—Ha pagado veinticuatro de más —le aseguró Leiter.
El resto del trayecto transcurrió en silencio.
Se separaron al llegar al hotel y Bond subió a su habitación. Eran las cuatro de la tarde. Pidió a la telefonista que lo llamara a las seis. Pasó un rato mirando por la ventana del dormitorio. A su izquierda, el sol se ponía en medio de un incendio de color. En los rascacielos se encendían las luces, convirtiendo la ciudad en un dorado panal de abejas. Abajo, las calles eran ríos de luces de neón carmesí, azul, verde… El viento suspiraba tristemente en el aterciopelado ocaso, confiriendo a la habitación una atmósfera aún más cálida, segura y lujosa. Echó las cortinas y encendió las luces suaves que había encima de la cama. Luego se quitó la ropa y se metió entre las finas sábanas de percal. Pensó en el cortante frío de las calles londinenses, en el calor insuficiente que despedía la estufa de gas de su despacho del cuartel general del Servicio Secreto, en el menú escrito con tiza en la pizarra del
pub
donde había estado el último día que pasó en Londres:
Salchicha gigante al horno con mantequilla y verduras
.
Se desperezó con una profunda sensación de placer. Casi de inmediato se quedó dormido.
En Harlem, ante la voluminosa centralita de teléfonos, el
Susurro
entrecerraba los ojos soñolientos mientras leía el boletín de apuestas. Todas las líneas estaban en silencio. De pronto, una luz brilló a la derecha del panel, una luz importante.
—Sí, jefe —respondió en voz baja a través del auricular.
No habría podido hablar más alto aunque hubiese querido. Había nacido en lo que se dio en llamar la «Manzana del Pulmón», situada entre la Séptima Avenida y la calle Ciento cuarenta y dos, donde las muertes por tuberculosis son dos veces más numerosas que en cualquier otra zona de Nueva York. Ahora sólo le quedaba una parte del pulmón izquierdo.
—Avisa a todos los «Ojos» —respondió una voz lenta, profunda—, que estén alerta a partir de ahora. Tres hombres. —Siguió una breve descripción de Leiter, Bond y Dexter.— Es posible que aparezcan por aquí esta noche o mañana. Diles que vigilen sobre todo desde la Primera a la Octava y las otras avenidas. También los locales nocturnos, por si acaso no los ven cuando lleguen. No deben molestarlos. Que me llamen cuando los tengan localizados. ¿Entendido?
—Sí, señor, jefe —respondió el
Susurro
, con la respiración acelerada.
La otra voz calló. El telefonista cogió un manojo de clavijas y, al cabo de unos segundos, la centralita despertó a la vida con parpadeantes luces. En voz baja, apremiante, comenzó a susurrar en el anochecer.
A las seis en punto, el ronroneo del teléfono despertó a Bond. Tomó una ducha fría y se vistió con sumo cuidado. Se puso una llamativa corbata a rayas, y en el bolsillo pectoral de la americana metió un pañuelo de hierbas, dejando un buen trozo a la vista. Se ajustó la sobaquera de ante sobre la camisa de modo que pendiera a unos siete centímetros por debajo de la axila. Accionó varias veces el cerrojo de la Beretta hasta que las ocho balas quedaron sobre la cama. Luego las metió de nuevo en el cargador, introdujo éste en el arma, le puso el seguro y la enfundó en la sobaquera.
Cogió los mocasines, les palpó la punta y los sopesó. A continuación metió una mano debajo de la cama y sacó un par de sus propios zapatos que había tenido la precaución de dejar fuera de la maleta que, llena con sus pertenencias, el FBI se había llevado aquella mañana.
Se los puso y se sintió mejor equipado para enfrentarse con la velada.
Por debajo del cuero, las punteras eran de acero.
A las seis y veinticinco bajó al bar King Colé y se sentó a una mesa cerca de la la entrada y contra la pared. Pocos minutos más tarde entró Félix Leiter. Bond apenas lo reconoció. Su mata de cabello pajizo era negra como el azabache. Llevaba un deslumbrante traje azul con camisa blanca y corbata de lunares blanca y negra.
Leiter se sentó al tiempo que le dedicaba una ancha sonrisa.
—De repente he decidido tomarme a esa gente en serio —explicó—. Esto es sólo un baño de color. Se me quitará por la mañana. Al menos eso espero —añadió.
Leiter pidió dos martinis secos poco cargados y con sendas rodajas de limón. Especificó que los quería con ginebra House of Lords y Martini Rossi. El sabor de la ginebra estadounidense, de graduación mucho más alta que la inglesa, era demasiado áspero para Bond. Pensó que debería ser cuidadoso con lo que bebiera aquella noche.
