Tee-Hee llamó con unos golpes a la puerta que tenían en frente, la abrió y entró encabezando la comitiva.
Desde una silla de respaldo alto, detrás de un costoso escritorio, el señor Big los miró en silencio.
—Buenas días, señor James Bond. ¿O debería decir buena madrugada? —La voz era profunda y suave.— Siéntese.
El guardián de Bond obligó a éste a avanzar por la gruesa alfombra hasta una silla de cuero y tubos de acero. Le soltó los brazos en cuanto Bond se hubo sentado de cara a
Big Man
, al otro lado del escritorio.
Fue un bendito alivio hallarse libre de aquellas dos prensas, que le habían dejado los antebrazos insensibles por completo. Bajó los brazos a los lados de la silla y acogió con placer el dolor que experimentó cuando la sangre comenzó a circular otra vez por ellos.
Big permanecía sentado, mirándolo, con la cabeza apoyada contra el alto respaldo de la silla. No decía nada.
De inmediato, Bond se dio cuenta de que las fotografías no transmitían ni una pizca de la personalidad de aquel hombre, nada del poder ni del intelecto que parecían emanar de él; tampoco delataban los rasgos demasiado grandes de su rostro.
Tenía una cabeza como un balón de fútbol del doble del tamaño normal y perfectamente redonda. Su piel era de un negro grisáceo, tan tirante y lustrosa como la del rostro de un cadáver que ha permanecido una semana dentro del río. Carecía por completo de pelo y de vello, excepto por unos mechones canosos que le crecían por encima de las orejas. Carecía de cejas y pestañas. Tenía los ojos tan separados que resultaba imposible vérselos al mismo tiempo, sólo uno u otro cada vez. Su mirada era muy firme y penetrante. Cuando se posaba sobre algo, parecía devorarlo, abarcar su totalidad. Eran unos ojos un poco saltones, con el iris de un color dorado en torno a las negras pupilas que en ese momento estaban dilatadas. Parecían de algún animal salvaje, no humanos, y daban la sensación de arder.
La nariz, ancha sin ser particularmente negroide, no tenía las características fosas nasales bostezantes. Los labios se volvían apenas hacia afuera, pero eran gruesos y oscuros. Sólo se abrían cuando el hombre hablaba, y entonces lo hacían de par en par y dejaban desnudos los dientes y las rosadas encías.
En su rostro se veían pocas arrugas, pero sobre la nariz tenía dos profundos surcos, las marcas de la concentración. Por encima de las mismas, la frente se abombaba ligeramente antes de fundirse con la calva cabeza.
Lo curioso era que no había nada desproporcionado en la monstruosa cabeza. Estaba sobre un cuello corto y ancho al que daban apoyo los hombros de un gigante. Bond sabía, por los expedientes, que aquel hombre medía un metro noventa y ocho y pesaba ciento veintisiete kilos, y que muy poco de ese peso era grasa. Pero la impresión general resultaba imponente, incluso aterradora, y Bond imaginó la espantosa rebeldía que habría desarrollado desde la infancia, como venganza contra un mundo que lo odiaba por el hecho de temerle.
Big Man
estaba vestido de etiqueta. Había un toque de vanidad en los diamantes que rutilaban en la pechera y los puños de la camisa. Sus enormes manos descansaban planas sobre el escritorio que tenía delante. No se veían rastros de cigarrillos ni de cenicero, y el olor de la habitación era neutro. En el escritorio no había nada más que un voluminoso intercomunicador con unos veinte interruptores y, detalle incongruente, una fusta de jinete muy pequeña, de marfil, con un largo y fino látigo blanco.
Big contemplaba a Bond con una silenciosa y profunda concentración desde el otro lado de la mesa.
Tras observarlo atentamente a modo de respuesta, la mirada de Bond se paseó por la estancia.
Era espaciosa, tranquilizadora y muy silenciosa, como la biblioteca de un millonario, y estaba llena de libros.
Por encima de la cabeza de Big había una ventana alta, pero las estanterías cubrían el resto de las paredes. Bond se volvió. Más estanterías atestadas de libros. No vio ni rastro de puertas, pero podría haber cualquier número de ellas disimuladas tras volúmenes falsos. Los dos negros que lo habían conducido hasta allí permanecían de pie, bastante inquietos, apoyados contra la pared que había detrás de Bond. Tenían los ojos muy abiertos, aunque no miraban a Big, sino a una curiosa efigie que descansaba sobre una mesa situada en un espacio de suelo libre, a la derecha y algo más atrás respecto a su jefe.
A pesar de sus superficiales conocimientos del vudú, Bond la reconoció de inmediato por la descripción de Leigh Fermor.
Sobre un pedestal blanco se alzaba una cruz de madera blanca de un metro y medio de alto. Los brazos de la misma estaban enfundados en las mangas de una polvorienta levita negra, cuyas colas colgaban por detrás de la mesa hacia el suelo. Sobre el cuello descansaba un viejo sombrero hongo cuya copa atravesaba el palo vertical de la cruz. A unos centímetros por debajo del ala, en torno al «cuello» de la cruz, sobre la madera corta, había un alzacuellos muy almidonado.
