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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (7 page)

BOOK: Vive y deja morir
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Bond cogió la carta del local y se reclinó contra el respaldo, estudiando la cena de pollo especial frito a tres dólares con setenta y cinco centavos.

—Va, cariño —dijo la muchacha con tono zalamero—. ¿Cómo es posible que parezcas tan cansado hoy?
[16]

—Supongo que porque uno se cansa de escucharte —respondió el muchacho con tono lánguido—. ¿Por qué no cierras el pico y me dejas disfrutar de la paz y el silencio?

—¿Es que deseas que me marche, cariño?

—Puedes hacer lo que tu dulce cabecita quiera.

—Va, cariño —imploró la joven—. No te enfades conmigo, cariño. Esta noche pensaba hacer que te lo pasaras bien. Llevarte al Small Paradise, tal vez. A ver cómo se menean y bailan esas negras claras. Ese Birdie Johnson, el
máitre
, me da una mesa al lado de la pista siempre que voy.

La voz del muchacho se endureció de pronto.

—Qué significa ese Birdie para ti, ¿eh? —preguntó con suspicacia—. ¿Exactamente…? —hizo una pausa—. ¿Exactamente qué hay entre tú y ese negro tirado, calentorro y baboso? ¿Acaso te acuestas con él? Creo que tendré que estudiar un poco ese pequeño arreglito entre tú y Birdie Johnson. A lo mejor me busco una tía mejor que tú. No me gustan las tías que se largan a cualquier parte cada vez que me enchironan por una temporada. Sí, señor. Tengo que estudiar ese pequeño arreglito. —Hizo una pausa amenazadora.— Ya lo creo que sí —añadió.

—Ay, cariño… —La muchacha estaba ansiosa.— No tiene sentido que te enfades conmigo. No he hecho nada que te dé motivos para actuar de ese modo. Sólo pensaba que te gustaría tener una mesa al lado de la pista en el Paradise en lugar de quedarte aquí sentado, dándole vueltas a tus problemas. Vamos, cariño, pero si todos sabéis que yo no me enamoraría de ese quiero y no puedo de Birdie Johnson. No, señor. No significa nada para mí. Es el peor tipo de Harlem, que me muerda un perro si no es verdad. A pesar de eso, me da los mejores asientos del local y yo digo que nos aprovechemos de ello, nos tomemos una cerveza y nos lo pasemos bien. Vamos, cariño. Salgamos de aquí. Estás muy guapo y quiero que mis amigos nos vean juntos.

—Tú también estás guapa, niña bonita —respondió el muchacho, halagado por el homenaje rendido a su elegancia—, y es la verdad. Pero debo especificar que quiero que te quedes cerca de mí y mantengas los ojos apartados de ese basura tirado y sus pantalones calentorros. Y quiero decirte —añadió con tono amenazador— que si te pillo coqueteando con ese desgraciado, te daré tal paliza que te arrancaré la piel de ese dulce culito.

—Claro que sí, cariño —susurró la muchacha, emocionada.

Bond oyó que el pie del hombre raspaba el asiento al bajarlo al suelo.

—Vamos, muñeca, larguémonos. ¡Camarero!

Bond dejó la carta sobre la mesa.

—He pillado el meollo del asunto —dijo—. Al parecer les interesan las mismísimas cosas que al resto de la humanidad: el sexo, la diversión y mantenerse a la misma altura social que la gente de su clase. Gracias a Dios, no son unos cursis.

—Algunos sí —le advirtió Leiter—. Juegos de porcelana, aspidistras y chasquiditos de lengua por todas partes. Los metodistas son casi la secta más fuerte entre ellos. Harlem está plagado de distinciones sociales, igual que cualquier otra ciudad, pero con el añadido de todas las variaciones de color. Venga —sugirió—, marchémonos a buscar algo de comer.

Acabaron las bebidas y Bond pidió la nota.