—En la zona adonde vamos, tendremos que mantenernos alerta —comentó Félix Leiter, haciéndose eco de los pensamientos de Bond—. Últimamente, Harlem se parece mucho a una selva. La gente ya no va tanto por allí como solía hacer. Antes de la guerra, al final de la velada, uno iba a Harlem igual que va a Montmatre cuando está en París. A los habitantes de la zona les encantaba aceptar el dinero de los visitantes. Era habitual entrar en la sala Savoy a mirar cómo bailaba la gente. Tal vez te ligabas a una negra clara, aunque te arriesgaras a pagar luego las facturas del médico. Todo eso ha cambiado. Al barrio de Harlem ya no le gusta ser observado. Muchos de los locales han cerrado, y te dejan entrar en los otros por pura tolerancia. A veces te sacan fuera de una oreja por el mero hecho de ser blanco. Y tampoco la policía te demuestra mucha simpatía.
Leiter cogió la rodaja de limón que había dentro de su martini y la masticó con aire reflexivo. El bar empezaba a llenarse de gente. Era un local cálido y amistoso, pensó Leiter, muy diferente del ambiente hostil y cargado de tensión de los locales de ocio para negros en los cuales estarían bebiendo más tarde.
—Por suerte —continuó el agente de la CIA—, a mí los negros me caen bien y ellos, de alguna manera, se dan cuenta. Yo era bastante aficionado a Harlem. Escribí algunos artículos sobre el jazz Dixiland
[15]
para el
Amsterdam News
, uno de los periódicos locales.
También una serie para la North American Newspaper Alliance sobre el teatro negro en torno a la época en que Orson Welles estrenó su versión de
Macbeth
en el Lafayette, con el reparto compuesto sólo por negros. Así que sé cómo moverme por ese barrio.
Admiro la manera en que están abriéndose camino en el mundo, aunque sólo Dios sabe cuándo van a acabar de conseguirlo.
Acabaron las bebidas y Leiter pidió la cuenta.
—Por supuesto que hay malos bichos entre ellos —dijo—. Algunos de los peores que existen. Harlem es la capital del mundo negro. En cualquier grupo de medio millón de personas encontrarás un montón de sinvergüenzas. El problema que tenemos con nuestro señor Big reside en que es un técnico infernalmente bueno, gracias a su formación en la oficina del Servicio Estratégico y al entrenamiento que recibió en Moscú. Y debe de estar muy bien organizado.
Leiter pagó la cuenta y se encogió de hombros.
—Vamos allá —dijo—. Nos divertiremos un poco e intentaremos volver de una pieza. A fin de cuentas, para eso nos pagan. Cogeremos un autobús en la Quinta Avenida. No encontraremos muchos taxis que quieran acercarse por allí después del anochecer.
Salieron del cálido hotel y recorrieron los pocos pasos que los separaban de la parada del autobús.
Estaba lloviendo. Bond se subió el cuello del abrigo y dirigió la mirada a la derecha, hacia Central Park, en dirección a la oscura ciudadela que albergaba la casa del
Big Man
.
Las fosas nasales de Bond se dilataron levemente. Anhelaba entrar en busca de aquel hombre. Se sentía fuerte, entero y seguro de sí mismo. La velada, como un libro, aguardaba a que él la abriera y leyera, página a página, palabra a palabra.
Ante sus ojos, la lluvia caía en ráfagas rápidas e inclinadas, como letra cursiva sobre la negra cubierta de una obra aún sin abrir que ocultaba el secreto de las horas que se avecinaban.
En la parada de la esquina de la Quinta Avenida con Cathedral Parkway, había tres negros silenciosos bajo una farola. Estaban mojados y parecían aburridos. Y así era. Se habían dedicado a observar el tráfico de la Quinta Avenida desde que les llegó el aviso, a las cuatro y media de la tarde.
—Te toca a ti, Fatso —dijo uno de ellos cuando apareció el autobús bajo la lluvia y se detuvo con un suspiro de sus frenos de vacío.
—Estoy cansado —protestó el hombre corpulento que llevaba gabardina, pero se encasquetó el sombrero hasta los ojos y subió al autobús. Echó unas monedas en la ranura de pago y se dirigió hacia el fondo del vehículo, al tiempo que observaba a los ocupantes. Parpadeó al ver dos hombres blancos, continuó su avance y se sentó justo detrás de ellos.
Observó con atención la parte posterior de ambas cabezas, los abrigos, los sombreros y los perfiles. Bond se encontraba junto a la ventanilla. El negro vio la cicatriz reflejada en la oscuridad del cristal.
Se levantó y avanzó hacia la parte delantera del autobús sin mirar atrás. En la parada siguiente se apeó y se encaminó hacia el
drugstore
más cercano y se metió en la cabina telefónica.
Susurro
lo interrogó de manera apremiante y luego cortó la comunicación.
Insertó una clavija en la derecha del panel.
—¿Sí? —respondió la voz profunda.
—Jefe, uno de ellos acaba de entrar por la Quinta Avenida. El inglés de la cicatriz. Va acompañado de un amigo, pero no encaja con la pinta de los otros dos. —
Susurro
transmitió una descripción detallada de Leiter.— Los dos van hacia el norte —concluyó, y dijo el número y horario probable del autobús.
Se produjo una pausa.
