Vive y deja morir (28 page)

Read Vive y deja morir Online

Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

BOOK: Vive y deja morir
13.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

Acuclillado, no lejos de Big, un negro manejaba un cuchillo urgando en una copa recamada con piedras preciosas. Junto a él, sobre una fuente de hojalata, había un montón de gemas que titilaban en rojo, azul y verde bajo las potentes luces de arco.

El aire de la gran cámara de roca era cálido y viciado, y sin embargo Bond se estremeció cuando sus ojos abarcaron la espléndida escena: las potentes luces blanco violáceo, el broncíneo resplandor de los cuerpos sudorosos, el brillante relumbrar del oro, el irisado montón de gemas y las tonalidades de leche y aguamarina de la laguna. Se estremeció ante la belleza de todo aquello, ante el fabuloso ballet petrificado de la gran casa del tesoro de Morgan
el Sanguinario
.

Su mirada regresó al cuadrado tapete verde y al gran rostro de zombi, y contempló los grandes ojos amarillos con pasmo, casi con reverencia.

—Que paren los tambores —ordenó Big a nadie en particular.

El sonido había disminuido hasta convertirse en casi un susurro, un golpeteo balbuceante cuyo ritmo era exactamente el del pulso de la sangre. Uno de los negros dio dos pasos tintineantes entre las monedas de oro y se inclinó. En el suelo había un fonógrafo portátil y, junto a él, un poderoso amplificador se apoyaba contra la pared de roca. Se oyó un chasquido y los tambores cesaron. El negro cerró la tapa del aparato y regresó a su sitio.

—Continuad con el trabajo —dijo Big.

Al instante todas las figuras comenzaron a moverse como si fuesen autómatas a quienes hubieran metido una moneda en la boca. Se removió el caldero, las monedas fueron recogidas y colocadas dentro de las cajas, el hombre de la copa continuó arrancando las gemas de la misma, y el negro que llevaba la bandeja llena de monedas siguió escaleras arriba.

Bond permaneció donde estaba, goteando agua y sangre.

Big se inclinó sobre la lista que tenía en la mesa y anotó dos o tres cifras con la pluma.

Bond se movió y sintió la punta de una daga a la altura de los ríñones.

Big dejó la pluma y se puso de pie con lentitud. Luego se apartó de la mesa.

—Continúa tú —dijo a uno de los guardianes de Bond.

El hombre desnudo rodeó la mesa, ocupó la silla de Big y cogió la pluma.

—Llévalo arriba.

Big avanzó hasta los escalones y comenzó a subir por ellos sin prisa.

Bond sintió un pinchazo en un costado. Salió de entre los restos de su traje negro y siguió a la lenta figura que subía.

Nadie alzó los ojos del trabajo. Nadie trabajaría menos cuando el señor Big estuviese fuera de la vista. Nadie se metería una gema ni una moneda de oro en la boca.

El barón Samedi se quedaba vigilando en la cámara.

Sólo su zombi había salido de ella.

Capítulo 21
Buenas noches a los dos

Ascendieron con lentitud, pasaron ante una puerta abierta situada cerca del techo, continuaron durante unos quince metros, y se detuvieron en un amplio descansillo de roca. Allí, un negro con una lámpara de acetileno junto a sí, soldaba las bandejas de monedas en el centro de los acuarios que se apilaban por decenas contra la pared.

Mientras esperaban, dos negros bajaron por los escalones desde la superficie, cogieron uno de los acuarios ya preparados y volvieron a subir con él.

Bond supuso que llenaban los acuarios con arena, algas y peces en algún lugar situado más arriba, y luego los pasaban a la cadena humana que se extendía por la cara del acantilado.

Cuando advirtió que algunos de los tanques que esperaban tenían lingotes de oro colocados en el centro, y otros un buen montón de gemas, corrigió su estimación del tesoro cuadruplicándolo hasta alrededor de cuatro millones de libras esterlinas.

