos y convenza a otra gente, pero en el fondo siempre existirá una parte de mí con la boca amordazada y las manos atadas, despedazándome las tripas para tratar de salir y gritar que sí, que es cierto. Pero ¿por qué estamos hablando de mí? Yo vine aquí para hablar de Vexvelt.

—Antes dígame algo…, ¿cree usted realmente que existen ciertos «ellos» que quieren detenerlo?

—Demonios, no. Creo que estoy enfrentado con alguna estupidez arcaica que se ha transformado en algo habitual y establecido, y ésa es la razón por la cual no aparece información en los Archivos. No creo que en nuestros días alguien pueda ser tan estúpido. Prefiero pensar que la gente de este planeta puede mirar cara a cara a la verdad y no sentirse atemorizada. Y si se asusta puede encararla. En lo que respecta a esa carrera de obstáculos para obtener pasajes para mis vacaciones, al parecer existía una buena razón para cada uno de los episodios aislados que sucedían. La ciencia y las matemáticas han llevado a cabo un trabajo muy sagaz para explicar el mecanismo de la «buena» y «mala» suerte, pero ninguna de ellas ha sido desechada jamás.

—Así es —el Director de Archivos unió los dedos y echó una mirada a la punta de los mismos—. ¿Y cómo se las arregló al fin para llegar a Vexvelt?

El rostro de Bux resplandeció con su amplia sonrisa luminosa.

—He oído mucho acerca de esta sociedad libre, y acerca de cómo siempre existe alguien dispuesto a recortar un borde aquí o a pulir una esquina allá. Acaso haya algo de verdad en ello, pero hasta el momento no se ha conseguido quitarle a un hombre la libertad de ser un condenado estúpido. Por ejemplo, la libertad de renunciar a su trabajo. Le he dicho que se había encadenado una serie interminable de malas rachas, pero las malas rachas pueden superarse con tanto ingenio y tan fácilmente como un superpoderoso cerebro maestro llamado «ellos». Pienso que la mayoría de las malas rachas tienen origen dentro de los esquemas de un hombre. De esa forma se desfasa y cada paso que da lo aleja más del sendero señalado. Si no puede volver a entrar en órbita y trata de mantener el ritmo, sin duda encontrará delante de él una interminable fila de piedras, ubicadas en los lugares exactos, donde todas y cada una puedan romperle las canillas. En ese caso lo mejor es encaminarse río arriba. Quizá sea un territorio inexplorado y lleno de peligros, pero una cosa es segura: no tendrá que sufrir un camino de agonías absolutamente ineludibles y absolutamente planeadas.

—¿Cómo llegó a Vexvelt?

—Ya se lo he dicho. —Esperó un segundo; luego sonrió—. Se lo repetiré. Renuncié a mi trabajo. «Ellos», o «el destino perdedor», o los piojosos y malolientes hados, o cualquier cosa que haya puesto su mira en mí… podían hacerlo sólo porque siempre sabían donde me encontraba, cuándo iba a estar en el siguiente lugar y qué era lo que quería. De esa forma, siempre me estaban esperando. Por lo tanto, decidí encaminarme río arriba. Esperé a que finalizaran mis vacaciones y dejé mi alojamiento sin ningún equipaje; me dirigí a la sucursal de mi banco y saqué todos mis créditos antes de que pudiera sufrir algún golpe adverso. Luego tomé una nave de Impulsión hasta Lunatu; allí reservé pasaje en una nave mixta con destino a Leteo.

—Reservó pasaje, pero nunca abordó la nave.

—¿Cómo lo sabe?

—Estoy preguntándole.

—¡Ah!… Es verdad, nunca puse los pies en aquella pequeña y cómoda cabina. Lo que hice, en cambio, fue deslizarme hacia abajo por el conducto de carga y enterrarme en la bodega número dos, junto con una tonelada de avena. Me encontraba en una posición muy interesante, señor. En cierto modo lamento que nadie me haya desenterrado de allí para interrogarme. Se supone que uno no debe viajar como polizón, pero la ley dice, y sé exactamente lo que dice, que un polizón es aquel que aborda una nave sin pasaje. Pero yo lo tenía, y además lo había pagado totalmente, y todos mis papeles estaban en regla para el lugar adonde me dirigía. Lo que facilitó un poco las cosas fue que en ese sitio a nadie le importaban un cuerno los papeles.

—Y usted creyó que podría llegar a Vexvelt pasando por Leteo…

—Creí que tenía una posibilidad, y no conocía otra. En primer lugar, los cargamentos de Vexvelt habían llegado a Leteo; en caso contrario no me habría visto envuelto en este asunto. No sabía si se había utilizado un transporte vexveltiano o una nave mercante (si hubiera sido una nave de línea me habría enterado), ni cuándo podía arriba otra, ni si ésta volvería directamente a Vexvelt cuando despegara nuevamente. Todo lo que sabía era que sin duda algunas naves de Vexvelt habían hecho escala allí, y que era el único lugar adonde era probable que volvieran. ¿Tiene usted idea de lo que pasa en Leteo?

