Llevó a la isla dos excelentes buceadores de la base naval de las Bermudas y estableció una vigilancia permanente del islote con prismáticos de visión diurna y nocturna. Como no observaron nada de naturaleza sospechosa durante varios días, en una oscura noche de calma envió a los dos buceadores con la orden de realizar una inspección submarina de la parte sumergida de la isla.
Strangways describió su horror cuando, una hora después de que sus dos hombres hubiesen partido para recorrer los trescientos metros de agua que los separaban de su objetivo, los terribles tambores comenzaron a sonar en algún punto del interior de los acantilados del islote.
Aquella noche, ninguno de los dos submarinistas regresó.
Al día siguiente, el mar los devolvió en puntos diferentes de la bahía. O, mejor dicho, lo único que apareció fueron los restos dejados por los tiburones y las barracudas.
En este punto de la narración, Bond lo interrumpió.
—Espere un momento —dijo—. ¿Qué es todo eso de tiburones y barracudas? En general, no son tan salvajes en estas aguas. Hay pocos por los alrededores de Jamaica y no suelen alimentarse por la noche. En todo caso, no creo que ninguno de ellos ataque a los seres humanos a menos que haya sangre en el agua. Sólo en muy contadas ocasiones lanzan una dentellada a un pie blanco, llevados por la curiosidad. ¿Se habían comportado así antes de ahora, en los alrededores de Jamaica?
—Desde que uno arrancó un pie a una chica en el puerto de Kingston, en 1942, no se había producido ningún caso —respondió Strangways—. La remolcaba una lancha rápida, y ella agitaba los pies arriba y abajo. Los pies blancos debieron de parecerle especialmente apetitosos. Y también tenía que moverse a la velocidad adecuada. Todo el mundo concuerda con la teoría de usted. Y mis hombres llevaban arpones y cuchillos. Yo creía que había hecho todo lo posible para que estuvieran protegidos. Fue un asunto terrible. Puede imaginarse cómo me sentí con lo sucedido. Desde entonces no hemos hecho más que tratar de conseguir un acceso legítimo a través de la Oficina Colonial y de Washington. Verá, el islote pertenece ahora a un estadounidense. Es un asunto muy lento, sobre todo porque nada tenemos contra esa gente. Parece que cuentan con una protección muy buena en Washington y con algunos buenos abogados internacionales. Estamos completamente atascados. Londres me dijo que esperara hasta que usted llegara.
Strangways bebió un trago de whisky y dirigió a Bond una mirada expectante.
—¿Cuáles son los movimientos del
Secatur
? —preguntó este último.
—Aún se encuentra en Cuba. Zarpará dentro de una semana, más o menos, según la CIA.
—¿Cuántos viajes ha hecho?
—Unos veinte.
Bond multiplicó ciento cincuenta mil dólares por veinte. Si su cálculo era correcto, Big había sacado ya un millón de libras esterlinas del islote, unos tres millones de dólares.
—He tomado algunas disposiciones provisionales para usted —comentó Strangways—. Tiene la casa de Beau Desert. Le he conseguido un coche, un Talbot Sunbeam coupé. Neumáticos nuevos. Rápido. El automóvil adecuado para estas carreteras. Tengo un hombre muy bueno que le servirá de factótum. Es un isleño de las Caimán llamado Quarrel. Es el mejor buceador y pescador del Caribe. Terriblemente astuto. Y un buen tipo. Además he conseguido prestada la casa de fin de semana que la West Indian Citrus Company posee en Manatee Bay. Se encuentra al otro lado de la isla. Puede descansar allí durante una semana y entrenarse hasta la llegada del
Secatur
. Necesitará estar en forma si quiere ir al islote Isle of Surprise, y creo honradamente que es la única solución. ¿Puedo hacer algo más por usted? Yo andaré por aquí, claro está, pero tendré que quedarme por los alrededores de Kingston para mantener las comunicaciones con Londres y Washington. Querrán estar al corriente de todo lo que hagamos. ¿Hay alguna otra cosa que desee encargarme?
—Sí —respondió Bond, que había estado pensando en ello—. Podría pedir a Londres que indique al Almirantazgo que nos envíe uno de sus trajes de hombre rana completo, con botellas de aire comprimido. Necesitaremos varias de ellas. Y un par de buenos fusiles submarinos. Los franceses de la marca Champion son los mejores. Una buena linterna submarina. Un cuchillo de campaña. Toda la información que puedan conseguir del Museo de Historia Natural sobre la barracuda y el tiburón. Y ese repelente para tiburones que los estadounidenses utilizan en el Pacífico. Que pidan a la BOAC que lo envíe todo en uno de sus servicios directos.
Bond hizo una pausa.
—Ah, sí —añadió—. Y una de esas cosas que nuestros saboteadores usaban contra los barcos durante la guerra. Una mina ventosa, con diferentes detonadores.
