El avión atravesó la parte más estrecha de Florida, las hectáreas de bosques y pantanos donde no se veía ni rastro de población humana, con las luces de sus alas, verdes y rojas, parpadeando en la creciente oscuridad. Al cabo de poco sobrevolaban Miami y el monstruo de cazabobos de la Costa Este, con sus arterias encendidas de neón. Allá lejos, a babor, la carretera nacional número 1 desaparecía por la costa en una dorada cinta de moteles, gasolineras y puestos de zumo de frutas, pasando por Palm Beach y Daytona hasta Jacksonville, que quedaba a cuatrocientos ochenta kilómetros de distancia. Bond pensó en el desayuno que había tomado en Jacksonville hacía menos de tres días y en todo lo ocurrido desde entonces. Dentro de poco, tras una breve escala en Nassau, estaría sobrevolando Cuba, tal vez justo por encima del escondite donde Big había encerrado a la joven. Ella oiría el ruido del avión y tal vez su instinto le hiciera mirar a lo alto, hacia el cielo, y por un momento sintiera que él se encontraba cerca.
Bond se preguntó si volverían a encontrarse algún día y acabarían lo que habían comenzado. Pero eso tendría que dejarse para después; cuando él hubiera concluido la misión…, sería el premio que hallaría al final de la peligrosa carretera que había comenzado a recorrer tres semanas antes, en la niebla de Londres.
Tras un cóctel y una cena temprana, aterrizaron en Nassau y pasaron media hora en la isla más rica del mundo, la pequeña extensión arenosa donde miles de libras esterlinas atemorizadas yacen enterradas debajo de las mesas de canasta, y donde los chalés rodeados por ralas hileras de pandanáceos y casuarinas cambian de manos por cincuenta mil libras cada uno.
Despegaron de la diminuta población de platino y al cabo de poco sobrevolaban las parpadeantes luces de madreperla de La Habana, tan diferentes, en su modestia de tonos pastel, de los duros colores primarios de las ciudades estadounidenses por la noche.
Volaban a cuatro mil quinientos setenta metros de altura cuando, justo después de dejar atrás la isla de Cuba, se metieron de lleno en una de esas violentas tormentas tropicales que hacen que los aviones dejen de ser cómodos salones para transformarse en turbulentas trampas mortales. El enorme cuatrimotor era zarandeado mientras sus propulsores de hélice rugían, ora girando en el vacío, ora chocando bruscamente contra las paredes de aire sólido. El fino cilindro metálico se estremecía y giraba. La porcelana se hacía pedazos en la pequeña cocina y enormes gotas de lluvia golpeteaban contra las ventanillas de perspex
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.
Bond se aferró a los brazos de su asiento con tanta fuerza que le causó dolor en la mano izquierda, e imprecó en voz baja.
Contempló los estantes de revistas y pensó: «No servirán de mucho cuando el acero se rompa por fatiga metálica a cuatro mil quinientos setenta metros de altura, ni tampoco servirán el agua de colonia de los lavabos, ni las comidas personalizadas, ni las maquinillas de afeitar gratuitas, ni la "orquídea para su dama" que ahora tiembla en la cubitera. Y menos útiles aún resultarán los cinturones de seguridad y los chalecos salvavidas que, según la demostración de la azafata, se inflarían mediante una boquilla, ni la mona lucecita roja de salvamento.
»No; cuando las tensiones son demasiado poderosas para el metal fatigado, cuando el mecánico de tierra que revisa el sistema anticongelante del avión vive un amor contrariado y descuida su trabajo, da lo mismo que sea en Londres, Idlewild, Gander o Montreal; cuando esas cosas, o muchas otras, suceden, el pequeño habitáculo cálido con propulsores en la parte delantera cae del cielo al mar o a la tierra, más pesado que el aire, falible, vano. Y las cuarenta personas diminutas más pesadas que el aire, falibles dentro de la falibilidad del avión, vanas dentro de la más grande vanidad del aparato, caen junto con él, produciendo pequeños hoyos en la tierra o pequeños chapuzones en el mar. Lo que, de cualquier manera, es su propio destino; así pues, ¿por qué preocuparse? Te hallas ligado a los descuidados dedos del mecánico de tierra de Nassau, como lo estás a la debilidad mental del hombrecillo que va en el coche familiar y confunde la luz roja con la verde, topando contigo de frente, por primera y última vez, cuando regresabas tan tranquilo a casa tras cometer un pecadillo privado. Es imposible hacer nada para impedirlo. Comienzas a morir en el momento en que naces. La totalidad de tu vida es una partida de cartas con la muerte.