—Todos los gastos de la noche corren de mi cuenta. Tengo que deshacerme de un montón de dinero, y me he traído trescientos dólares encima.

—Me parece bien —respondió Leiter, que estaba al tanto de los mil dólares que le habían entregado.

De pronto, mientras el camarero escogía las monedas del cambio, Leiter dijo:

—¿Sabes dónde está el
Big Man
esta noche?

El camarero abrió los ojos de par en par. Luego se inclinó para limpiar la mesa con la servilleta que llevaba al brazo.

—Tengo esposa e hijos, jefe —masculló por un lado de la boca. Colocó los vasos en la bandeja y regresó a la barra.

—Big cuenta con la mejor protección del mundo —comentó Leiter—. El miedo.

Salieron a la Séptima Avenida. La lluvia había cesado, pero Hawkins, el helado viento del norte que los negros reciben con un reverente «Hawkins está aquí», había llegado para sustituirla y mantener las calles libres de la multitud habitual. Leiter y Bond echaron a andar entre las escasas parejas que caminaban por la acera. Las miradas que les lanzaban eran casi todas despectivas o abiertamente hostiles. Dos o tres hombres escupieron hacia la alcantarilla después de que pasaran por su lado.

De pronto, Bond sintió la fuerza de lo que Leiter le había contado. Eran intrusos. Sencillamente no los querían allí. Entonces experimentó la incomodidad que tan a menudo lo había asaltado durante la guerra cuando, por un tiempo, estuvo trabajando detrás de las líneas enemigas. Se sacudió de encima esa sensación.

—Iremos al Ma Frezier's, que está un poco más arriba —anunció Leiter—. Sirven la mejor comida de Harlem, o al menos solían servirla.

Mientras caminaban, Bond miraba los escaparates de las tiendas.

Le asombró la cantidad de barberías y salones de belleza que había. Anunciaban varios tipos de alisadores de cabello —«Apex Glossatina, para usar con el peine caliente», «Silk Strate. No irrita la piel, no quema»— o fórmulas secretas para aclarar la piel. Los siguientes establecimientos más numerosos eran las mercerías, camiserías y tiendas de ropa, que mostraban fantásticos zapatos de piel de serpiente para caballeros, camisas con estampados de pequeños aviones, pantalones con pinzas en la cintura que se estrechaban hacia los tobillos con rayas de dos centímetros y medio de ancho, trajes de pantalones anchos por arriba y americanas enormes. Todas las librerías estaban llenas de libros educativos —cómo aprender esto, cómo hacer lo otro— y de tebeos. Había varias tiendas dedicadas a amuletos de la suerte y a diversos temas de ocultismo:
Las siete llaves del poder
, «el libro más extraño jamás escrito». Leyó subtítulos como: «Si le han echo un
trabajo
, le enseña cómo librarse de él y devolverlo»; «Salmodie sus deseos en el Idioma del Silencio»; «Haga un hechizo a cualquiera, no importa dónde esté»; «Consiga el amor de quien usted quiera». Entre los amuletos había la «Raíz del conquistador, del supremo John», el «Aceite Brand que atrae dinero» y la «Mano Whamie de la suerte, que protege contra el mal. Confunde y desconcierta a los enemigos».

Bond pensó que no era de extrañar que el vudú resultara un arma tan poderosa para Big, con mentes que aún se asustaban ante una pluma blanca de pollo o unos palitos cruzados en la calle…, justo en el centro de la ciudad capital de Occidente.

—Me alegro de que hayamos venido —comentó Bond—. Comienzo a tomarle las medidas a Big. En un país como Inglaterra es imposible captar la esencia de todo esto. Los de allí somos muy supersticiosos, por supuesto, en especial los celtas, pero aquí uno casi puede oír los tambores.

Leiter profirió un gruñido.

—Preferiría volver a mi cama —dijo—, pero necesitamos tomar bien las medidas a ese tipo antes de decidir cómo vamos a atacarlo.

