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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (8 page)

BOOK: Vive y deja morir
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La totalidad de la escena era macabra y amoratada, como si El Greco hubiese realizado un cuadro a la luz de la luna de un cementerio exhumado en un pueblo en llamas.

No era una sala muy grande, tal vez tenía dieciocho por dieciocho metros. Había unas cincuenta mesas en ella, y los clientes estaban apiñados como olivas negras dentro de un frasco. Hacía mucho calor, y el aire estaba cargado de humo y del olor dulzón y salvaje de doscientos cuerpos negros. El ruido era tremendo: un fondo de parloteo de negros que se divertían sin freno, puntuado por repentinos estallidos de ruido, carcajadas y agudas risillas, al llamarse los unos a los otros a todo pulmón desde un extremo a otro de la sala.

—Dulce Jesús, pero si estás aquí…

—Por el amor de Dios, si es Pinkus… Hola, Pinkus…

—Ven aquí…

—¡Déjame en paz! Déjame en paz, te estoy diciendo… (El ruido de una bofetada.)

—¿Dónde está Gi-Gi? Vamos, Gi-Gi, menea todo lo que tienes…

De vez en cuando, un hombre o una muchacha irrumpía en la pista y se entregaba a un delirante solo de baile de jazz. Los amigos marcaban el ritmo con las palmas. Se producía un estallido de silbidos y abucheos. Si se trataba de una chica, se oían gritos de «desnúdate, desnúdate, desnúdate». «¡Caldea las cosas, muñeca!» «Menéate, menéate», y entonces aparecía el maestro de ceremonias y despejaba la pista entre gemidos y gritos de mofa.

La frente de Bond comenzó a perlarse con gotas de sudor. Leiter se inclinó hacia delante e hizo bocina con las manos.

—Tres salidas: la de delante, la de servicio (a nuestra espalda) y otra detrás de la banda.

Bond asintió con la cabeza. De momento tenía la sensación de que aquel detalle carecía de importancia. Eso no era nada nuevo para Leiter, pero para él era un primer plano de la materia prima con que trabajaba Big, la arcilla que modelaba. A medida que el tiempo transcurría, los expedientes que había leído en Londres y Nueva York iban adquiriendo cueipo. Aunque la velada acabara en ese preciso momento sin que hubiera echado un vistazo más directo al señor Big, su educación estaría casi completa. Bebió un largo sorbo de whisky. Se oyó un estallido de aplausos. El maestro de ceremonias había salido a la pista de baile. Era un negro alto, ataviado con un frac inmaculado en cuyo ojal lucía un clavel rojo. Se detuvo y alzó las manos. El haz de luz blanca de un proyector cayó sobre él. El resto de la sala quedó a oscuras.

Se hizo un silencio total.

—Hermanos —anunció el maestro de ceremonias con una ancha sonrisa de oro y marfil—. Ha llegado el momento.

Hubo aplausos emocionados.

Se volvió a mirar hacia la izquierda de la pista, el lado opuesto a donde se encontraban Leiter y Bond.

Tendió la mano derecha con gesto espectacular. Se encendió otro proyector.

—El señor Jungles Japhen y sus tambores.

Un estallido de aplausos, gritos y silbidos.

La brillante luz enfocó a cuatro negros sonrientes, vestidos con camisas de un amarillo intenso y pantalones blancos abolsados que se estrechaban hacia los tobillos, acuclillados a horcajadas sobre cuatro toneles en forma de huso cubiertos con parches de piel sin curtir. El que estaba sentado sobre el tambor bajo se incorporó un instante y agitó las manos unidas hacia los espectadores.

—Tamborileros vudú de Haití —susurró Leiter.

Se hizo otro silencio. Con las puntas de los dedos, los tamborileros comenzaron a tocar con un ritmo lento, quebrado, un suave paso de rumba.

—Y ahora, amigos —anunció el maestro de ceremonias, aún vuelto hacia los tambores—, Gi-Gi… —hizo una estudiada pausa—
Sumatra
.

La última palabra fue un alarido. Comenzó a dar palmas. Un pandemónium se apoderó de la sala, un frenesí de aplausos. La puerta que había detrás de los tamborileros se abrió de golpe y dos negros enormes, con sendos taparrabos dorados por toda ropa, salieron corriendo a la pista; entre ambos transportaban una figura diminuta que rodeaba el cuello de cada uno con un brazo, envuelta por completo en plumas de avestruz negras y con un antifaz también negro cubriéndole el rostro. La dejaron en el centro de la pista y luego se inclinaron a ambos lados de ella hasta que tocaron el suelo con la frente. Ella avanzó dos pasos. Al apartarse de los negros la luz del foco, éstos se fundieron en la oscuridad y desaparecieron por la puerta.

El maestro de ceremonias también se había marchado. Reinaba un silencio absoluto, roto sólo por el suave toque de los tambores.