—Tiene su reputación.

—Sí, pero, ¿usted sabe?

El viejo mostró una punzada de irritación. En forma paralela al hecho de ser respetado y obedecido, se había acostumbrado a catequizar, y no a ser catequizado.

—Todo el mundo tiene noticias acerca de Leteo.

—«Ellos» no, señor —dijo Bux, sacudiendo la cabeza.

—Ese tipo de cosas tienen su función específica. —El viejo levantó las manos y las bajó nuevamente—. La humanidad siempre…

—¿Usted aprueba Leteo y lo que sucede allí?

—Uno nunca aprueba o desaprueba —dijo el Director de Archivos tiesamente—. Uno está informado y acepta que para ciertos sectores de la especie humana a veces es necesaria una válvula de escape como ésa, se da cuenta de que Leteo no tiene ninguna pretensión de ser otra cosa que lo que realmente es, y entonces…, bueno, uno acepta y sigue adelante con otras cosas. ¿Cómo llegó a Vexvelt?

—En Leteo —prosiguió implacablemente Charli Bux— uno puede hacer lo que quiera con cualquier ser humano, o con cualquier combinación de ellos, siempre y cuando pueda pagarlo.

—No lo pongo en duda. Ahora bien, la segunda etapa de su viaje…

—Hay hombres que son seducidos por la morbosidad…, por las enfermedades, señor Director de Archivos, por muñones de miembros amputados. Y hay gente en Leteo que cultiva esa clase de morbosidad para atraer a ese tipo de hombres. Viejas arpías, señor, con sucias pieles correosas, y muchachitos, y niñas…

—Termine con esa nauseabunda…

—Sólo un minuto. Una de las inquebrantables tradiciones no escritas de Leteo es que, cuando uno paga por hacer algo, algún otro puede pagar para verlo.

—¿Ha terminado? —No era Bux el que gritaba ahora.

—Ustedes aceptan a Leteo; lo eximen de culpas.

—No he dicho que lo aprobara.

—Comercian con ellos.

—Bueno, por supuesto que lo hacemos. Pero eso no significa que nosotros…

—El tercer día…, mejor dicho, noche, de mi estancia ahí —dijo Bux, interrumpiendo lo que seguramente iba a transformarse en un balbuceo impotente—, doblé la esquina de una de las avenidas principales y tomé por una calle lateral; sé que no fue un acto muy inteligente por mi parte, pero en ese momento se desarrollaba una feroz pelea precisamente entre el sitio donde yo estaba y la esquina; los disparos cruzaban en todas direcciones. Me disponía a doblar a la derecha para retomar otra avenida, que veía claramente al final de la callejuela.

»No puedo describirle la rapidez con que sucedió todo, ni explicarle de donde salieron…; ocho, creo, en una callejuela angosta y no demasiado oscura, que solamente un minuto antes parecía desierta.

»Fui sujetado simultáneamente por todos lados, levantado y estampado de espaldas contra el suelo. Una luz brillante se fijó sobre mi cara.

»—¡Mierda, no es él! —dijo una mujer.

»Una voz de hombre ordenó que me dejaran levantar. Me izaron; incluso alguien comenzó a sacudirme el polvo de la ropa. La mujer que había estado sosteniendo la linterna comenzó a disculparse, y lo hizo con bastante amabilidad. Explicó que habían oído decir que por allí había un… Me pregunto si debería usar la palabra…

—¿Lo cree necesario?

—Oh, sospecho que no es imprescindible; usted la conoce. A bordo de cada nave, en cada equipo de construcción, en cualquier comunidad agrícola, en fin, en todos los lugares donde los hombres trabajan o se reúnen, es el único proyectil verbal que puede iniciar una pelea con plena seguridad. Si no lo hace, la víctima nunca más podrá mirar de frente a nadie. La mujer lo usó de una manera tan incidental como si hubiera dicho terrestre o leteano. Dijo que había uno en la ciudad, exactamente allí, y que intentaban atraparlo. Le contesté: «Bueno, ¿qué les parece?», que es la única frase que conozco que puede ser ubicada en cualquier momento, y acerca de cualquier tema. Otra de las mujeres comentó que yo parecía bastante corpulento, y me preguntó si no me gustaría unirme a ellos para atizarle. Uno de los hombres dijo que le parecía bien, pero reclamó la cabeza para sí. Otro de los tipos comenzó a discutir con él por eso, y una tercera mujer, quitándose uno de los zapatos, abofeteó a los dos con un solo movimiento de la suela embarrada. Les ordenó que cerraran el pico o la próxima vez usaría el tacón. La otra mujer, la de la linterna, se rió tontamente y comentó que Helen era «moi güeña pá eso». Hablaba con un hermoso acento «cuidadosamente cultivado». Agregó que Helen podía arrancarle un ojo a alguien tan prolijamente como un cirujano. La tercera mujer gritó de pronto: «¡Traigan excrementos de perro!». Los trajeron; estaban demasiado secos. Uno de los hombres se ofreció para humedecerlos. La mujer no aceptó; dijo que eran suyos y que ella se ocuparía de ablandarlos. En ese mismo momento y allí mismo se puso en cuclillas para orinar. Pidió que la iluminaran, pues no veía lo suficiente para apuntar. La enfocaron con la luz. Era una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida. ¿Algo anda mal, señor?