»O sea que… tómatelo con calma. Enciende un cigarrillo y agradece que todavía estás vivo mientras inhalas el humo hasta el fondo de los pulmones. Tu estrella te ha permitido llegar bastante lejos desde que abandonaste el seno materno y lloraste cuando saliste al frío aire del mundo. Tal vez esta noche te permita incluso aterrizar en Jamaica. ¿No oyes esas alegres voces de la torre de control que durante todo el día han estado diciendo en voz baja: "Adelante, BOAC. Adelante, Panam. Adelante, KLM"? ¿No oyes cómo te llaman también a ti para que aterrices: "Adelante, Transcarib. Adelante, Transcarib"? No pierdas la fe en tu estrella. Recuerda los momentos terribles por los que pasaste anoche, enfrentándote con la muerte contenida en el rifle del
Robber
. Todavía estás vivo, ¿no? Mira, ya hemos salido de la tormenta. Sólo ha sido algo destinado a recordarte que el mero hecho de ser rápido con un arma de fuego no significa que seas duro de verdad. Simplemente, no lo olvides. Este feliz aterrizaje en el aeropuerto de Palisadoes se te ofrece como cortesía de tu estrella. Será mejor que le des las gracias.»
Bond se desabrochó el cinturón de seguridad y se enjugó el sudor del rostro.
«Al diablo con todo esto», pensó mientras descendía del enorme y fuerte avión.
Strangways, el agente jefe del Servicio Secreto en el Caribe, se encontraba en el aeropuerto para recibirlo, y lo hizo pasar con rapidez por la aduana, el control de inmigración y el económico.
Eran casi las once de una noche serena y calurosa. Se oía el agudo canto de los grillos entre los cactos que flanqueaban la carretera del aeropuerto por ambos lados. Bond, agradecido, absorbió los sonidos y aromas de los trópicos mientras el vehículo militar abierto cruzaba el extremo de Kingston y ascendía hacia el pie de las Blue Mountains que relumbraban a la luz de la luna.
Hablaron con monosílabos hasta que se encontraron instalados en la cómoda barandilla de la pulcra casa blanca de Strangways, situada en Junction Road, al pie de Stony Hill.
Strangways sirvió sendos vasos de whisky con soda para ambos y a continuación hizo un conciso relato de todo lo concerniente al caso dentro del territorio jamaicano.
Era un hombre delgado y chistoso, de unos treinta y cinco años de edad, ex capitán de corbeta de la RNVR
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. Llevaba un parche negro sobre un ojo y poseía el tipo de atractivo aquilino que se asocia con el puente de mando de los destructores. Pero su rostro presentaba muchas arrugas bajo el bronceado, y por sus gestos rápidos y frases bruscas, Bond dedujo que se trataba de un hombre nervioso y muy tenso. Sin duda era eficiente y tenía sentido del humor, y no evidenciaba el más mínimo signo de celos por el hecho de que alguien del cuartel general irrumpiera en su territorio. Bond tuvo la sensación de que iban a llevarse bien, y deseaba establecer una relación de compañerismo.
La historia que Strangways tenía que contarle era la siguiente:
Siempre se había rumoreado que existía un tesoro en el islote llamado Isle of Surprise, y lo que se sabía sobre Morgan
el Sanguinario
sustentaba dicho rumor.
El diminuto islote se encontraba en el centro justo de Shark Bay, un puerto pequeño situado al final de Junction Road, que atraviesa la estrecha franja de tierra que une Kingston con la costa norte.
El gran bucanero había hecho de Shark Bay su base de operaciones. Le gustaba tener todo el ancho de la isla entre su residencia y la del gobernador, establecida en Port Royal, de modo que pudiera escabullirse fuera de las aguas de Jamaica en absoluto secreto. Al gobernador también le agradaba esa disposición. La Corona deseaba que se hiciera la vista gorda con respecto a la piratería de Morgan mientras los españoles no hubiesen sido expulsados del Caribe. Cuando eso se logró, recompensaron a Morgan con los títulos de caballero y de gobernador de Jamaica. Hasta entonces, las acciones del pirata tuvieron que ser repudiadas de manera oficial para evitar una guerra europea con España.
Así pues, durante el largo período de tiempo que transcurrió antes de que el cazador furtivo se convirtiera en guardabosques, Morgan usó Shark Bay como base de operaciones. Construyó tres casas en la hacienda vecina a la que bautizó Llanrummey por su pueblo natal de Gales. Dichas casas se llamaban «Morgan's», «The Doctor's» y «The Lady's». De las ruinas de las mismas aún se desentierran hebillas y monedas.
Sus barcos siempre anclaban en Shark Bay, y los carenaba a sotavento del Isle of Surprise, un escarpado islote de coral y piedra caliza que se alza vertical en el centro de la bahía, coronado por una media hectárea de meseta selvática.
En 1683, cuando se marchó de Jamaica por última vez, lo hizo bajo arresto para que sus pares del reino lo juzgaran por burlarse de la Corona. Su tesoro quedó atrás, en alguna parte de Jamaica, y murió en la pobreza sin revelar jamás el escondite del mismo. Tenía que ser un tesoro incalculable, fruto de incontables incursiones en la Española
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, de la captura de innumerables barcos cargados de monedas de oro que navegaban hacia el Río de la Plata, de los saqueos de Panamá y de los pillajes de Maracaibo. Pero ese tesoro se desvaneció sin dejar rastro.