Ma Frazier's constituía un alegre contraste comparado con las calles desoladas. Tomaron una cena excelente de chirlas de Little Bay y pollo frito al estilo de Maryland, con tocino y maíz fresco.

—Tenemos que pedirlo —había dicho Leiter—. Es el plato nacional.

El ambiente era muy civilizado en el cálido restaurante. El camarero se alegró de verlos y les señaló a varias celebridades, pero cuando Leiter deslizó una pregunta acerca del señor Big, el camarero pareció no haberlo oído. Se mantuvo alejado de la mesa hasta que le pidieron la cuenta.

Leiter repitió la pregunta.

—Lo siento, señor —fue la breve respuesta del camarero—. No recuerdo a ningún caballero que se llame así.

Cuando salieron del restaurante ya eran las diez y media, y la avenida estaba casi desierta. Cogieron un taxi hasta la sala de baile Savoy, donde pidieron whisky con soda y se dedicaron a mirar a los que bailaban.

—Los bailes más modernos fueron inventados aquí —explicó Leiter—. Así de bueno es el local. El Lindy Hop, el Truckin', el Susie Q, el Shag…, todos comenzaron en esa pista. Cualquier gran banda estadounidense de la que hayas oído hablar, se enorgullece de haber tocado aquí en una u otra época: Duke Ellington, Louis Armstrong, Cab Calloway, Noble Sissie, Fletcher Henderson… Es la Meca del jazz y todos sus estilos de baile.

Ocupaban una mesa situada cerca de la barandilla que rodeaba la enorme pista. Bond estaba embelesado. Muchas de las jóvenes le parecían hermosísimas. La música fue metiéndosele en las venas hasta tal punto que casi olvidó qué hacía allí.

—Se apodera de uno, ¿verdad? —comentó Leiter al fin—. No me importaría quedarme aquí toda la noche, pero será mejor que continuemos, o no llegaremos a tiempo al Small Paradise. Se parece mucho a esto, pero no tiene la misma clase. Creo que te llevaré al Yeah Man, que también está en la Séptima Avenida. Después tendremos que ir a uno de los locales que son propiedad del señor Big. El problema es que no abren hasta medianoche. Voy al lavabo mientras pides la cuenta. Veré si consigo alguna pista de dónde podríamos encontrarlo esta noche. No me apetece tener que recorrer todos sus garitos.

Bond pagó la cuenta y bajó por la escalera para reunirse con Leiter en el estrecho vestíbulo de entrada.

Leiter lo condujo al exterior, y anduvieron calle arriba en busca de un taxi.

—Me ha costado veinte pavos —anunció Leiter—, pero corre la voz de que estará en el The Boneyard. Es un local pequeño de la avenida Lenox, bastante cerca de su cuartel general. Tienen el
strip-tease
más caliente de la ciudad. Una muchacha llamada Gi-Gi Sumatra. Iremos a tomar otra copa en el Yeah Man y a escuchar al pianista. Estaremos allí unos veinte minutos y luego continuaremos.

La voluminosa centralita telefónica, que ahora estaba a pocas manzanas de distancia de ellos, guardaba un silencio casi total. Habían visto a los dos hombres entrar y salir del Sugar Ray's, del Ma Frazier's y de la sala de baile Savoy. A medianoche habían entrado en el Yeah Man. A las doce y media llegó la última llamada, y las líneas quedaron en silencio.

Big habló a través del teléfono interno. Primero con el jefe de camarero—Dentro de cinco minutos llegarán dos hombres blancos. Llévalos a la mesa Z.

—Sí, señor, jefe —respondió el jefe de camareros. Cruzó la pista a toda prisa hasta una mesa que había al fondo, a la derecha, oculta a la sala casi del todo por una gruesa columna. Se encontraba situada junto a la entrada de servicio, pero tenía una buena visión de la pista de baile y la banda quedaba justo delante.

Estaba ocupada por un grupo de cuatro personas, dos hombres y dos muchachas.

