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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (11 page)

BOOK: Vive y deja morir
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Tee-Hee estaba muerto o agonizando. Yacía de espaldas, con los miembros extendidos. La corbata a rayas le cruzaba el rostro como una serpiente aplastada. Bond no sintió remordimiento alguno. Registró el cuerpo en busca de un arma y la halló metida en la cintura de los pantalones manchados de sangre. Era un Colt del treinta y ocho, modelo Detective Special, con el cañón recortado. El tambor contenía todas las balas. Bond se guardó la inútil Beretta en la pistolera. Agarró con fuerza el voluminoso revólver con la mano derecha y sonrió, ceñudo.

Delante había una puerta pequeña, y vio que estaba cerrada con cerrojo. Pegó el oído a la misma. Percibió el amortiguado sonido de un motor. Debía tratarse del garaje. Pero ¿y ese motor en marcha? ¿A esas horas de la madrugada? Apretó los dientes. Por supuesto. Big habría llamado por el intercomunicador para avisarles que Tee-Hee bajaba con él y estarían preguntándose por el motivo de la tardanza. Era probable que en ese momento miraran hacia la puerta, en espera de que el negro apareciera por ella.

Bond se detuvo a pensar. Contaba con la ventaja de la sorpresa. Si al menos los cerrojos estuvieran bien engrasados…

Tenía la mano izquierda casi inutilizada. Con el Colt en la derecha, empujó el primer cerrojo con el filo de la mano herida. Se deslizó con facilidad. Lo mismo sucedió con el segundo. Sólo quedaba un picaporte por bajar. Lo hizo y tiró de la puerta con suavidad hacia sí.

Era una puerta gruesa, y el ruido del motor fue haciéndose más audible a medida que la rendija se agrandaba. El coche debía estar justo al otro lado. Cualquier movimiento de la puerta lo delataría. La abrió de golpe y se apostó en ella de lado, para ofrecer el menor blanco posible. El percutor de su revólver estaba echado atrás.

A pocos pasos de distancia esperaba un sedán negro con el motor en marcha. Se encontraba orientado hacia las dobles puertas abiertas del garaje. Potentes luces de arco iluminaban la carrocería de otros vehículos. Sentado al volante del sedán había un negro corpulento, y un segundo se hallaba de pie cerca de él, reclinado en la portezuela trasera. No se veía a nadie más.

Cuando Bond apareció ante ellos, los negros abrieron la boca con asombro. De entre los labios del que estaba al volante, cayó un cigarrillo. Luego ambos se lanzaron a sacar sus armas.

Instintivamente, Bond disparó primero al hombre que estaba de pie, pues sabía que sería el más rápido en desenfundar.

El disparo del pesado revólver resonó en el garaje.

El negro se aferró el estómago con ambas manos, dio dos pasos tambaleantes hacia Bond y se desplomó de cara al suelo, donde su arma repiqueteó contra el cemento.

El hombre que estaba sentado dentro del coche profirió un alarido cuando el arma de Bond lo apuntó. Debido a que el volante le estorbaba, su mano derecha aún se encontraba dentro de la americana.

Bond disparó directamente a la boca que gritaba, y la cabeza del hombre se estrelló contra la ventanilla lateral. Luego rodeó el vehículo a la carrera y abrió la portezuela. El negro se desplomó al exterior. Bond arrojó el arma al asiento del conductor y arrastró el cuerpo fuera del coche para dejarlo en el suelo. Intentó no ensuciarse de sangre. Se sentó al volante y agradeció que el motor estuviera en marcha y que el coche tuviera los cambios de marcha en el volante. Cerró la portezuela de golpe, posó la mano herida sobre el lado izquierdo del volante y empujó la palanca hacia delante.

El freno de mano estaba puesto. Tuvo que agacharse por debajo del volante para quitarlo.