La muchacha se llevó una mano al cuello y la capa de plumas negras, descubriendo la parte delantera de su cuerpo, se extendió formando como un abanico negro de un metro y medio. La joven comenzó a agitarlo detrás de sí hasta que se alzó como una cola de pavo real. Su cuerpo estaba desnudo, a excepción de una breve braga de encaje negro en forma de V, sendas estrellas de lentejuelas negras en el centro de los senos y el fino antifaz negro sobre los ojos. Su cuerpo menudo, firme, broncíneo y hermoso estaba cubierto por una fina capa de aceite y brillaba en la luz blanca.

El público guardaba silencio. Los tambores comenzaron a acelerar el
tempo
. El tambor bajo mantenía sus golpes al ritmo exacto del pulso humano.

El vientre desnudo de la muchacha comenzó a moverse al compás del ritmo. Agitó de nuevo las plumas negras por delante de sí y a su espalda, y sus caderas empezaron a temblar al compás del tambor bajo, mientras la parte superior de su cuerpo permanecía inmóvil. Las plumas negras se arremolinaron, al tiempo que los pies y los hombros de la joven se movían. El sonido de los tambores aumentó. Cada parte de su cuerpo parecía llevar un compás diferente. Los labios estaban apenas retirados de los dientes. Las fosas nasales comenzaban a dilatarse. Los ojos brillaban ardientes a través de las aberturas del antifaz. Tenía un atractivo rostro parecido a un zorro…,
chienne
[17]
fue la única palabra que acudió a la mente de Bond para definir aquella belleza.

El batir de los tambores se aceleró en una complejidad de ritmos entrelazados. La joven agitó el gran abanico de plumas que se alzó del suelo, al elevar ella los brazos por encima de la cabeza. Todo su cuerpo comenzó a estremecerse y su vientre se agitó con mayor rapidez. Giraba, se sumía y sobresalía. Sus piernas se separaron y quedó esparrancada. Las caderas comenzaron a girar en círculos amplios. De pronto se arrancó la estrella de lentejuelas del pezón derecho y se la arrojó al público. Se oyó el primer sonido procedente de las mesas: un gruñido quedo. Volvió a reinar el silencio. Se arrancó la segunda estrella. Otro gruñido y un nuevo silencio. Los tambores comenzaron a atronar y retumbar. Los tamborileros sudaban en abundancia. Sus manos se agitaban como franelas grises contra los pálidos parches. Tenían los ojos desorbitados, ausentes. Sus cabezas se inclinaban ligeramente a un lado como si escucharan algo. Apenas miraban a la muchacha. El público emitía un suave jadeo, mientras los ojos húmedos se salían de las órbitas y se ponían en blanco.

El cuerpo de la joven brillaba de sudor. Sus senos y vientre destellaban a la luz. Comenzó a estremecerse con sacudidas muy fuertes. Su boca se abrió y por ella escapó un suave alarido. Sus manos descendieron serpenteando por los costados del cuerpo y, de pronto, se arrancó la braga de encaje, que arrojó hacia el público. Sólo le quedaba puesto un sencillo tanga negro. Los tambores se entregaron a un huracán de ritmo sexual. Ella volvió a gritar suavemente y luego, con los brazos tendidos ante sí para equilibrarse, comenzó a inclinar el cuerpo hacia atrás hasta el suelo y a enderezarlo, cada vez con mayor rapidez. Bond oía al público jadeando y gruñendo como cerdos ante la artesa de la comida. Sentía que sus propias manos aferraban con fuerza el mantel. Tenía la boca seca.

El público comenzó a gritar a la muchacha.

—Vamos, Gi-Gi. Quítatelo, muñeca. Vamos. Menéate, muñeca, menéate.

La muchacha cayó de rodillas y, mientras el ritmo moría poco a poco, también fue presa de una última serie de estremecedores espasmos acompañados de suaves gemidos de gata.

Los tambores enlentecieron su batir hasta un tam-tam lento y perezoso. El público comenzó a aullar pidiendo el cuerpo de la joven. En diferentes puntos de la sala se oyeron groseras obscenidades.

El maestro de ceremonias apareció en la pista, y un foco lo iluminó directamente.

—De acuerdo, hermanos, de acuerdo.

Le goteaba sudor del mentón. Extendió los brazos en gesto de rendición.

—¡Gi-Gi consiente!

El público estalló en un aullido de deleite: la muchacha se desnudaría del todo.

—Quítatelo, Gi-Gi. Muéstrate toda, muñeca. Vamos, vamos.

Los tambores gruñían y tartamudeaban suavemente.

—Pero, amigos míos —chilló el maestro de ceremonias—, se desnudará del todo… ¡con las luces
apagadas
!

El público lanzó un gemido de frustración. La totalidad de la sala se sumió en las tinieblas.

Debía de tratarse de una vieja broma, pensó Bond.

De pronto, todos sus sentidos se pusieron alerta.

Mientras el aullido de la multitud desaparecía con rapidez, sintió aire frío en el rostro y la sensación de que se hundía.

—¡Eh! —gritó Leiter.

Aunque su voz sonó cerca, parecía hueca.

«¡Cristo!», se dijo Bond.

Algo se cerró de golpe por encima de su cabeza. Tendió una mano hacia atrás. Tocó una pared que se movía a unos treinta centímetros a su espalda.

—Luces —dijo una voz queda.