Al pie del blanco pedestal, sobre la mesa, Bond vio un par de guantes viejos amarillo limón. Un corto bastón de junquillo con empuñadura de oro, cuya contera descansaba junto a los guantes en la superficie de la mesa, se alzaba apoyándose en el hombro izquierdo de la efigie. Sobre la mesa había también un deslucido sombrero de copa.
Aquel siniestro espantapájaros «miraba» hacia la habitación: el dios de los cementerios, jefe de la legión de los muertos: el barón Samedi. Incluso para Bond parecía contener un espantoso mensaje de ultratumba.
Apartó la vista de aquello y la volvió de nuevo hacia al enorme rostro negro grisáceo que estaba al otro lado del escritorio.
—Te necesito aquí, Tee-Hee —dijo Big. Sus ojos se desplazaron—. Puedes marcharte, Miami.
—Sí, señor, jefe —respondieron ambos a un tiempo.
Bond oyó que una puerta se abría y se cerraba.
Volvió a reinar el silencio. Al principio, la mirada de Big había estado muy fija en el agente británico, estudiándolo con detenimiento. Bond advirtió que, aunque dirigidos hacia él, los ojos de Big habían adquirido una expresión algo remota. Lo miraban sin percibir su presencia. Tuvo la impresión de que el cerebro que había detrás de aquellos ojos se encontraba ocupado en alguna otra cosa.
Bond estaba decidido a no dejarse desconcertar. Como sus manos habían recobrado la sensibilidad, las desplazó hacia el cuerpo para sacar los cigarrillos y el encendedor.
—Fume si lo desea, señor Bond —habló Big de nuevo—. Caso de que tenga alguna otra intención, inclínese y examine la cerradura del cajón de este escritorio que se halla frente a su silla. Esperaré un momento.
Bond se inclinó. Se trataba de una cerradura con agujero grande. Calculó que de hecho tendría unos cuatro centímetros y medio de diámetro. Se disparaba a través de él, supuso Bond, mediante un pedal situado debajo del escritorio. ¡Vaya una caja de sorpresas que era aquel hombre! Pueril. ¿Pueril? Tal vez no debería juzgarle con tanta ligereza; al fin y al cabo, los trucos —la bomba, la mesa que desaparecía— habían funcionado a la perfección, con eficacia. No eran simples artificios vacuos destinados a impresionar. Y tampoco había nada absurdo en aquella arma de fuego. Algo muy rebuscado, tenía que admitirlo, pero técnicamente ortodoxo.
Encendió un cigarrillo y aspiró agradecido el humo hasta el fondo de los pulmones. La posición en que se encontraba no le preocupaba demasiado. Se negaba a creer que recibiría algún daño. Constituiría una torpeza hacerlo desaparecer apenas dos días después de su llegada, a menos que fueran capaces de urdir un accidente muy verosímil. Y tendrían que deshacerse de Leiter al mismo tiempo. En conjunto, eso sería excesivo para los servicios secretos británico y estadounidense, y Big tenía que saberlo. Pero le preocupaba el hecho de que Leiter estuviera en manos de aquellos chapuceros monos negros.
Los labios de Big se retiraron con lentitud dejando los dientes al descubierto.
—Hace muchos años que no veía a un miembro del Servicio Secreto británico, señor Bond. Desde la época de la guerra. Su departamento hizo un buen trabajo durante la contienda. Disponen de algunos hombres muy capaces. Por mis amigos me he enterado de que usted ocupa un alto puesto dentro del servicio. Creo que tiene un doble cero, el 007, si no recuerdo mal. El significado de ese doble cero, según me han dicho, es que usted ha tenido que matar a un hombre en el curso de alguna misión. No puede haber muchos agentes doble cero en un servicio secreto que no usa el asesinato como arma corriente. ¿A quién lo han enviado a matar aquí, señor Bond?… ¿No será a mí, por casualidad?
La voz era suave y serena, carente de expresión. Tenía una ligera mezcla de acentos, estadounidense y francés, pero el inglés era casi pedantemente correcto, sin el más leve rastro jergal.
Bond permaneció en silencio. Suponía que Moscú había transmitido su descripción.
—Es necesario que responda, señor Bond. El destino de ustedes dos depende de que lo haga. Tengo plena confianza en mis fuentes de información. Sé mucho más de lo que he dicho. Detectaré con facilidad cualquier mentira.
Bond le creía. Escogió una historia que podría corroborar y que explicara los hechos concretos.
—En Estados Unidos —respondió— han aparecido monedas de oro en el mercado.
Rose Nobles
de Eduardo IV. Algunas han sido vendidas en Harlem. El Departamento del Tesoro
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estadounidense nos pidió ayuda para seguirles la pista, puesto que tienen que proceder de un punto de origen británico. Vine a Harlem para ver la zona con mis propios ojos, con un representante del Tesoro estadounidense, el cual espero que en este momento se halle sano y salvo camino de su hotel.