Fue una pausa peligrosa. Cuando el pesado coche salía lanzado por las amplias puertas, se oyó la detonación de un disparo y una bala golpeó la carrocería. Giró el volante con la mano derecha, y una segunda bala le pasó por encima, sin darle. Al otro lado de la calle, el cristal de una ventana se hizo añicos.

El destello del disparo procedía del nivel del suelo, y Bond supuso que, de alguna manera, el primer negro había logrado llegar hasta su arma.

No se oyeron más disparos, y de las fachadas oscuras de los edificios que dejó atrás no le llegó ni un solo sonido. Mientras pasaba de una velocidad a otra, en el espejo retrovisor no vio nada más que la ancha barra de luz procedente del interior del garaje, que atravesaba la calle desierta.

Bond no tenía ni idea de en qué lugar se encontraba ni hacia dónde se dirigía. Iba por una calle ancha sin rasgos distintivos, y continuó adelante. Se dio cuenta de que circulaba por la izquierda y rápidamente cambió a la derecha. Sentía un terrible dolor en la mano, pero el pulgar y el índice le ayudaban a estabilizar el volante. Intentó acordarse de mantener su lado izquierdo alejado de la sangre que manchaba la portezuela y la ventanilla. La interminable calle estaba poblada sólo por los pequeños fantasmas de vapor que ascendían por las rejillas abiertas en el asfalto y que permitían acceder al sistema de tuberías de calefacción de la ciudad. El feo capó del coche los segaba uno a uno, pero por el espejo retrovisor veía cómo volvían a levantarse tras él en una perspectiva de espectros blancos que gesticulaban ligeramente.

Mantuvo una velocidad de ochenta kilómetros por hora. Encontró algunos semáforos en rojo y se los saltó. Recorrió varias manzanas a oscuras y por fin llegó a una avenida iluminada. En la misma había tráfico, y se detuvo hasta que el semáforo cambió a verde. Giró a la izquierda y fue recompensado por una sucesión de semáforos en verde, cada uno de los cuales lo alejaba del enemigo. Se detuvo en un cruce y leyó el nombre de la avenida. Se encontraba en Park Avenue y la calle Ciento dieciséis. En la siguiente esquina volvió a aminorar. Era la calle Ciento quince. Se dirigía hacia el centro, alejándose de Harlem; regresaba a la ciudad. Continuó avenida adelante, Luego giró en la calle Sesenta. Estaba desierta. Apagó el motor y dejó el coche estacionado delante de una boca de incendios. Cogió el revólver del asiento, se lo metió en la cintura del pantalón y regresó andando hasta Park Avenue.

Pocos minutos después paró un taxi que pasaba, y al cabo de un rato se encontró subiendo por la escalera de entrada del St. Regis.

—Hay un mensaje para usted, señor Bond —dijo el conserje de noche.

Bond mantuvo el lado izquierdo de su cuerpo apartado de la vista del hombre. Abrió el mensaje con la mano derecha. Era de Félix Leiter y había llamado a las cuatro de la madrugada.
Llámame de inmediato
, decía.

Bond avanzó hasta el ascensor, que lo llevó a la planta donde se alojaba. Abrió la puerta de la habitación 2100 y entró en la sala de estar.

—¡Dios Todopoderoso —exclamó con profunda gratitud—, qué descanso!

Capítulo 9
¿Verdadero o falso?

Bond miró el teléfono, luego se levantó y avanzó hasta el aparador. Puso un puñado de cubitos de hielo medio derretidos en un vaso largo, se sirvió tres dedos de Haig and Haig e hizo girar el whisky dentro del vaso para que se enfriara y diluyera. Luego bebió la mitad del contenido de un solo trago. Dejó el vaso y se quitó la americana. Tenía la mano izquierda tan hinchada que apenas pudo sacársela a través de la manga. El dedo meñique aún estaba doblado hacia atrás, y le provocó un dolor terrible al rozar la tela. Tenía el dedo casi negro. Se aflojó el nudo de la corbata y se desabotonó el cuello de la camisa. Luego cogió de nuevo el vaso, bebió otro largo sorbo y regresó junto al teléfono.