Big permaneció quieto durante un rato, con los ojos fijos en el suelo de piedra. Su respiración era profunda pero controlada. Luego continuaron subiendo.

Tras ascender veinte escalones llegaron a otro descansillo, más pequeño que el anterior y con una puerta que se abría al mismo. Ésta tenía una cadena y un candado nuevos, y estaba hecha de láminas de hierro, marrones y corroídas por el óxido.

Big se detuvo de nuevo, y permanecieron lado a lado sobre la pequeña plataforma de roca.

Por un momento, Bond pensó en escapar, pero, como si le leyera la mente, el guardián lo empujó contra la pared de piedra, lejos de su amo. Bond sabía que su principal deber era conservar la vida y llegar hasta Solitaire, para mantenerla, de alguna manera, alejada del barco condenado donde el ácido corroía poco a poco el cobre del detonador temporizado.

Desde lo alto llegaba una fuerte corriente de aire frío a través del hueco de la escalera, y Bond sintió que el sudor se le secaba sobre la piel. Se llevó la mano derecha a la herida del hombro, sin dejarse intimidar por el pinchazo del cuchillo de su guardián en el costado. La sangre estaba seca y coagulada, y tenía la mayor parte del brazo dormido. La herida le dolía con virulencia.

—Este viento, señor Bond —dijo Big, señalando hacia lo alto del hueco de la escalera—, es conocido en Jamaica como el viento del enterrador.

Bond encogió el hombro derecho y no malgastó saliva.

Big se volvió hacia la puerta de hierro, sacó una llave del bolsillo y la abrió. La traspuso y Bond lo siguió con su guardián.

Entraron en una habitación, alargada y estrecha como un pasillo, con herrumbrosos grilletes en la parte inferior de las paredes, colocados a intervalos de menos de un metro.

Al final, donde un farol a prueba de vientos colgaba del techo de piedra, una figura inmóvil yacía en el suelo cubierta con una manta. Un segundo farol colgaba cerca de la puerta, pero por lo demás sólo se percibía el olor de la roca húmeda y el de antiguas torturas y muertes.

—Solitaire —dijo Big con voz suave.

Bond, que sintió como su corazón daba un salto, avanzó un paso. De inmediato, una mano enorme lo aferró por un brazo.

—Quieto, blanco —le espetó el guardián, mientras le retorcía la muñeca al tiempo que le llevaba el brazo hacia los omóplatos, subiéndolo cada vez más hasta que Bond le lanzó una patada con el talón izquierdo. El impacto contra la espinilla del hombre le hizo más daño a Bond que a su guardián.

Big se volvió. Tenía una pistola pequeña que quedaba casi cubierta del todo por su enorme mano.

—Suéltalo —dijo con voz queda—. Si quiere tener un segundo ombligo, señor Bond, puedo hacérselo. Tengo seis metidos en esta pistola.

Bond pasó junto al corpulento hombre. Solitaire se encontraba de pie y avanzaba hacia él. Al verle la cara, echó a correr con las manos tendidas ante sí.

—James —sollozó—. James.

Casi cayó a sus pies. Se cogieron de las manos con todas sus fuerzas.

—Todo va bien, Solitaire —dijo Bond, sabiendo que no era así—. Todo va bien. Ya estoy aquí.

La ayudó a levantarse y la mantuvo a la distancia de los brazos extendidos, lo cual le causó dolor en el hombro izquierdo. La joven estaba pálida y desaliñada. Tenía una contusión en la frente y unas enormes ojeras negras. En el sucio rostro, las lágrimas habían trazado surcos sobre su piel pálida. No llevaba maquillaje alguno. Iba vestida con un traje de lino blanco también sucio y un par de sandalias. Parecía más delgada.

—¿Qué te ha hecho ese hijo de puta? —preguntó Bond.

