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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

Visiones Peligrosas III (6 page)

BOOK: Visiones Peligrosas III
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»Se rió un poco y sacudió la cabeza.

»—Uno tiene que pagar por lo que obtiene; lo contrario no es correcto. Si haces una «buena operación», como tú la llamas, terminas con más de lo que tenías antes; por lo tanto no lo has pagado. Eso es tan antinatural como si los niveles de energía fueran de menor a mayor; es contra las leyes de la ecología y la entropía.

—Luego agregó: —No puedes entenderlo.

»Y era verdad. No lo entendía ni lo entiendo todavía.

—Continúe —dijo el Director de Archivos.

—Tenían su propia plataforma de Impulsión en la parte opuesta de la luna de Leteo, y su propia guía orbitando Vexvelt. Ya le he dicho que durante todo ese tiempo había pensado que el planeta estaba cerca de Leteo; pues bien, no era así.

—Veamos, eso no lo entiendo. Las plataformas y las guías son un servicio público. Usted dice que viajaron dos días. ¿Por qué no usó la correspondiente al espaciopuerto de Leteo?

—No podría decirlo, señor. Bueno…

—¿Y bien?

—Simplemente, estoy pensando en esa chusma embriagada que prendía fuego debajo de la nave.

—Ah, sí. Quizá, después de todo, la plataforma de la luna es una precaución inteligente. Yo he sabido siempre, y usted lo ha puesto claramente en evidencia, que esa gente no es popular. Perfectamente…; ustedes efectuaron un salto por Impulsión.

—Hicimos un salto por Impulsión. —Charli guardó silencio unos instantes y revivió aquel momento de revelación, en el cual contempló la negrura salpicada de motas de talco y una luna pequeña como un terrón que se transformaba en el gran arco de un horizonte nimbado de púrpura, de verde marmóreo y dorado y plata y azul bruñido, con el resplandor cromado que procedía del océano del planeta—. Había un remolcador esperándonos, de modo que descendimos sin ningún problema. El espaciopuerto era pequeño, incluso comparado con Leteo…; ocho o diez dársenas, con el área de los depósitos debajo de ellas; los recintos para las tripulaciones y pasajeros los rodeaban, protegidos por una cubierta. No hubo ningún tipo de formalidades. Supongo que no hay suficientes viajes espaciales para justificarlas.

—Seguramente no hay extranjeros —dijo el viejo con suficiencia.

—Desembarcamos directamente en la cubierta y salimos de la nave.

Tamba salió primero. Era un día de sol con cálida brisa, y si existía alguna diferencia decisiva entre esa gravedad y la de Terratu, las piernas de Charli no la registraron. La diferencia en la atmósfera sin embargo era profunda. Antes nunca había conocido un aire tan claro, tan embriagador, tan limpio; excepto en algunos climas fríos, pero ese era cálido. Tamba se quedó junto a la silenciosa rampa que se desplazaba «hacia arriba»; la muchacha tenía la mirada perdida en las colinas, en la cadena de montañas más espléndida que Charli hubiera visto, ya que poseía todo lo que un libro de fotos de paisajes montañosos debe tener: suaves y pronunciadas alturas, hirsutas selvas, empinados farallones grises y ocres, almidonados ropajes de blanca nieve tendidos sobre sus picos para secarse al sol. Detrás se extendía una dilatada llanura limitada por un río, por un lado, y las bases de la colina por el otro. Y más allá el mar, con su ancha y dorada playa que curvaba un amoroso brazo en torno del verdoso hombro del océano. Cuando se acercaba a la pensativa Tamba, la cálida brisa jugueteaba y reía alrededor de ellos, y la corta túnica de ella voló de sus hombros como una nube, hasta que por fin tornó a envolver a la muchacha. Eso detuvo la marcha, el aliento y el corazón de Charli; ¡era una visión tan encantadora! Al acercarse a ella, al observar a la gente debajo que subía por una rampa y descendía por otra, comprendió que allí la ropa respondía solamente a dos convenciones: comodidad y belleza. Hombres, mujeres y niños usaban lo que preferían, cintas o túnicas, zuecos, diademas, fajines o faldas, o un anillo, ó una cinta para el cabello, o nada en absoluto. Recordó una maravillosa reflexión de un filósofo pre-Nova llamado Rudolfky y la murmuró entre dientes:

—La modestia no es una virtud tan simple como la honestidad. Ella se volvió y sonrió; pensó que la frase le pertenecía. Charli devolvió la sonrisa y no aclaró el equívoco.

—No te molesta esperar un momento, ¿verdad? Mi padre vendrá en seguida y nos iremos. Te alojaré con nosotros, ¿de acuerdo?

No le preocupaba. Esperaría, ensimismado en el restallante colorido de la montaña y el adagio del mar. Todo estaba bien.

No había nada, ninguna manera, ninguna palabra para expresar su respuesta excepto elevar los puños tensos tan altos como pudiera y gritar tan intensamente como fuera posible y concentrarlo todo en risas y lágrimas.

Una vez registrados los comprobantes de carga, Vorhidin se unió a ellos, antes de que Charli hubiera salido de su éxtasis. Éste había intercambiado miradas con la chica, quien sonrió y lo tomó del brazo con ambas manos, acariciándolo; y él rió y rió.

—Ha tomado demasiado Vexvelt de una sola vez —explicó la chica a Vorhidin, quien puso su enorme y cálida mano en el hombro de Charli y rió con él hasta que él se apaciguó.

Cuando pudo recobrar el aliento y los espejuelos de lágrimas se apartaron de sus ojos, Tamba le dijo:

—Vamos allí.

—¿Dónde?

Ella lo señaló con mucho cuidado. Tres esbeltos árboles oscuros, similares a álamos, surgían como una súplica entre el alegre revoltijo de un luminoso y cimbreante pasto verde.

—A aquellos tres árboles.

—No puedo ver ninguna casa…

Vorhidin y Tamba rieron al unísono: su respuesta les había encantado.

—Ven con nosotros.

—No tenemos que esperar a…

—Ya no hay necesidad de esperar. Ven.

—La casa distaba un breve trecho del espaciopuerto —continuó Charli en alta voz—, pero desde ninguno de ambos lados podía verse. Era una casona, con árboles que la rodeaban, e incluso crecían a través de ella. Me hospedé con la familia y comencé a trabajar. —Palmeó la gruesa carpeta y continuó—: Es esto. Obtuve toda la ayuda que necesitaba.

—¿La consiguió realmente? —Al parecer al Director de Archivos le interesó más ese dato que cualquier pormenor que hubiese escuchado anteriormente—. Así que lo ayudaron, ¿no es así? ¿Cree que estaban ansiosos de comerciar?

La respuesta a esa pregunta sin duda era muy importante.

—Sólo puedo decir esto —respondió Charli Bux cuidadosamente—: solicité esa información; se trataba de un catálogo de los recursos comerciales de Vexvelt y de los precios F.O.B. estimativos. Ninguno es tan elevado como para no llegar a un arreglo práctico y factible; cada uno eliminaría cualquier competencia. Existen múltiples razones. La primera, por supuesto, la constituyen los recursos en sí mismos: son muy fáciles de obtener e increíblemente abundantes. En segundo término tenemos los métodos de extracción; que superan cualquier sistema que usted haya podido soñar; y los de recolección y preservación… Bueno, las ventajas son innumerables. A primera vista parece un planeta pastoril, pero no lo es. Es la cueva del tesoro, trabajada y organizada, planeada y concebida como en ningún otro planeta del universo conocido. Esa gente nunca ha tenido una guerra, así como tampoco hubo nunca que modificar el plan cultural originario; y el que tienen funciona, señor, funciona. Y ha producido gente física y mentalmente sana, que cuando encara una tarea lo hace sin segundas intenciones, con…, bueno, puede parecer una palabra insólita para expresarlo, pero es la única que se adapta: con alegría… Sin embargo, puedo advertir claramente que usted no quiere oír hablar de eso.