Leiter respondió de inmediato.

—Gracias a Dios —exclamó con total sinceridad—. ¿Qué te han hecho?

—Me han roto un dedo —respondió Bond—. ¿Y a ti?

—Un cachiporrazo. Me dejaron sin sentido. Nada grave. Comenzaron por considerar toda clase de cosas ingeniosas. Querían conectarme al compresor de aire del garaje. Empezando por los oídos y continuando por cualquier otra parte. Cuando no llegaron instrucciones del señor Big, comenzaron a aburrirse y yo me puse a hablar de los temas más interesantes del jazz con Blabbermouth, el tipo del arma extravagante de seis disparos. Llegamos a Duke Ellington y estuvimos de acuerdo en que a ambos nos gustaba que los líderes de banda de jazz fueran hombres de percusión, no de viento. También coincidimos en que el piano o la batéría mantiene a la banda más unida que cualquier otro instrumento solista, como Jelly-roll Morton, por ejemplo. A propósito de Duke, le conté el chiste del clarinete… «Un viento de madera malo que nadie sopla bien.» Eso hizo que se partiera de risa. De repente éramos amigos. El otro hombre, que se llamaba Flannel, se puso desagradable y Blabbermouth le dijo que quedaba libre de servicio, que él cuidaría de mí. Luego llamó el señor Big.

—Yo estaba allí —le aseguró Bond—. Y no me pareció muy gracioso lo que ordenó.

—Blabbermouth tenía una preocupación de todos los diablos. Se puso a dar vueltas por la habitación hablando entre dientes. De repente me dio un golpe con la cachiporra y perdí el sentido. Cuando desperté estaba en el exterior del hospital Bellevue. Debían de ser las tres y media. Blabbermouth me pidió mil disculpas, asegurándome que era lo mínimo que podía hacer. Le creí. Me suplicó que no lo delatara. Dijo que iba a informar que me había dejado medio muerto. Por supuesto, le prometí que haría llegar a su jefe algunos detalles muy espeluznantes. Nos separamos en los mejores términos. Recibí algunas atenciones en la sala de urgencias del hospital y regresé a casa. Estaba muy preocupado por lo que te hubiera sucedido, pero después de un rato empezó a sonar el teléfono. Llamaron la policía y el FBI. Parece que el señor Big se ha quejado de que un estúpido inglés se volvió loco en The Boneyard a primera hora de esta madrugada, disparó contra tres de sus hombres (dos chóferes y un camarero, ¿qué te parece?), robó uno de sus coches y huyó, dejando su abrigo y su sombrero en el guardarropa.
Big Man
clama justicia. Por supuesto, advertí a los detectives y al FBI que no se metieran en el asunto, pero llevan un cabreo de mil demonios y tenemos que salir de inmediato de la ciudad. No se sabrá nada durante la mañana, pero la noticia aparecerá en todos los periódicos de la tarde y será transmitida por radio y televisión. Aparte de todo eso, el señor Big irá tras de ti como un enjambre de avispas. De todas formas, ya he hecho algunos planes. Ahora cuéntame tú y, por Dios, ¡te aseguro que me alegro de oír tu voz!

Bond le hizo un detallado relato de cuanto le había sucedido. No olvidó nada. Cuando acabó, Leiter profirió un silbido grave.

—Chico —dijo con tono de admiración—, sin duda le has hecho una buena mella a la maquinaria del señor Big. Pero tuviste suerte. Ciertamente parece que esa dama Solitaire te ha salvado la piel. ¿Crees que podemos aprovecharla?

—Podríamos, si consiguiéramos acercarnos a ella —respondió Bond—. Supongo que él no permitirá que se aleje mucho.