—El señor Leiter es un representante de la Agencia Central de Inteligencia, no del Tesoro —lo corrigió Big, sin evidenciar emoción alguna—. La posición en que se encuentra en este momento es de lo más precaria.
Hizo una pausa momentánea y pareció reflexionar. Luego miró más allá de Bond.
—Tee-Hee.
—Sí, señor, jefe.
—Ata al señor Bond al sillón.
Bond se levantó a medias del asiento.
—No se mueva —dijo la voz con tono quedo—. Su única posibilidad de sobrevivir radica en que se quede donde está.
Bond miró a
Big Man
, a sus dorados ojos impasibles.
Se sentó de nuevo. De inmediato, una ancha correa le rodeó el pecho sujetándole con firmeza. Otras dos correas más cortas le ciñeron las muñecas a los reposabrazos de cuero y metal. Dos más le ataron los tobillos. Podía arrojarse al suelo con silla y todo, pero por lo demás estaba indefenso.
Big bajó un interruptor de su centralita.
—Envíen a la señorita Solitaire —dijo, y devolvió el interruptor a la posición central.
Se produjo un momento de espera, y a continuación se abrió una sección de librería a la derecha del escritorio.
Una de las mujeres más hermosas que Bond había visto en su vida la traspuso y cerró a sus espaldas. Se detuvo junto a la entrada secreta y se quedó mirando a Bond, estudiándolo con lentitud centímetro a centímetro, de la cabeza a los pies. Cuando acabó la detallada inspección, se volvió hacia Big.
—¿Sí? —preguntó, sin más.
Big, que no había movido la cabeza, habló al agente británico.
—Esta mujer es extraordinaria, señor Bond —declaró con la misma voz queda y suave—, y voy a casarme con ella porque es única. La encontré en un cabaret de Haití, país donde nació. Se dedicaba a realizar un número de telepatía cuyo truco no logré descubrir. Lo examiné de cerca y continué sin descubrirlo. No había nada que descubrir. Era telepatía de verdad.
Big hizo una pausa.
—Le explico esto para que esté advertido. Es mi interrogadora. La tortura resulta poco limpia y no es concluyente. Todos le dicen a uno lo que pueda librarlos del dolor. Con esta muchacha no es necesario emplear métodos primitivos. Adivina la verdad en las personas. Por eso voy a casarme con ella. Es demasiado valiosa para que permanezca en libertad. Y —continuó con una voz más dulce— resultará interesante ver qué hijos tenemos.
Big se volvió hacia ella y la miró con aire impasible.
—Por el momento me pone las cosas difíciles. No quiere nada con los hombres. Por eso en Haití la llamaban
Solitaire
. —Se volvió hacia ella.— Acerca una silla. Dime si este hombre miente. Manténte fuera de la trayectoria de las balas —añadió.
La joven no respondió, pero cogió una silla que había junto a la pared, similar a la que ocupaba Bond, y la acercó a éste. Se sentó casi tocándole la rodilla derecha y fijó sus ojos en los de él.
Su semblante era pálido, con esa palidez de los blancos que han vivido en los trópicos durante mucho tiempo. Pero no presentaba ni el más mínimo rastro de la debilidad que los trópicos infligen a la piel y el cabello. Los ojos eran azules, ardientes y desdeñosos, pero mientras observaban los suyos con un toque de humor, Bond advirtió que contenían algún mensaje personal para él. Se desvaneció con rapidez cuando la mirada de él acusó recibo. El cabello, negro azulado, le caía pesadamente hasta los hombros. De pómulos altos, en su ancha boca sensual se percibía una pizca de crueldad. La línea de su mandíbula era delicada y finamente cincelada. Denotaba determinación y una voluntad de hierro que se repetía en la nariz recta y puntiaguda. Una parte de la belleza de su rostro residía en su falta de transigencia. Se trataba del semblante de alguien nacido para mandar. El rostro de la hija de un colono esclavista francés.
Llevaba un largo vestido de noche de pesada seda blanca mate, cuya clásica línea alteraban enormes pliegues que caían desde los hombros y dejaban a la vista la mitad superior de los senos. Se adornaba con pendientes de diamante de talla cuadrada engastados en aros abiertos y un fino brazalete de diamantes en la muñeca izquierda. No llevaba ningún anillo. Tenía las uñas cortas y sin pintar.
Observó los ojos de Bond posados sobre ella, y con gesto descuidado unió los antebrazos sobre el regazo de modo que el valle que se abría entre sus senos se hizo más profundo.
El mensaje fue inconfundible, y una cálida expresión de respuesta debió aflorar al rostro frío y ojeroso de Bond porque, de repente, el gigantesco hombre cogió la pequeña fusta de marfil blanca que tenía al lado sobre el escritorio y la agitó hacia la muchacha; el látigo silbó por el aire y cayó con un golpe cruel sobre los hombros de Solitaire.