El anciano abrió los ojos y miró directamente a su visitante. Ante la catarata de palabras de Bux, había desviado la cara, cerrado los ojos, fruncido los labios y dejado que las manos se extraviaran sobre sus sienes y cerca de sus oídos, como si estuviera haciendo un esfuerzo supremo para impedir que las palmas se apretaran fuertemente sobre ellos.

—Todo cuanto puedo oír es que un mundo que ha sido dejado de lado por toda la especie humana y que se ha mantenido alejado por su propia voluntad ahora lo está utilizando a usted para promover un contacto que nadie desea. ¿Lo desean ellos? No lo conseguirán, por supuesto. Pero ¿tienen una idea de lo que sucedería con su mundo si todo eso —señaló la carpeta con un ademán— fuera cierto? ¿Cómo piensan que podrían controlar a los exploradores? ¿Tienen algo especial en materia de defensa, de la misma forma que lo tienen en los otros ítems?

—Realmente no lo sé.

—¡Yo sí lo sé! —El anciano estaba mucho más enojado de lo que Bux lo había visto antes—. ¡Su defensa es lo que ellos son! Nadie se acercará nunca a ellos, nunca. Ni aunque despojen su propio planeta de todo lo que posee, refinen todo el lote, lo arrastren a sus expensas a su espaciopuerto y allí lo regalen.

—¿Ni aunque puedan curar el cáncer?

—Casi todos los tipos de cáncer son curables.

—Ellos pueden curar todo tipo de cáncer.

—Nuevos métodos se descubren cada…

—Ellos han poseído esos métodos desde hace no sé cuántos años. Siglos. ¡El cáncer no existe entre ellos!

—¿Sabe usted cuál es ese tratamiento?

—No, yo no, pero a un equipo clínico no le llevaría más de una semana averiguarlo.

—Los cánceres incurables no son materia de análisis clínicos. Son considerados enfermedades psicosomáticas.

—Lo sé. Eso es exactamente lo que el equipo clínico descubriría.

Hubo un largo y tenso silencio.

—Usted no ha sido totalmente franco conmigo, muchacho.

—Es verdad, señor. Otra larga pausa.

—De lo dicho por usted se deduce que están libres de cáncer a causa del tipo de cultura que han organizado.

Esta vez Bux no respondió, sino que dejó pendientes en el aire las palabras del anciano a fin de que pudieran ser oídas nuevamente, reinterpretadas. Al fin el Director de Archivos continuó con una voz que era casi un estremecido y furioso susurro.

—¡Eso es abominable! ¡Abominable! —Un hilo de saliva corrió por su barbilla, pero pareció no notarlo—. Preferiría mil veces morir…, ser devorado vivo por el cáncer…, volverme loco furioso, antes que vivir con una cordura como ésa.

—Quizás otros estén en desacuerdo con usted.

—¡Nadie podría estarlo! ¿Hizo la prueba? ¡Hágala! ¡Lo despedazarían! Eso es lo que le hicieron a Allman. ¡Eso es lo que le sucedió a Balrou! Nosotros mismos matamos a Trosan…; fue el primero, y no sabíamos que la chusma lo haría por nosotros. Y eso fue hace mil años, ¿lo entiende? Y toda esa…, toda esa… basura va a ir a parar a los archivos secretos con los demás, y algún día algún otro estúpido con excesiva curiosidad y poca decencia, y con la mente totalmente corrompida por la perversión, se volverá a sentar aquí con algún otro Director de Archivos, quien lo echará tal como yo lo estoy echando a usted y le dirá que cierre la boca y salve la vida, pues si la abre lo despedazarán. ¡Salga! ¡Salga! ¡Salga!