Al mismo tiempo lo cogieron por ambos brazos y tiraron de él hacia abajo para que no se levantara de la silla.

Frente a él, aún sentado ante la mesa, se encontraba Leiter, cuyos codos aferraba un enorme negro. Se encontraban dentro de una diminuta celda cuadrada. A ambos lados de la misma, dos negros vestidos de paisano los apuntaban con sus armas.

Se oyó el brusco siseo del gato hidráulico para coches de un garaje y la mesa se posó con suavidad en el suelo. Bond alzó la mirada. A un par de metros por encima de sus cabezas se veía la fina juntura de una trampilla de madera. Por ella no se filtraba sonido alguno.

Uno de los negros sonrió.

—Tómenselo con calma, amigos. ¿Han disfrutado del viaje?

Leiter profirió una única, enorme obscenidad. Bond relajó los músculos y esperó.

—¿Cuál de los dos es el inglés? —preguntó el mismo negro que había hablado.

Parecía estar al mando. La pistola que tenía ociosamente apuntada al corazón de Bond era muy extravagante. Entre los dedos negros que rodeaban la culata se veía un destello de madreperla, y el largo cañón octogonal estaba finamente grabado.

—Es éste de aquí, creo —respondió el negro que aferraba los brazos de Bond—. Tiene la cicatriz.

La presa del negro que lo sujetaba era tremenda. Sentía como si tuviese sendos torniquetes aplicados por encima de los codos. Las manos comenzaban a hormiguearle.

El hombre de la pistola extravagante rodeó la mesa para acercársele. Le clavó el cañón del arma en el estómago. El percutor estaba echado atrás.

—A esa distancia no debería fallar —comentó Bond.

—Cállate —ordenó el negro.

Lo registró como un experto con la mano izquierda: piernas, muslos, espalda y costados. Le quitó la pistola y se la entregó al otro hombre armado.

—Da esto al jefe, Tee-Hee —dijo—. Llévate al inglés arriba. Tú acompáñalos. Este otro se queda aquí, conmigo.

—Sí, señor —respondió el hombre llamado Tee-Hee, un negro barrigón vestido con una camisa marrón oscuro y pantalones azules con pinzas que se estrechaban hacia los tobillos.

Levantaron a Bond con brusquedad. El, que había trabado un pie en una pata de la mesa, tiró con fuerza. Se produjo un estrépito de cristales y cubertería. En el último instante, Leiter lanzó una patada hacia atrás por un lado de su silla. Se oyó un satisfactorio chasquido cuando el tacón del zapato impactó contra la espinilla de su guardián. Bond hizo lo mismo, pero erró el golpe. Hubo un momento de caos, aunque ninguno de los guardias aflojó su presa. El de Leiter lo levantó de la silla como si fuera un niño, lo volvió hacia la pared y le estrelló el rostro contra la misma. Le partió la nariz. Luego lo puso de cara a la mesa. La sangre le caía por encima de la boca.

Las dos armas de fuego continuaban apuntándolos, inmóviles. Había sido un intento fútil, pero durante una fracción de segundo habían recuperado la iniciativa y vencido la repentina conmoción de la captura.

—No malgastéis aliento —les aconsejó el negro que daba las órdenes. Luego se dirigió al guardián de Bond—. Llévate al inglés. El señor Big está esperando. —Se volvió a mirar a Leiter.— Despídete de tu amigo —le dijo—. Es improbable que volváis a veros.

Bond sonrió a Leiter.

—Qué suerte que acordáramos con la policía que se encontrara con nosotros aquí a las dos —comentó—. Nos veremos en la rueda de identificación.

Leiter le devolvió la sonrisa. Mostraba los dientes rojos de sangre.

—El comisario Monahan va a ponerse contento con este grupito. Hasta luego.

—¡Y una mierda! —exclamó el negro con convicción—. Marchaos.

El guardián de Bond hizo que se volviera y lo lanzó contra una sección de la pared. Esta se abrió girando sobre unas bisagras para dar entrada a un largo pasillo desnudo. El hombre llamado Tee-Hee pasó delante de ellos y encabezó la marcha.

La puerta volvió a cerrarse.

Capítulo 7
El señor Big

Los pasos resonaban por el corredor de piedra. Al fondo había otra puerta. La atravesaron hasta otro largo pasillo iluminado por algunas bombillas desnudas que pendían del techo. Traspusieron una tercera puerta y se encontraron en unos almacenes. Cajas y fardos se apilaban en montones ordenados. Había pasarelas elevadas que conducían a las grúas que se alzaban por encima de sus cabezas. Por las palabras impresas en las cajas, se trataba de un almacén de licores. Recorrieron un pasillo entre pilas de cajas y balas, hasta una puerta de hierro que había en el otro extremo. El hombre llamado Tee-Hee pulsó el botón de un timbre. Reinaba un silencio absoluto. Bond calculó que se habrían alejado al menos una manzana del club nocturno.

Se oyó un sonido de cerrojos metálicos y la puerta se abrió. Un negro vestido de etiqueta y con un arma en la mano se apartó para darles acceso a un corredor alfombrado.

—Puedes pasar, Tee-Hee —dijo el hombre vestido de etiqueta.

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