—Tendremos que dejar eso para otro día —le aseguró Leiter—. Ahora será mejor que nos pongamos en marcha. Colgaré y volveré a llamarte dentro de unos minutos. Primero te enviaré de inmediato al médico de la policía. Llegará dentro de un cuarto de hora, más o menos. Luego yo mismo hablaré con el comisario y le solucionaré algunas de las cuestiones policiales. Pueden darle largas al asunto con el descubrimiento del automóvil. El FBI tendrá que advertir (de manera extraoficial) a los muchachos de la radio y los periódicos para que al menos dejen tu nombre fuera del asunto y se olviden de todos esos rumores del inglés. De lo contrario, podrían sacar al embajador británico a tirones de la cama y organizar manifestaciones de la National Association for the Advancement of Coloured People
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y sabe Dios qué más. —Leiter rió entre dientes.— Será mejor que hables con tu jefe de Londres. Allí deben de ser más o menos las diez y media. Necesitarás un poco de protección. Yo puedo encargarme de la CIA, pero esta mañana el FBI tiene un ataque agudo de «escúcheme-bien-joven». Necesitarás más ropa. Me encargaré de eso. Manténte despierto. Ya dormiremos de sobras en la tumba. Te llamaré más tarde.

Leiter cortó la comunicación. Bond sonrió para sí. El hecho de oír la alegre voz de Leiter, y saber que estaba haciéndose cargo de todo, había borrado todo su agotamiento y los negros recuerdos.

Volvió a coger el auricular y habló con la operadora internacional. «Diez minutos de espera», le informó ella.

Bond entró en el dormitorio y, de alguna manera, se quitó la ropa. Tomó una ducha muy caliente y luego una muy fría. Se afeitó y consiguió ponerse una camisa y unos pantalones limpios. Metió un cargador nuevo en la Beretta, envolvió el Colt en la camisa sucia y lo metió en la maleta. Tenía el equipaje a medio hacer cuando el timbre del teléfono sonó.

Escuchó los animados ruidos y ecos de la línea, la charla de operadores lejanos, los fragmentos en código morse de aviones, y de barcos que se hallaban en alta mar, rápidamente interrumpidos. Podía visualizar el gris edificio grande cercano a Regent's Park e imaginar la actividad de la centralita telefónica, las tazas de té y la muchacha que decía: «Sí, habla con la Universal Export», el número de la cual había pedido Bond, una de las tapaderas usadas por los agentes cuando tenían que ponerse en contacto por líneas internacionales abiertas. Ella avisaría al supervisor, el cual aceptaría la llamada.

—Ya tiene la conexión —anunció la operadora internacional—. Adelante, por favor. Llamada de Nueva York a Londres.

Bond oyó la serena voz inglesa.

—Universal Export. ¿Con quién hablo, por favor?

—¿Puede ponerme con el director general? —preguntó Bond—. Soy su sobrino James y telefoneo desde Nueva York.

—Un momento, por favor.

Con la imaginación, Bond siguió la llamada transmitida a Moneypenny y la vio pulsando el botón del intercomunicador.

«Es de Nueva York, señor —anunciaría ella—. Creo que se trata de 007.»

«Páseme la llamada», diría M.

—¿Sí? —respondió la voz fría por la cual él sentía tanto afecto y a la cual obedecía.

—Soy James, señor —respondió Bond—. Es posible que necesite un poco de ayuda con una remesa delicada.

—Adelante —invitó la voz.

—Ayer por la noche fui a la ciudad a ver al jefe de aduanas —explicó Bond—. Tres de sus mejores empleados se pusieron enfermos mientras estaba allí.

—¿Cómo de enfermos? —preguntó la voz.

—Tanto como se puede estar, señor —respondió el agente británico—. Hay mucha «gripe por aquí».

—Espero que no la haya pillado usted.

—Yo tengo un ligero enfriamiento, señor —lo tranquilizó Bond—, pero no es nada por lo que debamos preocuparnos. Ya se lo contaré por carta. El problema es que con toda esta «gripe suelta, Federado piensa que estaría mejor fuera de la ciudad». —Bond rió entre dientes para sí al imaginar la sonrisa de M.— Así que me marcho de inmediato con Felicia.

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