Su voz se había elevado hasta tornarse una especie de chillido y luego un alarido agudo que al rasparle la garganta se había transformado en un doloroso susurro; por fin se acalló; los viejos ojos brillaban y tenía la barbilla húmeda.

Charli Bux se levantó con lentitud. Estaba pálido por la conmoción.

—Vorhidin trató de hacérmelo entender —dijo serenamente—, y no quise creerle. No podía creerle. Le contesté: «Sé más que ustedes acerca de la ambición; no serán capaces de resistirse a esos precios». Agregué: «Sé más acerca del miedo que ustedes; no serán capaces de desechar la cura definitiva para el cáncer». Vorhidin se rió de mí, pero me proporcionó la ayuda que necesitaba.

»En cierta ocasión empecé a decirle que sabía más acerca de la cordura que yace en el interior de todos nosotros, muy desarrollada en algunos, y que ese elemento podría prevalecer. Pero a medida que hablaba me di cuenta de que estaba equivocado al respecto. Ahora sé que estaba equivocado en todo, incluso en la ambición, en el miedo, y que era él quien tenía razón. Me dijo que Vexvelt poseía la defensa más inexpugnable y menos costosa jamás planeada: la cordura. Tenía razón.

Charli Bux se dio cuenta entonces de que el viejo, intercambiando enloquecidas miradas con las suyas a medida que hablaba, de algún modo había dejado de oírlo dentro de su mente y había desconectado los oídos. Se quedó allí, con su vieja cabeza caída a un lado, jadeando como un perro famélico en un cubo de basura, hasta que pensó que ya podía volver a gritar nuevamente. Sin embargo no lo logró.

—¡Salga! ¡Salga! —logró carraspear.

Charli Bux salió. Dejó la carpeta donde estaba; como Vexvelt, esa carpeta se defendía por su condición de inmiscible: en el lenguaje químico, «noble como el oro».

No fue Tamba después de todo, sino Tyng, quien capturó el corazón de Charli.

Cuando llegaron a la hermosa casa, tan cerca de todo y sin embargo tan privada, tan recluida, fue presentado a la familia. El radiante —casi caliente— cabello rojo de Breerho, junto al de Tyng, puso en evidencia que ambas eran madre e hija. Vorhid y Stren, los hijos varones, uno en la niñez y el otro en la adolescencia, eran erguidos y tenían hombros anchos como su padre, en tanto que los admirables rasgos de sus ojos finamente delineados demostraban que eran hermanos de Tyng y Tamba.

Había también otros dos muchachos, una adorable niña de doce años llamada Fleet, quien estaba cantando cuando llegaron a la casa (por ese motivo se detuvieron y postergaron las presentaciones), y un robusto alborotador cuyo nombre era Handr, posiblemente el ser humano más feliz que cualquiera de ellos hubiera conocido jamás. A su debido tiempo, Charli conoció a los padres de ambos chicos; la morena Tamba se parecía mucho más a la madre de ellos que a la pelirroja Breerho.

Al principio hubo una catarata de nombres y caras, que su mente sólo captó parcialmente como en un calidoscopio a medida que todos se hacían presentes en la habitación; en cierto modo, Charli se sintió tímido. Pero en ese aposento había un amor que él jamás sospechó que existiera, y mucho más afecto y cariño.

Antes de la caída de la tarde ya se sentía parte de la familia, aceptado y subyugado. Y como Tamba había conmovido su corazón y asombrado su cuerpo, todos los cálidos y expectantes sentimientos recién despertados se concentraron en ella, quien por cierto parecía deleitarse en su compañía y se mantenía permanentemente junto a él. Cuando los pequeños se fueron bostezando, y luego los otros también se marcharon y quedaron casi solos, él le pidió, le rogó, que fuera a su lecho. Ella fue tan gentil y cariñosa como era posible, pero también absolutamente firme en su negativa.

BOOK: Visiones Peligrosas III
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