—Me gustaría que me dijera cómo estableció contacto con Vexvelt —contestó el viejo algo sofocado.

—¡Pero si es lo que estoy haciendo! —protestó Charli Bux—. Uno de los hombres se agachó y comenzó a mezclar la inmundicia con las manos. Y entonces, por una especie de sexto sentido, la luz se apagó… ¡y ellos se habían esfumado]… Una mano surgió de la nada y me empujó hacia atrás, contra la pared de una casa. No se oía ni un solo ruido, ni siquiera una respiración. En ese momento el vexveltiano dobló la esquina y se internó en el callejón. Cómo se enteraron de que se acercaba es algo que está más allá de mi capacidad de comprensión.

»La mano que me había empujado pertenecía a la mujer de la linterna, como descubrí en cuestión de segundos. En verdad no creí que su mano quisiera estar en el lugar donde la encontré. La agarré e intenté retenerla, pero la mujer la desenganchó y la retiró. En ese momento la linterna que llevaba me golpeó en una pierna, y el hombre caminaba hacia nosotros. Era un tipo grande, erguido, con ropas claras, lo que en ese momento me pareció una demostración de inconsciencia, más que de coraje. Avanzaba con agilidad y al parecer miraba atentamente a su alrededor, pero no podía vernos.

»Si todo estuviera sucediendo en este preciso momento, después de todo lo que sé de Vexvelt, y acerca de Leteo también, no titubearía un solo instante; sabría exactamente cómo actuar. Usted debe comprender que yo no sabía absolutamente nada en aquellos momentos. Quizá fue ese ocho contra uno lo que me fastidió. —Por un momento se quedó pensativo—. O tal vez aquel café. Lo que estoy tratando de decir es que actué de la misma forma en aquel instante, en mi ignorancia, en que lo haría ahora, sabiendo todo lo que sé.

«Arranqué la linterna de la mano de la mujer y en dos largos saltos me adelanté unos seis o siete metros. Encendí la linterna y enfoqué la luz en el lugar de donde yo mismo había salido. Dos de los hombres habían trepado como insectos por la desnuda pared del edificio, dispuestos a dejarse caer sobre la espalda de la víctima. La mujer hermosa estaba agazapada sobre la punta de los pies y apoyada en una mano; en la otra sostenía la inmundicia aquella, lista para tirarla. Lanzó un grito absolutamente animal, y la arrojó, sin dar en el blanco. Los otros se habían acurrucado de nuevo contra paredes y cercas, y ahora, a la luz, por un largo segundo parecieron aplastarse un poco más aún, parpadeando.

»—Tenga cuidado, amigo —dije por encima del hombro—. Creo que usted es el huésped de honor.

»¿Sabe lo que hizo? ¡Se rió!

»—Por un momento no se acercarán a mí —le dije—. ¡Lárguese!

»—¿Por qué? —me preguntó, apretándose para pasar a mi lado—. Apenas son ocho. —Y se encaminó directamente al sitio en que se encontraban.

»Sentí que algo rodaba cerca de mi pie y lo levanté… ¡era un trozo de ladrillo! Lo que sin duda era la otra mitad me golpeó exactamente sobre el esternón. Me hizo gritar, no pude evitarlo. El hombre alto me gritó que apagara la luz; yo era un blanco perfecto. Lo hice, y pude ver la silueta de uno de los hombres contra la luz de la calle principal en el lejano extremo. Estaba detrás de un cubo de basura y sostenía en la mano un cuchillo tan largo como su antebrazo. Se levantó tan pronto el hombre pasó a su lado. Arrojé el ladrillo y le acerté justo en medio de la nuca. El tipo alto ni siquiera hizo ademán de volverse cuando lo oyó caer y escuchó el ruido del cuchillo que rebotaba en el suelo. Pasó al lado de una de las moscas humanas como si hubiera olvidado que estaba allí, pero no lo había olvidado. Se irguió, lo tomó por los tobillos, lo arrancó de la pared y lo despidió contra el otro hombre, haciéndolo caer sobre el resto de la pandilla.

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