De pronto, la estrechó contra sí con todas sus fuerzas. Solitaire se aferró a él y le hundió el rostro en el cuello.

Luego se apartó y se miró una mano.

—¡Pero si estás sangrando! —exclamó—. ¿Qué te ha sucedido?

Hizo que se volviera a medias y vio la sangre ennegrecida que tenía en el hombro y a lo largo del brazo.

—Oh, cariño, ¿qué te ha ocurrido?

Comenzó a llorar otra vez, desamparada, desesperanzada, al darse cuenta de que ambos estaban perdidos.

—Átalos —ordenó Big desde la puerta—. Aquí, debajo de la luz. Tengo cosas que decirles.

El negro se encaminó hacia ellos y Bond se volvió. ¿Valía la pena arriesgarse? El negro no tenía más que una cuerda en las manos, pero Big se había desplazado a un lado y lo observaba, con la pistola sujeta con descuido, casi apuntando al suelo.

—No, señor Bond —fue cuanto dijo.

Bond miró al negro y pensó en Solitaire y en su hombro herido.

El negro se le aproximó y él permitió que le atara los brazos a la espalda. Los nudos eran buenos. No había juego en ellos. Y hacían daño.

Bond sonrió a Solitaire y le guiñó un ojo. No era más que una baladronada, pero vio que la esperanza afloraba a través de las lágrimas de la muchacha.

El negro condujo a Bond de regreso a la puerta.

—Allí —ordenó Big, señalando uno de los grilletes.

El guardián, con un repentino golpe asestado con la espinilla, hizo perder pie a Bond, el cual cayó sobre el hombro herido. Estirando de la cuerda, lo arrastró hasta el grillete, tiró de éste para comprobar su solidez y luego pasó la cuerda por dentro del mismo hasta los tobillos de Bond, que ató con fuerza. Había clavado el cuchillo en una grieta de la roca. Lo cogió, cortó la cuerda sobrante y retrocedió hasta donde Solitaire aguardaba de pie.

Bond quedó sentado en el suelo de piedra, con las piernas estiradas ante sí, los brazos atados a la espalda. Le goteaba sangre de la herida del hombro, que había vuelto a abrirse. Sólo los restos de bencedrina que había en su sangre le impedían desmayarse.

Solitaire fue atada y situada casi frente a él. Sus pies quedaron separados por un metro.

Cuando el guardián hubo concluido, Big miró su reloj.

—Vete —le ordenó. Cerró la puerta tras el negro y se reclinó contra ella.

Bond y la muchacha se observaron, y Big paseó los ojos sobre ambos.

Después de uno de sus largos silencios, dirigió la palabra a Bond. Este alzó los ojos hacia él. La cabeza gris, grande como un balón de fútbol, iluminada por el farol, tenía la apariencia de un espectro elemental y maligno que, procedente del centro de la tierra, flotara allí, en el aire, con los ojos dorados resplandeciendo y el enorme cuerpo en sombras. Tuvo que recordarse a sí mismo que había sentido el corazón que latía dentro de aquel pecho, que había oído su respiración y visto sudor sobre su piel grisácea. Era sólo un hombre, de la misma especie que él; un hombre grande con un cerebro brillante, pero un hombre al fin y al cabo, que caminaba y defecaba, un hombre mortal con el corazón enfermo.

La ancha boca como de goma se abrió, y los labios planos y algo vueltos hacia fuera se estiraron, dejando a la vista los grandes dientes blancos.

—Es usted el mejor de cuantos han enviado contra mí —declaró Big. Su queda e inexpresiva voz era pensativa, mesurada—. Y ha logrado matar a cuatro da mis ayudantes. Es algo que les resulta increíble a mis seguidores. Ya era hora, más que de sobras, de que arregláramos cuentas. Lo que le sucedió al estadounidense no es suficiente. La traición de esta muchacha —continuaba mirando a Bond—, a quien saqué del arroyo y a la cual estaba dispuesto a colocar a mi derecha, también ha puesto en duda mi infalibilidad. He estado preguntándome cómo debería morir ella cuando la providencia, o el barón Samedi según creen mis seguidores, lo trajera también a usted al altar con la cabeza ya inclinada para el hacha.