—Bien —dijo la voz queda—. Llama a todos los Ojos de las otras avenidas. Avisa a los locales nocturnos de que uno de ellos ha entrado, y diles lo siguiente a Tee-Hee Johnson, McThing, Blabbermouth Foley, Sam Miami y el Flannel…
La voz continuó hablando durante cinco minutos.
—¿Entendido? Repítelo.
—Sí, señor, jefe —respondió el
Susurro
. Miró su libreta de taquigrafía y susurró con fluidez y sin pausa por el micrófono.
—Correcto. —La comunicación se cortó.
Con los ojos brillantes, el
Susurro
cogió un puñado de clavijas y comenzó a hablar con la ciudad.
Desde el momento en que Bond y Leiter avanzaron bajo el toldo de la entrada del Sugar Ray's, situado en la esquina de la Séptima Avenida y la calle Ciento veintitrés, hubo un grupo de hombres y mujeres observándolos o esperando para observarlos, hablando en voz baja con el
Susurro
que, ante la gran centralita de Riverside, hacía que avanzaran hacia el punto de encuentro. En un mundo donde ser el centro de atención era algo natural, ni Bond ni Leiter percibieron la maquinaria oculta ni la tensión que los rodeaba.
En el famoso local nocturno, los asientos de la barra estaban todos ocupados; pero uno de los pequeños cubículos que se alineaban contra la pared estaba libre, y los dos hombres blancos se deslizaron en los asientos separados por una estrecha mesa.
Pidieron whisky con soda: una botella de Haig and Haig. Bond paseó los ojos por la multitud que llenaba el local. Casi todos eran hombres. Había dos o tres blancos, aficionados al boxeo o reporteros de las columnas de deportes de los periódicos de Nueva York, pensó Bond. El ambiente era más caluroso y ruidoso que en el centro de la ciudad. Las paredes estaban cubiertas con fotografías de boxeo, sobre todo de Ray Sugar Robinson, y de escenas de sus grandes combates. Se trataba de un local alegre que ganaba mucho dinero.
—Fue un tipo inteligente, Ray Sugar —comentó Leiter—. Esperemos que, llegado el momento, nosotros dos sepamos cuándo retirarnos. Él ahorró mucho, y ahora está ganando todavía más con sus salas de música en vivo. El porcentaje que saca de este local debe de ser un buen bocado, y tiene muchas propiedades inmobiliarias por esta zona. Todavía trabaja duro, pero no es la clase de trabajo que puede dejarte ciego o provocarte una hemorragia cerebral. Se retiró mientras aún estaba vivo.
—Probablemente financiará un espectáculo de Broadway y lo perderá todo —comentó Bond—, Si yo me retirase ahora y me dedicase al cultivo de frutales en Kent, lo más probable es que me cayeran encima las peores condiciones climatológicas desde que el Támesis se congeló, y me quedara en la ruina. Es imposible preverlo todo.
—Pero sí intentarlo —respondió Leiter—. Ya sé a qué te refieres: es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. No llevamos una mala vida cuando se trata de sentarse en un bar cómodo a beber whisky. ¿Qué te parece este rincón de la selva? —Se inclinó hacia delante.— Escucha a la pareja que tienes detrás. Por lo que he oído, son un perfecto producto del «paraíso negro».
Bond miró discretamente por encima del hombro.
El cubículo que había detrás estaba ocupado por un apuesto negro joven ataviado con un costoso traje marrón claro de exageradas hombreras. Se reclinaba contra la pared y tenía un pie sobre el otro asiento. Con un cuchillito de plata se cortaba las uñas de la mano izquierda, y de vez en cuando lanzaba miradas de aburrimiento a la animación que reinaba en el bar. Su cabeza descansaba contra el respaldo del asiento, justo detrás de Bond, y de ella se desprendía el aroma de una gomina costosa. Bond se fijó en la raya artificial afeitada a navaja en el lado izquierdo; el cabello casi lacio era un homenaje a la constante aplicación de la madre con el peine caliente desde la más tierna infancia del muchacho. La corbata de seda negra y la camisa blanca eran de buen gusto.
Enfrente de él, inclinada sobre la mesa con aire de preocupación en su bonito rostro, había una negra menuda y atractiva que evidenciaba tener un toque de sangre blanca en las venas. Su cabello negro como el azabache, tan brillante y pulcro como la mejor de las permanentes, enmarcaba un dulce rostro ovalado con ojos algo oblicuos bajo cejas finamente perfiladas. El púrpura profundo de los sensuales labios separados resultaba cautivador sobre el bronce de la piel. Lo único que Bond veía de su ropa era el corpiño de un vestido de satén negro, ajustado y revelador, sobre los pequeños y firmes senos. Llevaba una sencilla cadena de oro al cuello, y sendas esclavas de oro lisas en torno a sus finas muñecas.
Estaba suplicando con ansiedad y no prestó la más mínima atención a la rápida mirada envolvente de Bond.
—Escúchalos, a ver si puedes entender lo que dicen —propuso Leiter—. Es puro lenguaje de Harlem; dialecto del extremo sur con mucha jerga de Nueva York añadida.