—Lo siento, hermanos —se disculpó el jefe de camareros—. Ha sido un error. Esta mesa está reservada. Unos periodistas del centro de la ciudad.

Uno de los hombres comenzó a discutir.

—Muévete, amigo —lo interrumpió el jefe de camareros, tenso—. Lofty, lleva a estos hermanos a la mesa F. Invita la casa. Sam —llamó, dirigiéndose a otro camarero—, limpia la mesa. Es para dos.

El grupo de cuatro se alejó con docilidad, apaciguado por la perspectiva de la bebida gratis. El jefe de camareros colocó el letrero «Reservado» sobre la mesa Z, la inspeccionó y regresó a su puesto, ante el tablero con la lista de mesas que descansaba sobre el elevado escritorio situado junto a la entrada cubierta por cortinas.

Entre tanto, Big había realizado dos llamadas más a través del teléfono interno. Una al maestro de ceremonias.

—Que apaguen las luces al final de la actuación de Gi-Gi.

—Sí, señor, jefe —respondió el interpelado con prontitud.

La otra llamada fue para hablar con cuatro hombres que jugaban a los dados en el sótano. Fue una llamada larga y muy detallada.

Capítulo 6
La mesa
Z

A la una menos cuarto, Bond y Leiter pagaron al taxista la carrera y entraron pasando por debajo del letrero que anunciaba «The Boneyard» en tubos de neón violeta y verde.

El golpeteo del ritmo y el olor amarguidulce los asaltaron al apartar las pesadas cortinas que colgaban más allá de las puertas batientes. Los ojos de las muchachas del guardarropa brillaban y atraían.

—¿Ha reservado mesa, señor? —quiso saber el jefe de camareros.

—No —respondió Leiter—. No nos importa sentarnos en la barra.

El jefe de camareros consultó su lista de mesas y pareció tomar una decisión. Tachó con firmeza un espacio que había al final de la misma.

—Hay un grupo que no se ha presentado. Supongo que no puedo guardarles la reserva durante toda la noche. Por aquí, si tienen la bondad.

Alzó el tablero por encima de la cabeza y los condujo en torno a la pequeña pista abarrotada de gente. Retiró una de las dos sillas y recogió el letrero de «Reservado».

—Sam —llamó, dirigiéndose a un camarero—. Hazte cargo del pedido de los caballeros. —Luego se marchó.

Pidieron whisky con soda y bocadillos de pollo con pan inglés.

Bond olió el aire.

—Marihuana —comentó.

—Casi toda la gente del ambiente del jazz fuma canutos —explicó Leiter—. En la mayoría de los locales no lo permiten.

Bond recorrió el local con la mirada. La música había cesado. Los cuatro integrantes de la pequeña banda —clarinete, contrabajo, guitarra eléctrica y batería— se retiraban en ese momento por el extremo opuesto. La docena de parejas, más o menos, regresaba a sus mesas caminando o a paso de baile, y la luz carmesí situada debajo de la pista de cristal se apagó. En su lugar se encendieron focos colocados en el techo que proyectaron finos haces de luz que se reflejaron en bolas de espejitos coloreados, más grandes que balones de fútbol, colgadas a intervalos cerca de las paredes. Eran de diferentes tonalidades: doradas, azules, verdes, violetas y rojas. Al reflejarse en ellas los haces de luz, brillaban como soles de colores. Las paredes, pintadas de esmalte negro, actuaban como espejos del reflejo de las mismas, al igual que lo hacía el sudor en el rostro de ébano de los asistentes. A veces, un hombre sentado entre dos luces presentaba una mejilla de cada color, una verde, por ejemplo, y la otra roja.

La iluminación hacía que resultara imposible distinguir los rasgos de los rostros a menos que estuvieran a un metro de distancia. Algunas de las luces tornaban negro el carmín de las muchachas, otras encendían sus rostros con un cálido resplandor por un lado y le conferían al otro perfil la luminosidad del cadáver de un ahogado.

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