Papaya con una raja de lima verde; un plato cargado con plátanos de piel rojiza y mandarinas; huevos revueltos con tocino; café de las Blue Mountains, el más delicioso del mundo; mermelada de naranjas jamaicanas, casi negra, y jalea de guayabas.
Mientras tomaba el desayuno en el mirador, ataviado con pantalón corto y sandalias, y contemplaba el soleado panorama de Kingston y Port Royal a sus pies, Bond pensó en lo afortunado que era y en los momentos de maravillosa consolación que había, a cambio de lo lóbrega y peligrosa que era su vida profesional.
Conocía bien Jamaica. Había estado allí en una larga misión justo después de finalizada la guerra, cuando la base de operaciones comunista en Cuba intentaba infiltrarse en los sindicatos obreros de Jamaica. Aquél resultó ser un trabajo desordenado y poco concluyente, pero él había llegado a tomar afecto a la enorme isla verde y a su gente leal y bromista. Se alegraba de estar de vuelta y disponer de toda una semana de respiro antes de recomenzar la formidable tarea que lo aguardaba.
Después del desayuno, Strangways apareció en la galería con un hombre de piel morena que llevaba una camisa azul desteñida y un pantalón de cruzadillo marrón.
Era Quarrel, el nadador de las islas Caimán. A Bond le cayó bien de inmediato. En él había sangre de los soldados y bucaneros de Cromwell, tenía un rostro fuerte y anguloso y una boca casi severa. Sus ojos eran grises. Sólo la nariz achatada y las pálidas palmas de las manos eran negroides.
Se estrecharon las manos.
—Buenos días, capitán —lo saludó Quarrel.
Era el título más notable que podía concederle un hombre que descendía de la raza de navegantes más famosa del mundo. Pero en su voz no se percibía el deseo de complacer, ni rastro alguno de humildad. Le hablaba como a un compañero de tripulación, y sus modales eran francos y sencillos.
Ese instante definió la relación entre ambos. Se fijó como la de un señor escocés con su jefe de ojeadores; la autoridad era tácita y no había lugar para servilismos.
Tras discutir sus planes, Bond se sentó al volante del pequeño automóvil que Quarrel le había llevado desde Kingston, y comenzaron a ascender Junction Road, dejando a Strangways ocupado con las necesidades de Bond.
Habían salido antes de las nueve, y el aire aún era fresco cuando cruzaron las montañas que corren a lo largo del lomo de Jamaica como las dentadas prominencias de la armadura de un cocodrilo. La carretera descendía serpenteando hacia las llanuras del norte a través de algunos de los paisajes más hermosos del mundo, cuya vegetación tropical cambiaba según la altitud. Las verdes laderas de las tierras altas, cubiertas con un plumaje de bambú salpicado por el verde oscuro destellante del árbol del pan, con la repentina luz de Bengala de la
Delonix regia
, cedió paso a los bosques inferiores de ébanos, caobos y palos de Campeche. Y cuando llegaron a las llanuras de Aguaita Vale, el mar verde de cañas de azúcar y bananos se extendió hasta donde los brillantes penachos, como explosiones de granadas, marcaban el comienzo de los palmerales que bordeaban la costa norte.
Quarrel era un buen compañero de conducción y un guía magnífico. Le habló de las arañas de trampilla mientras atravesaban los famosos jardines de palmeras de Castleton; de la lucha que había presenciado entre un ciempiés gigante y un escorpión, y le explicó la diferencia entre un árbol de papaya macho y uno hembra. Describió los venenos presentes en el bosque y las propiedades curativas de las diferentes hierbas tropicales, la presión que genera un cocotero para hacer que los cocos se abran, el largo de la lengua de un colibrí y la forma en que los cocodrilos transportan a sus pequeños atravesados en la boca como sardinas en lata.
Hablaba con exactitud, pero sin emplear palabras especializadas, usando el lenguaje propio de Jamaica según el cual las plantas «luchan» o se «acobardan», las mariposas nocturnas son «murciélagos» y la palabra «amar» se emplea en lugar de «gustar». Mientras hablaba, alzaba una mano para saludar a las personas con quienes se cruzaban por la carretera, y ellos respondían al saludo del mismo modo y gritando su nombre.
—Parece conocer a mucha gente —comentó Bond cuando el conductor de un voluminoso autobús que tenía la palabra
romance
escrita en grandes letras en lo alto del parabrisas, lo saludó con un par de bocinazos.
—He estado vigilando el islote Surprise durante tres meses, capitán —respondió Quarrel—, y he recorrido esta carretera dos veces por semana. Todo el mundo lo conoce pronto a uno en Jamaica. Tienen buena vista.
A las diez y media habían atravesado Port María y se habían desviado por la pequeña carretera local que desciende hasta Shark Bay. Después de una curva se la encontraron de pronto debajo de ellos; Bond detuvo el vehículo y ambos bajaron.