Siempre se creyó que el secreto se encontraba en algún punto del islote Isle of Surprise; pero, durante doscientos años, los buceos y las excavaciones de los cazadores de tesoros no dieron ningún resultado.
—Pues bien —prosiguió Strangways—, apenas seis meses antes habían sucedido dos cosas en el plazo de pocas semanas. Primera: un joven pescador desapareció del poblado de Shark Bay y no se había vuelto a tener noticias de él desde entonces; y segunda: un sindicato anónimo de Nueva York había comprado el islote por mil libras al actual propietario de la hacienda Llanrumney, que ahora era una rica propiedad dedicada al cultivo de plátanos y a la cría de ganado.
Pocas semanas después de la venta, el yate
Secatur
arribó a Shark Bay y echó el ancla en el antiguo fondeadero de Morgan, a sotavento del islote. Iba tripulado enteramente por negros. Se pusieron a trabajar tallando una escalera en la cara rocosa del islote y construyeron en la cima un grupo de barracas bajas al estilo de lo que en Jamaica se conoce como «zarzo y barro».
Al parecer, estaban bien pertrechados de provisiones, y lo único que al principio compraron a los pescadores de la bahía fue frutas fresca y agua dulce.
Era un grupo de hombres taciturnos y tranquilos que no causó ningún problema. A los funcionarios de la aduana en Port María, por la que habían pasado, les explicaron que habían ido allí a pescar peces tropicales, variedades venenosas en especial, y a recoger conchas exóticas para la Compañía Ourobouros de St. Petersburg. Una vez establecidos, compraron grandes cantidades de estas cosas a los pescadores de Shark Bay, Port Maria y Oracabessa.
Durante una semana realizaron voladuras en la isla, y se hizo correr la voz de que era para excavar un gran estanque donde mantener los peces.
El
Secatur
comenzó a hacer viajes regulares entre el islote y el golfo de México, y los guardias que observaban con binoculares confirmaron que, antes de cada partida, llevaban a bordo acuarios portátiles. Siempre quedaban en tierra una media docena de hombres. Las canoas que se acercaban eran despedidas por un guardián situado en la base de la escalera tallada en el acantilado; el hombre pasaba todo el día pescando desde un embarcadero junto al cual amarraba y echaba dos anclas el
Secatur
, bien protegido de los predominantes vientos del noreste.
Nadie logró entrar en el islote durante el día y, después de dos trágicos intentos, nadie lo intentó de nuevo durante la noche.
La primera vez fue un pescador, atraído por los rumores de que había un tesoro enterrado, rumores que no podían suprimir todas aquellas explicaciones referentes a peces tropicales. Había partido a nado en una noche oscura, y su cadáver fue devuelto por el mar y apareció en el arrecife al día siguiente. Los tiburones y las barracudas no habían dejado de él más que el tronco y los restos de un muslo.
En torno a la hora en que debería haber llegado al islote, la totalidad de la aldea de Shark Bay despertó a causa del más horrible ruido de tambores. Parecía proceder del interior del islote. Lo reconocieron como el toque de los tambores vudú. Comenzó con un tamborileo suave y aumentó hasta resultar atronador. Luego fue disminuyendo hasta cesar. Duró alrededor de cinco minutos.
A partir de ese momento, la isla fue
ju-ju
u
obeah
, como es llamado en Jamaica, e incluso las canoas que navegaban durante el día por aquella zona mantenían una distancia prudencial.
A esas alturas, Strangways se interesó por todo el asunto y envió un informe completo a Londres. Desde 1950, Jamaica se había convertido en un importante objetivo estratégico gracias a la explotación, por parte de la Reynolds Metals y la Kaiser Corporation, de enormes yacimientos de bauxita
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encontrados en la isla. Por lo que Strangways sabía, las actividades desarrolladas en el islote Isle of Surprise podían muy bien ser la construcción de una base para submarinos de un solo tripulante para caso de guerra, en particular dado que Shark Bay se encontraba cerca de la ruta que seguían los barcos de la Reynolds hasta el nuevo puerto de embarque de bauxita en Ocho Ríos, a pocos kilómetros costa abajo.
Londres investigó más a fondo aquel informe con la colaboración de Washington, y se descubrió que el sindicato que había comprado el islote era propiedad del señor Big.
Eso había sucedido tres meses antes. Entonces ordenaron a Strangways que penetrara en el islote a toda costa y descubriera qué sucedía allí. Montó toda una operación. Alquiló una propiedad, llamada Beau Desert, situada en el brazo occidental de Shark Bay. Sobre la misma se alzaban las ruinas de uno de los famosos caserones jamaicanos de principios del siglo xix, además de una moderna casa de playa que quedaba justo enfrente del fondeadero del
Secatur
, situado en la costa del islote.