La boca hizo una pausa, con los labios separados. Bond vio que los dientes se unían antes de formar la palabra siguiente.

—Así que resulta conveniente que mueran los dos juntos. Eso sucederá, de la manera adecuada —dijo Big consultando su reloj—, dentro de dos horas y media. A las seis, minutos más o minutos menos —añadió.

—Que sea unos minutos más —dijo Bond—. Me gusta mi vida.

—En la historia de la emancipación negra —continuó Big con un tono de cómoda conversación—, ya han aparecido negros importantes: atletas, músicos, escritores, médicos y científicos. A su debido tiempo, como sucede con el avance de la historia de otras razas, aparecerán negros grandes y famosos en todas las demás ramas de la vida. —Hizo una pausa.— Ha sido una desgracia para usted, señor Bond, y para esta muchacha, encontrarse con el primero de los grandes criminales negros. Uso una palabra vulgar, señor Bond, porque usted, como la especie de policía que es, la emplearía para definirme. Pero yo prefiero considerarme como alguien que tiene la capacidad y las dotes mentales y psíquicas necesarias para hacer sus propias leyes y actuar de acuerdo con ellas, en lugar de aceptar las leyes que se adaptan al común denominador más bajo de la gente. Usted habrá leído sin duda el libro
Instincts of the Herd in War and Peace
[36]
, de Trotter, señor Bond. Bueno, podríamos decir que yo soy, por naturaleza y predilección, un lobo, y vivo según las leyes de los lobos. Es natural que las ovejas describan como «criminal» a una persona semejante.

»E1 hecho, señor Bond —prosiguió el
Big Man
tras una pausa—, de que yo esté vivo y disfrute realmente de un éxito ilimitado, a pesar de enfrentarme en solitario a incontables millones de ovejas, es atribuible a las técnicas modernas que le describí con ocasión de nuestra anterior charla, y a una infinita capacidad para emplear el esmero. No un esmero aplicado y aburrido, sino uno artístico, sutil. Y he descubierto, señor Bond, que no resulta difícil superar en ingenio a las ovejas, por muchas que haya, si uno pone dedicación en la tarea y es un lobo extraordinariamente bien dotado por la naturaleza.

»Permítame ilustrar para usted, mediante un ejemplo, cómo trabaja mi mente. Tomaremos el método por el cual he decidido que morirán ustedes dos. Es una variación moderna del usado en tiempos de mi amable mecenas, sir Henry Morgan. En aquellos días lo llamaban "pasar por debajo de la quilla".

—Le ruego que continúe —dijo Bond, sin mirar a Solitaire.

—A bordo del yate tenemos un paraván —continuó Big, como si fuese un cirujano que describiera una delicada operación ante un grupo de estudiantes—, el cual usamos para pescar al arrastre tiburones y otros peces grandes. Este paraván, como ya sabe, es un aparato flotante con forma de torpedo que navega sujeto mediante una cuerda a cierta distancia del barco, y que puede usarse para sujetar a él el extremo de una red y arrastrarla por el agua cuando la embarcación está en movimiento y, si se le añade un dispositivo afilado, para cortar los cables de amarre de las minas en tiempos de guerra.

»Tengo la intención —prosiguió Big con un tono de voz de divagación informal— de atarlos juntos a un cabo unido a ese paraván y remolcarlos por el mar hasta que sean devorados por los tiburones.

Other books

You Live Once by John D. MacDonald
The Alpine Escape by Mary Daheim
Raw Burn (Touched By You) by Trent, Emily Jane
Circle of Shadows by Imogen Robertson
Half Life by Hal Clement
Secrets by Jane A Adams