La bahía tenía forma de luna creciente, y medía alrededor de mil doscientos metros entre uno y otro brazo. Una suave brisa del noreste rizaba su superficie, el frente de uno de los vientos alisios que nacen a ochocientos kilómetros de distancia, en el golfo de México, y emprenden su largo viaje alrededor del mundo.
A un kilómetro y medio del lugar en que se hallaban, una larga línea de rompiente mostraba el borde del arrecife que comenzaba justo fuera de la bahía, y el estrecho de aguas en calma del canal que constituía la única entrada al fondeadero. En el centro de la media luna, el islote Surprise se alzaba hasta una altura de treinta metros por encima del mar, con pequeñas olas que hacían espuma en la base por el este, y aguas calmas que la bañaban por sotavento.
Era casi redondo y parecía una alta tarta gris coronada por azúcar verde sobre un plato de porcelana azul.
Se habían detenido a unos treinta metros por encima del pequeño grupo de chozas de pescadores que se alzaban detrás de la playa rodeada de palmeras, y se encontraban a la misma altura que la plana cumbre del islote situado a unos ochocientos metros de distancia. Quarrel señaló los tejados de paja de las chozas de zarzo revestidas de barro que había entre los árboles del centro de la diminuta isla. Bond las examinó a través de los prismáticos de su acompañante. No se apreciaba señal de vida alguna, excepto por un jirón de humo que se desvanecía en la brisa.
Por debajo de ellos, el agua de la bahía era de un color verde pálido sobre la arena blanca. Luego se iba oscureciendo hasta un azul profundo justo antes de las diferentes tonalidades marrones de un borde sumergido del arrecife interior que trazaba un amplio semicírculo a unos cien metros del islote. Luego volvía a tornarse azul oscuro con manchas de un azul más claro y de aguamarina. Quarrel dijo que la profundidad del fondeadero del
Secatur
era de unos nueve metros.
A la izquierda de ellos, en medio del brazo occidental de la bahía, bien oculta entre los árboles, detrás de una diminuta playa de arena blanca, se encontraba la base de operaciones, Beau Desert. Quarrel describió la disposición de la misma, y Bond continuó estudiando, durante diez minutos, los trescientos metros de mar que se extendían entre aquélla y el fondeadero del
Secatur
, junto al islote.
En total, Bond dedicó una hora al reconocimiento de la zona y luego, sin acercarse ni a la casa ni al poblado, dieron la vuelta al coche y regresaron a la carretera principal de la costa.
Cruzaron el pequeño y hermoso puerto bananero de Oracabessa y Ocho Ríos con su enorme planta nueva de bauxita, en la costa norte de Montego Bay, a dos horas de distancia. Corría el mes de febrero, y la temporada turística se encontraba en plena actividad. La pequeña aldea y la profusión de grandes hoteles estaban bañados por el torrente de oro de cuatro meses que les proporcionaba lo suficiente para vivir durante todo el año. Se detuvieron en una posada situada al otro lado de la ancha bahía, donde almorzaron para luego continuar, en el calor de la tarde, hasta el extremo occidental de la isla, a dos horas de viaje.
Allí, a causa de las enormes marismas, no había sucedido nada desde que Colón utilizó Manatee Bay como fondeadero casual. Los pescadores jamaicanos han reemplazado a los indios araucanos, pero por lo demás da la impresión de que el tiempo se ha detenido.
Bond pensó que era la playa más hermosa que había visto en su vida, ocho kilómetros de arenas blancas que descendían con suavidad hasta la rompiente y, detrás, las palmeras marchando en grácil desorden hasta el horizonte. Bajo ellas, las canoas grises se encontraban sobre la arena junto a pequeñas montañas de conchas vacías color rosa, y entre ellas se elevaba el humo de las cabañas con tejado de palmas de los pescadores, en la zona sombreada que mediaba entre las marismas y el mar.
En un claro abierto entre las cabañas, construida sobre un tosco césped de grama, se alzaba una casa sobre postes destinada a vivienda de fin de semana para los empleados de la West Indian Citrus Company. La habían edificado sobre postes para mantener alejadas a las termitas, y las ventanas estaban cubiertas por mosquiteras para protegerla de mosquitos y jejenes. Bond giró en la pista sin asfaltar y aparcó debajo de la casa. Mientras Quarrel escogía dos habitaciones y las acondicionaba para que resultaran cómodas, Bond se rodeó la cintura con una toalla y recorrió a pie los veinte metros que lo separaban del mar, entre palmeras.
Durante una hora nadó y holgazaneó en las aguas que lo mantenían a flote, mientras pensaba en Isle of Surprise y en su secreto, memorizando los detalles de aquellos trescientos metros, formulándose preguntas acerca de los tiburones, las barracudas y los otros peligros del mar, esa gran biblioteca de libros que no se pueden leer.